A primera vista, no tiene nada de particular. ¿Qué podría ser más sencillo o menos laborioso que poner libros en un montacargas y pulsar un botón? Tras el arduo trabajo de colocar volúmenes en los estantes, se pensaría que tu tarea de estar frente a la mesa constituye un descanso bien merecido. Siempre que no haya libros que buscar (y muchos días sólo te envían el tubo neumático tres o cuatro veces en otras tantas horas), puedes hacer lo que te venga en gana. Leer o escribir, por ejemplo, deambular por la planta y meter la nariz en textos arcanos, hacer dibujos, echarte alguna que otra siesta a escondidas. En uno u otro momento, logras hacer todas esas cosas, o lo intentas, pero el ambiente en las estanterías es tan opresivo, que te resulta difícil centrar la atención mucho tiempo seguido en el libro que estás leyendo o el poema que tratas de componer. Te sientes como atrapado en una incubadora, y poco a poco llegas a entender que la biblioteca sirve única y exclusivamente para una cosa: entregarse a fantasías sexuales. No sabes por qué te ocurre eso, pero cuanto más tiempo pasas entre ese aire irrespirable, más se te llena la cabeza de imágenes de hermosas mujeres, de mujeres desnudas, y en lo único que puedes pensar (si pensar es la palabra adecuada en este contexto) es en follar con hermosas mujeres desnudas. No en alguna alcoba femenina, sensualmente decorada, ni tampoco en un tranquilo y placentero prado, sino ahí mismo, en el suelo de la biblioteca, revoleándote en sudoroso abandono mientras el polvoriento espíritu de millones de libros revolotea en el aire a tu alrededor. Te follas a Hedy Lamarr. Te follas a Ingrid Bergman. Te follas a Gene Tierney. Copulas con rubias y morenas, con negras y chinas, con todas las mujeres a quienes has deseado, una por una, a pares, tres a la vez. Las horas se suceden despacio, y allí sentado, en la cuarta planta de la Biblioteca Butler, notas que la polla se te pone tiesa. Ahora siempre la tienes dura, continuamente, con la más firme de las erecciones, y a veces la tensión es tan grande que te levantas de la mesa, te precipitas por el pasillo hacia el servicio de caballeros, y te la machacas en el retrete. Te das asco a ti mismo. Te sorprendes de lo rápidamente que cedes a tus deseos. Cuando te subes la cremallera juras que nunca volverá a suceder, que es exactamente lo que te dijiste hace veinticuatro horas. La vergüenza te persigue cuando vuelves a la mesa, y te sientas preguntándote si no te pasará algo grave. Concluyes que nunca te has sentido más solo, que eres la persona más triste y sola del mundo. Piensas que vas camino de una depresión nerviosa.
Te dice tu hermana: ¿Qué te parece, Adam? ¿Nos vamos a casa el fin de semana o nos quedamos aquí, pasando calor en Nueva York?
Nos quedamos, contestas tú, mientras piensas en el viaje en autobús a Nueva Jersey y las largas horas que habrás de estar hablando con tus padres. Si hace demasiado calor en el apartamento, añades, siempre podemos ir al cine. El sábado y el domingo ponen buenas cosas en el New Yorker y el Thalia, y nos refrescaremos con el aire acondicionado.
Estamos a primeros de julio, y tu hermana y tú ya lleváis dos semanas viviendo juntos. Como todos tus amigos han desaparecido hasta que acabe el verano, Gwyn es la única persona que ves a menudo; prescindiendo de la gente que trabaja en la biblioteca, aunque ésa no cuenta mucho. No tienes novia por el momento (Margot ha sido la última mujer con la que te has acostado), y tu hermana ha roto hace poco con el joven profesor con quien salía desde hace año y medio. Por tanto, sólo os tenéis el uno al otro para haceros compañía, pero no hay nada malo en eso por lo que a vosotros respecta, y en definitiva estás más que satisfecho con la forma en que están yendo las cosas desde que ella se ha venido a vivir contigo. Estás muy a gusto a su lado, con ella puedes hablar con mayor franqueza que con nadie que conozcas, y es increíble lo libre de conflictos que están vuestras relaciones. De vez en cuando, Gwyn se molesta contigo porque se te olvida fregar los platos o dejas el baño hecho una pena, pero cada vez que fracasas en el ámbito doméstico prometes enmendar tus indolentes hábitos, y poco a poco has ido mejorando.
Es una solución perfecta, entonces, tal como te habías figurado cuando le propusiste la idea por primera vez, y ahora que poco a poco te vas desmoronando en tu trabajo en el Castillo de los Bostezos, comprendes que vivir con tu hermana en el apartamento es indudablemente una ayuda para mantener la cordura, que más que cualquier otra persona Gwyn tiene el don de aliviar la carga de desesperación que llevas en tu interior. Por otro lado, el hecho de que estéis juntos de nuevo ha producido ciertos efectos curiosos, consecuencias que no habías previsto cuando ambos discutisteis en primavera la posibilidad de volver a aliaros. Ahora te preguntas cómo puedes haber estado tan ciego. Gwyn y tú sois hermanos, pertenecéis a la misma familia, y por tanto es muy natural que, en el curso de las largas conversaciones que mantenéis, salga a relucir de vez en cuando algún asunto familiar —comentarios sobre vuestros padres, referencias al pasado, recuerdos de pequeños detalles de la vida que compartisteis de pequeños—, y como esos temas se han tocado tan a menudo durante las semanas que habéis pasado juntos, te pones a pensar en ellos incluso cuando estás solo. No quieres recordarlos, pero lo haces. Te has pasado los dos últimos años tratando conscientemente de evitar a tus padres, haciendo todo lo posible para mantenerlos a distancia, y sólo has vuelto a Westfield cuando estabas seguro de que Gwyn también iba a estar en casa. Sigues queriendo a tus padres, pero ya no te caen especialmente bien. Llegaste a esa conclusión después de que tu hermana se fuera a la universidad, dejándote solo con ellos durante los dos últimos años de instituto, y cuando finalmente te tocó a ti el turno de marcharte, te sentiste como si te hubieras escapado de la cárcel. No es que te enorgullezcas de esos sentimientos —en realidad, te repelen, te asusta tu frialdad y falta de humanidad—, y te recriminas continuamente el hecho de aceptar dinero de tu padre, que te mantiene y paga la matrícula, pero necesitas seguir en la universidad para estar lejos de él y de tu madre, y como careces de recursos propios, y tu padre gana demasiado para que tengas derecho a una beca, ¿qué remedio te queda sino tragarte la ignominia de tu falsa posición? Así que sales corriendo, y al hacerlo sabes que te va la vida en ello, y a menos que mantengas la distancia entre tus padres y tú, empezarás a languidecer y morirás, igual que tu hermano Andy murió ahogado en el lago Eco el 10 de agosto de 1957, esa laguna de Nueva Jersey de nombre tan extrañamente apropiado, porque Eco también languideció y murió, y cuando su amado Narciso se ahogó, nada quedó de ella sino un montón de huesos y el lamento de su incorpórea e inextinguible voz.
No quieres pensar en esas cosas. No te apetece acordarte de tus padres ni de los ocho años que pasaste encerrado en la casa del dolor. Tenías diez años en el momento que Andy murió, y a Gwyn y a ti os habían enviado a un campamento de verano en el estado de Nueva York, lo que significa que ninguno de los dos estabais allí cuando ocurrió el accidente. Tu madre estaba sola con el pequeño Andy, de siete años, pensando en pasar una semana en el chalet a orillas del lago que tu padre había comprado en 1949, cuando tu hermana y tú no erais más que unos mocosos, el lugar de veraneo de la familia, el sitio de humeantes barbacoas y crepúsculos infestados de mosquitos, v la ironía radicaba en que estaban vendiendo la casa, aquél iba a ser el último verano en el lago Eco, a sólo una hora en coche de casa pero sin ser ya el tranquilo retiro que había sido, ahora que estaban construyendo todas aquellas casas, y así, con sus dos hijos mayores ausentes, tu madre sucumbió a un acceso de nostalgia y decidió llevar a Andy al lago, aun cuando tu padre se encontraba demasiado ocupado para acompañarlos. Andy no sabía nadar bien todavía, seguía esforzándose para no perder la práctica, pero había en él algo temerario que lo incitaba a la travesura con una impulsiva exuberancia que todo el mundo lo consideraba destinado a conseguir un título superior en Trastadas. El tercer día de su estancia, a eso de las seis de la mañana, con tu madre aún durmiendo en su cuarto, a Andy se le metió en la cabeza ir a bañarse sin nadie que lo acompañara. Antes de marcharse, el aventurero de siete años se sentó a redactar un mensaje breve y mal escrito —Qerida mam estol nel lago Vesos Andy—, salió luego de puntillas de la casa, se tiró al agua, y se ahogó. Estol nel lago.
No quieres pensar en eso. Ya te has largado, y no tienes valor para volver a esa casa de gritos y silencios, escuchar a tu madre dando alaridos en el piso de arriba, abrir de nuevo el botiquín y contar los frascos de tranquilizantes y antidepresivos, pensar en los médicos y las crisis nerviosas y el intento de suicidio y la prolongada estancia en el hospital cuando tenías doce años. No quieres recordar los ojos de tu padre ni cómo durante años te miraban sin verte, ni su rutina de autómata de levantarse a las seis en punto de la mañana y no volver a casa del trabajo hasta las nueve de la noche, ni su negativa a mencionar el nombre de su hijo muerto delante de ti y de tu hermana. Ya no lo veías sino en contadas ocasiones, y con tu madre casi incapaz de atender la casa y preparar la comida, el ritual de la cena familiar llegó a su fin. Las tareas domésticas de la limpieza y la cocina eran cosa de una sucesión de presuntas doncellas, por lo general decrépitas mujeres negras de sesenta y tantos años, y como la mayoría de las veces tu madre prefería cenar sola en su habitación, normalmente sólo estabais tu hermana y tú, sentados frente a frente a la mesa de formica rosa de la cocina. Dónde cenaba tu padre era un misterio para ti. Te figurabas que iría a restaurantes, quizás al mismo todas las noches, pero él nunca decía una palabra sobre eso.
Te resulta doloroso pensar en esas cosas, pero ahora que tu hermana vuelve a estar contigo, no lo puedes evitar, los recuerdos afloran a tu memoria contra tu voluntad, y cuando te sientas a trabajar en el largo poema que empezaste en junio, a menudo te detienes a mitad de una frase, :e quedas mirando por la ventana, y te pones a recordar tu infancia.
Ahora comprendes que empezaste a huir de ellos mucho antes de lo que sospechabas. De no haber sido por la muerte de Andy, probablemente habrías sido un hijo bueno y obediente hasta el momento de marcharte de casa, pero una vez que el equilibrio de la casa se vino abajo —con tu madre retrayéndose a un perpetuo estado de luto, agobiada por la culpa, y tu padre ya apenas presente—, no tuviste más remedio que mirar a otra parte en busca de una especie de existencia sostenible. En el restringido mundo de la infancia, eso significaba el colegio y el campo de béisbol en donde jugabas con tus amigos. Querías destacar en todo, y como tenías la suerte de estar dotado de una inteligencia razonable y un físico vigoroso, casi siempre sacabas las mejores notas de la clase y te lucías en toda una serie de deportes. Nunca te pusiste a pensar en nada de esto (eras demasiado joven para ello), pero aquellos éxitos te ayudaban a contrarrestar en buena medida el lúgubre ambiente que se respiraba en tu casa, y cuantos más triunfos cosechabas, más afirmabas tu independencia de tus padres. Ellos te deseaban lo mejor, desde luego, no se ponían en tu contra, pero llegó un momento (podrías tener once años) en que empezaste a anhelar la admiración de tus amigos tanto como ansiabas el cariño de tus padres.
Horas después de que se llevaran a tu madre al manicomio, hiciste el juramento, por la memoria de tu hermano, de ser una buena persona durante el resto de tu vida. Estabas en el cuarto de baño, según recuerdas, solo en el cuarto de baño, procurando contener las lágrimas, y por buena persona entendías ser honrado, amable y generoso, no burlarte jamás de nadie, nunca sentirte superior a nadie, y tampoco buscar pelea por nada. Tenías doce años. Al cumplir los trece, dejaste de creer en Dios. A los catorce, te pasaste el primero de tres veranos consecutivos trabajando en el supermercado de tu padre (metiendo la compra en bolsas, colocando artículos, llevando la caja, firmando albaranes de entrega, sacando la basura: perfeccionando así las aptitudes que te llevarían a tu encumbrada posición de ayudante en la biblioteca de Columbia). A los quince años, te enamoraste de una chica llamada Patty French. Ese mismo año dijiste a tu hermana que ibas a ser poeta. Cuando ya tenías dieciséis, Gwyn se marchó de casa y tú caíste en el exilio interior.
Sin tu hermana nunca habrías recorrido ni la mitad de ese trayecto. Por mucho que ansiaras labrarte una vida por ti mismo fuera del ámbito familiar, era en casa en donde vivías, y sin Gwyn para protegerte dentro de aquellos muros, te habrías visto asfixiado, anulado, empujado a la locura. No hay recuerdos precoces, aunque el primero es a los cinco años con los dos desnudos en la bañera, tu madre lavando el pelo a Gwyn, el champú espumeando en blancas puntas y extrañas ondulaciones cuando tu hermana echa la cabeza atrás, riendo, y tú te la quedas mirando en extasiada admiración. Ya la querías más que a nadie en el mundo, y hasta que tuviste seis o siete años suponías que siempre vivirías con ella, que acabaríais siendo marido y mujer. No es preciso añadir que a veces os peleabais y os jugabais malas pasadas el uno al otro, pero no habitual-mente, ni la mitad de las veces que suelen hacerlo los hermanos. Os parecíais tanto, los dos con el pelo negro y los ojos verdes, el cuerpo alargado y la boca pequeña, tan semejantes que podríais haber pasado por las versiones masculina y femenina de la misma persona, y entonces irrumpió el Andy de piel blanca, bucles rubios y rolliza constitución, v desde el principio os pareció un personaje cómico, un enano avispado con pañales húmedos que se había incorporado a la familia con el único objeto de entreteneros. Durante su primer año de vida, lo tratasteis como un juguete o un perrito de compañía, pero luego empezó a hablar, y resolvisteis de mala gana que debía de ser una criatura humana. Una persona de verdad, entonces, pero al contrario que tu hermana y tú, que tendíais a ser comedidos y educados, vuestro hermanito era un demonio de humor cambiante, unas veces bullicioso y otras mohíno, propenso a súbitos e incontrolables accesos de llanto y a largas rachas de bárbaras y enloquecidas carcajadas. No podía ser fácil para él —tratando de abrir brecha en el círculo interior, intentando ponerse a la altura de sus hermanos mayores—, pero el desfase se difuminaba a medida que crecía, las frustraciones disminuían poco a poco, y cerca del final el llorica se iba convirtiendo en un buen chaval; más que un poco chiflado a veces (Estoi nel lago), pero buen chico a pesar de todo.