—Yo quisiera llegar a los límites de la ciudad, a dos barrios de aquí, ¿me lleva?
—Siéntese —propuso indiferente.
Me senté a su lado, en tanto que el gordo y Mitchell, sin comprender nada, se acomodaban en el asiento de atrás. El chofer, con apatía, dio la vuelta y aceleró el automóvil. Dejamos atrás estos dos barrios en medio minuto.
—Miren —susurró inquieto Baker. Delante de nosotros, allí donde la carretera era cortada por la arcilla roja, estaba la barrera de alambres espinosos. Sólo divisábamos una parte de ella, pues el resto se ocultaba detrás de las casas de la carretera, dando la impresión de que la ciudad estaba rodeada de alambres y aislada del mundo de los vivos. Todo lo que veía ahora me lo había imaginado después de escuchar el relato de Baker, pero la realidad resultó ser más absurda que las palabras de éste.
—¡Cuidado con los alambres! —gritó Baker agarrando el brazo del chofer.
—¿Dónde están? —preguntó éste liberando su brazo—. ¡Está loco!
Evidentemente, él no veía los alambres.
—Párate —le dije—, nos bajaremos aquí.
El chofer dejó de acelerar, pero yo ya comenzaba a ver cómo el radiador se evaporaba en el aire, como si algo invisible se tragara el carro pulgada por pulgada; desaparecía el vidrio delantero, el panel de instrumentos, el volante y las manos del chofer. Esto era tan horrible que instintivamente cerré mis ojos de terror; de súbito, un golpe fuerte me lanzó contra la tierra; mi nariz dio de sopetón contra el polvo del suelo y mis pies rozaron el asfalto. «Caí en el mismo borde de la carretera» pensé. ¿Pero cómo fui lanzado a tierra, si la puerta del automóvil estaba cerrada y éste no se volcó? Al levantar la cabeza noté la carrocería de un automóvil gris, desconocido. A su lado, en el polvo, al borde de la carretera, yacía sin sentido el pobre agente comercial.
—¿Estás vivo? —preguntó Mitchell, arrodillándose a mi lado. Este tenía un ojo amoratado—. A mí me lanzó de frente contra el coche de Baker —me dijo, señalando la máquina enredada en la barrera de alambres.
—¿Y dónde está nuestro automóvil?
Se encogió de hombros. Por un minuto o dos permanecimos de pie y en silencio al borde de la carretera cortada, mirando el fenómeno fantástico que nos había dejado sin automóvil. El agente comercial se levantó también e hizo suyo nuestro asombro. El milagro se repetía cada tres segundos, cuando los automóviles —a toda velocidad— cruzaban el límite de la carretera. Los «Fords", "Pontiacs" y "Buicks», reyes de la carretera, desaparecían sin dejar huellas, como pompas de jabón. Algunos automóviles se dirigían directamente en dirección a nosotros, pero ni nos movíamos del sitio, porque ellos se evaporaban casi a nuestro lado. Sí, se evaporaban, ésta es la palabra precisa. Este proceso de desaparición tan misterioso e inexplicable era visible ahora con claridad al ser iluminado por los rayos del sol. En realidad, no desaparecían de improviso, sino paulatinamente, como si se introdujeran en un agujero del espacio y se volatilizaran de él, comenzando por el radiador y terminando por la chapa de la matrícula. La ciudad parecía estar rodeada por un vidrio transparente, tras el cual no existían ni la carretera, ni los automóviles, ni la propia ciudad.
A los tres nos inquietaba probablemente un mismo pensamiento. ¿Qué hacer? ¿Retornar a la ciudad? Pero ¿qué clase de milagros nos esperaba todavía en esta ciudad embrujada? ¿Qué tipo de personas encontraríamos y con quiénes podríamos cruzar unas palabras humanas, normales? Hasta este momento no habíamos encontrado ni una persona normal, excepto el viajante gordo. Supuse que los culpables de todo lo acontecido eran las «nubes" rosadas, a pesar de que los habitantes de la ciudad no se asemejaban a los dobles aparecidos en el Polo Sur. Aquellos eran, o parecían ser, personas, en tanto que éstos tenían el aspecto de resucitados que no recordaban nada, a excepción de la necesidad de ir a algún lugar, conducir el auto, golpear las bolas del billar o beber whisky delante del mostrador del bar. Recordé la versión de Thompson y, por primera vez, sentí verdadero miedo. ¿Será posible que "ellos» hayan reemplazado a todos los habitantes de la ciudad? ¿Acaso…? No, yo necesitaba hacer un nuevo ensayo psicológico; solamente uno.
—Regresemos a la ciudad, muchachos —les dije a mis acompañantes—. Nosotros debemos poner en orden nuestras ideas, si no queremos ser enviados al manicomio. A juzgar por los cigarrillos, el whisky de la ciudad tiene que ser real.
En ese momento pensé en María.
Cerca del mediodía llegamos al bar donde trabajaba María. El letrero y la vitrina estaban iluminados con luz de neón. Los dueños no economizaban energía eléctrica ni de día. Mi chaqueta blanca se encontraba bañada de sudor; por suerte, dentro del bar la temperatura era agradable y apenas había gente. Los taburetes altos del mostrador estaban vacíos; algunas parejas susurraban junto a la ventana y un viejo semiborracho en un rincón del bar saboreaba su brandy con jugo de naranja.
María no nos oyó al entrar. Ella, de espaldas a nosotros tras el mostrador, colocaba botellas en la estantería. Trepamos a los taburetes y cambiamos entre nosotros miradas expresivas sin pronunciar palabra. Mitchell estuvo a punto de llamarla, pero le detuve a tiempo, obligándole a guardar silencio: el ensayo psicológico me pertenecía a mí.
Este era el experimento más difícil de todos en esta ciudad loca.
—María —la llamé en voz baja.
Ella se dio la vuelta rápida, como si mi voz la hubiese asustado. Sus ojos miopes y semicerrados, desprovistos de espejuelos, y la luz viva que caía del techo cegándola, fueron quizás la causa de su indiferencia para con nosotros. No me reconoció.
Ella iba vestida y peinada como a mí me gustaba: un rizado simple sin presunción de artista de cine; y sobre su cuerpo jugueteaba el vestido rojo de mangas cortas que yo prefería entre todos. Todo ello evidenciaba una cosa: que ella sabía de mi llegada y me esperaba. Me sentí mejor y por unos minutos olvidé mis dudas y temores.
—¡María! —la llamé en voz alta.
Su respuesta fue una sonrisa coqueta con una pequeña inclinación de cabeza, típica de cualquier muchacha de bar, pero no de María: el trato con las personas que conocía era diferente.
—¿Qué te sucede, niña? —inquirí—. ¡Yo soy Don!
—¿Cuál es la diferencia entre Don o John? —respondió ella coqueta y jugando con los ojos; pero sin reconocerme—. ¿En qué puedo servirle, señor?
—Mírame —le supliqué.
—¿Para qué? —quiso saber ella asombrada y me miró. Observé no los dos ojos azules y rasgados como los de las muchachas de los cuadros de Salvador Dalí, siempre vivos, cariñosos y a veces furiosos, sino otros completamente diferentes, fríos, muertos, como los de Fritch, los ojos de la muchacha del quiosco de tabaco, los del chofer que se evaporó en la carretera junto con su automóvil; los ojos de una muñeca. Aparato de cuerda. Brujo. Nada vivo. El ensayo fracasó: en la ciudad no había seres vivos. Entonces, una decisión rápida se apoderó de mí: huir, huir a cualquier lugar, antes de que fuera demasiado tarde, antes de que todo aquel horror se lanzara contra nosotros.
—¡Síganme! —ordené saltando del taburete. El gordo, sin comprender nada, esperaba la bebida encargada; Pero Mitchell lo entendió todo. Este era un joven maravilloso: todo lo cogía al vuelo. Cuando salimos a la calle, inquirió:
—¿Cómo podré encontrar aquí a mi patrón?
—Aquí no lo podrás encontrar —afirmé—. En este lugar no hay gente, hay solamente brujos y espíritus malignos.
El gordo, sin entender nada, seguía obediente en pos de nosotros: no deseaba quedarse solo en esta ciudad maldita. Yo tenía el temor de que Mitchell tampoco lo comprendía todo; empero, por lo menos, no argumentaba.
Le bastaban los milagros vistos en la carretera.
—Bien; si debemos huir, huiremos —remarcó él filosóficamente—. ¿Recuerdas dónde dejamos el automóvil?
Miré a mi alrededor. Mi «corvette» no se encontraba en la esquina. Quizás lo estacioné en algún lugar más cercano. En el lugar que había ocupado mi automóvil se hallaba ahora una máquina negra de la policía con los faros encendidos. En su interior había un grupo de policías uniformados, mientras que afuera, junto a la puerta abierta, charlaban dos de ellos. Eran un sargento y un policía raso; este último tenía la nariz achatada como la de un ex boxeador.
Enfrente, cerca de la entrada del «Banco Comercial», había dos más. Todos ellos, como por una orden, empezaron a seguir nuestros movimientos con la misma mirada falta de vida de Fritch, pero ahora fija, concentrada y penetrante. Esto no me gustó…
El sargento cambió unas palabras con los que estaban dentro del automóvil. Su mirada penetrante inquietaba. Por lo visto estaban esperando a alguien. «¿A nosotros?» me interrogué. Nadie podía sentirse seguro en esta ciudad inventada.
—Rápido, Mitchell —dije en tanto que miraba hacia los lados—, pienso que nos metimos en un gran lío.
Su reacción fue momentánea.
—¡Al otro lado de la calle! —gritó él, echando a correr y cruzando por entre los automóviles estacionados junto a la acera.
Eché también a correr, esquivé con agilidad un camión que se me venía encima y llegué a la acera opuesta, alejándome del sospechoso automóvil negro. ¡Y a tiempo! El sargento dio unos pasos por la calle, levantó el brazo y gritó:
—¡Eh! ¡Deténganse!
Pero yo ya había doblado hacia una callejuela: una grieta obscura entre edificios sin escaparates ni letreros. El gordo, con una agilidad sorprendente, me alcanzó y, al tomarme por el brazo, gritó:
—¡Mire lo que están haciendo!
Miré hacia atrás: los policías en fila india llegaban corriendo al callejón. Al frente corría el sargento jetudo, resoplando y abriendo la funda de la pistola. Cuando se dio cuenta de que yo le miraba, me gritó:
—¡Alto ahí o disparo!
Lo que yo menos deseaba era conocer el sistema de su pistola, sobre todo ahora cuando había adivinado el origen de la ciudad y de sus habitantes. Pero tuve suerte: oí el silbido de la bala después de esconderme tras la carrocería de un automóvil estacionado. La fila apretada de automóviles nos daba la posibilidad de maniobrar con facilidad. Baker y Mitchell, empujados por el terror y mostrando una agilidad asombrosa, se escondían detrás de los carros, caminaban a gatas y corrían agachados los trechos descubiertos del callejón.
Yo conocía este callejón. En algún lugar cercano debía haber dos casas divididas por una puerta en forma de arco. A través de ésta podríamos llegar a la calle vecina y detener un automóvil o quizás encontrar el nuestro. Nosotros lo abandonamos en la esquina de un callejón como éste. O tal vez podríamos escondernos en el taller de reparación, donde siempre arreglan o sueldan algo. Una semana atrás, cuando María y yo pasábamos por aquí, el taller se encontraba vacío y en la puerta pendía un candado con un letrerito: «Se alquila». Al virar en dirección a la puerta en forma de arco, recordé el taller. Los policías se habían estancado a cierta distancia detrás de nosotros.
—¡Síganme! —les grité a mis acompañantes y empujé la puerta del taller.
El candado y el letrerito seguían colgados en ella. Mi empujón no pudo abrirla. Luego el golpe que le di con mi hombro la estremeció haciéndola crujir, pero se mantuvo firme. Entonces Mitchell se lanzó contra ella con todo el cuerpo: la puerta se desplomó con estruendo sobre el piso.
Empero, detrás de ella no había nada. La puerta no conducía a ningún lugar. Ante nosotros se encontraba un alféizar oscuro, lleno de una masa densa y negra como el carbón. Al principio creí que ésta era simplemente la oscuridad de un portal carente de luz diurna y traté de avanzar, pero reboté: resultó ser algo elástico como el caucho. Lo podía ver ahora perfectamente: era algo negro y real, perceptible al tocarlo; daba la sensación de algo compacto y tenso, como la llanta de un automóvil inflada o como humo comprimido. Mitchell dio un salto de gato en dirección a la oscuridad, pero rebotó igualmente que una pelota. Este «algo» lo había lanzado hacia atrás. Quizás ni un proyectil de cañón lo habría podido penetrar. Yo llegué a la convicción de que toda la casa era parecida: sin apartamientos, sin gente y llena de la más completa oscuridad con la elasticidad del caucho.
—¿Qué es esto? —preguntó Mitchell asustado. Noté que el temor de la mañana en la carretera había vuelto a su rostro. Pero yo no tenía tiempo para analizar las impresiones, y abandoné tal propósito. Nuestros perseguidores dejaron oír sus voces a corta distancia del lugar en que nos encontrábamos. Probablemente, ellos estaban ya bajo el arco. Entre nosotros y la sustancia densa y negra había un espacio estrecho de no más de un pie, formado por una oscuridad ordinaria, quizás de la misma clase, pero enrarecida hasta la concentración de la niebla o del gas. Esta era la niebla típica de Londres, en la cual no se puede ver a más de una yarda. Sumergí la mano en ella y desapareció como si hubiese sido cortada de un tajo. Me levanté, pegué mi cuerpo a la oscuridad prensada en el alféizar de la puerta y oí el susurro de Baker que preguntaba:
—¿Dónde está usted?
La mano de Mitchell me encontró y, en el acto, él comprendió cómo podíamos salvarnos. Ambos introdujimos al viajante gordo en el alféizar y nos esforzamos en desvanecernos dentro de la oscuridad, haciendo presión hacia adentro para que el traicionero algo no nos rechazara de nuevo. La puerta del taller donde nos habíamos escondido estaba situada detrás de una mampostería de ladrillos. Los policías, que habían penetrado en el callejón, no nos podían ver. Pero hasta un idiota de nacimiento habría comprendido que nosotros no tuvimos tiempo para recorrer el callejón hasta el final y escondernos en la calle adyacente.
—Ellos están por aquí —llegó hasta nosotros la voz del sargento, traída por el viento—. ¡Prueba a todo lo largo de la pared!
Las ráfagas de los automáticos se sucedieron unas tras otras. Las balas no nos tocaban por la protección del saliente de la pared, pero silbaban y rechinaban al chocar contra los ladrillos. Los tres respirábamos pesadamente, transformados en ovillos sudorosos y con los nervios tensos: era una prueba difícil hasta para aquellos que poseyeran nervios de acero. Yo, temiendo que el gordo gritara, embargado por el terror, le puse mi mano en el cuello. «Si chista, le apretaré fuerte». Pero los disparos se alejaron hacia el lado opuesto del callejón. Los policías disparaban contra todas las entradas y nichos. Sin embargo, no se retiraban: poseían el instinto de un sabueso y la convicción canina de que la presa no se les iría. Conociendo a ese tipo de sabuesos, le susurré a Mitchell: