Invernáculo (23 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Invernáculo
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Estaba de rodillas observando la unión de dos raíces, de distintas plantas: luego de unirse, las raíces trepaban serpenteando sobre una piedra y se hundían en el suelo entre otras piedras, en una grieta irregular.

—Puedes bajar por ahí. No te ocurrirá nada malo —dijo la morilla—. Baja a la rastra entre la piedras, a ver qué encuentras.

Unas pocas notas de la melopea de dolor sacudieron otra vez los nervios de Gren.

Acatando la orden, y muy a pesar suyo, se deslizó entre las piedras, ágil como una lagartija. Tanteando con cautela, descubrió que las piedras de la superficie estaban asentadas sobre bloques similares, y éstos a su vez sobre otros, más abajo aún. No obstante, las piedras estaban sueltas en algunos sitios, y escurriéndose pudo descender entre las superficies frías.

Yattmur lo siguió salpicándole los hombros con una ligera lluvia de tierra.

Luego de reptar hasta una profundidad de cinco hileras de piedras, Gren y Yattmur llegaron juntos al suelo. Ahora, aunque casi aplastados entre las paredes de roca, se desplazaban por un terreno llano. Atraídos por una disminución de la obscuridad, se arrastraron hasta llegar a un espacio algo más amplio, en el que podían estirar los brazos.

—Siento olor a frío y a obscuridad —dijo Yattmur—, y tengo miedo. ¿Para qué nos ha hecho bajar aquí? ¿Qué piensa de este lugar?

—Está enloquecida —replicó Gren, sin admitir que la morilla no le hablaba ahora.

Poco a poco empezaron a ver mejor. La pared superior se había hundido en un costado, y la fuente de luz era el sol, que brillaba horizontal entre las piedras apiladas, introduciendo en la caverna un rayo explorador. La luz reveló unas cintas de metal trenzado entre las piedras, y una abertura delante de ellos. En el remoto hundimiento de aquellas piedras, el boquete había subsistido. Allí y ahora, los únicos seres vivos además de ellos eran las raíces retorcidas de las zancudas, que se hundían en el suelo como serpientes petrificadas.

Obedeciendo a la morilla, Gren escarbó el cascajo. Allí había más metal y más piedra y ladrillo, casi todo inamovible. Tanteando y tironeando, logró aflojar y arrancar algunos escombros; apareció una larga placa de metal tan alta como el propio Gren. Uno de los extremos estaba despedazado; en el resto de la superficie había unas marcas separadas, dispuestas en una especie de dibujo:

—Esto es escritura —jadeó la morilla—, un signo del hombre cuando tenía poder en el mundo, en un pasado muy remoto. He aquí las huellas del hombre. Estas han de haber sido las construcciones de antaño. Gren, trepa por esa abertura, a ver qué más puedes encontrar.

—¡Está obscuro! No puedo entrar ahí.

—Trepa, te he dicho.

Las esquirlas de vidrio emitían débiles destellos junto a la abertura. Gren extendió la mano buscando a tientas dónde afirmarse y la madera podrida se desprendió todo alrededor. Entró por la abertura y una lluvia de yeso le cayó en la cabeza. Del otro lado había una pendiente; lastimándose con los vidrios rotos, resbaló entre los escombros. Se encontraba ahora en un recinto amplio.

Desde fuera, Yattmur chilló de miedo. Gren le respondió en voz baja, para tranquilizarla, mientras con una mano en el pecho, esperaba a que el corazón se le calmase. En la obscuridad casi total, miró en torno. Nada se movía. El silencio de los siglos reposaba allí, vivía allí, denso y empalagoso, más siniestro que cualquier ruido, más terrible que el miedo.

Se quedó un momento así, paralizado, hasta que la morilla lo sacudió.

La mitad del techo se había desmoronado. El lugar era un laberinto de ladrillos y vigas metálicas. Para el ojo inexperto de Gren, todo parecía igual. El olor a siglos lo sofocaba.

—Ahí en el rincón. Hay un objeto cuadrado. Acércate y mira —le ordenó la morilla, valiéndose de la vista de Gren.

A regañadientes, Gren se abrió paso hacia el rincón. Algo se le escurrió por debajo de los pies y huyó en sentido contrario; era un zarparrastras como el que se había prendido al tobillo de Yattmur. En el rincón asomaba una caja cuadrangular tres veces más alta que Gren; en la cara delantera sobresalían tres semicírculos de metal, manijas, le instruyó la morilla. Sólo alcanzaba a la más baja de las manijas. Tiró de ella obedientemente.

Se abrió apenas el ancho de una mano; luego se trabó.

—¡Tira, tira, tira! —tañó la morilla.

Gren tiró con una furia salvaje. La caja entera empezó a sacudirse y a vibrar, pero lo que la morilla llamaba el mueble no se movió. La caja se bamboleaba y Gren seguía tirando. Allá arriba, por encima de la cabeza de Gren, algo se desplazó sobre la cima del mueble. Un objeto oblongo se precipitó hacia abajo. Gren se agachó para esquivarlo, y el objeto cayó con ruido detrás de él, levantando una nube de polvo.

—¡Gren! ¿Estás bien? ¿Qué tienes que hacer ahí abajo? ¡Sal!

—¡Sí, sí, ya salgo! Morilla, nunca conseguiremos abrir este estúpido mueble.

—¿Qué es ese objeto que por poco nos parte la cabeza? Examínalo y házmelo ver. Quizá sea un arma. Si al menos encontráramos algo útil…

El objeto que había caído era delgado, largo y ahusado, parecido a una semilla de quemurna aplastada, y de un material terso al tacto, no frío como el metal. La morilla dictaminó que era un estuche. Cuando vio que Gren podía levantarlo con relativa facilidad, se excitó.

—Tenemos que llevar este estuche a la superficie —dijo—. Podrás subirlo entre las piedras. Lo examinaremos a la luz y averiguaremos qué hay dentro.

—Pero ¿cómo podrá ayudarnos? ¿Nos llevará acaso al continente?

—Yo no esperaba encontrar una barca aquí abajo. ¿No sientes curiosidad? Esto es un símbolo de poder. ¡Vamos, muévete! Eres tan estúpido como un guatapanza.

Aguijoneado por el insulto, Gren trepó gateando sobre los escombros. Yattmur se aferró a él, pero no tocó el estuche amarillo. Durante un momento cuchichearon entre ellos, apretándose uno a otro los genitales para sentirse más fuertes; luego treparon trabajosamente hacia la luz del día, por entre las capas de piedras apiladas, arrastrando y empujando el estuche.

—¡Uhhh! ¡Qué bien sabe la luz del día! —murmuró Gren cuando lastimados y magullados emergieron al aire brumoso. Los guatapanzas llegaron corriendo, con las lenguas colgantes de alivio, Bailando alrededor, hicieron un alboroto de lamentaciones y reproches por la ausencia de los amos.

—¡Mátanos por favor, hermoso amo cruel, antes de saltar otra vez a los labios de la tierra! ¡Mejor un golpe de muerte malvada antes que dejarnos solos luchando a solas en luchas desconocidas!

—Vosotros, panzones, sois demasiado gordos; no hubierais podido escurriros con nosotros por esa grieta —dijo Gren, mientras se examinaba con amargura las heridas—. Si tanto os alegra vernos ¿por qué no nos traéis algo que comer?

Cuando Yattmur y él se hubieron lavado las heridas y magulladuras en el arroyo, Gren se ocupó del estuche. En cuclillas, sobre él, lo dio vuelta varias veces con cautela. Tenía una curiosa simetría que lo atemorizaba. Al parecer, también los guatapanzas estaban asustados.

—Esa rara forma malísima de tocar es una rara y mala forma tocadora —gimió uno de ellos, mientras bailoteaba de un lado a otro—. Por favor sólo tócala para arrojarla al chapoteante mundo acuoso.

Se unió a los otros guatapanzas y todos miraron hacia abajo con tonta excitación.

—Te dan un consejo sensato —dijo Yattmur.

Pero la morilla lo apremiaba, y Gren se sentó y tomó el estuche entre los pies y los dedos. Mientras lo examinaba, sentía que el hongo se apoderaba de todas las imágenes tan pronto como le llegaban al cerebro; escalofríos de miedo le recorrían la espalda.

En la parte superior del estuche había uno de esos dibujos que la morilla llamaba escritura. Este parecía algo diferente según de donde se lo mirara, y luego seguían varias líneas de dibujos similares, pero más pequeños.

Gren empezó a tironear y apretar el estuche. No se abría. Los guatapanzas pronto perdieron todo interés y se alejaron vagabundeando. Gren mismo lo hubiera arrojado a un lado si la morilla no hubiera insistido, aguijoneándolo y apremiándolo. Pasaba los dedos a lo largo de una cara lateral, cuando una tapa se levantó de golpe. El y Yattmur se miraron de soslayo y luego escudriñaron el interior del estuche, acuclillados en el suelo, boquiabiertos de temor.

El objeto era del mismo material amarillo y sedoso que el estuche. Gren lo levantó con cuidado y lo puso en el suelo. Fuera de la caja, un resorte se activó, y el objeto, que había tenido la forma de una cuña, adaptada a las dimensiones del estuche, extendió de pronto unas alas amarillas. Se alzó frente a ellos cálido, único, desconcertante. Los guatapanzas se arrastraron de vuelta y miraron con los ojos dilatados de asombro.

—Es como un pájaro —musitó Gren—. ¿Será posible que lo hayan hecho hombres como nosotros, que no haya crecido?

—Es tan suave, tan… —Yattmur no encontró las palabras adecuadas y estiró una mano para acariciarlo. —Lo llamaremos Belleza.

La edad y las infinitas estaciones habían deteriorado el estuche, pero el objeto alado aún parecía nuevo. Cuando la mano de la muchacha acarició la superficie, una tapa se levantó con un clic, mostrando las entrañas de la criatura. Los cuatro guatapanzas huyeron al matorral más cercano. Modeladas con materiales extraños, metales y plásticos, las entrañas del pájaro dorado eran un espectáculo maravilloso. Había carretes pequeños, una hilera de perillas, unos diminutos circuitos amplificadores, un dédalo de intestinos hábilmente enroscados. Arrastrados por la curiosidad, los dos humanos se inclinaron a tocarlo. Pasmados de asombro, dejaban que sus dedos —esos cuatro dedos con un pulgar en oposición que tan lejos habían llevado a los antepasados humanos —disfrutaran del placer de los conmutadores móviles.

¡Las perillas sintonizadoras giraban, los conmutadores funcionaron!

Con un susurro casi imperceptible, Belleza se levantó del suelo, revoloteó, se elevó por encima de ellos. Gritando, asombrados, Gren y Yattmur retrocedieron, y pisaron el estuche, destrozándolo. Belleza no se inmutó. Soberbio y en poderoso vuelo, giraba allá arriba en círculos, resplandeciente al sol.

Cuando hubo ganado suficiente altura, habló.

—¡Salvad al mundo para la democracia! —gritó. La voz, aunque no muy potente, era penetrante.

—¡Oh, Belleza habla! —exclamó Yattmur, contemplando maravillada las alas refulgentes.

En un instante reaparecieron los guatapanzas; querían participar de la excitación; retrocedían con temor cuando Belleza volaba sobre ellos, se quedaban petrificados cuando revoloteaba en círculos, alrededor de las cabezas del grupo.

—¿Quiénes instigaron la desastrosa huelga portuaria del 31? —preguntó retóricamente Belleza—. Los mismos hombres que hoy os pondrán una argolla en la nariz. Pensad con vuestras cabezas, amigos, y votad por el HRS… ¡votad por la libertad!

—Dice… ¿qué está diciendo, morilla? —preguntó Gren.

—Está hablando de hombres que llevan argollas en las narices —dijo la morilla, que estaba tan desconcertada como Gren—. Eso era lo que se ponían cuando eran Civilizados. Tienes que escuchar bien lo que dice y tratar de aprender.

Belleza revoloteó en círculos alrededor de una de las altas zancudas, y allí permaneció, zumbando ligeramente y emitiendo una que otra consigna. Los humanos, creyendo haber ganado un aliado, estaban de muy buen humor. Durante largo rato siguieron así, con las cabezas levantadas, observando y escuchando. Fascinados por las extravagancias de Belleza, los guatapanzas se tamborileaban las barrigas. Bajemos de nuevo a ver si encontramos otro juguete —sugirió Yattmur.

Luego de un silencio, Gren replicó: —La morilla dice no. Cuando no queremos bajar, dice que bajemos; y cuando queremos bajar, ella no quiere. No la entiendo.

—Entonces eres estúpido —gruñó la morilla—. Esta Belleza voladora no nos llevará al continente. Necesito pensar. Tenemos que ayudarnos a nosotros mismos; deseo observar sobre todo esas plantas zancudas. Calla y no me molestes.

Durante largo rato no volvió a comunicarse. Gren y Yattmur se metieron otra vez en la laguna para lavarse los cuerpos y los cabellos y quitarse la suciedad subterránea, mientras los guatapanzas iban y venían por las cercanías, casi sin quejarse, hipnotizados por aquel infatigable pájaro amarillo que revoloteaba encima de ellos. Más tarde, Gren y Yattmur fueron a cazar a la loma de la isla, lejos de las piedras amontonadas. Belleza los siguió volando en círculos, gritando de cuando en cuando: —¡El HRS y una semana laborable de dos días!

19

Recordando lo que había dicho la morilla, Gren observó con más atención las plantas zancudas. No obstante la estructura recia y entrelazada de las raíces, las flores mismas pertenecían a un orden inferior, aunque siendo heliotrópicas, atraían a las mariposas acorazonadas. Bajo los cinco pétalos brillantes y simples crecía una cápsula desproporcionada, un receptáculo facetado con seis compartimientos, y en cada una de las caras tenía unas protuberancias gomosas y ciliadas, como las estrellas de mar.

Todo esto Gren lo observó sin mucho interés. Lo que les sucedía a las flores en el momento de la fertilización era más sorprendente. Yattmur andaba cerca de una de ellas cuando una abejatronco pasó zumbando y se posó en la flor, hincándose sobre el pistilo. La planta respondió con violencia a la polinización. Con un ruido extraño y estridente, la flor y el receptáculo semillero volaron hacia el cielo como un cohete, impulsados por un resorte que se desenroscó de improviso en la cápsula misma.

Atemorizada, Yattmur se zambulló en el matorral más próximo, seguida de cerca por Gren. Observaron con cautela; vieron que el resorte se desenroscaba ahora más lentamente. Al calor del sol, se erguía y se secaba hasta convertirse en un tallo. El receptáculo de seis caras se mecía a la luz del sol, muy por encima de ellos.

Para los humanos, el reino vegetal no tenía sorpresas. Todo cuanto no significara una amenaza, no les interesaba mucho. Ya habían visto a esas zancudas, ondeando allá arriba en el aire.

—Las estadísticas revelan que estáis en mejor posición que vuestros patrones —dijo Belleza, revoloteando alrededor del nuevo poste vegetal—. ¡Recordad lo que ocurrió en la Unión de Cargueros Interplanetarios de Bombay! Defended vuestros derechos mientras todavía los tenéis.

A unas pocas matas de distancia, otra zancuda se lanzó hacia el aire, crepitando; el tallo se irguió y se endureció.

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