No quiero hablar más de eso, dice Walker, metiéndose la mano en el bolsillo y sacando unas monedas para pagar la cerveza. Tengo que irme.
Como quieras, responde Born. Esperaba que pudiéramos enterrar el hacha de guerra y ser amigos otra vez. Hasta se me había ocurrido que te gustaría conocer a la hija de mi futura esposa. Cécile es una chica deliciosa, inteligente, de dieciocho años: estudiante de literatura, excelente pianista, justo la clase de persona que suscitaría tu interés.
No, gracias, dice Walker, poniéndose en pie. No necesito que hagas de celestina para mí. Ya lo hiciste una vez, ¿recuerdas?
Bueno, si alguna vez cambias de opinión, llámame. Me encantará presentártela.
En ese momento, justo cuando Walker se da la vuelta para marcharse, Born saca del bolsillo interior de su chaqueta color crema una tarjeta con su dirección y número de teléfono. Toma, dice, tendiéndosela a Walker. Mis señas. Por si acaso.
Por un breve instante, Walker está tentado de romper la tarjeta —igual que hizo en primavera con el cheque en Nueva York— y tirar los pedazos al suelo, pero luego cambia de opinión, no queriendo rebajarse a un insulto tan mezquino y de mal gusto. Se guarda la tarjeta en el bolsillo y dice adiós. Born lo saluda con la cabeza pero no dice nada. Cuando Walker se va, el sol cruza el cielo y estalla en cien mil esquirlas de luz disuelta. Se derrumba la Torre Eiffel. Se incendia hasta el último edificio de París. Fin del Acto I. Telón.
Se ha colocado él solo en una posición insostenible. En la medida en que ignoraba el paradero de Born, podía vivir con la incertidumbre de un posible encuentro, engañándose todo el tiempo a sí mismo para creer que la suerte estaría de su lado y que el temido momento nunca llegaría, o que se produciría al final, lo bastante tarde para que su estancia en París no quedara arruinada por el miedo a otra coincidencia, a otros encuentros. Ahora que ya ha sucedido, y justo al principio, mucho más pronto de lo que había creído posible, le resulta intolerable tener la dirección de Born en el bolsillo y no poder ir a la policía para exigir que lo detengan. Nada lo complacería más que llevar al asesino de Cedric Williams ante la justicia. Aunque lo dejaran libre, tendría que soportar los gastos y la humillación de un juicio, y en el caso de que el asunto no llegara a los tribunales, habría de pasar por la desagradable experiencia de los interrogatorios policiales, los rigores de una interminable investigación. Pero, aparte de secuestrar a Born y llevarlo de vuelta a Nueva York, ¿qué puede hacer Walker? Sopesa la situación durante el resto de la jornada y buena parte de la noche, y entonces se le ocurre una idea, una idea diabólica, tan maliciosa y cruel que el mero hecho de que sea capaz de imaginarla lo deja pasmado. No conducirá a Born a prisión, lamentablemente, pero le hará la vida sumamente incómoda, y si Walker puede llevar su plan a buen término, privará al futuro esposo de Héléne Juin del objeto que más ansia en el mundo. Walker se siente a la vez entusiasmado y asqueado de sí mismo. Nunca ha sido una persona vengativa, jamás ha tratado conscientemente de hacer daño a nadie, pero Born pertenece a una categoría diferente, es un asesino, merece un castigo, y por primera vez en su vida Walker piensa desquitarse.
El plan requiere un embustero consumado, un arribista experto en el arte de la duplicidad, y como Walker no es ninguna de esas dos cosas, sabe que es la persona menos indicada para la empresa en que ha decidido embarcarse. Justo desde el principio, se verá obligado a actuar contra su propia naturaleza, una y otra vez resbalará y caerá en su lucha por pisar terreno firme en el campo de batalla que ha trazado en su imaginación, y sin embargo, a pesar de sus recelos, a la mañana siguiente se dirige resueltamente al Café Conti para introducir otro jetón en el teléfono público y poner en marcha su maquinación. Está sobrecogido por su audacia, su determinación. Cuando Born responde a la tercera llamada, es palpable la sorpresa en su voz.
Adam Walker, dice, haciendo lo posible por disimular su estupor. La última persona del mundo de la que esperaba tener noticia.
Disculpa la intrusión, contesta Walker. Sólo quería que supieras que he estado pensando mucho desde que hablamos ayer.
Interesante. ¿Y adonde te ha llevado tu meditación?
He decidido enterrar el hacha de guerra.
Doblemente interesante. Ayer me acusas de asesinato, y hoy estás dispuesto a olvidar y perdonar. ¿A qué se debe ese súbito cambio de actitud?
A que me has convencido de que dices la verdad.
¿Debo tomármelo como una disculpa… o andas buscando que te haga otro favor? ¿No estarás pensando en resucitar el cadáver de tu revista, por ejemplo?
Por supuesto que no. Es cosa del pasado.
Lo que hiciste fue algo doloroso, Walker. Romper el talón en pedacitos y enviármelos sin decir palabra. Me sentí profundamente insultado.
Si te ofendí de alguna forma, lo siento de verdad. Estaba bastante trastornado por lo que pasó. No era muy consciente de lo que hacía.
¿Y ahora sabes lo que estás haciendo?
Creo que sí.
Crees que sí. Y dime, jovencito, ¿qué es lo que quieres exactamente?
Nada. Te llamo porque me pediste que lo hiciera. En caso de que cambiara de opinión.
Quieres que nos veamos, entonces. ¿Es eso? Me estás diciendo que te gustaría que reanudáramos nuestra amistad.
Esa era la idea. Mencionaste que me presentarías a tu fiancée y a su hija. Pensé que sería una bonita manera de empezar.
Bonita. Qué palabra tan insípida. Los americanos tenéis el don de la trivialidad, ¿verdad?
Sin duda. Además se nos da bien disculparnos cuando creemos que nos hemos equivocado. Si no quieres que nos veamos, dímelo. Lo entenderé.
Perdóname, Walker. Estaba poniéndome desagradable otra vez. Me temo que era inevitable, dadas las circunstancias.
Todos tenemos malos momentos. Desde luego. Y ahora quieres compartir mesa con Héléne y Cécile. Aceptando mi invitación de ayer. Dalo por hecho. Te dejaré un recado en el hotel en cuanto lo tenga todo arreglado.
La cena está dispuesta para la noche siguiente en Vagenende, una brasserie de principios de siglo en el Boulevard Saint-Germain. Walker llega pronto, a las ocho en punto, el primer miembro del grupo en aparecer, y mientras lo conducen a la mesa de Monsieur Born, está demasiado nervioso y distraído como para prestar mucha atención al ambiente que lo rodea: las oscuras paredes, revestidas con paneles de roble, los ornamentos de bronce, los blancos y almidonados manteles y servilletas, las conversaciones apagadas en otras partes de la sala, el rumor de los cubiertos de plata resonando contra la porcelana. Treinta y cuatro horas después de su enloquecida y abyecta conversación con Born, eso es lo que ha conseguido con sus mentiras: miedo sin fin, absoluto desprecio hacia sí mismo, y la impagable oportunidad de conocer a quienes van a ser futura esposa e hijastra de Born. Todo depende de cómo vayan las cosas con Héléne y Cécile Juin. Si logra establecer un vínculo con ellas, con cualquiera de las dos, una relación independiente de los contactos con Born, antes o después le resultará posible revelar por fin la verdad de los hechos que acaecieron en Riverside Drive, y si Walker puede convencerlas de que acepten su versión sobre el asesinato de Cedric Williams, habrá entonces grandes posibilidades, más del cincuenta por ciento, de que la boda se suspenda y la futura novia deje plantado a Born. Eso es lo que Walker se ha propuesto conseguir: romper el matrimonio antes de que se convierta en un hecho jurídico. No un castigo excesivamente riguroso para un delito de asesinato, quizá, pero, dadas las opciones disponibles, bastante duro. Born rechazado. Born humillado. Born hundido en la desdicha. Por odioso que a Walker le parezca halagarlo con falsas disculpas e insinceras declaraciones de amistad, comprende que no tiene donde elegir. Si resulta que no puede persuadir a Héléne ni a Cécile, entonces abandonará el empeño y proclamará tranquilamente su derrota. Pero únicamente en ese caso, y hasta que ese momento llegue a producirse, está resuelto a jugarse el tipo.
Sus primeras averiguaciones son inconcluyentes. Por temperamento o circunstancias, tanto la madre como la hija dan la impresión de ser modestas y reservadas, no muy accesibles ni dadas a la conversación desenfadada, y como al principio Born domina la situación con presentaciones, explicaciones y comentarios diversos, ninguna de ellas habla mucho. Cuando Walker hace una breve relación de sus primeros días en París, Héléne lo felicita por su francés; en otro momento, Cécile le pregunta insulsamente si le gusta vivir en un hotel. La madre, alta, rubia y bien vestida, no es una belleza en modo alguno (el rostro demasiado alargado, piensa Walker, un tanto caballuno), pero, como muchas francesas de clase media y cierta edad, se comporta con considerable aplomo y elegancia: cuestión de estilo, quizá, o producto, si no, de la misteriosa sabiduría gala en lo que atañe a la esencia de la feminidad. La hija, que acaba de cumplir dieciocho años, estudia en el Lycée Fénelon, en la rué de l'Eperon, que está a menos de cinco minutos a pie del Hotel du Sud. Es una criatura menuda, menos imponente que la madre, de corto pelo castaño, muñecas delgadas, hombros estrechos y ojos despiertos de mirada inquieta. Walker observa que tiene tendencia a bizquear, y se le ocurre (con acierto, al parecer) que Cécile lleva gafas habitualmente y ha decidido no ponérselas para la cena. No, no es una chica guapa, más bien poquita cosa, pero con un rostro interesante a pesar de todo: barbilla diminuta, nariz larga, mejillas redondeadas, boca expresiva. De cuando en cuando, sus labios se estiran hacia abajo en una especie de regocijo clandestino que no llega a transformarse en sonrisa, pero indica un sentido del humor bastante desarrollado, el de una persona atenta a las posibilidades cómicas de un momento determinado. No cabe duda de que es sumamente inteligente (durante los cuatro últimos minutos Born ha estado alabando sus excepcionales notas en literatura y filosofía, su pasión por el piano, su dominio del griego antiguo), pero por muchas cualidades que Cécile vaya acumulando en su favor, Walker reconoce tristemente que no siente atracción por ella, al menos no en el sentido que cabría esperar. No es su tipo, dice para sus adentros, cayendo de nuevo en ese término vago, tan usado, que sustituye a las infinitas complejidades del deseo físico. Pero ¿cuál es su tipo?, se pregunta. ¿Su hermana? ¿Margot, una obsesa sexual diez años mayor que él? Sea cual sea, no es Cécile Juin. La mira y ve una niña, una obra en construcción, una persona sin formar del todo, que en ese momento de su vida es demasiado retraída y tímida como para emitir alguna de esas señales eróticas que incitaría a un hombre a pretenderla. Eso no quiere decir que no vaya a hacer lo posible para cultivar su amistad, pero nada de besos ni caricias, ni enredos románticos, ni intentos de llevársela a la cama.
Se desprecia a sí mismo por pensar esas cosas, por mirar a la inocente Cécile como si no fuera más que un objeto sexual, una posible víctima de sus capacidades de seducción (suponiendo que tenga alguna), pero al mismo tiempo sabe que está librando una ofensiva, una guerra de guerrillas en la clandestinidad, y esa cena es la primera batalla, y si pudiera ganar la contienda seduciendo a la futura hijastra de su adversario, no vacilaría en hacerlo. Pero la joven Cécile no es buena candidata para la seducción, y por tanto deberá urdir tácticas más sutiles para avanzar en su propósito, pasando de un asalto en toda regla contra la hija a un ataque en dos flancos contra la madre y la hija a la vez: en un intento de congraciarse con ellas y finalmente atraerlas a su bando. Todo eso debe realizarse bajo la atenta mirada de Born, la insufrible, bochornosa presencia de un hombre al que apenas se atreve a mirar. El astuto, el escéptico Born recela profundamente del falsario Walker, ¿y quién sabe si se ha limitado a aceptar la engañosa disculpa de este último con objeto de averiguar la diablura que está tramando? En la voz de Born hay una inflexión oculta bajo la agradable charla y fingida cordialidad, un tono inquieto, tenso, que parece sugerir que no baja la guardia. No sería prudente volverlo a ver, dice Walker para sus adentros, lo que hace aún más imperioso establecer una paz aparte con las Juin esta noche, antes de que la cena llegue a su fin.
Las mujeres están al otro lado de la mesa. El tiene enfrente a Cécile, y Born está sentado a su izquierda, cara a cara con Héléne. Walker estudia los ojos de Héléne mientras ella mira a su prometido, y se queda tan confuso como Margot al ver que entre ellos no brota chispa alguna. Otras emociones acechan en esa mirada, quizá —añoranza, dulzura, tristeza—, pero el amor no se cuenta entre ellas, y mucho menos la felicidad, ni un solo vestigio de alegría. Pero ¿cómo puede haber felicidad para alguien en la situación de Héléne, para una mujer que se ha pasado los últimos seis o siete años en un sin vivir, sumida en una profunda pena mientras su agonizante marido languidece en un hospital? Se imagina al comatoso Juin tumbado en la cama, su cuerpo conectado a incontables máquinas y una maraña de tubos de respiración asistida, el único paciente en un ala grande y desierta, viviendo pero no del todo, agonizando sin morir, y de pronto recuerda la película que vio con Gwyn dos meses antes, Ordet, el film de Cari Dreyer, sentado junto a su hermana en el anfiteatro del cine New Yorker, y a la mujer del granjero muerta en su ataúd, y sus propias lágrimas cuando el cadáver se incorpora y vuelve a la vida, pero no, dice para sí, eso sólo era una historia, un relato ficticio en un mundo imaginario, y éste no es ese mundo, y en él no habrá resurrección para Juin, el marido de Héléne no se incorporará ni jamás volverá a la vida. De la cama de Juin en el hospital la imaginación de Walker salta a otra cama, y antes de que pueda remediarlo, rememora la repugnante escena que Margot le ha descrito hace unos días: Margot en la cama con dos hombres, Born y el otro, cómo se llamaba, François, Margot acostándose con Born y François, los tres desnudos, follando, y ahora ve a Born observando a François, que con la polla tiesa arremete contra Margot, y ahí sigue Born, con su odioso y rechoncho cuerpo desnudo, en plena excitación, masturbándose mientras mira cómo su novia jode con otro hombre…
Walker sonríe a Cécile en un intento de disolver la imagen, y cuando ella le devuelve la sonrisa —un tanto perpleja, pero al parecer complacida por la atención—, se pregunta si esa especie de depravación no explica el hecho de que Born tenga tanto interés en casarse con Héléne. Intenta renunciar a su propio ser, resistir sus sórdidos y malévolos deseos, y ella representa la respetabilidad, una muralla contra su propia demencia. Walker observa con cuánto decoro se comporta con Héléne, dirigiéndose a ella con el formal vous en vez de con el más íntimo y familiar tu. Es el lenguaje de condes y condesas, el del matrimonio en las capas más encumbradas de las altas esferas, y crea entre el individuo y el mundo una distancia que sirve de escudo protector. No es amor lo que Born busca, sino seguridad. La libidinosa Margot sacaba a relucir lo peor de él. ¿Lo transformará la plácida y reprimida Héléne en un hombre nuevo? Sigue fantaseando, dice Walker para sus adentros. Una persona de tu inteligencia no debería creer algo así.