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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia ficción

Invernáculo (8 page)

BOOK: Invernáculo
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Uno por uno fueron saltando a la angosta plataforma, y otros los sostenían al caer. May fue la última. Sujetando su alma de madera, saltó para ponerse a salvo.

El ave, desesperada e impotente, volvió hacia ellos un ojo estriado. Toy alcanzó a ver que la violencia del golpe le había partido en dos el cuerpo bulboso. De pronto, el ave empezó a resbalar.

El ala inválida se deslizó por el muro del castillo. La garra soltó el reborde de piedra, y el chuparraco cayó.

Los humanos se inclinaron a mirar por encima de la muralla natural. El ave cayó en el claro, al pie del castillo, y rodó por él. Con la vitalidad tenaz de los de su especie, se incorporó, se tambaleó un momento, y se alejó del gran edificio gris, arrastrando las alas y zigzagueando.

La punta de una de las alas, que iba rozando la orilla rocosa de la península, se reflejaba en el agua inmóvil.

La superficie del agua se arrugó, y las cintas anchas y correosas de las algas marinas emergieron de pronto. Las cintas estaban punteadas a todo lo largo por unas excrecencias semejantes a vejigas. Titubeando casi, empezaron a azotar el ala del chuparraco.

Los latigazos, al principio letárgicos, pronto fueron más acelerados. Una superficie creciente del mar se fue cubriendo, por espacio de un cuarto de milla, de aquellas furiosas algas marinas dominadas por un odio idiota hacia cualquier vida que no fuera la de ellas y que golpeaban y castigaban reiteradamente las aguas.

Al sentirse atacado, el chuparraco intentó alejarse de los latigazos. Pero la longitud de las cintas en actividad era sorprendente y los esfuerzos del ave no sirvieron de nada, aunque luchó con fuerza bajo la andanada de golpes.

Algunas de las vejigas protuberantes que azotaban a la infeliz criatura, golpeaban con tanta fuerza que estallaban. Un líquido parecido al yodo saltaba en espumarajos por el aire.

Cuando el líquido ponzoñoso caía sobre el cuerpo del ave, se elevaba en un vapor obscuro y fétido.

Ni gritar podía la desdichada, para aliviar las dolorosas convulsiones. Corría a medias cojeando, a medías volando a lo largo de la península, encaminándose resueltamente hacia la costa; a ratos saltaba por el aire para esquivar los azotes de las algas. Las alas echaban un humo espeso.

Más de una especie de algas marinas festoneaba aquella costa macabra. El frenético aporreo cesó y estas algas vejigosas —seres autotróficos temporalmente exhaustos —se zambulleron bajo las olas.

Al instante saltó de las aguas un alga de dientes largos y córneos que barrieron la orilla. Bajo los azotes, varios fragmentos se habían desprendido de la corteza del ave, pero ya casi había conseguido llegar a la costa.

Los dientes la atraparon. Las algas marinas cada vez más numerosas sacaban del agua unos brazos ondulantes y tironeaban del ala. El chuparraco se debatía ahora débilmente. Rodó y fue a golpear las aguas confusas. El mar entero se abrió en bocas para recibirlo.

Ocho humanos aterrorizados contemplaban el espectáculo desde la torre más alta del castillo.

—Nunca más podremos volver a la seguridad de los árboles —gimió Fay. Era la más pequeña; se echó a llorar.

Las algas habían triunfado, pero aún no tenían el botín, pues las plantas de la Tierra de Nadie habían olfateado la presa. Apretujadas como estaban entre la selva y el mar, algunas de ellas, parecidas a mangles, habían tenido hacía tiempo la audacia de meterse en el agua. Otras, más parasitarias por naturaleza, crecían en las cercanías, extendiendo unas zarzas largas y tiesas que pendían sobre el agua como cañas de pescar.

Estas dos especies, con otras que llegaron muy pronto, reclamaban la víctima, y trataban de arrebatarla a sus enemigos marinos. Sacaron del agua unas raíces retorcidas y nudosas como las barbas de un calamar antediluviano, se prendieron al chuparraco, y la batalla comenzó.

Instantáneamente, toda la línea de la costa pareció animarse. Una terrible hueste de látigos y púas entró de pronto en acción. Todo se retorcía en un delirio convulso. El mar azotado saltaba en una lluvia de espuma que en parte lo ocultaba, acrecentando el horror del combate. Bandadas de criaturas voladoras, plumacueros y rayoplanes, se remontaron desde la selva a reclamar una parte del botín.

Durante esta insensata carnicería, el chuparraco quedó pulverizado y olvidado; la carne rodó, convertida en espuma.

Toy se puso de pie resueltamente.

—Ahora nos iremos —dijo—. Tenemos que aprovechar el momento para llegar a la orilla.

Siete rostros angustiados la miraron como si estuviera loca.

—Allí nos moriremos —dijo Poyly.

—No —dijo Toy con fiereza—. Ahora no moriremos. Esas criaturas luchan entre ellas, y están demasiado ocupadas para atacarnos. Más tarde puede ser demasiado tarde.

La autoridad de Toy no era absoluta. El grupo no se sentía seguro. Al ver que se ponían a discutir, Toy se encolerizó y abofeteó a Fay y Shree. Pero los más rebeldes eran Veggy y May.

—Allí podrán matarnos en cualquier momento —dijo Veggy—, ¿No acabamos de ver qué le pasó al chuparraco, que era tan fuerte?

—No vamos a quedamos aquí y morir —dijo Toy, con furia.

—Podemos quedarnos y esperar, a ver qué pasa —dijo Mar. Quedémonos aquí, por favor.

—No pasará nada —dijo Poyly, tomando partido por su amiga Tor. Sólo cosas malas. Así va todo. Tenemos que cuidarnos.

—Nos matarán —repitió Veggy tercamente.

Desesperada, Toy se volvió hacia Gren, el mayor de los niños hombres.

Gren había observado toda la destrucción con el semblante endurecido. La expresión no se le dulcificó cuando miró a Toy.

—¿Qué opinas tú? —preguntó Toy.

—Tú diriges el grupo, Toy. Quienes puedan obedecerte, que lo hagan. Es la ley.

Toy se irguió.

—Poyly, Veggy, May, todos vosotros… ¡seguidme! Vayamos ahora, mientras esas cosas están demasiado ocupadas para vernos. Tenemos que volver a la selva.

Sin titubear, pasó una pierna por encima del contrafuerte y empezó a deslizarse a lo largo del muro empinado. Un pánico repentino invadió a los demás; tenían miedo de quedarse solos. Siguieron a Toy. Se amontonaron en lo alto del contrafuerte, y se lanzaron tras ella.

Al llegar al pie, diminutos junto a la elevada torre gris del castillo, permanecieron un rato inmóviles y en silencio, amedrentados.

El mundo tenía un aspecto totalmente irreal. Bajo el gran sol que ardía allá arriba, las sombras que proyectaban parecían unas manchas de suciedad en el suelo. Y en todas partes la misma ausencia de sombras, la misma monotonía en el paisaje. Era un paisaje tan muerto como un mal cuadro.

En la costa, la batalla se extendía cada vez más encarnizada. Todo era Naturaleza en esa época (como en un sentido lo había sido siempre). La Naturaleza, dueña y señora de todas las cosas, parecía haber echado una maldición sobre lo que ella misma había creado.

Sobreponiéndose al miedo, Toy inició la marcha.

Mientras corrían detrás de Toy alejándose del castillo misterioso, sentían el suelo que crujía bajo los pies; el veneno pardusco había salpicado las piedras que pisaban; el calor lo había resecado, y ya no era dañino.

El fragor de la batalla los ensordecía. La espuma los empapaba; pero los combatientes, empeñados en un odio insensato, no reparaban en ellos. Unas frecuentes explosiones cavaban surcos profundos en la superficie del mar. Algunos de los árboles de la Tierra de Nadie, sitiados durante siglos y siglos en la angosta franja de tierra, habían hundido las raíces en las arenas magras en procura no sólo de alimento sino también de algún medio que les permitiera defenderse de los enemigos. Habían descubierto carbón vegetal, habían extraído sulfuros y nitrato de potasio. Los nudosos organismos habían refinado y mezclado estas sustancias.

La savia que les corría por las venas había llevado la pólvora resultante hasta las nueces huecas de las ramas más altas. Y esas ramas las lanzaban ahora como granadas contra las algas marinas. El mar aletargado se convulsionaba bajo aquellos bombardeos.

El plan de Toy no era bueno: si tuvo algún éxito, fue más gracias a la suerte que a la cordura. A un costado de la lengua de tierra de la península, una gran masa de algas marinas se había alejado del agua a latigazos y había cubierto uno de aquellos árboles de pólvora. El simple peso de la masa de algas había empezado a derribarlo, y la contienda que ahora rugía era una lucha a muerte. Los pequeños humanos se alejaron rápidos del lugar, buscando refugio entre las hierbas altas.

Sólo entonces se dieron cuenta de que Gren no estaba con ellos.

8

Gren yacía aún bajo el sol cegador, agachado detrás del muro del castillo.

El motivo principal, pero no el único, para haberse quedado atrás, era el miedo. Sabía, como le había dicho a Toy, que la obediencia era importante. Pero a él, por naturaleza, le costaba obedecer. Sobre todo en ese caso, cuando el plan propuesto por Toy parecía ser tan precario. Además, también él había tenido una idea, aunque le era imposible expresarla.

—¡Oh, si no se puede hablar! —se dijo—. ¡Hay tan pocas palabras! ¡Seguramente había muchas más en otros tiempos!

La idea de Gren estaba relacionada con el castillo.

El resto del grupo era menos reflexivo. En el mismo momento en que habían aterrizado allí, la atención de todos se había distraído en otras cosas. La de Gren no; Gren se había dado cuenta de que aquel castillo no era de roca. Que había sido construido con inteligencia. Sólo una especie podía haberlo construido, y esa especie tendría sin duda un camino seguro para ir del castillo hasta la costa.

Por lo tanto, un momento después de que viera como los otros se alejaban a la carrera por el sendero pedregoso, golpeó con el mango del cuchillo la pared más cercana.

Al principio, nadie respondió a la llamada.

De pronto, sin previo aviso, una sección de la torre a espaldas de Gren giró y se abrió. Al oír aquel ruido levísimo, Gren dio media vuelta y se encontró cara a cara con ocho termitones que emergían de la obscuridad.

Antaño enemigos declarados, ahora los termitones y los humanos se consideraban casi como parientes, como si los fecundos milenios de metamorfosis hubiesen desarrollado algún vínculo entre ellos. Ahora que los hombres eran más los parias que los herederos de la Tierra, se encontraban con los insectos como entre iguales.

Los termitones rodearon a Gren y lo inspeccionaron, siempre moviendo las mandíbulas. Gren se quedó muy quieto mientras los termitones iban y venían alrededor, rozándolo con los cuerpos blancos. Eran casi tan grandes como él. Despedían un olor acre, pero no desagradable.

Cuando llegaron a la conclusión de que Gren era inofensivo, los termitones se encaminaron hacia las murallas. Gren no sabía si podían ver o no a la deslumbrante luz del sol, pero en todo caso oían claramente el estruendo de la batalla marina.

Tentativamente, Gren se acercó a la abertura de la torre. Había allí un olor extraño.

Dos de los termitones corrieron hacia él y le interceptaron el paso, con las mandíbulas a la altura de la garganta de Gren.

—Quiero bajar —les dijo Gren—. No causaré ningún trastorno. Dejad que entre.

Uno de los termitones desapareció por el agujero.

Un momento después reapareció acompañado por otro termitón. Gren dio un paso atrás. El termitón recién llegado tenía en la cabeza una protuberancia gigantesca.

La protuberancia, de un color pardo —leproso, era de consistencia esponjosa, y tenía unos orificios cóncavos, como los panales de los abejatroncos. Proliferaba sobre el cráneo del termitón y alrededor del cuello como una especie de gola. Pese a aquella carga horripilante, el termitón parecía muy activo. Se adelantó, y los otros termitones se apartaron para que pasara. Perecía mirar fijamente a Gren; luego dio media vuelta.

Arañando el cascajo menudo del suelo, se puso a dibujar. Dibujó en forma burda pero clara una torre y una línea, y unió las dos figuras con una franja estrecha de dos trazos paralelos. La línea representaba sin duda la costa, la orilla de la península.

Gren estaba muy sorprendido. Nunca había oído que los insectos tuvieran tales habilidades artísticas. Dio vueltas alrededor del dibujo, observándolo.

El termitón retrocedió y pareció mirar a Gren. Era evidente que esperaba algo. Decidiéndose al fin, Green se agachó y completó el dibujo con pulso vacilante. Trazó por el centro de la torre una línea que bajaba de la cúpula a la base, y la prolongó por la franja del camino hasta la línea de la costa. Luego se señaló él mismo con el índice.

Era difícil saber si los termitones habían comprendido o no. Dieron media vuelta y volvieron a entrar de prisa en la torre. Comprendiendo que no podía hacer otra cosa, Gren los siguió. Esta vez no lo detuvieron; era evidente que habían comprendido.

Aquel olor extraño, cavernoso, lo envolvió.

Cuando la entrada se cerró sobre ellos, el interior de la torre lo inquietó. Luego del sol cegador de allá afuera, todo era aquí obscuridad cerrada.

Descender de la torre no parecía difícil para alguien tan ágil como Gren, pues era como deslizarse por una chimenea natural, con rebordes en todo partes. Bajó rápidamente con más confianza.

Cuando los ojos se le acostumbraron a la obscuridad, Gren notó que una leve luminiscencia envolvía los cuerpos de los termitones, dándoles un aspecto fantasmal. Había muchos termitones en la torre, todos absolutamente silenciosos. Parecían moverse por todas partes como espectros, en filas sigilosas que iban y venían, subiendo y bajando en la obscuridad. No pudo imaginar la razón de todo ese ajetreo.

Por fin Gren y sus guías llegaron a la base del castillo. Gren pensó que estaban sin duda por debajo del nivel del mar. La atmósfera era húmeda y densa.

Ahora sólo lo acompañaba el termitón de la protuberancia craneana; los otros se habían retirado en orden militar sin volver la cabeza. Gren advirtió en seguida una curiosa luz verde, compuesta tanto de sombra como de claridad; al principio no se dio cuenta de dónde venía. Le costaba seguir al termitón; el corredor que atravesaban era de suelo desigual y estaba muy transitado. Por todas partes había termitones que iban de aquí para allá como con un propósito deliberado; había también otras criaturas pequeñas que se desplazaban guiadas por los termitones, a veces solas, a veces en enjambres.

—No tan rápido —gritó Gren, pero el guía siguió avanzando al mismo paso, sin prestarle atención.

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