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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia ficción

Invernáculo (28 page)

BOOK: Invernáculo
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El espejismo se veló y se desvaneció.

Desesperado, se recostó contra la pared, y las celdas se abrieron como vientres, rezumaron cosas ponzoñosas. Aquella ponzoña se convertía en bocas, bocas de un pardo lustroso que excretaban sílabas. Y esas sílabas lo atormentaban golpeándolo con la voz del hongo. Eran tantas y caían sobre él tan apretadas y desde todos los costados que durante un rato sólo eso lo impresionó, no lo que significaba. Lanzó un grito desgarrador, y de pronto entendió que la morilla no estaba hablando con crueldad sino con remordimiento; trató entonces de dominarse y escuchar lo que ella decía.

—No había criaturas como tú en los matorrales de la Tierra de Nadie donde vive mi especie —pronunció la morilla—. Allí nuestra misión era vivir a expensas de las criaturas vegetales. Ellas existían sin cerebro; nosotras éramos sus cerebros. Contigo ha sido distinto. He cavado demasiado hondo en el extraordinario abono ancestral de tu mente inconsciente.

He visto en ti tantas cosas maravillosas que olvidé mi propósito real. Tú me has capturado a mí, Gren, tan ciertamente como yo te he capturado a ti.

No obstante, ha llegado el momento en que he de recordar mi verdadera naturaleza. Me he nutrido de tu vida para alimentar la mía; esa es mi función, mi único camino. Ahora se acerca para mí un momento crítico, porque estoy madura.

—No comprendo —dijo Gren lentamente.

—Se me plantea una disyuntiva. Pronto habré de dividirme y esporular; por ese sistema me reproduzco, y tengo poco dominio sobre él. Podría hacerlo aquí, con la esperanza de que mi progenie sobreviva de algún modo en esta montaña inhóspita, a pesar de las lluvias, la nieve y el hielo. O… podría trasladarme a un nuevo huésped.

—A mi hijo no.

—¿Por qué no a tu hijo? Laren es mi única opción. Es joven y puro; me será mucho más fácil dominarlo a él que a ti. Es cierto que todavía es débil, pero Yattmur y tú cuidarán de él hasta que sea capaz de valerse por sí mismo.

—No, si eso significa cuidar también de ti.

Antes que terminara de hablar, un golpe que le invadió todo el cerebro lo hizo caer, atontado y dolorido, contra la pared de la caverna.

—Ni tú ni Yattmur abandonaréis al pequeño en ninguna circunstancia. Tú lo sabes, y yo lo leo en tu pensamiento. También sabes que si la oportunidad se presenta, te alejarás de estas laderas yermas y míseras para ir hacia las tierras fértiles de la luz. También eso conviene a mi plan. El tiempo apremia, hombre, y he de satisfacer mis necesidades.

Conociendo como conozco todas tus fibras, me conmueve tu dolor… pero nada puede significar para mí si se opone al reclamo de mi propia naturaleza. Necesito un huésped apto y si es posible sin entendimiento que me lleve cuanto antes a las tierras del sol, donde podré reproducirme. Por eso he elegido a Laren. Eso sería lo mejor para mi progenie, ¿no te parece?

—Me estoy muriendo —gimió Gren.

—Todavía no —tañó la morilla.

Yattmur estaba sentada en el fondo de la caverna adormilada. El aire fétido, el lloriqueo de las voces: el ruido de la lluvia fuera de la caverna, todo se combinaba para embotarle los sentidos. Yattmur dormitaba, y Laren dormía junto a ella sobre un montón de hojas secas. Todos habían comido la carne chamuscada del plumacuero, asada a medias, quemada a medias sobre una hoguera. Hasta el niño habla aceptado unos trocitos.

Cuando la habían visto llegar atribulada a la caverna, los guatapanzas la saludaron con grandes gritos: —Adelante, preciosa dama lonja, deja fuera la humedad lluviosa donde las nubes caen. Entra con nosotros y arrímate al calor sin agua.

—¿Quiénes son los que están con vosotros?

Yattmur observó con inquietud a los ocho monteorejas, que al verla se habían puesto a brincar y a sonreír, mostrando los dientes.

Vistos de cerca eran formidables: una cabeza más altos que los humanos, la piel les colgaba como un manto de los hombros recios. Se habían agrupado detrás de los guatapanzas, pero luego rodearon a Yattmur, con anchas sonrisas, y llamándose los unos a los otros con unos alaridos que eran una rara perversión del lenguaje.

Las caras eran las más horrorosas que Yattmur había visto hasta entonces: quijadas largas y frente estrecha, hocicos puntiagudos y cortas barbas amarillas; las orejas retorcidas les sobresalían como segmentos de carne cruda. De movimientos rápidos y exasperados, daba la impresión de que las caras nunca estaban en reposo: unas largas y afiladas hileras de marfil aparecían y desaparecían por detrás de unos labios grises mientras acosaban a Yattmur con incesantes preguntas.

—¿Tú sí vives aquí? ¿Tú vives sí sí en Ladera Grande? ¿Con guatapanzas, con guatapanzas vives? ¿Tú y ellos juntos sí duermen corren viven aman en Ladera Grande?

Uno de los monteorejas más corpulentos lanzó a Yattmur esta andanada de preguntas, mientras brincaba delante de ella haciendo grandes muecas. La voz era tan bronca y gutural, las frases tan entrecortadas por esa especie de ladrido, que a Yattmur le era difícil comprender.

—¿Comen, sí, viven en Negra Ladera Grande?

—Sí, vivo en esta montaña —dijo Yattmur con tono firme—. ¿Dónde vivís vosotros? ¿Qué gente sois?

Por toda respuesta el extraño interlocutor abrió los ojos de chivo hasta que todo alrededor le apareció un reborde rojizo y cartilaginoso. En seguida los volvió a cerrar, para abrir las cavernosas mandíbulas y soltar en un agudo tono de soprano una cloqueante y prolongada carcajada.

—Estos de pelos ásperos son dioses, preciosos dioses ásperos, dama lonja —le explicaron los guatapanzas, brincando los tres ante ella y empujándose, ansioso cada uno por ser el primero en descargarse de ese peso—. Esta gente de pieles ásperas se llaman los pieles ásperas, son nuestros dioses, señora, porque corren por toda la montaña de Ladera Grande, para ser dioses de los viejos y queridos guatapanzas.

Son dioses, dioses, son dioses grandes y feroces, dama lonja. ¡Tienen colas!

Esta última frase sonó como un grito de triunfo. Toda la manada iba y venía por la caverna, chillando y aullando. Y en verdad los pieles ásperas tenían colas, unas colas que les nacían en las rabadillas en ángulos procaces. Los guatapanzas las perseguían, tratando de agarrarlas y besarlas. Yattmur retrocedió de golpe, y Laren, que había estado observando todo aquel alboroto con los ojos muy abiertos, se puso a chillar a todo lo que le daba la voz. Las figuras danzantes lo imitaron, intercalando gritos y cánticos propios.

—Danza de demonios en Ladera Grande, en Ladera Grande. Dientes muchos dientes muerden, parten, mascan de noche o de día en Ladera Grande. Guatapanzas cantan a las colas de los dioses de pieles ásperas. Muchas grandes cosas malas hay para cantar en esa Mala Ladera Grande. Comer y morder y beber cuando llueve la lluvia. ¡Ai, ai, ai, aiii!

De improviso, mientras galopaban, un piel áspera de aspecto feroz arrebató a Laren de los brazos de Yattmur. Ella gritó… pero ya el niño, con el asombro pintado en la carita rosada, revoloteaba por el aire. Los pieles ásperas se lo arrojaron unos a otros, primero arriba, luego abajo, casi golpeando el suelo o rozando el techo, acompañando el juego con ladridos de risa.

Indignada, Yattmur se lanzó sobre el piel áspera que tenía más cerca. Cuando tironeó de la larga piel blanca, sintió que los músculos de la criatura se crispaban bajo la piel; el piel áspera se volvió, y la mano gris y correosa le hincó dos dedos en la nariz y apretó. Yattmur sintió un dolor atenazante, agudo entre los ojos. Dio un paso atrás, llevándose las manos a la cara; perdió pie y cayó al suelo. Al instante, el piel áspera se lanzó sobre ella. Y casi con igual prontitud, los otros se amontonaron encima.

Eso fue lo que la salvó. Los pieles ásperas se pusieron a pelear entre ellos y se olvidaron de Yattmur. Se alejó a la rastra y fue a rescatar a Laren, que yacía en el suelo, atontado por la sorpresa, sano y salvo. Sollozando de alivio, lo estrechó contra el pecho. El niño rompió a llorar, pero cuando Yattmur miró temerosa alrededor, los pieles ásperas se habían olvidado por completo de ella y de la pelea y se disponían a asar al plumacuero una segunda vez.

—¡Oh, no lluevas lluvia mojada de tus ojos, preciosa dama lonja!

Los guatapanzas la habían rodeado y la palmoteaban con torpeza, tratando de acariciarle el pelo. Aunque la alarmaban las libertades que se tomaban con ella en ausencia de Gren, dijo en voz baja: —Tanto miedo que nos teníais a Gren y a mí: ¿cómo es que no os atemorizan estas criaturas terribles? ¿No veis lo peligrosas que son?

—¿No ves tú que estos dioses de piel áspera tienen colas? Sólo las colas que crecen en gente hacen que la gente con cola sean dioses para nosotros pobres guatapanzas.

—Os van a matar.

—Son nuestros dioses, y si los dioses con cola nos matan, nos basta eso para ser felices. Sí, ¡tienen dientes afilados y colas ásperas! Sí y los dientes y las colas son ásperos.

—Sois como niños, y ellos son peligrosos.

—Ai-ee, los dioses de piel áspera llevan dientes peligrosos en la boca. Pero esos dientes no nos maltratan con palabras como tú y Gren el hombre cerebro. ¡Mejor morir de una muerte alegre, señora!

Mientras se amontonaban alrededor, Yattmur observó por encima de los hombros velludos al grupo de los pieles ásperas. Por el momento, estaban casi inmóviles, despedazando un plumacuero; se metían grandes trozos en la boca. Al mismo tiempo se pasaban una especie de cantimplora, de la que se echaban por turno un trago en el gargüero, en medio de interminables discusiones. Yattmur notó que aun entre ellos conversaban en la misma chapurreada versión de la lengua guatapanza.

—Pero ¿cuánto tiempo se quedarán aquí en la cueva? —les preguntó.

—En esta cueva se quedan muchas veces porque ellos nos aman en la cueva —dijo uno, acariciándole el hombro.

—¿Ya vinieron antes?

Las tres caras rechonchas le sonrieron a la vez.

—Vienen a vernos antes y otra vez y otra porque aman a amables hombres guatapanzas. Tú y Gren el hombre cazador no aman a amables hombres guatapanzas, por eso nosotros lloramos en Ladera Grande. Y los pieles ásperas pronto nos llevarán de aquí en busca de una panzamama verde. Sí, sí, ¿pieles ásperas nos llevarán?

—¿Vais a dejarnos?

—Nos vamos lejos para dejarlos en la fría horrible y obscura Ladera Grande, donde todo es tan grande y obscuro porque los dioses ásperos nos llevan a un sitio verde con panzamamas calientes donde no puede haber laderas.

A causa del calor y los olores, y el lloriqueo de Laren, Yattmur estaba un poco aturdida. Se hizo repetir toda la historia, cosa que los guatapanzas hicieron volublemente, hasta que todo fue demasiado claro.

Gren, desde hacía un tiempo, no podía ocultar el odio que sentía por los guatapanzas. Estos peligrosos recién llegados, de morros puntiagudos, les habían prometido sacarlos de la montaña y llevarlos a los árboles pulposos que protegían y esclavizaban a los guatapanzas. Yattmur intuía que los monteorejas de largos dientes no eran de fiar, pero no encontraba la forma de transmitir esos recelos a los guatapanzas. Se dio cuenta de que pronto ella y el niño quedarían abandonados en la montaña, a solas con Gren,.

Abrumada por tantas distintas preocupaciones, se echó a llorar.

Los otros se le acercaron, tratando torpemente de consolarla: le respiraban en la cara, le acariciaban los pechos, le toqueteaban el cuerpo, le hacían muecas al niño. Pero ella estaba demasiado atribulada para protestar.

—Tú vienes con nosotros al mundo verde, preciosa dama lonja, para estar otra vez con amables amigos lejos de la enorme Ladera Grande —le murmuraban—. Te dejaremos dormir con nosotros sueños amables.

Alentados por la apatía de la muchacha, comenzaron a explorarle todo el cuerpo. Yattmur no se resistió, y cuando la simple sensualidad de ellos quedó satisfecha, la dejaron tranquila en el rincón. Uno de ellos volvió poco después, a ofrecerle una porción de plumacuero chamuscado, que ella aceptó.

Mientras comía, cavilaba: «Gren va a matar al niño con ese hongo. Por lo tanto tendré que correr el riesgo y marcharme con los guatapanzas». Una vez decidida, se sintió más feliz y se durmió.

La despertó el llanto de Laren. Mientras se ocupaba del pequeño, miró hacia afuera. Reinaba la misma obscuridad de siempre. La lluvia había cesado y los truenos llenaban la atmósfera, como si rodaran entre la tierra y las nubes apelotonadas, tratando de escapar. Los guatapanzas y los pieles ásperas dormían en un incómodo montón, sin que los ruidos los perturbaran. A Yattmur le latían las sienes y pensó que jamás podría dormir con semejante estrépito. Pero un momento después, con Laren acurrucado contra ella, se le volvieron a cerrar los ojos.

Cuando despertó otra vez, fue a causa de los pieles ásperas. Ladraban como enloquecidos y huían precipitadamente de la caverna.

Laren dormía. Dejando al niño sobre un montón de hojas secas, Yattmur salió a ver el motivo del alboroto. Al toparse cara a cara con los pieles ásperas, dio un paso atrás. Para protegerse de la lluvia, que ahora volvía a arreciar, se habían puesto en las cabezas unos cascos tallados de las mismas calabazas secas que ella utilizaba para guisar y lavar. Moviendo a un lado y a otro las cabezas peludas, cubiertas por aquellas calabazas demasiado grandes —con agujeros para las orejas, los ojos y los hocicos—, parecían muñecos rotos. El bamboleo y los colores abigarrados con que estaban pintados los cascos, daban un aspecto grotesco y a la vez un tanto aterrador a los pieles ásperas.

Una de esas criaturas se plantó de un salto delante de Yattmur en el momento en que salía corriendo de la caverna, bajo la lluvia torrencial, y le cerró el paso.

—Agarra garra te quedas durmiendo en cueva de dormir, señora madre. Salir a lluvia de raspa y golpe trae malas cosas que no nos gustan. Así que mordemos y rasgamos y mordemos. Brrr buuuf mejor te quedas fuera lejos de nuestros dientes.

Yattmur se echó atrás para evitar que el piel áspera la agarrase; el tamborileo de la lluvia contra el casco de calabaza se mezclaba con la confusa barahúnda de palabras, gruñidos y gañidos.

—¿Por qué no puedo quedarme afuera? ¿Me tenéis miedo? ¿Qué pasa?

—¡Trapacarráceo viene y zape zap te atrapa! ¡Grrr, dejamos que te atrape!

Le dio un empujón y de un salto fue a reunirse con los demás. Las criaturas encasquetadas iban y venían a los brincos alrededor del trineo, riñendo a gritos mientras preparaban los arcos y las flechas.

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