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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Juego de Tronos (100 page)

BOOK: Juego de Tronos
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—También se puede entrenar a las palomas para que lleven mensajes —siguió el maestre—. Pero el cuervo es más fuerte, más grande, más atrevido, mucho más listo; está más capacitado para defenderse de los halcones... Por desgracia, los cuervos son negros, y comen carroña, así que hay hombres temerosos de los dioses que los aborrecen. Baelor
el Santo
intentó sustituir todos los cuervos por palomas, ¿a que no lo sabías? —El maestre sonrió y clavó en Jon sus ojos blancos—. La Guardia de la Noche prefiere a los cuervos.

—Dywen dice que los salvajes nos llaman cuervos —dijo Jon, inseguro. Tenía la mano metida en el cubo; la sangre le llegaba a la muñeca.

—El cuervo es el pariente pobre del grajo. Ambos son mendigos negros, odiados e incomprendidos.

Jon no entendía de qué estaban hablando, ni por qué. ¿Qué le importaban a él los cuervos y las palomas? Si el anciano quería decirle algo, ¿por qué no lo hacía de una vez?

—Jon, ¿te has preguntado alguna vez por qué los hombres de la Guardia de la Noche no toman esposa, ni engendran hijos? —inquirió el maestre Aemon.

—No —contestó el muchacho encogiéndose de hombros.

Echó más carne a los pájaros. Tenía los dedos de la mano izquierda pegajosos de sangre, y la derecha le dolía por el peso del cubo.

—Para que no amen —respondió el anciano—. Porque el amor es veneno para el honor; es la muerte para el deber.

A Jon no le parecía bien, pero no dijo nada. El maestre tenía cien años y era un oficial superior de la Guardia de la Noche; no le correspondía a él llevarle la contraria. Pero el anciano pareció percibir sus dudas.

—Dime una cosa, Jon: si llegara un día en que tu padre tuviera que elegir entre su honor y sus seres amados, ¿qué haría?

Jon titubeó. Le habría gustado decir que Lord Eddard jamás se deshonraría, ni siquiera por amor, pero una vocecita dentro de él le susurraba: «Engendró un bastardo, ¿eso es honorable? Y tu madre, ¿qué pasa con su deber para con ella? Ni siquiera menciona su nombre».

—Haría lo correcto —dijo... muy alto, como para compensar la vacilación—. Pasara lo que pasara.

—Entonces Lord Eddard es un hombre entre diez mil. La mayoría no somos tan fuertes. ¿Qué es el honor, comparado con el amor de una mujer? ¿Qué es el deber, comparado con el calor de un hijo recién nacido entre los brazos, o el recuerdo de la sonrisa de un hermano? Aire y palabras. Aire y palabras. Sólo somos humanos, y los dioses nos hicieron para el amor. Es nuestra mayor gloria, y nuestra peor tragedia.

»Los hombres que crearon la Guardia de la Noche sabían que su valor era lo único que se interponía entre el reino y la oscuridad del norte. Sabían que no debían tener lealtades repartidas que minaran su resolución. De manera que juraron no tener esposas ni hijos.

»Pero sí tenían hermanos y hermanas. Madres que los dieron a luz, padres que les pusieron sus nombres. Procedían de un centenar de reinos enfrentados, y sabían que los tiempos cambian, pero los hombres no. Así que juraron también que la Guardia de la Noche no tomaría parte en las disputas entre los reinos que defendía.

»Mantuvieron su promesa. Cuando Aegon asesinó a Harren
el Negro
, el hermano de Harren era Lord Comandante en el Muro; tenía a su disposición diez mil espadas. Pero no se puso en marcha. En los tiempos en que los Siete Reinos eran siete reinos, no pasaba ni una generación sin que tres o cuatro de ellos se declarasen la guerra. La Guardia nunca tomó parte. Cuando los ándalos cruzaron el mar Angosto y barrieron los reinos de los primeros hombres, los hijos de los reyes caídos se mantuvieron fieles a sus votos y permanecieron en sus puestos. Así ha sido siempre, desde mucho antes de lo que puedas imaginar. Es el precio del honor.

»Si no tiene nada que temer, un cobarde no se distingue en nada de un valiente. Y todos cumplimos con nuestro deber cuando no nos cuesta nada. En esos momentos, seguir el sendero del honor nos parece muy sencillo. Pero en la vida de todo hombre, tarde o temprano, llega un día en que no es sencillo, en que hay que elegir.

Algunos de los cuervos seguían comiendo y de los picos les colgaban trocitos de carne ensangrentada. El resto parecían observarlo. Jon casi sentía el peso de tantos ojillos negros.

—Y mi día ha llegado... ¿es eso lo que me queréis decir?

El maestre Aemon giró la cabeza, y lo miró con sus ojos blancos, muertos. Fue como si le viera directamente el corazón. Jon se sintió desnudo, vulnerable. Cogió el cubo con ambas manos y tiró el resto de la carne entre los barrotes. Los trozos de carne y la sangre espantaron a los cuervos. Alzaron el vuelo entre graznidos. Los más rápidos atraparon en el aire algunos pedazos y los engulleron a toda prisa. Jon soltó el cubo vacío en el suelo.

—Duele, hijo —dijo el anciano con voz amable poniéndole en el hombro una mano arrugada y llena de manchas—. Oh, sí. Elegir... siempre ha dolido. Y siempre dolerá. Yo lo entiendo.

—No, no lo entendéis —replicó Jon con amargura—. Aunque yo sea un bastardo, se trata de mi padre...

—¿No has oído nada de lo que te he dicho, Jon? ¿Crees que eres el primero? —El maestre Aemon dejó escapar un suspiro y sacudió la cabeza con un gesto de cansancio infinito—. Los dioses creyeron oportuno poner a prueba mis votos tres veces. La primera, cuando era un muchacho; la segunda, en la flor de la vida, y la tercera, cuando ya era un anciano. Para entonces ya no tenía fuerzas, y mi vista era escasa, pero la última elección fue tan cruel como la primera. Mis cuervos me traían noticias del sur, palabras más negras que sus alas, la ruina de mi Casa, la muerte de los de mi sangre, la deshonra, la desolación... ¿Qué podría haber hecho yo, viejo, ciego y frágil? Estaba impotente como un bebé de pecho, pero sufrí al seguir aquí mientras ellos asesinaban al pobre nieto de mi hermano, y a su hijo, incluso a los bebés...

—¿Quién sois? —preguntó en voz baja, casi con miedo.

Jon se quedó boquiabierto al ver el brillo de las lágrimas en los ojos del anciano.

—Un simple maestre de la Ciudadela, al servicio del Castillo Negro y de la Guardia de la Noche. —Una sonrisa desdentada tembló en los viejos labios—. Los de mi orden dejamos a un lado los nombres de nuestras casas al hacer los juramentos y ponernos el collar. —El anciano se acarició la cadena de maestre que llevaba en torno al flaco cuello—. Mi padre fue Maekar, el Primero de su Nombre, y tras él reinó mi hermano Aegon. Mi abuelo me puso el nombre en honor al príncipe Aemon, el Caballero Dragón, que fue su tío, o su padre, depende de a qué leyenda prefieras dar crédito. Aemon, me llamó...

—¿Aemon... Targaryen? —Jon apenas si daba crédito a lo que oía.

—Así me llamaba —dijo el anciano—. En el pasado. Así que ya lo ves, Jon: sí que lo entiendo. Pero, aunque lo entiendo, no te voy a decir que te quedes, ni que te vayas. Deberás decidirlo tú mismo, y vivir el resto de tus días con esa decisión. Como he hecho yo. —Su voz se convirtió en un susurro—. Como he hecho yo.

DAENERYS (7)

Tras la batalla, Dany cabalgó a lomos de plata por los campos cubiertos de cadáveres. Tras ella iban sus doncellas y los hombres de su
khas
, sonriendo y bromeando entre ellos.

Los cascos de los caballos dothrakis habían desgarrado la tierra y pisoteado el centeno y las lentejas, mientras que los
arakhs
y las flechas habían sembrado una cosecha nueva y terrible, y la habían regado con sangre. Los caballos moribundos alzaron las cabezas y relincharon a su paso. Los hombres heridos gemían y rezaban. Los
jaqqa rhan
se movían entre ellos: eran los hombres misericordiosos, con pesadas hachas, que cortaban las cabezas a muertos y moribundos por igual. Tras ellos iba una bandada de niñitas, que arrancaban las flechas de los cadáveres y las ponían en sus cestas. Y, por último, iba la manada de perros salvajes, flacos y hambrientos, que seguía siempre de cerca al
khalasar
.

Las ovejas eran las que llevaban más tiempo muertas. Eran miles, estaban acribilladas a flechazos y se veían negras por las moscas que las cubrían. Dany sabía que aquello era obra de los jinetes de Khal Ogo. Ningún hombre del
khalasar
de Drogo era tan estúpido para malgastar las flechas con ovejas, pudiendo emplearlas contra los pastores.

La ciudad estaba en llamas; las columnas de humo negro se alzaban hacia un cielo azul inmaculado. Bajo los muros destrozados de barro seco, los jinetes galopaban de un lado a otro, haciendo restallar látigos largos mientras sacaban a los supervivientes de entre las ruinas humeantes. Pese a la derrota y a las ligaduras, las mujeres y niños del
khalasar
de Ogo caminaban con orgullo hosco; se habían convertido en esclavos, pero no parecían tener miedo. En cambio los habitantes de la ciudad eran diferentes. Dany los compadecía, recordaba bien cómo era sentir terror. Las mujeres caminaban a trompicones, con rostros vacíos e inexpresivos, llevando de la mano a sus hijos sollozantes. Sólo había unos pocos hombres: tullidos, cobardes y ancianos.

Ser Jorah le dijo que los habitantes de aquel país decían que eran Ihazareen, pero los dothrakis los llamaban
haesh rakhi
, los hombres cordero. En el pasado, Dany los habría tomado por dothrakis: tenían la misma piel cobriza e idénticos ojos almendrados. Pero a aquellas alturas le parecían muy diferentes; eran bajos, de rostros planos, con el pelo negro muy corto. Pastoreaban ovejas y comían verduras, y Khal Drogo decía que su lugar estaba al sur del meandro del río. La hierba del mar dothraki no era para las ovejas.

Dany vio que un niño trataba de huir en dirección al río. Un jinete le cortó el paso, y otros lo rodearon, haciendo restallar los látigos ante su rostro, obligándolo a correr de un lado a otro. Uno galopó tras él y le azotó las nalgas hasta que tuvo los muslos cubiertos de sangre. Por fin, cuando el niño ya no era capaz más que de arrastrarse, se aburrieron del juego y lo mataron de un flechazo.

Ser Jorah se reunió con ella al otro lado de los restos de la entrada. Llevaba un chaleco verde oscuro sobre la cota de mallas. Los guanteletes, las canilleras y el yelmo eran de acero gris oscuro. Los dothrakis se burlaron de él y lo llamaron cobarde al ver su armadura, pero el caballero los insultó a su vez, los temperamentos se ofuscaron, la espada larga chocó contra el
arakh
, y el jinete cuyas burlas habían sido las más sonoras quedó atrás, desangrándose hasta la muerte.

—Vuestro señor esposo os aguarda en la ciudad —dijo Ser Jorah, que mientras cabalgaba hacia Dany, se había levantado el visor del yelmo.

—¿Ha sufrido Drogo algún daño?

—Unos cuantos cortes —replicó Ser Jorah—. Nada grave. Hoy ha matado a dos
khals
. Primero a Khal Ogo, y luego a su hijo Fogo, que pasó a ser
khal
tras la muerte de Ogo. Sus jinetes de sangre les cortaron las campanas del pelo, y ahora los pasos de Khal Drogo suenan con más fuerza que antes.

Ogo y su hijo habían compartido el banco principal con su señor esposo durante del festín del nombre, en la coronación de Viserys. Pero aquello había sido en Vaes Dothrak, bajo la Madre de las Montañas, donde todo jinete era un hermano y las disputas quedaban aplazadas. Afuera, en la hierba, las cosas cambiaban. El
khalasar
de Ogo estaba atacando la ciudad cuando Khal Drogo cayó sobre él. Dany se preguntaba qué habrían pensado los hombres cordero cuando vieron acercarse desde sus muros de barro la polvareda que levantaban los caballos. Quizá algunos, los más jóvenes y estúpidos, los que todavía creían que los dioses responden a las plegarias de los hombres desesperados, pensaran que eran sus salvadores.

Al otro lado del camino, una chica de la edad de Dany sollozó con voz aguda cuando uno de los jinetes la tiró de bruces sobre un montón de cadáveres y la penetró. Otros desmontaron para ocupar su lugar cuando terminara. Aquélla era la salvación que llevaban los dothrakis a los hombres cordero.

«Soy de la sangre del dragón», se recordó Daenerys Targaryen, volviendo la vista. Apretó los labios, endureció el corazón, y cabalgó hacia la puerta.

—Casi todos los jinetes de Ogo consiguieron huir —dijo Ser Jorah—. Aun así, nos quedarán al menos diez mil cautivos.

«Esclavos —pensó Dany. Khal Drogo los llevaría río abajo, a alguna de las ciudades que se alzaban en la Bahía de los Esclavistas. Tenía ganas de llorar, pero se obligó a ser fuerte—. Esto es una guerra, así son las guerras, éste es el precio del Trono de Hierro.»

—Le he dicho al
khal
que debería ir a Meereen —dijo Ser Jorah—. Allí le pagarían mejor que en una caravana de esclavos. Illyrio dice en su carta que el año pasado hubo una epidemia, así que en los burdeles pagan el doble por chicas jóvenes que estén sanas, y el triple por niños de menos de diez años. Si suficientes niños sobrevivieran al viaje, tendríamos oro para comprar todos los barcos necesarios y contratar hombres que los tripulen.

Detrás de ellos, la chica a la que estaban violando lanzó un aullido largo, agudo, desgarrador, que no parecía tener fin. Dany agarró las riendas con fuerza, e hizo que plata volviera la cabeza.

—Haced que se detengan —ordenó a Ser Jorah.


¿Khaleesi?
—El caballero se había quedado perplejo.

—Ya me habéis oído —dijo—. Detenedlos. —Se volvió hacia su
khas
y les habló en dothraki—. Jhogo, Quaro, ayudad a Ser Jorah. No quiero violaciones.

Los guerreros se miraron, asombrados. Jorah Mormont acercó su caballo a la yegua de Dany.

—Princesa —dijo—, tenéis un corazón bondadoso, pero no lo comprendéis. Las cosas han sido siempre así. Esos hombres han derramado sangre por el
khal
. Y quieren cobrar su recompensa.

Al otro lado del camino, la chica seguía gritando en una lengua que Dany no comprendía. El primer hombre había terminado, y otro ocupaba su lugar.

—Es una chica cordero —dijo Quaro en dothraki—. No es nada,
khaleesi
. Para ella es un honor que la monten los jinetes. Los hombres cordero yacen con ovejas; lo sabe todo el mundo.

—Lo sabe todo el mundo —repitió su doncella, Irri, como un eco.

—Lo sabe todo el mundo —asintió Jhogo, a lomos del alto semental gris que le había regalado Drogo—. Si sus gritos te ofenden, Jhogo te traerá su lengua,
khaleesi
. —Desenvainó el
arakh
.

—No quiero que le hagáis daño —replicó Dany—. La exijo para mí. Haced lo que os he ordenado, o tendréis que dar explicaciones a Khal Drogo.

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