Ahora estoy sentada en la biblioteca, pero resulta que no hay libros dedicados exclusivamente a Quillia; sólo unas referencias elementales ocultas en los volúmenes sobre la región. En la época precolombina, los habitantes eran los indios siboneys, que más tarde emigraron para dar paso a los arawaks, a los que a su vez siguieron los caribes. Cuando se inició la colonización en el siglo XVI, holandeses, franceses e ingleses se interesaron por el lugar. Se produjeron escaramuzas con los indios, así como entre los propios europeos, y cuando los esclavos negros empezaron a llegar de África, se sucedieron muchas matanzas. En el siglo XVIII, la isla fue declarada zona neutral, y la explotaron por igual franceses e ingleses, pero después de la guerra de los Siete Años y el Tratado de París, los franceses levantaron el campamento y Quillia cayó bajo el dominio del Imperio británico. En 1979, la isla proclamó su independencia.
Tiene ocho kilómetros de anchura. Agricultura de subsistencia, pesca, construcción de barcos, y la caza anual de una sola ballena. Hay tres mil quinientos habitantes, la mayoría de ascendencia africana, pero también caribe, inglesa, irlandesa, escocesa, asiática y portuguesa. Un libro informa de que un amplio contingente de marinos escoceses quedó allí abandonado a su suerte en el siglo XVIII. Sin posibilidad alguna de volver a casa, se instalaron en la isla y se mezclaron con la población negra. Dos siglos después, el resultado de ese cruce de razas es una curiosa mezcla de africanos pelirrojos, africanos de ojos azules, y africanos albinos. Tal como observa el autor: La isla es un laboratorio de posibilidades humanas. Hace estallar nuestras rígidas y preconcebidas ideas sobre la raza; e incluso llega a destruir el concepto mismo de raza.
Una bonita frase, ésa. Un laboratorio de posibilidades humanas.
1415. Una jornada difícil. Esta tarde me he dado cuenta de que hace exactamente cuatro meses que tuve mi último periodo. ¿Significa eso que ha llegado por fin el momento? Sigo esperando los antiguos y familiares calambres, la hinchazón y la irritación, la sangre fluyendo de mí. No se trata de que ya no pueda tener hijos. Nunca he querido tenerlos especialmente. Alexandre llegó a convencerme más o menos, pero nos separamos antes de que pasara nada. Con Stéphane, ni hablar de hijos.
No, ya no se trata de tener hijos. Soy muy mayor para eso, aun cuando quisiera quedarme embarazada. Es cuestión de perder mi sitio como mujer, de verme expulsada de las filas de la feminidad. Durante cuarenta años, he estado orgullosa de sangrar. He soportado la regla con alegría, sabiendo que compartía una experiencia con todas las mujeres del planeta. Ahora me veo a la deriva, apartada, castrada. Parece el principio del fin. Una mujer menopáusica hoy, una vieja bruja mañana, y después la tumba. Estoy demasiado agotada incluso para llorar.
Tal vez debería ir a Quillia, después de todo, pese a mis reservas. Necesito aclararme las ideas, respirar aire fresco.
17/5. Acabo de hablar con R. B. Qué raro volver a oír su voz después de tanto tiempo, pero parecía vigoroso, en plena forma. Cuando le dije que había decidido aceptar su invitación, se puso a gritar por teléfono. ¡Estupendo! ¡Magnífico! ¡Qué noticia tan espléndida!
Dentro de un mes (en palabras de R. B.), estaremos bebiendo los ponches de ron de Samuel, turnándonos para filmar atardeceres, nos lo vamos a pasar de miedo.
Mañana reservaré los billetes. Cinco días a finales de junio. Si quitamos las dos jornadas de viaje, nos quedan tres días enteros en Quillia. Si resulta que me lo paso de miedo, siempre puedo prolongar la estancia. Si me aburro, no creo que tres días sea soportar demasiado.
23/6. Después de un largo vuelo a través del Atlántico, estoy sentada en la sala de tránsito del aeropuerto de Barbados, esperando a la avioneta de una hélice que dentro de dos horas y media me llevará a Quillia (si es que sale a su hora). Un calor insufrible en todas partes, un ambiente bochornoso que se pega al cuerpo, el calor del trópico, una canícula que te achicharra los sesos.
En la terminal principal, una docena de soldados patrulla las instalaciones con metralletas. Un aire de amenaza y desconfianza, hostilidad en cada mirada. ¿Qué pasa? Doce militares negros empuñando armas automáticas, y una multitud de viajeros sudorosos y adustos, con sus malhumorados hijos y las maletas llenas a rebosar.
En la sala de tránsito, casi todos somos blancos. Surfistas norteamericanos de pelo largo, australianos que beben cerveza y hablan en voz muy alta, europeos de diversas e ignotas nacionalidades, un par de rostros asiáticos. Aburrimiento. Ventiladores cenitales girando por encima de la cabeza. Música ambiental que no es música. Un lugar que no es lugar alguno.
Nueve horas después. La avioneta de hélice era el artefacto volador más pequeño que he abordado jamás. Me senté delante junto al piloto, los otros dos pasajeros se instalaron justo detrás de nosotros, y en el instante en que despegamos, comprendí que nos encontrábamos a merced de la primera ráfaga de viento que soplara en nuestra dirección, que incluso la menor turbulencia en la atmósfera circundante podría desviarnos de nuestro rumbo. Dábamos bandazos y sacudidas, el estómago se me salía por la boca, y sin embargo me he divertido, he disfrutado de la liviana ingravidez del viaje, de la sensación de estar en tan estrecho contacto con un viento tan inestable. Vista desde arriba, la isla no es más que un pequeño punto, una mancha verdigris de lava solidificada que surge del océano. Pero el agua que la rodea es azul: sí, aguas de un azul paradisíaco.
Sería exagerado llamar aeropuerto al aeródromo de Quillia. Es una pista de aterrizaje, una cinta de asfalto al pie de una montaña alta, descomunal, y sólo puede acoger aeroplanos que no sean mayores que un juguete. Recogimos las maletas en la terminal —un diminuto pabellón de bloques de hormigón ligero— y luego pasamos el suplicio de la aduana y el control de pasaportes. Ni siquiera en la Europa posterior al 11-S han sometido mis pertenencias a examen tan minucioso. Me abrieron la maleta, cogieron e inspeccionaron hasta la última prenda de ropa, sacudieron todos los libros por el lomo, pusieron boca abajo los zapatos, atisbando y registrando en su interior: lenta y metódicamente, como si fuera un procedimiento que, bajo ninguna circunstancia, pudiera realizarse con apresuramiento. El funcionario encargado del control de pasaportes iba ataviado con un uniforme elegante, cuidadosamente planchado, símbolo de autoridad y poder burocrático, y tardó todo el tiempo que quiso en dejarme pasar. Me preguntó por el objeto de mi visita, y en mi inglés mediocre, cargado de acento, le contesté que había ido a pasar unos días con un amigo. ¿Qué amigo? Rudolf Born, le dije. El nombre pareció sonarle, y entonces me preguntó (de manera poco apropiada, en mi opinión) desde cuándo conocía al señor Born. De toda la vida, respondí. ¿De toda la vida? Mi respuesta parecía haberlo desconcertado. Sí, de toda la vida, repetí. Era amigo íntimo de mis padres. Ah, de sus padres, dijo, asintiendo ensimismado, satisfecho al parecer por mi respuesta. Creía que habíamos llegado al final de la operación, pero entonces abrió mi pasaporte, y estuvo examinándolo por espacio de tres minutos con el celo y la paciencia de un perito forense, estudiando cuidadosamente cada página, deteniéndose en cada sello, como si mis anteriores viajes constituyeran la clave para desentrañar el misterio de mi vida. Finalmente, sacó un formulario impreso en un estrecho trozo de papel, lo colocó en ángulo recto al borde de su escritorio, y rellenó las casillas con una caligrafía menuda y meticulosa. Tras grapar el formulario al pasaporte, entintó el tampón de caucho y lo apretó sobre un sitio junto al formulario, añadiendo con toda delicadeza el nombre de Quillia a la lista de países adonde me habían permitido la entrada. Los burócratas franceses son famosos por su maniática exactitud y fría eficiencia. Comparados con ese hombre, no son sino simples aficionados.
Salí al achicharrante calor de las cuatro de la tarde, contando con que R. B. estuviera esperándome, pero no había ido. Quien me acompañó a la casa fue Samuel, el encargado del mantenimiento, un joven de unos treinta años, vigoroso y fornido, sumamente guapo, con una piel muy oscura que no lo hace descendiente del grupo de marinos escoceses que se quedaron aquí aislados en el siglo XVIII. Tras el encuentro con los distantes y taciturnos hombres de la terminal del aeropuerto, fue un alivio ver que me sonreían de nuevo.
No tardé mucho en comprender por qué se había encomendado a Samuel la tarea de acompañarme a la Colina de la Luna. Durante los diez primeros minutos fuimos en coche, lo que me llevó a dar por sentado que seguiríamos hasta la casa por carretera, pero entonces Samuel detuvo el vehículo, e hicimos el resto del camino —es decir, la mayor parte del trayecto, más de una hora todavía— a pie. Fue una ardua caminata, una espantosa ascensión por un sendero empinado, surcado de raíces, que socavó mis fuerzas y me dejó sin aliento al cabo de cinco minutos. Soy una persona que se pasa la vida sentada en bibliotecas, una mujer de cincuenta y tres años que fuma demasiado y pesa diez kilos más de lo que debería, y mi cuerpo no está hecho para esfuerzos de esa clase. Me sentí enteramente humillada por mi ineptitud, por el sudor que me chorreaba y me empapaba la ropa, por los enjambres de mosquitos que bailaban en torno a mi cabeza, por mis frecuentes peticiones de detenernos a descansar, por las resbaladizas suelas de mis sandalias, que dieron conmigo en tierra, no en un par de ocasiones, sino una y otra vez. Pero aún peor, mucho peor que mis mezquinas tribulaciones físicas, era la vergüenza de que mi acompañante siempre fuera delante de mí, el bochorno de que Samuel cargara con mi maleta sobre la cabeza, tan pesada, con tantos libros innecesarios, y cómo no ver en esa imagen de un negro llevando sobre la cabeza las pertenencias de una mujer blanca los horrores del pasado colonial, las atrocidades del Congo y el África francesa, los siglos de aflicción…
No debo seguir así. Me estoy poniendo histérica, y si quiero conservar la salud mental a lo largo de estos días, debo mantener la compostura. La verdad es que a Samuel no le molestaba en absoluto lo que estaba haciendo. Ha subido y bajado esta montaña centenares de veces, lleva provisiones sobre la cabeza como si tal cosa, y para un nativo de una isla tan pobre como ésta, trabajar en casa de un hombre como R. B. se considera una buena posición. Siempre que le pedía que se detuviera, lo hacía sin la menor queja. No pasa nada, señora. Tómeselo con calma. Ya llegaremos, no hay prisa.
Cuando alcanzamos la cumbre, R. B. se estaba echando la siesta en su habitación. Por incomprensible que pudiera parecerme, aquello me dio ocasión de instalarme en mi cuarto (arriba, en lo más alto, mirando al mar) y recobrar el decoro. Me duché, me cambié de ropa, y me arreglé el pelo. Mejoras insignificantes, sin duda, pero al menos no tenía que pasar por el bochorno de que me vieran en estado tan lamentable. La ascensión a la montaña casi había acabado conmigo.
Pese a mis esfuerzos, observé la decepción en sus ojos cuando entré en el salón una hora después: la primera vez que me veía después de tantos años, con el triste reconocimiento de que la muchacha de tanto tiempo atrás se había convertido en una mujer de mediana edad, menopáusica y desaliñada, sin demasiado atractivo.
Lamentablemente —no, creo que quiero decir afortunadamente— la decepción era mutua. En el pasado, lo había considerado un tipo seductor, guapo en un sentido tosco, próximo a la personificación ideal de la autoridad y seguridad masculinas. R. B. nunca había sido delgado, pero en los años transcurridos desde la última vez que lo había visto, había ganado una considerable cantidad de peso, un montón de kilos de más, y cuando se levantó para saludarme (vestido con pantalones cortos, sin camisa, zapatos ni calcetines), me quedé pasmada al ver el volumen que había adquirido su vientre. Parece una gran pelota de gimnasia, y ya sin apenas pelo en la cabeza, su cráneo me recordó un balón de voleibol. Una imagen ridícula, ya sé, pero la mente siempre produce en serie sus absurdas estupideces, y eso fue lo que vi cuando se levantó y se acercó a mí: un hombre compuesto por dos esferas, una pelota de gimnasia y un balón de voleibol. Es mucho más corpulento, entonces, pero no como una ballena, ni fofo ni con bolsas de grasa: sólo voluminoso. En realidad, en torno al vientre tiene la piel muy tensa, y salvo por unos pliegues carnosos en las rodillas y el cuello, parece en buena forma para un hombre de su edad.
Un instante después de echarle la primera mirada, la alicaída expresión desapareció de sus ojos. Con todo el aplomo de un diplomático experimentado, R. B. sonrió, abrió los brazos y me apretó contra su pecho. Es un milagro, dijo.
Aquel abrazo resultó ser el punto álgido de la velada. Bebimos unos ponches de ron preparados por Samuel (muy buenos), vi cómo R. B. fumaba el crepúsculo (lo encontré estúpido), y luego nos sentamos a cenar (platos fuertes, buey cubierto de una salsa espesa, una comida inadecuada para ese clima, más propio de la Alsacia en pleno invierno). La vieja cocinera, Nancy, no es nada vieja —cuarenta, cuarenta y cinco años todo lo más—, y me pregunto si no tiene dos trabajos en esta casa: cocinera de día, compañera de cama de R. B. por la noche. Melinda tiene veintipocos años, y por tanto quizá sea demasiado joven para ejercer esa función. Es una chica preciosa, a propósito, tan bella como guapo es Samuel, una criatura alta y desgarbada con unos andares fluidos y exquisitos, y por las miraditas que se echan el uno al otro, yo diría que Samuel y ella forman pareja. Nancy y Melinda sirvieron la cena, Samuel quitó la mesa y lavó los platos, y a medida que avanzaba la velada empecé a sentirme cada vez más incómoda. No me gusta que me atienda el servicio doméstico. Me ofende en cierto modo, sobre todo en una situación como ésta, con tres personas trabajando sólo para otras dos, tres personas negras sirviendo a otras dos blancas. Una vez más: ecos desagradables del pasado colonial. ¿Cómo liberarme de ese sentimiento de vergüenza? Nancy, Melinda y Samuel se dedicaban a sus tareas con impasible ecuanimidad, y aunque recibí una serie de sonrisas corteses, parecían indiferentes, guardando las distancias. ¿Qué pensarán de nosotros? Probablemente se reirán a nuestras espaldas: con toda razón.
Los criados me desmoralizan, sí, pero no tanto como el propio R. B. Tras su cálida bienvenida, tuve la sensación de que ya no sabía qué hacer conmigo. Repetía sin cesar que debía estar cansada, que tenía que estar agotada por el viaje, que el desfase horario es un invento moderno concebido para destrozar el cuerpo humano. No voy a negar que estaba exhausta y sentía ese desfase, que me dolían los músculos por mi lucha con la montaña, pero quería quedarme levantada y charlar, rememorar viejos tiempos, tal como él había dicho en una de sus cartas, y ahora parecía reacio a compartir esos recuerdos. Durante la cena, la conversación fue tremendamente aburrida. Me contó cómo descubrió Quillia y cómo se las arregló para comprar esta casa, me explicó algunos detalles sobre la vida de la región, y luego me soltó una conferencia sobre la fauna y la flora de la isla. Desconcertante.