Preparó la cena para los dos durante cinco días seguidos, y dormimos juntos a lo largo de cinco noches en la habitación de invitados al fondo del pasillo. Podíamos haber utilizado el otro dormitorio, que era más amplio y confortable, pero ninguno de los dos quería entrar allí. Era el cuarto de Born, el mundo de la cama de Born, y durante aquellas cinco noches nos ocupamos de crear un mundo nuestro, durmiendo en aquella estancia diminuta con una sola ventana enrejada y una cama estrecha, que llegamos a denominar el lecho del amor, aunque en definitiva el amor no tenía nada que ver con lo que pasó en aquellas cinco jornadas. No es que perdiéramos la cabeza el uno por el otro, como suele decirse, sino que más bien encontramos nuestros respectivos cuerpos, y en el espacio profundamente íntimo que habitamos durante aquel breve periodo de tiempo, tan efímero, nuestra única preocupación era el placer. El placer de comer y beber, de la sexualidad, de tomar parte en un diálogo animal, sin palabras, que se llevaba a cabo en un lenguaje de miradas y caricias, de mordiscos, sabores y abrazos. Lo que no significa que no habláramos, pero la charla se reducía al mínimo, y las conversaciones que apenas manteníamos tendían a centrarse en la comida —¿qué vamos a cenar mañana por la noche?—, mientras las palabras que intercambiábamos en la cena eran ligeras y triviales, sin verdadera importancia. Margot nunca me hizo preguntas personales. No sentía curiosidad por mi pasado, le daban lo mismo mis opiniones sobre literatura o política, y no le interesaban mis estudios. Simplemente me tomó por lo que yo representaba en su propia imaginación —su elección del momento, el ser físico que ella deseaba—, y cada vez que la miraba, tenía la sensación de que me absorbía, como si el hecho de tenerme allí, al alcance de su mano, bastara para satisfacerla. ¿Qué averigüé de Margot en aquellos días? Muy poco, casi nada en absoluto. Se había criado en París, era la más joven de tres hermanos, y conocía a Born porque eran primos segundos. Llevaban dos años juntos, pero no creía que durasen mucho más. Él parecía cada vez más cansado de ella, me dijo, y ella estaba harta de sí misma. Se encogió de hombros al decirlo, y cuando observé la expresión distante que había en su rostro, tuve la horrible intuición de que ya se consideraba casi un cadáver. Después de aquello, dejé de insistir para que se sincerase conmigo. Bastaba con que estuviéramos juntos, y me moría con sólo pensar en suscitar algo que pudiera causarle dolor.
Sin maquillaje, Margot era más tierna y sencilla que la llamativa mujer objeto que parecía en público. Sin ropa, resultó ser flaca, casi descarnada, con pechos menudos de adolescente, caderas estrechas, y piernas y brazos vigorosos. Labios llenos, vientre plano con un ombligo ligeramente protuberante, manos suaves, un áspero nido de vello púbico, nalgas firmes, y una piel sumamente blanca que era más suave que ninguna otra que hubiera acariciado jamás. Los detalles de un cuerpo, intrascendentes y preciosos. Al principio me mostré indeciso con ella, sin saber lo que esperar, un tanto amedrentado de encontrarme con una mujer mucho más experimentada que yo, un principiante en brazos de una veterana, un inseguro que desnudo se sentía tímido y torpe, que hasta entonces siempre había hecho el amor a oscuras, preferiblemente bajo las mantas, copulando con chicas que eran tan tímidas y torpes como él, pero Margot estaba tan cómoda consigo misma, era tan entendida en las artes de besar, chupetear y mordisquear, tan poco reacia a explorarme con las manos y la lengua, a atacar, a derretirse, a entregarse sin timidez ni vacilación, que no tardé mucho en dejarme llevar. Si te gusta, es que está bien, aseguró Margot en un momento dado, y ése fue el regalo que me hizo a lo largo de aquellas cinco noches. Me enseñó a dejar de tener miedo de mí mismo.
Yo no quería que aquello terminase nunca. Vivir en aquel insólito paraíso con la extraña e insondable Margot era una de las cosas más increíbles y mejores que me habían pasado en la vida, pero Born volvía de París a la noche siguiente y no teníamos más remedio que dejarlo. En aquellos momentos, me figuré que sólo sería una tregua temporal. Cuando nos despedimos la última mañana, le dije que no se preocupara, que antes o después se nos ocurriría la forma de continuar, pero a pesar de mi confianza y fanfarronería Margot parecía inquieta, y justo cuando me disponía a salir del apartamento, sus ojos se llenaron inesperadamente de lágrimas.
Tengo un mal presentimiento, me dijo. No sé por qué, pero algo me dice que esto es el final, que es la última vez que te veo.
No digas eso, contesté. Sólo vivo a unas manzanas de aquí. Puedes venir a mi apartamento las veces que quieras.
Lo intentaré, Adam. Haré lo que pueda, pero no esperes demasiado de mí. No soy tan fuerte como tú crees. No entiendo.
Rudolf. Una vez que vuelva, creo que va a echarme a la calle.
En ese caso, puedes venirte conmigo a mi apartamento. ¿Y vivir con dos estudiantes en un piso mugriento? Soy demasiado vieja para eso.
Mi compañero de piso no es tan malo. Y el apartamento está bastante limpio, bien mirado.
Odio este país. Detesto todo lo que tiene quitándote a ti, y tú no eres suficiente para que me quede. Si Rudolf ya no me quiere a su lado, haré las maletas y me volveré a París.
Lo dices como si estuvieras deseando que pasara, como si pensaras romper por tu cuenta. No sé. Puede ser.
¿Y qué pasa conmigo? ¿Es que estos días no significan nada para ti?
Por supuesto que sí. Me ha encantado estar contigo, pero ya se nos ha acabado el tiempo, y en el momento en que salgas de aquí, comprenderás que ya no me necesitas más.
Eso no es cierto.
Sí, lo es. Pero todavía no lo sabes. Pero ¿de qué estás hablando?
Pobre Adam. Yo no soy la solución. Para ti, no; para nadie, probablemente.
Era el sombrío desenlace de lo que para mí había sido un momento trascendental, y me marché del apartamento sintiéndome destrozado, perplejo, y quizá un poco enfadado también. Durante los días siguientes, continué dando vueltas a aquella última conversación, y cuanto más la analizaba, menos sentido me parecía tener. Por un lado, Margot se había echado a llorar cuando yo me marchaba, confesando sus temores de que no volvería a verme más. Eso sugería que deseaba proseguir nuestra aventura, pero cuando le propuse que nos viéramos en mi apartamento, empezó a titubear, casi diciéndome que sería imposible. ¿Por qué razón? Por ninguna…, salvo que no era tan fuerte como yo creía. No sabía lo que quería decir con eso. Luego se puso a hablar sobre Born, lo que rápidamente se convirtió en una maraña de contradicciones y deseos en conflicto. Le preocupaba que la pusiera de patitas en la calle, pero un segundo después parecía que eso era precisamente lo que quería. Más aún, quizá iba ella a tomar la iniciativa y optar por abandonarlo. Nada cuadraba. Me quería y no me quería. Quería a Born y no lo quería. Cada palabra que salía de sus labios invalidaba lo que había dicho un momento antes, y al final no había manera de saber lo que de verdad sentía. Puede que no lo supiera ni ella misma. Esa me parecía la explicación más verosímil —Margot angustiada, Margot escindida por fuerzas iguales y contrarias—, pero, tras haber pasado cinco noches con ella, no podía dejar de sentirme herido y abandonado. Intenté mantener el ánimo en alto —esperando que llamara, confiando en que cambiara de opinión y volviera presurosa conmigo—, pero en el fondo sabía que todo había terminado, que su temor a no volver a verme más era en realidad una profecía, y que había desaparecido para siempre de mi vida.
Entretanto, Born había vuelto a Nueva York, pero ya había pasado una semana entera y seguía sin tener noticias suyas. Cuanto más duraba su silencio, más me daba cuenta de lo mucho que temía su llamada. ¿Le había contado Margot a lo que nos habíamos dedicado ella y yo en su ausencia? ¿Continuaban juntos, o ya se había vuelto ella a Francia? Al cabo de tres o cuatro días, empecé a albergar la esperanza de que Born se hubiera olvidado de mí para no tener que volverlo a ver más. No habría revista, desde luego, pero eso apenas me importaba ahora. Lo había traicionado acostándome con su novia, y aunque más o menos él mismo me había animado a hacerlo, yo no estaba orgulloso de mi comportamiento; sobre todo después de que Margot me dijera que yo ya no la necesitaba, lo que significaba, según comprendía ahora, que ella no me necesitaba a mí. Me había metido yo solo en un lío, y como buen cobarde que probablemente era, habría preferido ocultarme debajo de la cama a encararme con cualquiera de los dos.
Pero Born no se había olvidado de mí. Justo cuando empezaba a pensar que la historia había concluido, me llamó un día a primera hora de la tarde y me invitó a su apartamento para charlar un rato. Esa fue la palabra que utilizó —charlar— y me sorprendió lo alegre que parecía al teléfono, enteramente desbordante de energía y buen humor.
Lamento el retraso, me dijo. Mil perdones, Walker, pero he estado muy liado, muy atareado, haciendo malabarismos para compatibilizar esto y lo otro, mil cosas, por las que le pido mil perdones, pero el tiempo apremia, y ha llegado el momento de sentarse a hablar de negocios. Le debo un cheque para el primer número, y después de que mantengamos nuestra pequeña charla, lo invitaré a cenar a algún sitio. Ha pasado bastante tiempo, y creo que tenemos que ponernos al día en algunas cosas.
No quería ir, pero fui. No sin inquietud, no sin un ale-reo de pánico removiéndome las entrañas, pero al final comprendí que no había más remedio. Por algún milagro, la revista seguía viva al parecer, y si quería hablar conmigo sobre la cuestión, si estaba verdaderamente dispuesto a extender cheques para patrocinar la empresa, no veía cómo podría rechazar su invitación. Creo que tenemos que ponerlos al día en algunas cosas. Me gustara o no, estaba a punto de averiguar si Born se había enterado de lo que había sucedido a sus espaldas; y, en caso de que así fuera, las meadas que había tomado exactamente al respecto.
Iba otra vez de blanco: el traje completo, la camisa con el cuello desabrochado, pero limpia y planchada esta vez, el perfecto hidalgo. Recién afeitado, el pelo bien peinado, tan peripuesto y tranquilo como nunca lo había visto. Una cálida sonrisa cuando me abrió la puerta, un firme apretón de manos cuando entré en el apartamento, una amistosa palmadita en el hombro cuando me condujo al mueble bar preguntándome lo que me apetecía beber, pero nada de Margot, ni rastro de ella en parte alguna, y aunque eso no significaba necesariamente nada, empecé a sospechar lo peor. Nos sentamos cerca de los ventanales que daban al parque, yo en el sofá, él en la amplia butaca de enfrente, con la mesita en medio de los dos, Born sonriendo de satisfacción, tan complacido de sí mismo, tan sumamente contento mientras me contaba que su viaje a París había sido un clamoroso éxito y que el complejo problema que atormentaba a sus colegas por fin se había resuelto. Seguidamente, tras algunas desganadas preguntas sobre mis estudios y los libros que estaba leyendo últimamente, se retrepó en la butaca y, de buenas a primeras, declaró: Quiero darle las gracias, Walker. Me ha hecho usted un importante favor.
¿Darme las gracias? ¿Por qué?
Por mostrarme la luz de la verdad. Le estoy muy agradecido.
Sigo sin saber de qué me habla.
De Margot.
¿Qué ocurre con ella?
Me ha traicionado.
¿Cómo?, pregunté, tratando de hacerme el tonto pero sintiéndome ridículo, encogiéndome de vergüenza mientras Born no dejaba de sonreírme.
Se ha acostado con usted.
¿Se lo ha dicho ella?
Cualesquiera que sean sus defectos, Margot no miente jamás. Si no me equivoco, ha pasado usted cinco noches con ella; aquí mismo, en este apartamento.
Lo lamento, repuse, mirando al suelo, demasiado abochornado para mirar a Born a los ojos.
No lo sienta. La verdad es que yo lo incité a ello, ¿no? De haber estado en su lugar, probablemente habría hecho lo mismo. Era evidente que Margot estaba deseosa de acostarse con usted. ¿Por qué iba un joven con buena salud a rechazar una oportunidad como ésa?
Si usted quería que Margot lo hiciese, ¿por qué se sien-re traicionado, entonces?
Ah, pero yo no quería que lo hiciera. Sólo estaba fingiéndolo.
¿Y por qué lo fingía?
Para poner a prueba su lealtad, por eso. Y la muy golfa mordió el anzuelo. No se preocupe, Walker. Ya me he librado de ella, y a usted he de agradecerle que haya salido por esa puerta.
¿Dónde está ahora?
En París, supongo.
¿La ha echado usted, o se ha ido ella por propia voluntad?
Es difícil decirlo. Puede que un poco de las dos cosas. Limémoslo una separación de mutuo acuerdo. Pobre Margot…
Cocina maravillosamente, tiene un polvo portentoso, pero en el fondo no es más que otra fulana sin cerebro. No se compadezca de ella, Walker. No vale la pena.
Duras palabras para alguien con quien se ha convivido durante dos años.
Puede. Como ya habrá observado tengo tendencia a irme de la lengua. Pero los hechos son tercos, y el caso es que me estoy haciendo viejo. Ya es hora de que piense en el matrimonio, y ningún hombre en su sano juicio pensaría en casarse con una chica como Margot.
¿Está pensando en alguien en concreto, o se trata simplemente de una declaración de intenciones para el futuro?
Estoy prometido. Desde hace dos semanas. Una cosa más que he conseguido en mi viaje a París. Por eso estoy de tan buen humor esta noche.
Enhorabuena. ¿Y cuándo se producirá el feliz acontecimiento?
Aún no está decidido. Hay complicados asuntos en juego, y la boda no podrá celebrarse antes de la próxima primavera como pronto.
Una pena esperar tanto.
No hay más remedio. Técnicamente, ella sigue casada con otro, y hay que esperar a que la ley concluya su labor. No es que no merezca la pena. Conozco a esa mujer desde que tenía la edad de usted, y es una persona ejemplar, la compañera que he deseado toda mi vida.
Si tanto la quiere, ¿por qué ha estado con Margot estos dos últimos años?
Porque no sabía que estaba enamorado de ella hasta que he vuelto a verla en París.
Sale Margot, entra la esposa. No tendrá la cama vacía mucho tiempo, ¿eh?
Me subestima usted, joven. Por mucho que desee irme a vivir con ella ahora mismo, voy a contenerme hasta que estemos casados. Es cuestión de principios.
El espíritu caballeroso en acción.
Eso es. Una muestra de caballerosidad.