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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Jesús me quiere (20 page)

BOOK: Jesús me quiere
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—Tu carpintero ha vuelto —constató objetivamente Silvia.

Era evidente que ella no comprendía lo que aquello significaba. De todos modos, Gabriel tampoco lo entendía: ¿no tendría que estar Jesús en mar abierto, rumbo a Israel?

Oyó los pasos del Hijo de Dios acercándose. En cualquier momento Jesús lo sorprendería en la bañera con Silvia.

—Pareces un marido al que acaban de pillar
in fraganti
—dijo Silvia sonriendo divertida.

—El carpintero es Jesús —se le escapó a Gabriel.

Silvia lo miró un instante asustada; luego le dio un ataque de risa.

Jesús entró en el cuarto de baño y vio a Gabriel en la bañera. Con Silvia. Colorada como un tomate de tanto reír.

Gabriel se preguntó si tendría sentido sumergirse en la bañera y quedarse debajo del agua hasta que hubiera acabado el Juicio Final.

—Perdona, amigo mío —se disculpó Jesús.

Gabriel no había roto ningún matrimonio ni había infringido los preceptos del aseo del tercer libro de Moisés (que bien poco interesaban al Hijo de Dios, pues era un hombre que situaba la fe por encima de las normas), por lo tanto, Jesús no lo reprendió. El Mesías sólo le pidió a Gabriel si podía hablar con él lo antes posible y luego salió del cuarto de baño para esperarlo en la cocina. Gabriel salió de inmediato de la bañera y se secó a toda prisa. Silvia estaba sorprendida:

—Te comportas como si ese hombre fuera realmente Jesús y yo Satanás.

—¿Satanás? —Gabriel se quedó mirando a Silvia.

¿Cabía la posibilidad de que anduviera metido en el ajo?

¿Con Marie?

¿Y con Silvia?

Había ideas más desatinadas: por ejemplo, que Jesús —sin ayuda de Satanás— pudiera enamorarse de alguien como Marie.

* * *

Después de vestirse, Gabriel fue a la cocina con el pelo mojado. Jesús le contó lo que había pasado en el puerto y que en la cabeza de la hermana de Marie no había ningún tumor, aunque Marie lo había afirmado.

—¿Crees que me ha mentido aposta? —preguntó Jesús a su viejo amigo.

Gabriel luchó consigo mismo, pero luego le contó a Jesús su sospecha.

—Tenemos que considerar la posibilidad de que Satanás ande metido en el ajo.

—¿Quiere tentarme? —preguntó Jesús extrañado.

—¿Te sientes tentado por Marie? —Los peores temores de Gabriel parecían hacerse realidad.

Jesús se quedó parado, ¿lo tentaba de veras Marie? Se sentía atraído por ella, sí, pero ¿había algo más?

—Probablemente yo también he sido tentado —explicó Gabriel—. Satanás nos ha dado lo que más deseábamos. A mí, la mujer a la que siempre he amado. Y a ti, una mujer que te ve como a un simple hombre.

Gabriel no mencionó que le parecía muy pérfido por parte de Satanás escoger precisamente a una mujer como Marie, de la que era casi imposible imaginar que pudiera seducir a un hombre, por no hablar del Hijo de Dios.

Jesús no estaba de acuerdo; la sospecha de que Marie fuera cosa de Satanás era demasiado atroz.

—Satanás ya intentó tentarme una vez. En el desierto. Me prometió agua, comida, reinos… pero nunca amor.

—Ha perfeccionado la técnica —explicó Gabriel—. Nadie quiere reinos, pero amor… Ahí todos caen, más pronto o más tarde. Hasta los ángeles.

—Yo… Yo… no puedo creer que Marie tenga un pacto con Satanás —protestó Jesús.

—No hay otra explicación.

Gabriel se había convencido a sí mismo. Eso significaba que tendría que echar a Silvia de su casa (y, antes, de su bañera).

Jesús estaba muy confuso, quería retirarse a orar y buscó para ello un lugar tranquilo. Pero la búsqueda no lo llevó a la iglesia ni tampoco al jardín trasero de la casa parroquial, sino a la pasarela donde tan a gusto había estado con Marie. Se sentó, miró el agua que brillaba a la luz del crepúsculo y comenzó a dudar. No de Marie; de sí mismo. Porque había otra explicación para el hecho de que no se hubiera embarcado en el carguero. Algo que hasta entonces no había querido reconocer: quizás… quizás no quería librar la batalla final. Una parte de él dudaba de su misión de castigar a los seres humanos, puesto que eso no le deparaba ninguna alegría. En Judea siempre se había limitado a amenazar con la ira de Dios para que la gente siguiera por el buen camino. Surtía efecto. Pero eran simples amenazas.

Sí, probablemente se sentía atraído por Marie a causa de sus propias dudas y permitía de muy buen grado que ella lo apartara de su misión.

Capítulo 39

Me alegré horrores de que Jesús estuviera en nuestra pasarela, puesto que eso demostraba que aquel lugar también significaba algo para él. Su enfado se había evaporado y no pareció muy sorprendido de verme, sino más bien oprimido, pensativo. Me senté con él y dejé que mis pies colgaran junto a los suyos por encima del agua.

Allí estábamos, sentados y en silencio como dos personas que tenían tras de sí un par de citas maravillosas y un fantástico beso en la mejilla, pero sabían perfectamente que no podían ser pareja porque sus orígenes familiares eran muy distintos.

Jesús me miró escrutándome, como si desconfiara de mí. ¿Creía de verdad que me había inventado la enfermedad de Kata para que se quedara conmigo?

—¿Qué te trae a mí? —preguntó finalmente.

—Yo… yo tengo una pregunta.

—Pregunta.

—¿Cuándo se celebrará el Juicio Final?

Jesús esperó durante un segundo que se hizo eterno y luego contestó:

—El martes de la semana que viene.

* * *

Saber que al mundo sólo le quedaban cinco días me produjo un profundo shock. Todo lo que yo conocía…, todo lo que me conmovía…, todo lo que amaba…, dejaría de existir muy pronto. Y tendría que enterrar todos mis sueños. Reaccioné como habría reaccionado cualquier persona ante esa noticia: vomité en el lago.

* * *

Mientras los patos se apartaban nadando presurosos, Jesús me alcanzó compasivamente un pañuelo. Después de limpiarme la boca, le pregunté con cautela si realmente existía un libro de la vida y Dios dictaría sentencias, y también por el estanque de fuego. Confiaba en que, a lo mejor, todo aquello no era más que un error de transmisión y que el reino de los cielos sería para todos. Pero, por desgracia, Jesús lo confirmó.

—Ocurrirá exactamente así.

—Lo… lo del fuego eterno es bastante duro —comenté pálida.

Por un instante pensé que iba a darme la razón, pero entonces se crispó, como si quisiera librarse con todas sus fuerzas de una duda incipiente. Se le ensombreció el semblante, se levantó, bajó de la pasarela y se acercó a un manzano que había en el paseo, a orillas del lago, y que no tenía frutos.

—¡Nadie volverá a comer jamás un fruto tuyo! —le dijo furibundo al árbol.

Acto seguido, el árbol se secó ante mis ojos.

Jesús me miró severamente. Como un maestro autoritario con dolor de estómago a su alumna en un examen oral importante. Pero yo no entendí qué quería decir Jesús con aquella acción.

—Es lo que les ocurre a los que no viven siguiendo las leyes de Dios —explicó en tono de amonestación.

—Tendrías que trabajarte más las metáforas —se me escapó—. Algunas son realmente complicadas.

Jesús no dejó que mi reproche interrumpiera su discurso.

—Los mandamientos para vivir temerosos de Dios están en la Biblia y cualquiera puede leerlos. Nadie puede decir que no sabía nada al respecto. Y los que han hecho el bien en la vida, serán recompensados por no haber seguido el camino más fácil, el camino del mal.

Lo comprendí: por ejemplo, la cuidadora de ancianos recibiría una compensación por el recorte de sueldo que el director de la residencia le había aplicado sólo porque quería aumentar sus propios beneficios. Eso era muy justo.

Sin embargo, no me gustaba la concepción global del castigo y estaba bastante segura de que la cuidadora de ancianos estaría de acuerdo conmigo. Prefería a mi Dios indulgente. Por eso pregunté malhumorada:

—Entonces, el Todopoderoso es el Dios de la ira y el castigo.

—No hables del Señor en un tono tan despectivo —dijo Jesús con rencor.

Me miró con un destello de ira en los ojos. Pero yo no podía darle la razón sin más. ¿Qué pasaría con Kata? Ella había infringido con todo desparpajo los dos primeros mandamientos, que indicaban que había que honrar a Dios. ¿Y mi madre? ¿Entraría en el reino de los cielos? No, si mi padre tenía voz y voto en el asunto. ¿Y él? Para mi padre, a lo mejor no sería tan malo que el mundo acabara, así Swetlana no tendría la oportunidad de romperle el corazón.

De repente me vino a la cabeza la criaja de Swetlana. El mundo también acabaría para ella el martes de la semana siguiente. Aunque no soportaba a la niña, no me parecía justo. Cierto que entraría en el reino de los cielos, puesto que nunca había pecado, pero tampoco había vivido de verdad. Y no podría experimentar las alegrías que ofrece este mundo: salsa, conciertos de Robbie Williams, los Simpson, el hormigueo del primer beso, la primera noche con un hombre…, bueno, eso quizás podríamos saltárnoslo…

Pero, aun así, ¡era injusto!

Todo el mundo tenía derecho a apurar su vida. ¡Incluso la niñata de Swetlana!

Incluso Franko Potente.

Incluso… yo.

* * *

Estaba tan cabreada con Dios y con su retoño, que me atreví a mirar a Jesús con un destello de rabia en los ojos. Así pues, nos observamos iracundos junto al manzano seco, que se esforzaba por ser una metáfora de cómo había acabado nuestra incipiente amistad.

Finalmente, yo rompí el silencio.

—Me parece injusto que Dios no le dé otra oportunidad a la gente.

¡Hala, ya estaba dicho!

—¿Osas criticar el plan de Dios? —preguntó Jesús con aspereza.

—¡No sabes cómo! —repliqué.

—¡No te corresponde a ti cuestionar los caminos del Señor! —desaprobó Jesús enfadado.

—¡Niño de papá! —contesté.

Eso le tocó.

¡Toma!

—Probablemente, Gabriel tenía razón —dijo Jesús, con el semblante rojo de ira.

—¿En qué? —pregunté desconcertada.

—En que actúas en nombre de Satanás.

Por un momento me quedé sin respiración. Luego solté una carcajada. Sonora, histérica. Mi rabia se diluyó en la risa espasmódica. Eso desconcertó visiblemente a Jesús.

—¿Te burlas de mí?

—Sí —contesté sinceramente cuando conseguí serenarme un poco—. Si Satanás te enviara a alguien, seguro que no elegiría a alguien tan incompetente como yo.

Jesús no supo qué contestar.

—Escúchame —le pedí—, mírame bien y examina tu corazón. Si realmente crees que actúo en nombre de Satanás, haz que me seque como este árbol.

Por la cara que puso, parecía que la idea le resultaba muy atractiva.

—Pero —proseguí—, si no lo crees, dame la oportunidad de demostrarte que nuestro mundo merece otra oportunidad.

Jesús me miró fijamente y, cuanto más me miraba, más me invadía el miedo. Probablemente había sido demasiado osada, temeraria. Seguro que había variantes de la muerte más agradables que secarse.

Jesús abrió la boca por fin, lentamente; yo casi esperaba mi sentencia de muerte, pero se limitó a decir:

—Mañana por la tarde zarpa el próximo barco hacia Israel. Te doy de tiempo hasta entonces.

Mi instinto de «échate en sus brazos» volvió a aflorar. Pero, puesto que Jesús seguramente interpretaría de manera negativa el abrazo, me reprimí.

Entonces fui consciente de la responsabilidad que acababa de asumir: el destino de la humanidad estaba en mis manos. ¡Precisamente yo tenía que salvar el mundo!

Lástima que no tuviera la más remota idea de cómo arreglármelas para conseguirlo.

Capítulo 40

Estaba sentada con Jesús en la pasarela, en silencio y pensando en mi dilema. Quizás sólo tenía que enseñarle cuánta gente buena hay en el mundo. Por desgracia, no se me ocurría nadie que fuera verdaderamente noble. Excepto personajes como Gandhi, la madre Teresa de Calcuta o Martin Luther King, pero estaban muertos y seguro que Jesús ya los conocía. Puede que, una vez a la semana, echaran juntos la obligada partidita de backgammon en el cielo o lo que acostumbraran a hacer allá arriba.

Sí, ¿qué se hacía exactamente en el cielo durante todo el santo día? ¿Y qué haría la gente en el reino de los cielos que se erigiría en la Tierra el martes de la próxima semana? Seguramente, orar a Dios. Pero ¿llenaba eso todo el día? Podías rezar quizás una hora diaria, por mí, incluso cinco, pero ¿y el resto del día? Por otro lado, si eras completamente feliz, y tenías que serlo en ese reino de los cielos en la Tierra, tanto daba cómo pasaras el tiempo. Podías limitarte a mirar las nubes, a olisquear las flores o a tocarte los pies todo el día y, con todo, serías completamente feliz. Sonaba un poco a ir fumado todo el rato. Especulé con preguntárselo a Jesús, pero lo dejé correr.

A lo mejor tenía que enseñarle a unas cuantas personas sencillas que fueran buena gente, pero, por desgracia, no conocía a nadie del calibre de Gandhi en mi entorno. Por otro lado, la mayoría de la gente era como había que ser. En Malente no teníamos dictadores, asesinos ni empresarios de servicios telefónicos. Y la última vez que se saqueó un pueblo vecino fue en la Edad Media. Pero tenía mis dudas de que eso bastara. ¿Tenía que decirle a Jesús: tú, la gente merece seguir viviendo porque la mayoría no es ni buena ni mala, sino simplemente gente corriente y moliente? Me pareció un argumento bastante débil contra el plan de Dios de dividir para siempre a la humanidad en buenos y malos. Suspiré profundamente.

—¿Por qué suspiras? —me preguntó Jesús.

—Suspiro —fue mi suspirante respuesta.

—No sabes cómo convencerme —afirmó Jesús.

—Sí, sí, claro que lo sé —contesté poco convencida.

—No lo sabes —dijo sonriendo afable, casi con cariño.

No obstante, su sonrisa me mosqueó, me sentí descubierta. Nunca había soportado que un hombre por el que sentía algo me pillara en una debilidad. Tanto daba si ese hombre era Jesús o no.

—Estás muy enfadada conmigo —afirmó sorprendido.

—Y tú eres un maestro de lo evidente —contesté, demasiado mordaz.

—¿Cuál es la causa de tu ira? —quiso saber Jesús.

—Bueno, la mayoría de las personas no son buenas ni malas, sino gente corriente y moliente —le expliqué—, pero seguro que eso no basta para convencerte.

Guardó silencio y pareció pensarlo, probablemente no quería que estuviera furiosa con él.

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