Juego de Tronos (109 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Juego de Tronos
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Pero los tenderetes de los calderos siempre estaban llenos y, aunque se apresuraba a recoger la comida, Arya notaba los ojos clavados en ella. Algunos le miraban las botas o la capa, y sabía qué estaban pensando. En cambio otros le metían la mirada por debajo de las ropas. No sabía qué pensaban ésos, cosa que le daba todavía más miedo. En un par de ocasiones la persiguieron por los callejones, pero hasta entonces no la habían atrapado.

El brazalete de plata que había pensado vender se lo robaron la primera noche que pasó fuera del castillo, junto con el hato de ropa buena, mientras dormía entre los restos quemados de una casa del callejón del Cerdo. Lo único que le quedaba era la capa con que se tapaba, las prendas de cuero sobre las que se había acostado, la espada de madera... y
Aguja
. Por suerte dormía sobre ella; de lo contrario también la habría perdido. Valía más que el resto de los objetos juntos. Desde entonces Arya había llevado siempre la capa echada sobre el brazo derecho, para ocultar la espada que le colgaba de la cintura. En cambio, la espada de madera la llevaba en la mano izquierda, para que todo el mundo la viera, con la esperanza de desanimar a los ladrones. Pero en los tenderetes de los calderos había hombres que no se desanimarían aunque llevara un hacha de guerra. Aquello bastaba para quitarle las ganas de comer paloma y pan duro. A menudo prefería acostarse con hambre antes que arriesgarse a las miradas.

Cuando saliera de la ciudad podría recoger bayas, o robar manzanas y cerezas en los huertos. Recordaba haber visto varios desde el camino Real, cuando llegaron al sur. También podría buscar raíces en el bosque, o incluso cazar algún conejo. En la ciudad, los únicos animales que corrían eran las ratas, los gatos y algunos perros famélicos. Le habían dicho que en los tenderetes de los calderos se pagaba un puñado de monedas de cobre por una camada de cachorros, pero no quería ni pensar en ello.

Al final de la calle de la Harina había un laberinto de callejuelas sinuosas y callejones sin salida. Arya pasó entre la multitud, tratando de alejarse lo máximo posible de los capas doradas. Había descubierto que lo mejor era ir por el centro de la calle. A veces tenía que esquivar caballos o carromatos, pero al menos los veía venir. Si caminaba cerca de los edificios, alguien podía agarrarla. En algunos callejones había que ir rozando los muros, porque los edificios estaban tan próximos que casi se tocaban.

Una pandilla de niñitos escandalosos pasó corriendo junto a ella mientras hacían rodar un aro. Arya los miró con rencor; le recordaban los tiempos en que jugaba al aro con Bran, con Jon y con el pequeño Rickon. Se preguntó cuánto habría crecido ya Rickon, y si Bran estaría muy triste. Habría dado cualquier cosa por tener allí a Jon, oír cómo la llamaba «hermanita» y sentir cómo le revolvía el pelo. Aunque no le hacía ninguna falta que se lo revolvieran. Se había visto reflejada en los charcos, y no creía posible que pudiera haber un cabello más revuelto que el suyo.

Había tratado de hablar con los niños que veía en las calles, con la esperanza de trabar amistad con alguno que le ofreciera un lugar donde dormir, pero seguramente se había expresado mal o algo así. Los pequeños la miraban con cautela, y si se acercaba a ellos echaban a correr. Sus hermanos mayores le hacían preguntas a las que Arya no podía responder, la insultaban, e intentaban robarle lo que tenía. El día anterior, una muchacha flaca y descalza, que la doblaba en edad, la tiró al suelo e intentó quitarle las botas, pero Arya la golpeó en la oreja con la espada de madera, y la otra se alejó ensangrentada y sollozante.

Mientras bajaba por la ladera de la colina hacia el Lecho de Pulgas, una gaviota pasó volando sobre ella. Arya la miró, pensativa, aunque estaba fuera del alcance de su espada. La había hecho pensar en el mar. Quizá aquélla fuera la salida. La Vieja Tata contaba cuentos acerca de muchachos que embarcaban como polizones en galeras mercantes, navegaban y corrían aventuras. A lo mejor, Arya también podía hacerlo. Decidió ir hasta el río. Le quedaba de camino hacia la Puerta del Lodazal, que todavía no había visitado aquel día.

Cuando llegó, los muelles estaban extrañamente silenciosos. Divisó a una pareja de capas doradas que caminaban por el mercado del pescado, pero ellos no la miraron. La mitad de los puestos estaban vacíos, y le pareció que en las dársenas había muchos menos barcos de los que recordaba. Tres galeones de guerra del rey avanzaban en formación por el Aguasnegras; los cascos pintados de color oro hendían las aguas a medida que los remos subían y bajaban. Arya los observó un rato y echó a andar por la ribera.

Cuando vio a los guardias en el tercer malecón, con capas de lana gris ribeteadas de seda blanca, casi se le paró el corazón. Los colores de Invernalia le llenaron los ojos de lágrimas. Estaban cerca de una pequeña galera mercante trirreme, amarrada junto a la orilla. Arya no supo leer el nombre; estaba escrito en un idioma extraño, myriense, bravoosi, tal vez alto valyrio. Agarró por la manga a un estibador que pasó junto a ella.

—Por favor —dijo—, ¿qué barco es ése?

—Es el
Bruja del Viento
, de Myr —le respondió el hombre.

—¡Sigue aquí! —exclamó Arya.

El estibador le lanzó una mirada desconcertada, se encogió de hombros y siguió su camino. Arya corrió hacia el malecón. El
Bruja del Viento
era el barco que había apalabrado su padre para llevarla a casa... ¡y aún estaba allí! Creía que habría zarpado hacía ya muchos días.

Dos de los guardias jugaban a los dados, mientras el tercero hacía una ronda con la mano sobre el pomo de la espada. No quería que la vieran llorar como a una niñita, así que se detuvo para frotarse los ojos. Los ojos los ojos los ojos... ¿por qué?

«Mira con los ojos», oyó susurrar a Syrio.

Arya miró. Conocía a todos los hombres de su padre. Los tres de las capas grises eran desconocidos.

—Eh, tú —dijo el que hacía la ronda—. ¿Qué buscas aquí, chico?

Los otros dos alzaron la vista.

Arya hizo un esfuerzo supremo por controlarse para no salir corriendo; sabía que si lo hacía, la perseguirían. Se obligó a acercarse. Esperaban a una chica, pero la habían tomado por un chico. Pues entonces, sería un chico.

—¿Queréis comprar una paloma? —Le mostró el pájaro muerto.

—Largo de aquí —replicó el guardia.

Arya obedeció. No tuvo que fingir miedo; lo sentía de verdad. A su espalda, los hombres volvieron a concentrarse en los dados.

Nunca supo cómo había conseguido regresar al Lecho de Pulgas, pero cuando llegó a las callejuelas retorcidas y sin pavimentar que discurrían entre las colinas, estaba jadeante y sudorosa. El Lecho tenía un olor propio: apestaba a pocilgas, establos y curtidurías, y también a pellejos de vino agrio y a burdeles baratos. Arya recorrió el laberinto como en sueños. Hasta que no le llegó el olor del guiso que se cocía en un tenderete, no se dio cuenta de que ya no tenía la paloma. Se le debía de haber caído del cinturón al correr, o tal vez se la habían robado sin que se diera cuenta. Sintió ganas de llorar de nuevo. Tendría que volver a la calle de la Harina, y no sabía si podría cazar otra tan gorda.

A lo lejos, al otro lado de la ciudad, las campanas empezaron a sonar.

Arya alzó la vista y escuchó, ¿qué significaría aquel nuevo repique?

—¿Qué pasa ahora? —preguntó un hombre gordo, desde uno de los tenderetes de los calderos.

—Los dioses se apiaden de nosotros; otra vez las campanas —aulló una vieja.

—¿Se ha muerto el niño rey? —gritó una prostituta pelirroja, envuelta en finas sedas, asomándose a la calle por la ventana de un segundo piso—. Es lo que tienen los niños, no duran nada. —Se echó a reír, y un hombre desnudo la agarró desde atrás, le mordió el cuello y le sobó los grandes pechos blancos, que se veían por debajo de la escasa ropa.

—Puta imbécil —replicó también a gritos el hombre gordo—. El Rey no ha muerto; son campanas de llamada. Sólo las de una torre. Cuando muere el rey suenan todas las de la ciudad.

—Oye, deja de morderme o te voy a hacer sonar yo a ti las campanas —le dijo la mujer de la ventana al hombre que estaba detrás de ella, al tiempo que lo apartaba de un codazo—. Entonces, ¿quién se ha muerto?

—Es una llamada —repitió el gordo.

Dos chicos de la edad de Arya pasaron junto a ella, pisoteando un charco. Una anciana los maldijo, pero ellos siguieron corriendo. No eran los únicos, todo el mundo se dirigía colina arriba para ver a qué venía tanto jaleo. Arya corrió tras el chico que iba más despacio.

—¿Qué pasa?

—Los capas doradas lo llevan al sept. —El chico se había vuelto para mirarla, sin aminorar el paso.

—¿A quién? —gritó sin parar de correr.

—¡A la Mano! Buu dice que le van a cortar la cabeza.

Un carromato había dejado un surco profundo en la calle. El chico lo salvó de un salto, pero Arya no lo vio. Tropezó y cayó de bruces, se hizo un arañazo profundo en la rodilla contra una piedra y se magulló los dedos al caer en la tierra dura.
Aguja
se le enredó entre las piernas. Contuvo un sollozo mientras se ponía en pie. Tenía el pulgar de la mano izquierda lleno de sangre. Cuando se lo lamió, vio que se había arrancado la mitad de la uña. Las manos le dolían, y también tenía la rodilla ensangrentada.

—¡Abrid paso! —gritó alguien desde la calle transversal—. ¡Abrid paso a mis señores de Redwyne!

Arya apenas tuvo tiempo de apartarse del camino para que no la arrollaran cuatro guardias a lomos de caballos enormes, que pasaron al galope. Llevaban capas a cuadros de colores azul y vino. Tras ellos iban dos jóvenes señores, que parecían idénticos, a lomos de yeguas zainas también iguales. Arya los había visto un centenar de veces en el patio; eran los gemelos Redwyne, Ser Horas y Ser Hobber, dos muchachos poco agraciados, de cabellos rojos y rostros cuadrados llenos de pecas. Sansa y Jeyne Poole los llamaban Ser Horror y Ser Baboso, y siempre que los veían hacían comentarios entre risitas. En aquel momento no tenían nada de graciosos.

Todo el mundo iba en la misma dirección, con prisa por averiguar a qué se debía el tañido de las campanas. Sonaban cada vez más fuerte; a nadie le podía pasar desapercibida su llamada. Arya se unió a la riada de gente. La uña del pulgar le dolía tanto que tenía que aguantarse para no llorar. Iba chupándose el dedo a medida que caminaba, escuchando los comentarios a su alrededor.

—... la Mano del Rey, Lord Stark. Lo llevan al Sept de Baelor.

—Pero ¿no estaba muerto?

—Ya no le falta mucho. Me apuesto un venado de plata a que lo decapitan.

—Eso espero, el muy traidor. —El hombre escupió al suelo.

—Él jamás... —empezó Arya, intentando hacerse oír.

Pero eran adultos, y ella, sólo una chiquilla.

—¡No seas idiota! No le van a cortar la cabeza. ¿Desde cuándo llevan a los traidores a las escaleras del Gran Sept?

—Pues desde luego no lo van a ungir caballero. Me han dicho que fue Stark el que mató al viejo rey Robert. Le cortó el gaznate en el bosque, y cuando lo encontraron estaba tan tranquilo, diciendo que había sido un jabalí.

—No es verdad, el que lo mató fue su hermano, el tal Renly, el del casco con astas de oro.

—Cierra esa boca mentirosa, mujer, no sabes lo que dices; el hermano del difunto rey era un buen hombre.

Antes de llegar a la calle de las Hermanas, la multitud era ya tan densa que no se podía caminar sin tropezar con alguien. Arya se dejó llevar por la corriente humana en la subida hasta la cima de la colina de Visenya. La plaza de mármol blanco estaba abarrotada de personas que hablaban a gritos y daban empujones para acercarse más al Gran Sept de Baelor. El tañido de las campanas, allí, era ensordecedor.

Arya se coló entre la multitud, se agachó para pasar entre las patas de los caballos, siempre con la espada de madera en la mano. Desde el centro de la muchedumbre sólo podía ver brazos, piernas y barrigas, así como las siete esbeltas torres del sept, que se alzaban hacia el cielo. Divisó un carromato de madera, y se le ocurrió que podría subirse encima para ver algo, pero a otros se les había ocurrido la misma idea y el cochero los echó a todos a latigazos, entre maldiciones.

Arya estaba cada vez más nerviosa. Mientras se abría paso hacia la parte delantera, la empujaron contra un pedestal de piedra. Al alzar los ojos vio a Baelor
el Santo
, el rey septon. Se colgó la espada del cinturón y empezó a trepar. La uña herida dejó marcas de sangre sobre el mármol pintado, pero siguió subiendo, y por fin pudo situarse entre los pies del rey.

Y, entonces, vio a su padre.

Lord Eddard estaba en el púlpito del Septon Supremo, fuera de las puertas del sept, apoyado entre dos capas doradas. Vestía un fastuoso jubón de terciopelo gris, con un lobo blanco bordado con cuentas en la pechera, y una capa de lana gris ribeteada de piel, pero Arya jamás lo había visto tan flaco, y tenía el rostro marcado por el dolor. Más que mantenerse en pie, lo sujetaban, y la escayola de la pierna rota parecía sucia y podrida.

A su lado estaba el Septon Supremo en persona, un hombrecillo achaparrado, canoso, grueso, vestido con túnica blanca y una corona enorme de oro y cristales que le rodeaba la cabeza con un halo de todos los colores del arco iris cada vez que se movía.

En torno a las puertas del sept y frente al púlpito de mármol había una multitud compuesta por caballeros y grandes señores. Entre ellos destacaba Joffrey, vestido íntegramente de escarlata, con ropas de seda y satén estampadas con dibujos de venados rampantes y leones rugientes. Llevaba en la cabeza una corona de oro. La reina madre estaba a su lado; vestía una túnica negra de luto con adornos color escarlata, y se cubría el cabello con un velo de diamantes negros. Arya reconoció al Perro, que llevaba sobre la armadura gris una capa nívea. Junto a él había cuatro hombres de la Guardia Real. Varys, el eunuco, paseaba entre los caballeros en zapatillas, vestido con una túnica de damasco estampada, y a Arya le pareció que el hombre al que distinguía bajo la capa plateada y la barbita puntiaguda podía ser el que en cierta ocasión se había batido en duelo por su madre.

Y entre ellos estaba Sansa, vestida con ropas de seda color azul claro, la larga cabellera castaña bien lavada y rizada, y brazaletes de plata en las muñecas. Arya frunció el ceño; ¿qué hacía allí su hermana? ¿Y por qué parecía tan contenta?

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