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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia ficción

Invernáculo (4 page)

BOOK: Invernáculo
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Una nube de papelalas se desplazaba junto al grupo en aquel momento; para ojos casi siempre sumergidos en el verde de la espesura, los colores eran sorprendentes: había allí azules, amarillos, castaños y un malva de destellos acuosos.

Una de las papelalas se posó aleteando sobre una mata de follaje esmeralda próxima al grupo. El follaje era un babosero. Casi inmediatamente, la papelala se puso gris. Habiendo perdido la escasa materia alimenticia, se desintegró en polvo ceniciento.

Lily-yo se levantó con cautela y llevó consigo al grupo junto al cable más próximo de una red travesera. Cada adulto llevaba su propia urna.

Los traveseros, los más grandes de todos los seres, vegetales o no, no podían entrar en la selva. Echaban los cables entre las ramas superiores y los aseguraban por medio de hilos laterales.

Cuando encontró un cable conveniente, sin ningún travesero a la vista, Lily-yo se volvió e indicó que dejaran las urnas. Habló a Toy, Gren y los otros siete niños.

—Ayudadnos a entrar en nuestras urnas. Procurad que queden bien cerradas. Luego llevadlos al cable y pegad ahí las urnas. Luego, despedíos. Vamos a Subir, y dejaremos el grupo en vuestras manos. ¡Ahora vosotros estáis vivos!

Toy vaciló un momento. Era una joven esbelta, con pechos como peras.

—No te vayas, Lily-yo —dijo—. Todavía te necesitamos, y tú sabes que te necesitamos.

—Así anda el mundo —replicó Lily-yo con firmeza.

Abrió con esfuerzo la cara de una urna y se metió dentro. Ayudados por los niños, los otros adultos entraron también en los ataúdes. Por la fuerza del hábito, Lily-yo estuvo atenta hasta ver a Haris seguro.

Todos estaban ya dentro de aquellas prisiones transparentes. Una frescura y una paz sorprendentes los envolvieron poco a poco.

Los niños transportaron las urnas, sin dejar de mirar nerviosamente al cielo. Estaban asustados. Se sentían indefensos. Sólo Gren, el audaz niño hombre, parecía disfrutar de aquella nueva independencia. Fue él más que Toy quien ordenó la colocación de las urnas en el cable del travesero.

Lily-yo sintió un olor curioso en la urna. A medida que aquel aire le entraba en los pulmones, sentía como un desprendimiento de los sentidos. Fuera, la escena hasta entonces clara pareció nublarse y encogerse. Vio que estaba colgada de un cable de travesero por encima de las Copas, con Flor, Haris, Daphe, Hy y Jury también colgados cerca, impotentes, en otras urnas. Vio a los niños, al nuevo grupo, que corrían a refugiarse. Sin volver la vista atrás, se zambulleron en el enmarañado follaje de la plataforma y desaparecieron.

El travesero se desplazaba a gran altura por encima de las Copas, fuera del alcance de cualquier enemigo. Alrededor de él el espacio tenía un color añil; unos rayos invisibles lo bañaban y alimentaban. Sin embargo, la alimentación del travesero dependía aún en parte de la Tierra. Después de muchas horas de ensoñación vegetativa, se balanceó y comenzó a descender por un cable.

Había en las inmediaciones otros traveseros inmóviles. De cuando en cuando, alguno despedía un globo de oxígeno o movía una pata para librarse de un parásito molesto. Disfrutaban de un ocio nunca alcanzado hasta entonces. El tiempo nada significaba para ellos; el sol les pertenecía, y seguiría perteneciéndoles hasta que se desintegrara, se transformara en una nova y se consumiera con ellos.

El travesero descendió en seguida, con una especie de vibración en las patas, tocando apenas el cable; bajaba directamente a la selva, hacia las frondosas catedrales de verdor. Allí, en el aire, vivían los enemigos de los traveseros, unos enemigos mucho más pequeños, pero también mucho más malignos e inteligentes: una de las últimas familias de insectos, las moscatigres.

Sólo las moscatigres podían matar a los traveseros, con métodos insidiosos, implacables.

Con el lento y largo discurrir de los eones, al aumentar la radiación del sol la vegetación había evolucionado hasta alcanzar una indiscutida supremacía. También las avispas habían evolucionado, manteniéndose a la vera de los acontecimientos. Aumentaron en número y tamaño, a medida que el reino animal se eclipsaba, sumergiéndose en la creciente marea de verdor. Con el tiempo, estas avispas llegaron a ser el enemigo principal de los traveseros aracnoides. Atacaban en enjambres, paralizando los primitivos centros nerviosos de los traveseros, dejando que se bambolearan hasta destruirse. Las moscatigres aovaban además en túneles que perforaban en los cuerpos de sus adversarios; cuando los huevos maduraban, las larvas se alimentaban de la carne viva.

Era esta amenaza, principalmente, lo que había impulsado a los traveseros a penetrar cada vez más en el espacio exterior, con el correr de los milenios. En esta región aparentemente inhóspita, habían alcanzado un monstruoso desarrollo.

La intensa radiación había llegado a ser para ellos una necesidad vital. Primeros astronautas de la naturaleza, habían cambiado la faz del firmamento. Mucho después de que los hombres hubieran agotado todas las soluciones, retirándose a los árboles de donde venían, los traveseros habían reconquistado aquella senda vacante. Mucho después de que la inteligencia dejara de dominar el mundo, los traveseros unieron el globo verde y el blanco con una indisoluble telaraña, antes el símbolo de lo fútil.

El travesero descendió entre el follaje de las Copas, tiesos los pelos del dorso mimético, verdinegro. Mientras descendía, capturó unas criaturas que revoloteaban entre los cables, y las absorbió. Cuando los gorgoteos cesaron, se quedó dormido.

Unos zumbidos lo sacaron del sueño. Vio, borrosamente, unas líneas amarillas y negras. Había sido descubierto por una pareja de moscatigres.

El travesero se puso en seguida en movimiento. La enorme masa, contraída en la atmósfera, tenía una longitud de casi dos kilómetros, y sin embargo se desplazaba leve como el polen, trepando por un cable en busca de la seguridad del vacío.

Entretanto, las patas que rozaban la telaraña fueron recogiendo esporas, rondanas, seres diminutos y seis urnas que contenían a seis humanos inertes. Las seis urnas quedaron colgadas de una pata.

Cuando alcanzó una altura de varios kilómetros, el travesero se detuvo. Recobrándose, despidió un globo de oxígeno, que quedó levemente adherido a un cable. Hubo una pausa. Los palpos temblaron. Luego el travesero ascendió decididamente en el espacio. El volumen de la masa fue creciendo a medida que disminuía la presión.

La velocidad del travesero aumentó. Plegó las patas, y las fileras subabdominales emitieron una tela nueva. Así se propulsaba el travesero, un enorme organismo vegetal casi insensible, mientras giraba lentamente para estabilizar su propia temperatura.

Bañado por las intensas radiaciones, el travesero disfrutaba. Estaba en su elemento.

Daphe despertó. Abrió los ojos y miró sin comprender. Lo que veía parecía incomprensible. Sólo sabía que había subido. Era una existencia nueva y no esperaba que tuviera significado.

Parte de lo que veía desde la urna estaba eclipsado por unos mechones amarillentos que podían ser pelo o paja. Todo lo demás era indistinto, borrado por una luz cegadora o por una profunda obscuridad. La luz y la sombra daban vueltas.

Daphe divisó poco a poco otros objetos. El más notable era una espléndida semiesfera verde, tachonada de blanco y azul. ¿Era una fruta? Arrastraba cables que brillaban aquí y allá; numerosos cables, plateados o dorados a la luz caprichosa. Identificó, a cierta distancia, dos traveseros; se desplazaban de prisa y parecían momificados. Había puntos de luz intensos, dolorosos. Todo era confuso.

Estaba en la morada de los dioses.

Daphe no sentía nada. Un curioso embotamiento la mantenía quieta, sin ganas de moverse. El olor en la urna era extraño. El aire parecía denso. Todo era como una pesadilla. Daphe abrió la boca; las mandíbulas, pegajosas, reaccionaban lentamente. Gritó. No emitió ningún sonido. El dolor la aturdió, apretándole los costados.

Todavía boqueando, volvió a cerrar los ojos.

Como un gran globo peludo, el travesero descendía hacia la luna.

No podía decirse que pensara, pues era poco más que un mecanismo. Sin embargo, en algún lugar de la masa tuvo la noción de que el agradable viaje era demasiado breve, de que podía haber otras rutas de navegación. A fin de cuentas, las odiadas moscatigres eran ahora tan numerosas, y tan molestas, en la luna como en la Tierra. Tal vez hubiera algún lugar pacífico en otra parte, otra de esas semiesferas verdes, al calor de los deliciosos rayos…

Quizás alguna vez valiera la pena echarse a navegar con el vientre repleto y un rumbo nuevo…

Eran muchos los traveseros que se cernían sobre la luna. Las redes se enmarañaban por todas partes. La luna era la base preferida de los traveseros, mucho más agradable que la tierra, donde el aire era denso y las patas se movían torpemente. Habían sido los primeros en descubrirla, exceptuando algunos seres ínfimos que habían desaparecido mucho antes. Eran los últimos señores de la creación. Los más grandes y poderosos. Estaban disfrutando de la larga y perezosa supremacía del ocaso.

El travesero retardó la marcha; dejó de hilar cables. A su modo, sin prisas, descendió por una red a la pálida vegetación lunar…

En la luna las condiciones eran muy distintas de las del pesado planeta. Allí nunca se habían impuesto los banianos de muchos troncos; en aquel aire tenue, de tan escasa gravedad, perdían fuerza y se derrumbaban. Allí, en vez de banianos, crecían apios y perejiles monstruosos, y fue sobre un lecho de estas plantas donde se posó el travesero. Siseando, como fatigado, sopló una nube de oxígeno, y se dejó caer, frotando el cuerpo y las patas en el follaje, desprendiéndose de cáscaras, polvo, nueces, hojas, y seis semillas de quemurna. Las semillas rodaron por el suelo y se detuvieron.

Haris, el hombre, fue el primero en despertar. Gimió al sentir un súbito dolor en los costados, y trató de incorporarse. La frente golpeó la pared de la urna y le recordó dónde estaba. Doblando piernas y brazos, empujó la tapa del ataúd.

Al principio, encontró resistencia, y de pronto la urna entera se hizo trizas. Haris quedó tendido en el suelo. Los rigores del vacío habían destruido la cohesión de la urna.

Incapaz de recobrarse, Haris permaneció tendido, sin moverse. Le latían las sienes, y el fluido que le entraba en los pulmones tenía un olor desagradable. Jadeó, buscando aire puro. Al principio le pareció tenue y frío, y sin embargo lo aspiró con gratitud.

Al rato, tuvo fuerzas para mirar alrededor.

Desde un matorral cercano, unos zarcillos largos y amarillos se estiraban y venían afanosamente hacia él. Alarmado, miró hacia todos lados, en busca de una mujer que lo protegiera. No había ninguna mujer a la vista. Torpemente, con los brazos muy rígidos, sacó el cuchillo del cinturón, se puso de costado y seccionó los zarcillos a medida que se acercaban. ¡Eran un enemigo fácil de vencer!

Haris gritó de pronto al ver su propia carne. Se levantó de un salto, tambaleante, asqueado de sí mismo. Estaba cubierto de costras. Peor aún: mientras las ropas se le desprendían en jirones, notó que en los brazos, costillas y piernas le crecía una masa de carne correosa. Cuando levantó los brazos, la masa se estiró, casi como alas. Estaba estropeado; su hermoso cuerpo era una horrible ruina.

Un ruido le hizo volverse, y por primera vez recordó a los otros. Lily-yo estaba zafándose de los restos de la urna, y alzó una mano a guisa de saludo.

Espantado, Haris vio que Lily-yo estaba también desfigurada. En realidad, la reconoció apenas. Tenía todo el aspecto de uno de los odiados hombres volantes. Haris se arrojó al suelo y se echó a llorar, con miedo y repugnancia en el corazón.

Lily-yo no estaba hecha para llorar. Sin hacer caso de sus propias deformaciones dolorosas, respirando con mucho trabajo, se puso en movimiento, buscando los otros cuatro ataúdes.

El primero que encontró fue el de Flor, aunque estaba medio sepultado. Un golpe con una piedra lo desintegró. Lily-yo levantó a su amiga, tan horriblemente transformada como ella. Flor se recobró en muy poco tiempo. Aspirando roncamente el aire extraño, también ella se incorporó. Lily-yo la dejó para ir en busca de las demás. Aunque muy aturdida, se alegró de sentir la extraña levedad del cuerpo sobre las piernas doloridas.

Daphe estaba muerta. Yacía rígida y amoratada en su urna. Lily-yo rompió la urna y la llamó a gritos, pero Daphe no se movió. Le asomaba la lengua hinchada y horrible. Daphe estaba muerta. Daphe, la que había vivido, Daphe, la que había cantado con voz dulce.

Hy también estaba muerta. No era más que un objeto lastimoso que yacía encogido en el ataúd, un ataúd que se había agrietado en el azaroso viaje entre los mundos. Cuando el golpe de Lily-yo quebró el ataúd, Hy se deshizo en polvo. Hy había muerto. Hy, la que había engendrado un niño hombre. Hy, la de los pies ligeros.

La urna de Jury era la última. Jury se movió cuando la mujer jefe llegó hasta ella y apartó las rondonas de la caja transparente. Un minuto después estaba sentada, mirándose con estoico desagrado las deformaciones del cuerpo, respirando el aire áspero. Jury vivía.

Haris se acercó tambaleante a las mujeres. Llevaba su alma en la mano.

—¡Sólo nosotros cuatro! —exclamó—. ¿Hemos sido recibidos por los dioses o no?

—Sentimos dolor y por lo tanto vivimos —dijo Lily-yo—. Daphe y Hy han caído en la espesura verde.

Con amargura, Haris arrojó su alma al suelo y la pisoteó.

—¡Mirad lo que parecemos! —gritó—. Más nos valiera estar muertos.

—Antes de decidirlo, comamos —dijo Lily-yo.

Penosamente, entraron en el matorral, atentos otra vez a los posibles peligros. Flor, Lily-yo, Jury y Haris se sostenían mutuamente. La idea de tabú había quedado un tanto olvidada.

5

—¡Aquí no crecen árboles de verdad! —Protestó Flor, mientras se abrían paso entre unos apios gigantescos, cuyas crestas ondeaban allá arriba.

—¡Cuidado! —gritó Lily-yo.

Tiró de Flor, retrocediendo. Algo había cascabeleado lanzándoles una dentellada, como un mastín encadenado, alcanzando casi la pierna de Flor.

Un trampón, al no haber conseguido su presa, reabría lentamente las mandíbulas, mostrando los dientes verdes. Era sólo una sombra de los terribles garratrampas que vivían en la selva terrestre. Tenía las mandíbulas muy débiles, se movía con más lentitud. Aquí, sin el amparo de los gigantescos banianos, los garratrampas eran seres desheredados.

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