Invisible (10 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Intriga, #Otros, #Drama

BOOK: Invisible
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VERANO

La primavera da paso al verano. Para ti es el verano siguiente a la primavera de Rudolf Born, pero para el resto del mundo es el de la guerra de los Seis Días, el de los disturbios raciales en más de un centenar de ciudades norteamericanas, el Verano del Amor. Ya has cumplido veinte años y acabas de terminar el segundo curso de carrera. Cuando estalla la guerra en Oriente Próximo, piensas en alistarte en el ejército israelí y hacerte soldado, aun cuando eres un pacifista declarado y nunca has mostrado interés alguno por el sionismo, pero antes de que llegues a tomar una decisión y hacer planes, la guerra concluye de pronto, y te quedas en Nueva York.

No obstante, sientes un apremiante deseo de salir del país, de estar en cualquier sitio menos en donde te encuentras ahora, y en consecuencia ya has ido a ver al decano de la facultad para decirle que quieres matricularte en el curso de estudios en el extranjero de tercer año (tras larga consulta con tu padre, que a regañadientes ha dado su aprobación). Has escogido París. No vas allí simplemente porque tienes cariño a esa ciudad, que visitaste por primera vez hace dos veranos, sino porque tienes ganas de perfeccionar el francés, que de momento es aceptable pero que sería conveniente mejorar. Eres consciente de que Born está en París, o al menos lo supones, pero sopesas mentalmente las posibilidades de encontrarte con él por casualidad y concluyes que son escasas. Y si se produjera dicha eventualidad, te sientes preparado para manejarla de forma adecuada a las circunstancias. ¿Acaso sería difícil volver la cabeza al pasar por su lado? Eso es lo que te dices, en cualquier caso, pero en lo más hondo de tu ser te representas escenas en las que no vuelves la cabeza, en las que te enfrentas a él en medio de la calle y lo estrangulas con tus propias manos.

Vives en un apartamento de dos habitaciones en un edificio de la calle Ciento siete Oeste, entre Broadway y Amsterdam Avenue. Tu compañero de piso acaba de licenciarse y se marcha de la ciudad, y como necesitas a alguien que comparta la casa contigo, ya has invitado a tu hermana a que ocupe la otra habitación; porque, según ha querido la suerte, ha acabado la carrera en Vassar y está a punto de empezar el doctorado en el Departamento de Inglés en Columbia. Tu hermana y tú siempre habéis estado muy unidos —íntimos amigos, conspiradores, obsesionados guardianes de la memoria de vuestro hermano, compañeros en el estudio de las letras, confidentes—, y estás contento con el plan. Sólo es para el verano, por supuesto, porque en septiembre cogerás el avión a París, pero estaréis juntos parte del mes de junio y todo julio y agosto, viviendo bajo el mismo techo por primera vez en muchos años. Cuando te vayas, tu hermana se hará cargo del arrendamiento y buscará a otra persona para ocupar la habitación que tú habrás dejado libre.

Tu familia disfruta de una posición acomodada, aunque no en exceso, no es rica según los criterios de los ricos, y aunque tu padre sea lo bastante generoso para facilitarte una asignación que cubre los gastos corrientes, te hace falta más dinero para comprar los libros y los discos que necesitas, ir a ver las películas que te interesan, fumar los cigarrillos que te gustan, así que te pones a buscar un trabajo para el verano. Tu hermana ya ha encontrado uno para ella. Sólo es dieciséis meses mayor que tú, pero su relación con el mundo siempre ha sido más sensata y prudente que la tuya, y a los pocos días de saber que iba a estudiar en Columbia y compartir contigo el apartamento de la calle Ciento siete Oeste, se dedicó a buscar un trabajo compatible con sus intereses y aptitudes. Por consiguiente, todo lo tiene arreglado de antemano, y en cuanto llegue a Nueva York, empezará a trabajar de auxiliar en el departamento de corrección de textos de una importante editorial del centro de la ciudad. Tú, en cambio, a tu modo disperso y azaroso, has ido aplazando la búsqueda hasta el último momento, y como te resistes a la idea de pasarte cuarenta horas a la semana en una oficina con una corbata anudada al cuello, aprovechas la primera oportunidad que se presenta. Un amigo acaba de marcharse de la ciudad a pasar el verano, y haces una solicitud para ocupar su puesto de ayudante en la Biblioteca Butler de la Universidad de Columbia. El salario no llega a la mitad de lo que gana tu hermana, pero te consuelas con la idea de que puedes ir andando al trabajo, lo que te evitará el suplicio de tener que meterte dos veces al día en un vagón de metro rebosante de sudorosos viajeros.

Te hacen una prueba antes de contratarte. La bibliotecaria titular te entrega un montón de fichas, unas ochenta o cien, quizás, cada una con el título de un libro, el nombre del autor, el año de publicación, y un número del sistema de clasificación decimal de Dewey que indica el estante y lugar en donde debe colocarse. La bibliotecaria es una mujer ceñuda de unos sesenta años, una tal señorita Greer, y ya parece recelar de ti, decidida a no transigir un ápice. Como acaba de conocerte y no puede saber cómo eres, te imaginas que desconfía de toda la gente joven —por cuestión de principios— y por tanto lo que ve en ti cuando te mira no eres tú, sino un guerrillero más en la lucha contra la autoridad, un indómito rebelde que no tiene ningún derecho a irrumpir en el santuario de su biblioteca para pedir trabajo. Esa es la época en que vives, en la que vivís los dos. Te da instrucciones para que ordenes las fichas, y notas cómo ansia que te equivoques, lo contenta que se pondría rechazando tu solicitud, y como tú quieres conseguir el trabajo con las mismas ganas que ella tiene de no dártelo, te aseguras de no fallar. Quince minutos después, le entregas las fichas. Se sienta y se pone a examinarlas, una por una, una detrás de otra, de la primera a la última, y cuando vas viendo cómo la escéptica expresión de su rostro se disuelve en una especie de confusión, comprendes que lo has hecho bien. El rostro glacial esboza una tenue sonrisa. Dice: Nadie llega a hacerlo a la perfección. Es la primera vez que lo veo en treinta años.

Trabajas de diez de la mañana a cuatro de la tarde, de lunes a viernes. Acostumbras a llegar temprano, y entras en el vasto y pretencioso edificio neoclásico concebido por James Gamble Rogers con el almuerzo en una bolsa de papel marrón. Dejando aparte su pompa y solemnidad, el edificio nunca deja de impresionarte con sus volúmenes y grandiosidad, pero la palma de la idiotez, piensas, se la llevan, con el mayor de los bochornos, los nombres de los ilustres muertos cincelados en la fachada —Herodoto, Homero, Platón, junto con otros muchos—, y todas las mañanas te imaginas la diferente impresión que daría la biblioteca si estuviera decorada con otra serie de nombres: músicos de jazz, por ejemplo (Fats Waller, Charlie Parker, Benny Goodman), diosas del cine de los años cuarenta (Ingrid Bergman, Hedy Lamarr, Gene Tierney), poco conocidos y menos recordados jugadores de béisbol (Gus Zernial, Wayne Terwilliger, Clyde Kluttz), o, simplemente, los nombres de tus amigos. Y así empieza la jornada. Entras por la puerta principal, el pesado portón con sus brillantes accesorios de cobre, subes por la escalinata de mármol, echas un vistazo al retrato de Eisenhower (antiguo rector de la universidad, presidente luego del país durante tu infancia), y pasas a una pequeña sala a la derecha del mostrador central, en donde das los buenos días al señor Goines, tu jefe, un hombre menudo con gafas de búho y vientre prominente, que te indica el quehacer diario. En esencia, sólo hay dos tareas que realizar. O vuelves a colocar libros en los estantes o envías desde los pisos superiores al mostrador central las nuevas peticiones de libros con el montacargas. Cada trabajo tiene sus ventajas y sus inconvenientes, y todos pueden ser realizados por cualquiera que posea la capacidad mental de una mosca de la fruta.

Al poner los libros en las estanterías, debes comprobar y después confirmar que el número decimal Dewey del libro que estás colocando en el estante sea un punto superior al del volumen que está a su izquierda y un punto inferior al de su derecha. Los libros se cargan en un carrito de madera provisto de cuatro ruedas, entre cincuenta y cien por cada sesión de colocación, y mientras diriges tu pequeño vehículo por el laberinto de estanterías, te encuentras solo, sempiterna e interminablemente solo, porque el recinto está prohibido a todo aquel que no sea empleado de la biblioteca, y la única persona a la que ves alguna vez es a uno de tus compañeros auxiliares, atendiendo el mostrador frente al montacargas. Cada una de las diversas plantas es idéntica a todas las demás: un inmenso espacio sin ventanas repleto de sucesivas filas de altísimas estanterías metálicas de color gris, todas ellas llenas de libros hasta el límite de su capacidad, miles de volúmenes, decenas de miles, centenares de miles, un millón, y en ocasiones hasta tú, aficionado a los libros como el que más, te quedas anonadado, angustiado, incluso asqueado al considerar cuántos miles de millones, cuántos billones de palabras contienen esos libros. Todos los días te quedas aislado del mundo durante horas, habitando lo que has dado en denominar una burbuja sin aire, aunque debe haberlo porque estás respirando, pero es aire muerto, aire quieto durante siglos, y en ese ambiente sofocante muchas veces te sientes soñoliento, narcotizado hasta el letargo, y tratas de que no te venza el deseo de echarte a dormir en el suelo.

Sin embargo, en tus tareas de archivar libros a veces te encuentras con hallazgos inesperados, y la nube de aburrimiento que te envuelve se levanta momentáneamente. Descubrir una edición de 1670 de El Paraíso perdido, por ejemplo. No se trata de la impresión original de 1667, pero se acerca mucho, un ejemplar que salió de las prensas en vida de Milton, un libro que posiblemente tuvo el poeta en sus manos, y te maravillas de que ese precioso volumen no esté guardado en una cámara a temperatura controlada para libros raros sino a la intemperie, en las mohosas estanterías. ¿Por qué es tan importante para ti ese descubrimiento, por qué te tiemblan las manos al abrir el libro y empezar a examinar sus páginas? Porque te has pasado los últimos meses inmerso en John Milton, estudiándolo con más detenimiento que a ningún otro poeta que hayas leído jamás. Durante la angustiosa primavera de Rudolf Born, eras uno de los diversos estudiantes apuntados a la clase de Edward Tayler, el famoso curso sobre Milton impartido por el mejor profesor que tuviste en todo el año, y asistías tanto a conferencias como a seminarios, abriéndote camino laboriosamente a través de Areopagítica, El Paraíso perdido, El Paraíso recobrado, Sansón agonista, además de toda una serie de obras breves, y ahora que Milton te ha llegado a encantar y lo consideras superior a todos los poetas de su tiempo, sientes una instantánea oleada de felicidad cuando encuentras ese tomo, ese antiguo volumen de trescientos años atrás, mientras llevas a cabo tus lúgubres rondas colocando libros en las estanterías de la Biblioteca Butler.

Lamentablemente, tales momentos de felicidad no se producen a menudo. No es que estés especialmente a disgusto con tu trabajo en la biblioteca, pero a medida que pasa el tiempo y se van acumulando las horas, te resulta cada vez más difícil mantener la concentración en lo que estás haciendo, por mecánicas que puedan ser tus tareas. Una sensación de irrealidad te invade cada vez que pones el pie en ese recinto de silenciosas estanterías, la impresión de que no te encuentras realmente allí, de que estás atrapado en un cuerpo que ha dejado de pertenecerte. Y así sucede que una tarde, sólo dos semanas después de haber merecido el trabajo de ayudante con la única prueba perfecta en los anales de la biblioteca, al encontrarte en un pasillo de historia medieval alemana realizando otra incursión en las estanterías, te llevas un susto de muerte cuando alguien te da unos golpecitos en el hombro por detrás. Te vuelves instintivamente para encararte con la persona que te ha tocado —sin duda alguien que se ha colado de forma inadvertida en esa zona restringida para asaltar o robar a la primera víctima que pueda encontrar— y entonces, con gran alivio, ves al señor Goines, que te está mirando con una compungida expresión en el rostro. Sin decir palabra, alza la mano derecha, dobla el dedo índice en tu dirección, y con gesto impaciente, moviéndolo repetidas veces, te indica que vayas tras él. El hombrecillo echa a andar como un pato por el pasillo, tuerce a la derecha al llegar al corredor, pasa por una fila de estanterías, luego por otra, y vuelve a desviarse a la derecha por un pasillo de historia medieval francesa. Has estado allí con el carro no hace ni veinte minutos, colocando varios libros sobre la vida cotidiana en la Normandía del siglo X, y efectivamente el señor Goines va derecho al sitio en que has estado trabajando. Señala el estante y dice: Fíjate en esto, de modo que te agachas y miras. Al principio no observas nada fuera de lo corriente, pero entonces el señor Goines saca dos libros de la estantería, dos volúmenes separados por una distancia de unos treinta centímetros, con otros tres o cuatro libros entre medias. Tu jefe te pone los dos libros cerca de la cara, indicándote claramente que quiere que leas el número decimal Dewey pegado en el lomo, y sólo entonces te das cuenta de tu error. Has invertido la colocación de los volúmenes, poniendo el primero en el lugar del segundo y dejando el segundo en donde debía estar el primero. Por favor, dice el señor Goines, con voz un tanto desdeñosa, no lo vuelvas a hacer. Si un libro se coloca donde no le corresponde, puede estar perdido durante veinte años o más, quizá para siempre.

Es un asunto de poca importancia, quizás, pero te sientes humillado por tu negligencia. No es que los dos libros en cuestión fueran a perderse (se encontraban en el mismo estante, al fin y al cabo, a sólo unos centímetros uno de otro), pero entiendes lo que el señor Goines trata de decir, y aunque te irrita el tono condescendiente que adopta contigo, te disculpas y prometes prestar más atención en el futuro. Piensas: ¡Veinte años! ¡Para siempre! Esa idea te deja pasmado. Pon algo donde no le corresponde, y aunque siga estando ahí —prácticamente delante de tus narices— puede desaparecer hasta el fin de los tiempos.

Vuelves al carro y sigues colocando libros de historia medieval alemana. Hasta ahora no has sabido que te estaban espiando. Eso te deja mal sabor de boca, y te dices que debes tener cuidado, mantenerte alerta, no dar nunca nada por sentado, ni siquiera en el afable y soporífero recinto de una biblioteca universitaria.

Las expediciones a las estanterías consumen aproximadamente media jornada. Pasas la otra mitad sentado detrás de un pequeño escritorio en los pisos superiores, esperando que de las entrañas del edificio surja un tubo neumático con una papeleta de préstamo que te ordena buscar este o aquel libro para el estudiante o profesor que acaba de pedirlo abajo. El tubo neumático hace un ruido característico, vibrante, mientras se precipita velozmente a su destino, y puedes oírlo desde el momento en que inicia su ascensión. Las estanterías están distribuidas entre varias plantas, y como eres uno de los diversos ayudantes sentados frente a su mesa en cada uno de esos pisos, no sabes si el tubo neumático con la papeleta de préstamo enrollada en su interior viene dirigida a ti o a uno de tus colegas. No lo averiguas hasta el último segundo, pero si efectivamente es para ti, el cilindro metálico irrumpe con fuerza a tu espalda por una abertura en la pared y aterriza en la caja con un sordo batacazo, activando instantáneamente un mecanismo que enciende las cuarenta o cincuenta bombillas rojas dispuestas por el techo de un extremo a otro de la estancia. Esas luces son algo fundamental, pues puede darse que te vayas levantado de la mesa cuando llega el tubo, y estés buscando otro libro, de modo que al ver las bombillas ya sabes que acaba de llegar otro pedido. Si no te has alejado del escritorio, sacas la papeleta del tubo, vas a buscar el libro o los libros que hayan pedido, vuelves a la mesa, metes la papeleta de pedido en cada libro (asegurándote de que la parte de arriba sobresale unos cinco centímetros), pones los volúmenes en el montacargas, que está en la pared de detrás de la mesa, y pulsas el botón de la segunda planta. Para concluir la operación, devuelves el tubo introduciéndolo por una pequeña cavidad en la pared. Oyes un agradable silbido cuando el cilindro es absorbido en el vacío, v las más de las veces te quedas un momento allí de pie, siguiendo el rumor del vibrante proyectil mientras se precipita por el conducto en su trayectoria descendente. Luego vuelves a la mesa. Te sientas en la silla. Y esperas al siguiente pedido.

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