Johnny cogió su fusil (10 page)

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Authors: Dalton Trumbo

BOOK: Johnny cogió su fusil
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Tal vez no había tenido gusanos. Tal vez si hubiese podido despertar la atención de un pequeño puñado de gusanos ahora tendría piernas y brazos. Sólo un puñado de pequeños gusanos blancos. A lo mejor cuando lo recogieron aún tenía brazos y piernas con unas pocas heridas. Pero pudo haber ocurrido también que cuando terminaron de curarle las cosas importantes como los ojos la nariz y los oídos y la boca la gangrena ya se había apoderado de piernas y brazos. Entonces comenzaron a despedazarle. Un dedo por aquí una muñeca por allí oh diablos cortemos a la altura de la cadera. Probablemente ése era el método. Cuando los médicos están cortando partes tienen recursos para detener la sangre a fin de que un hombre no muera. Quizá si hubieran sabido cómo terminaría le hubiesen dejado morir. Pero fue sucediendo gradualmente articulación por articulación y entonces allí estaba vivo y ahora no podían matarle porque sería cometer un asesinato.

Oh Dios pasaban tantas cosas extrañas en esta guerra de los hombres. Todo era posible. Oías hablar de ellas todo el tiempo. A un tío le volaron la mitad superior del estómago entonces los médicos le quitaron la piel y con la carne de un muerto hicieron una tapa para el estómago del herido. Podían levantar la tapa como una ventana y observar cómo digería la comida. Había salas enteras repletas de hombres que respiraban por tubos y comían por tubos el resto de sus vidas. Los tubos eran importantes. Muchos muchachos orinarían por tubos mientras vivieran y otros muchos a quienes les habían volado sus partes traseras. Ahora sus intestinos se prolongaban en agujeros en las caderas o en el estómago. Los agujeros estaban cubiertos de vendas porque no tenían esfínteres que los controlaran.

Y eso no era todo. Había un sitio en el sur de Francia donde tenían a los locos. Había tíos que no podían hablar aunque estaban en perfecto estado físico. Sólo se habían asustado y se habían olvidado de hablar. Había hombres saludables que corrían por todas partes a cuatro patas y metían la cabeza en los rincones cuando estaban asustados y se olían entre sí y levantaban la pata como los perros y no hacían más que gemir. Había uno un minero que volvió a Cardiff junto a su mujer y sus tres hijos. Una bengala le había quemado el rostro y cuando su mujer le vio lanzó un aullido cogió un hacha y le cortó la cabeza. Luego mató a los tres niños. Esa misma noche la encontraron en una taberna bebiendo cerveza más fresca que una lechuga. Lo único extraño es que intentaba comerse el vaso de cerveza. ¿Cómo se puede creer o no creer después de todo esto? Cuatro o tal vez cinco millones de hombres muertos y ninguno de ellos deseaba morir mientras que centenares de miles se volvían locos o se quedaban ciegos o paralíticos y no podían morir aunque lo desearan.

Pero no había muchos como él. No había muchos tíos a quienes los médicos pudiesen señalar y decir he aquí la última palabra he aquí nuestro triunfo he aquí lo más importante que hemos hecho entre las muchas cosas que hemos llevado a cabo. He aquí un hombre sin piernas ni brazos ni oídos ni ojos ni nariz ni boca que sin embargo respira come y está tan vivo como usted o como yo. La guerra había sido una cosa estupenda para los médicos y él un tío con suerte que había aprovechado todo lo que ellos habían aprendido. Pero había una cosa que no pudieron hacer. Podían devolver un tío al vientre de su madre pero no podían volver a sacarle. Estaría allí para siempre. Todo lo que le habían cercenado había desaparecido para siempre. Eso era lo que debía recordar. En eso debía intentar creer. Cuando eso penetrara dentro de sí entonces podía calmarse y pensar.

Era como leer en el periódico que alguien ha ganado la lotería y pensar ahí tienes un tío que ganó un millón de golpe. No podías creer del todo que un hombre pudiese ganar con tantos factores en contra. Sin embargo sabías que era cierto. Sin duda nunca esperas ganar cuando compras el billete. Ahora ocurría lo contrario. Había perdido un millón contra uno. Pero si leía en un periódico lo que le había sucedido no terminaría de creerlo aunque supiese que era cierto. Y jamás podría pensar que le sucedería a él. Nadie imaginaba algo así. Un millón contra uno diez millones contra uno siempre había el uno. Y ése era él. Era el tío que perdió.

Ahora empezaba a tranquilizarse. Su pensamiento se hacía más preciso se articulaba mejor. Podía quedarse quieto entre las sábanas y reconstruir las cosas. Podía imaginar además de sus grandes desgracias las más pequeñas. En un punto próximo a la base de su garganta había una costra que se adhería a algo. Al mover la cabeza ligeramente hacia la derecha y después hacia la izquierda podía sentir el tirón de la costra. También podía sentir un pequeño bulto en la frente como si le hubiesen atado un cordel entre las órbitas de los ojos y el nacimiento del pelo. Ese cordel le intrigaba porque tironeaba cuando él movía la cabeza para sentir la costra cerca de su cuello. En el hueco que estaba en medio de su cara no podía sentir nada así que eso constituía un pequeño problema. Se pasó un rato desplazándose hacia la izquierda y la derecha sintiendo al mismo tiempo el tirón de la costra. Súbitamente comprendió.

Le habían puesto una máscara sobre el rostro que estaba anudada a la altura de su frente. La máscara sin duda era una especie de tela blanda y la parte inferior se había adherido a la mucosidad de la herida de la cara. Eso lo explicaba todo. Se trataba sencillamente de un trozo de tela firmemente atado que llegaba hasta su garganta para que la enfermera en sus idas y venidas no vomitara al contemplar al paciente. Una medida muy considerada.

Ahora que comprendía el propósito y la mecánica de la máscara la costra de mera curiosidad se convirtió en una irritación. Cuando era niño nunca permitió que una costra terminara de curarse. Se la arrancaba siempre. Ahora intentaba rasgarla moviendo la cabeza y tensando la máscara. Pero no podía desalojar la máscara ni comenzar a desgarrar la costra. La tarea se convirtió en una especie de manía. El sitio donde la tela se adhería a la costra no le dolía. No era eso. Sino más bien una situación fastidiosa un desafío o una demostración de fuerza. Si pudiese arrancarse la máscara no se sentiría totalmente indefenso.

Intentó extender el cuello para poder arrancar la tela que se adhería a su piel. Pero no podía extenderlo suficientemente. Se descubrió concentrando toda su fuerza y su voluntad en ese minúsculo punto de irritación. Comprendió que pese a sus esfuerzos no lograría arrancársela. Todos los músculos de su cuerpo y toda su fuerza de voluntad ni siquiera conseguían mover algo tan insignificante como un trozo de tela pegado a su piel. Eso era peor que estar en el útero. Los niños a veces pateaban. Otras veces daban vueltas en la penumbra húmeda y apacible de sus silenciosos ámbitos. Pero él no tenía piernas para patear ni brazos para agitar y no podía dar vueltas porque no tenía un solo fragmento en el cuerpo que le sirviera de palanca para empezar a girar. Trató de desplazar su peso de un lado a otro pero los músculos que tenía en lo que quedaba de sus muslos no se flexionaban convenientemente y tampoco sus hombros tan escrupulosamente mutilados respondían a sus propósitos.

Abandonó la costra y la máscara y comenzó a tramar la forma de dar la vuelta. Sólo podía producir un leve ademán de balanceo. Pero nada más. Tal vez con práctica podría aumentar la fuerza de su espalda sus muslos y sus hombros. Quizá dentro de uno cinco o veinte años lograría adquirir fuerza suficiente para que la órbita de su balanceo fuese cada vez más amplia. Entonces tal vez un día de pronto se daría la vuelta. Si lo lograba podría matarse porque si los tubos que alimentaban sus pulmones y su estómago eran de metal se clavarían en algún órgano vital con el solo peso de su cuerpo. O de lo contrario si eran blandos como goma su peso podría aplastarlos y se asfixiaría.

Pero todo lo que pudo lograr mediante sus más violentos esfuerzos fue un ligero balanceo que le bañó en transpiración y le hundió en un doloroso mareo. Tenía veinte años y no podía reunir fuerzas suficientes para darse la vuelta en la cama. Nunca había estado enfermo. Siempre había sido fuerte. Podía levantar una caja con sesenta hogazas de pan de libra y media cada una. Y echarla sin más sobre sus hombros para colocarla sobre un cubo de siete pies. Era capaz de hacerlo no una vez sino centenares de veces cada noche hasta que sus hombros y sus bíceps adquirieron la fortaleza de un hierro. Y ahora al igual que un niño que se mece para dormir apenas podía flexionar los muslos y producir un leve balanceo.

De pronto sintió un gran cansancio. Tendido sin hacer el menor movimiento pensó en esa otra herida más pequeña que había comenzado a advertir. Era un hueco en el costado. Sólo un pequeño hueco que sin duda se negaba a cicatrizar. Sus piernas y sus brazos habían cicatrizado y eso llevaba mucho tiempo. Pero mientras transcurría todo ese tiempo de curación todas esas semanas o meses en los que las cosas aparecían o se desvanecían en la nada ese hueco en su costado había permanecido abierto. Lo había ido advirtiendo poco a poco durante mucho tiempo y ahora lo sentía claramente. Era un parche de humedad dentro de una venda de la que descendía un pequeño hilo aceitoso que resbalaba por su flanco izquierdo.

Recordó la vez que había visitado a Jim Tift en el hospital militar de Lille. Jim estaba en una sala donde había muchos tíos con agujeros aquí y allí que no terminaban de cicatrizar. Algunos yacían allí meses y meses drenando y hediendo. El olor de la sala era como el de un cadáver con el que tropiezas durante una patrulla como el olor de un cadáver muy rancio que se disgrega apenas lo tocas con la punta de la bota y despide como una nube de gas con hedor a carne muerta.

Quizás había tenido la suerte de que le volaran la nariz. Hubiese sido bastante desagradable estar acostado y oler el perfume de tu propio cuerpo mientras se va pudriendo. Tal vez después de todo era un tío afortunado porque con ese olor constante en la nariz no es posible tener apetito. Aunque de todos modos eso no le preocupaba. Comía regularmente. Podía sentir cómo le deslizaban comida en el estómago y sabía que comía perfectamente. El sabor no importaba.

Ahora las cosas se volvían cada vez más borrosas. Supo que volvía a desvanecerse. Se escabullía. Parecía como si la oscuridad de sus ojos se convirtiera en algo púrpura en algo como el azul crepúsculo. Descansaba. Sencillamente estaba acostado después de haber pensado y trabajado mucho y se decía deja que se descomponga porque de todos modos no puedes olerlo. Cuando a uno le queda tan poco ¿por qué preocuparse de una parte más que está muriendo? Tú no tienes más que quedarte quieto. La penumbra adquiere otra tonalidad de penumbra. Crepúsculo sin estrellas y noche sin estrellas. Como en casa por las noches con grillos y ranas y una vaca mugiendo en alguna parte y un perro ladrando a lo lejos y el alboroto de los niños que juegan. Bellos sonidos maravillosos y oscuridad y paz y sueño. Sólo que sin estrellas.

La rata se arrastraba sobre su cuerpo sigilosamente. Con sus pequeñas garras afiladas trepaba por su pierna izquierda. Era una gran rata parda como las que solían perseguir con palos. Se arrastraba husmeando y oliendo y desgarrando el vendaje del costado. Sentía sus bigotes que le cosquilleaban los bordes de su herida abierta. Sentía sus largos bigotes que rastreaban en el pus del agujero. Y no podía hacer nada.

Recordaba el rostro de un oficial prusiano que encontraron un día. Acababan de asaltar las trincheras exteriores de la posición alemana. Era una trinchera que había sido abandonada una o dos semanas antes. Toda la compañía como un enjambre se había lanzado sobre ella. Allí se encontraron con el oficial prusiano. Era un capitán. Estaba tendido con una pierna extendida en el aire. La pierna estaba tan hinchada que el pantalón parecía estar a punto de reventar. Su rostro también estaba hinchado. Sus bigotes todavía estaban lustrosos. Una rata gorda y satisfecha sentada en su cuello le roía el rostro. Al saltar dentro de la trinchera captaron todo el cuadro. La entrada a un refugio al que se dirigía el prusiano cuando fue abatido. El prusiano con la pierna en el aire. La rata masticando.

Alguien lanzó un alarido y entonces todos comenzaron a aullar como locos. La rata se irguió y les miró. Después echó a andar hacia la entrada del refugio. Pero lo hizo lentamente. Toda la compañía se lanzó sobre ella aullando y rugiendo. Alguien le arrojó un casco que golpeó a la rata en los cuartos traseros. La rata chilló y se volvió para pegar una dentellada al casco. Después se arrastró hacia el refugio mientras ellos la perseguían. Allí a la luz de la penumbra la cogieron y la aplastaron hasta convertirla en una jalea roja. Después, por un instante, todos se quedaron inmóviles. Como si sintieran que se habían comportado como estúpidos. Abandonaron el refugio y prosiguieron la guerra.

Después pensó en ello. No importaba si la rata roía a un camarada o a un maldito alemán. Era todo lo mismo. Tu verdadero enemigo era la rata y cuando la veías gorda y bien alimentada masticando algo que podías ser tú entonces te volvías loco.

Ahora la rata se lo estaba comiendo a él. Podía sentir sus pequeños dientes afilados que mordían al borde de la herida y luego los rápidos y leves movimientos del cuerpo de la rata a medida que movía las fauces. Después hundiría las patas y arrancaría un trozo más de carne y eso le dolería y luego volvería a masticar.

Se preguntó dónde estaría la enfermera. Ese era un hospital infernal donde permitían que las ratas entrasen en las salas y masticaran a los enfermos mientras trataban de dormir. Se revolvió y sacudió pero la rata siguió inamovible. No podía hacer nada para asustarla. No podía golpear ni patear y no podía gritar ni silbar para ahuyentarla. Lo único que podía hacer era intentar ese ligero movimiento oscilatorio. Pero evidentemente eso le agradó a la rata porque se quedó donde estaba. Ahora la rata comía con mucho cuidado seleccionando las mejores partes y luego descansaba sobre su estómago con sus pequeñas mandíbulas que masticaban masticaban y masticaban.

Empezó a darse cuenta de que el proceso de masticación de la rata no era una cosa que duraría sólo diez o quince minutos. Las ratas son animales astutos. Conocían su entorno. Esta no se limitaría a irse para no volver. Volvería día tras día noche tras noche para alimentarse con su cadáver hasta enloquecerle. Se vio corriendo por los pasillos del hospital. Se vio abordando una enfermera y cogiéndola por la garganta colocándole la cabeza abajo sobre el agujero de su costado en donde seguía aferrada la rata, y gritándole puta holgazana ¿por qué no te ocupas de ahuyentar a las ratas de tus pacientes? Corría aullando a través de la noche. Corría a través de una serie de noches corría por una eternidad de noches gritando por el amor de Dios quítenme esa rata de encima ¿no la veis? Corría a través de toda una vida de noches y aullaba y trataba de quitarse la rata de encima y sentía que la rata hundía sus dientes cada vez más profundamente.

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