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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Juego de Tronos (111 page)

BOOK: Juego de Tronos
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—No parecían muy alegres —dijo al ver la larga hilera de Starks de granito, en sus tronos de piedra.

—Fueron los Reyes del Invierno —susurró Bran. No sabía por qué, pero no le parecía bien hablar demasiado alto en aquel lugar.

—El invierno no tiene rey —replicó Osha con una sonrisa—. Si hubierais vivido un invierno lo sabríais, niño del verano.

—Durante miles de años fueron los Reyes en el Norte —dijo el maestre Luwin, alzando la antorcha para iluminar los rostros pétreos. Algunos eran de hombres barbudos, desgreñados, salvajes como los lobos tendidos a sus pies. Otros estaban afeitados; tenían rasgos finos y afilados como las espadas largas de hierro que sostenían sobre las rodillas—. Hombres duros para tiempos duros. Vamos.

Echó a andar con paso vivo, pasando junto a la hilera interminable de pilares de piedra y figuras talladas. Su antorcha alzada parecía dejar un rastro de fuego en el aire.

La cripta era cavernosa, más larga que la propia Invernalia, y Jon le había contado en cierta ocasión que por debajo había más niveles, otras bóvedas aún más profundas y oscuras, en las que estaban enterrados los reyes más antiguos. La luz era imprescindible.
Verano
se negó a moverse de los escalones; ni siquiera hizo ademán de seguirlos cuando Osha fue en pos de la antorcha, con Bran en sus brazos.

—¿Recuerdas nuestra historia, Bran? —le preguntó el maestre mientras caminaban—. Cuéntale a Osha quiénes son, y qué hicieron.

Contempló los rostros junto a los que iban pasando, y recordó las antiguas leyendas. El maestre le había contado las historias, y la Vieja Tata había hecho que cobraran vida.

—Ése de ahí es Jon Stark. Cuando los asaltantes del mar desembarcaron en el este, él los expulsó y construyó el castillo de Puerto Blanco. Su hijo fue Rickard Stark, no el padre de mi padre, sino otro Rickard; éste le arrebató el Cuello al Rey del Pantano y se casó con su hija. Aquél tan delgado, el del pelo largo y la barbita, es Theon Stark. Lo llamaban «Lobo Hambriento», porque siempre estaba haciendo la guerra. Ése es un Brandon: aquél, el alto, el de los ojos soñadores. Brandon
el Armador
, porque le gustaba mucho el mar. Su tumba está vacía. Quiso navegar hacia el oeste por el mar del Ocaso, y nadie volvió a verlo jamás. Su hijo fue Brandon
el Incendiario
, porque de puro dolor prendió fuego a todos los barcos de su padre. Ahí está Rodrik Stark, que ganó la Isla del Oso en una competición de lucha, y la entregó a los Mormont. Y ése es Torrhen Stark, el Rey que se Arrodilló. Fue el último de los Reyes en el Norte y el primer señor de Invernalia, tras rendirse ante Aegon
el Conquistador
. Ah, y ése es Cregan Stark; en cierta ocasión se enfrentó al príncipe Aemon, y el Caballero Dragón dijo que era la mejor espada que había visto jamás. —Ya casi estaban terminando, y Bran sintió que la tristeza lo invadía—. Ése es mi abuelo, Lord Rickard, que fue decapitado por Aerys, el Rey Loco. Su hija Lyanna y su hijo Brandon están en las tumbas contiguas. No soy yo; es otro Brandon, el hermano de mi padre. No les correspondían estatuas: son sólo para los señores y los reyes, pero mi padre los quería tanto que ordenó que las esculpieran.

—La doncella es muy hermosa —señaló Osha.

—Robert iba a casarse con ella —explicó Bran—, pero el príncipe Rhaegar la secuestró y la violó. Robert fue a la guerra para recuperarla. Mató a Rhaegar con su maza en el Tridente, pero Lyanna murió, así que no la recuperó.

—Es una historia muy triste —dijo Osha—. Pero esos agujeros vacíos son más tristes todavía.

—Es la tumba de Lord Eddard, para cuando llegue su hora —dijo el maestre Luwin—. ¿Ahí es donde estaba tu padre en el sueño, Bran?

—Sí. —El recuerdo lo hizo estremecer. Miró a su alrededor, intranquilo, se le había erizado el vello de la nuca. ¿No había oído un ruido? ¿Había alguien allí abajo?

—Pues ya lo ves: no está aquí. —El maestre Luwin se adelantó hacia el sepulcro abierto, con la antorcha en la mano—. Ni lo estará hasta dentro de muchos años. Los sueños no son más que sueños, pequeño. —Metió el brazo en la oscuridad de la tumba, como si fuera la boca de una bestia inmensa—. ¿Ves? No hay na...

La oscuridad saltó hacia él con un gruñido aterrador.

Bran vio unos ojos que parecían fuego verde, un relámpago de colmillos, un pelaje tan negro como la tumba de la que salía. El maestre Luwin dejó escapar un grito y levantó las manos. La antorcha se le escapó de los dedos y salió volando para estrellarse contra el rostro pétreo de Brandon Stark. Cayó a los pies de la estatua y las llamas lamieron las piernas. A la luz temblorosa, vio que Luwin se debatía con el lobo huargo, golpeándole el hocico con una mano. El otro brazo estaba atrapado entre las mandíbulas del animal.


¡Verano!
—gritó Bran.

Y
Verano
surgió como un rayo de la oscuridad, surcó el aire de un salto tras ellos. Cayó sobre
Peludo
y lo derribó, y los dos lobos huargos rodaron en un torbellino de pelaje negro y gris, lanzándose mordiscos y dentelladas, mientras el maestre Luwin se incorporaba para ponerse de rodillas con dificultad, con el brazo desgarrado y ensangrentado. Osha sentó a Bran contra el lobo de piedra de Lord Rickard y corrió para auxiliar al maestre. La luz titubeante de la antorcha hacía que sombras de lobos de veinte codos de altura pelearan en la pared y en el techo.


Peludo
—llamó una vocecita aguda.

Bran alzó la vista. Su hermano pequeño estaba de pie, en la entrada de la tumba de su padre.
Peludo
lanzó una última dentellada a
Verano
y corrió al lado de Rickon.

—Deja en paz a mi padre —advirtió el pequeño a Luwin—. Déjalo en paz.

—Rickon —intervino Bran con voz amable—. Padre no está aquí.

—Sí que está. Lo he visto yo. —El rostro de Rickon estaba cubierto de lágrimas—. Lo vi anoche.

—¿Soñaste...?

Rickon asintió.

—Que lo dejen en paz. Que lo dejen en paz. Va a volver a casa, como prometió. Ya vuelve a casa.

Bran nunca había visto al maestre Luwin tan inseguro.
Peludo
le había desgarrado la manga y la carne del brazo, y la sangre goteaba.

—Osha, la antorcha —pidió con voz tensa de dolor. La mujer la cogió antes de que se apagara. Las piernas de la estatua de su tío estaban manchadas de hollín—. ¡Esa... esa bestia...! —siguió Luwin—. ¡Ordené que lo encadenaran en las perreras!

—Lo he soltado yo. —Rickon acarició el hocico ensangrentado de
Peludo
, que le lamió los dedos—. No le gustan las cadenas.

—Rickon —dijo Bran—, ¿quieres venir conmigo?

—No. Me gusta estar aquí.

—Pero está oscuro. Y hace frío.

—No tengo miedo. Quiero esperar a Padre.

—Puedes esperar conmigo —insistió Bran—. Lo esperaremos todos juntos: tú, yo y los lobos.

Ambos animales se estaban lamiendo las heridas, y habría que vigilarlos de cerca.

—Sé que la intención es buena, Bran —intervino el maestre con firmeza—, pero
Peludo
es demasiado salvaje para andar suelto. Si lo dejamos libre por el castillo, acabará por matar a alguien. Sé que es duro, pero este lobo tiene que estar encadenado, o... —Luwin titubeó.

«O muerto», pensó Bran.

—No puede estar encadenado —dijo—. Esperaremos todos en tu torre.

—Imposible —replicó el maestre Luwin.

—Si mal no recuerdo, Bran es el señor —dijo Osha con una sonrisa. Tendió la antorcha a Luwin, y volvió a coger a Bran en brazos—. Vamos a la torre del maestre.

—¿Vienes, Rickon?

—Pero que venga también
Peludo
—dijo su hermano después de asentir, echando a andar tras Osha y Bran.

Al maestre Luwin no le quedó más remedio que seguirlos, sin dejar de echar miradas cautelosas en dirección a los lobos.

El torreón del maestre Luwin estaba tan atestado de cosas que Bran se maravillaba de que pudiera encontrar algo en medio de aquel caos. Sobre las mesas y las sillas se amontonaban los libros en precario equilibrio; en los estantes había hileras e hileras de frascos, y no había ni un mueble que no tuviera charcos de cera seca y trozos de velas a medio consumir. El catalejo myriense estaba sobre un trípode, junto a la puerta de la terraza; de las paredes colgaban diagramas con la posición de las estrellas en el cielo; por doquier había mapas, papeles, plumas y tinteros, y todo estaba lleno de excrementos de los cuervos que se posaban sobre las vigas del techo. Sus graznidos estridentes retumbaban en la estancia mientras Osha lavaba, curaba y vendaba las heridas del maestre, siguiendo las instrucciones tensas del propio Luwin.

—Esto es demencial —dijo el hombrecillo canoso mientras ella le untaba las mordeduras del lobo con un ungüento que parecía escocer mucho—. De acuerdo, es curioso que los dos soñarais lo mismo, pero si os paráis a pensarlo, resulta natural. Echáis de menos a vuestro señor padre, y sabéis que está prisionero. El miedo puede enardecer la mente de los hombres, y hacerles concebir ideas extrañas. Rickon es demasiado pequeño para entender...

—Ya tengo cuatro años —dijo Rickon. Estaba mirando por el catalejo, apuntado en dirección a las gárgolas del Primer Torreón. Los lobos huargos estaban sentados, en extremos opuestos de la habitación redonda, concentrados en lamerse las heridas y roer sendos huesos.

—... demasiado pequeño, y... Ay, por los siete infiernos, cómo escuece. No, no pares, ponme más. Iba diciendo que es demasiado pequeño, Bran, pero tú ya tienes edad para comprender que los sueños son sólo sueños.

—Unos sí y otros no. —Osha vertió leche de fuego, de color rojo claro, en un largo corte. Luwin se mordió los labios—. Los niños del bosque sabían mucho acerca de los sueños.

—Los niños... —El maestre tenía el rostro lleno de lágrimas de dolor, pero sacudió la cabeza, testarudo—. Existen ya sólo en los sueños. Ya no queda ninguno. Basta, así basta. Ahora, el vendaje. Primero compresas y luego vendas, y aprieta bien: esto va a sangrar.

—La Vieja Tata dice que los hijos conocían las canciones de los árboles, que podían volar como pájaros, nadar como peces y hablar con los animales —dijo Bran—. Dice que componían una música tan bella que, con sólo oírla, los hombres lloraban como bebés.

—Y todo eso gracias a la magia —dijo el maestre Luwin, distraído—. Ojalá existieran. Un hechizo me curaría el brazo sin que doliera tanto, y le podrían decir a
Peludo
que no mordiera a nadie. —Lanzó una mirada furiosa de reojo en dirección al lobo negro—. Quiero que comprendas esto, Bran: el hombre que confía en los hechizos, se bate en duelo con una espada de cristal. Como les pasó a los hijos. Mira, quiero enseñarte una cosa. —Se levantó, cruzó la estancia, y regresó con un frasco verde en la mano sana—. Echa un vistazo. —Quitó el tapón, y sacó un puñado de puntas de flecha, negras, brillantes. Bran cogió una.

—Son de cristal.

—Es vidriagón —señaló Osha, sentada junto a Luwin con las vendas en la mano, mientras Rickon se acercaba con curiosidad.

—De obsidiana —dijo el maestre Luwin al tiempo que extendía el brazo herido—. Forjada en los fuegos de los dioses, en lo más profundo de la tierra. Los hijos del bosque cazaban con estas armas hace miles de años. No trabajaban el metal. En lugar de cotas de mallas llevaban jubones largos de hojas entrelazadas, y se envolvían las piernas en cortezas de árbol, de manera que parecían fundirse con los bosques. En lugar de espadas llevaban cuchillos de obsidiana.

—Y todavía lo hacen. —Osha colocó compresas suaves sobre las mordeduras del antebrazo del maestre, y las vendó con largas tiras de lino.

Bran examinó de cerca la punta de flecha. El cristal negro era brillante y resbaladizo. Le pareció muy hermosa.

—¿Me puedo quedar con una?

—Como quieras —dijo el maestre.

—Yo también quiero una —dijo Rickon—. Quiero cuatro. Porque tengo cuatro años.

—Ten cuidado —le advirtió Luwin mientras hacía que las contara—, aún están muy afiladas. No te vayas a cortar.

—Háblame de los niños —dijo Bran. Le parecía un tema muy importante.

—¿Qué quieres saber?

—Todo.

—Eran el pueblo de la Era del Amanecer —dijo el maestre Luwin mientras se tironeaba de la cadena del cuello—, los primeros, antes de que existieran reinos y reyes. En aquellos tiempos no había castillos ni aldeas ni ciudades; ni siquiera había un mercado entre este lugar y el mar de Dorne. Y no había hombres. En las tierras que hoy conocemos como los Siete Reinos sólo habitaban los hijos del bosque.

»Eran morenos y hermosos, de pequeña estatura; los adultos no eran más altos que nuestros niños. Vivían en las profundidades del bosque, en cuevas e islas en medio de los lagos, y en ciudades secretas de los árboles. Eran ligeros, rápidos y gráciles. Machos y hembras cazaban juntos, con arcos de arciano y trampas arrojadizas. Sus dioses eran los dioses del bosque, del arroyo, de la piedra: los antiguos dioses cuyos nombres son secretos. A sus sabios los llamaban “verdevidentes”, y tallaban rostros extraños en los arcianos para que vigilaran los bosques. Nadie sabe cuánto tiempo reinaron los hijos, ni de dónde llegaron.

»Pero, hace unos doce mil años, aparecieron en el este los primeros hombres. Cruzaron el Brazo Roto de Dorne antes de que estuviera roto. Llegaron con espadas de bronce y grandes escudos de cuero, y montaban a caballo. A este lado del mar Angosto jamás se había visto un caballo. Sin duda, aquellas bestias asustaron a los hijos tanto como las caras en los árboles a los primeros hombres. Empezaron a construir aldeas y granjas, y para ello talaron los rostros y los echaron al fuego. Los hijos, horrorizados, fueron a la guerra. Dicen las antiguas canciones que los verdevidentes utilizaron magia negra para hacer que los mares se alzaran, barrieran la tierra, y destrozaran el Brazo, pero ya era tarde: no se podía cerrar la puerta. Las guerras prosiguieron hasta que la tierra se tornó roja con la sangre de los hombres y los hijos, pero más sangre de hijos que de hombres, porque los hombres eran más altos, más fuertes, y la madera y la obsidiana podían bien poco contra el bronce. Por último prevaleció la sabiduría de las dos razas, y los héroes y jefes de los primeros hombres se reunieron con los verdevidentes y los danzarines de los bosques, entre los bosques de arcianos de una isleta situada en el centro del gran lago llamado Ojo de Dioses.

»Allí fraguaron el Pacto. Los primeros hombres se quedaron con las tierras costeras, las altas llanuras y los prados luminosos, las montañas y los pantanos, pero los bosques serían para siempre de los hijos, y ningún arciano se talaría en ningún lugar del reino. Para que los dioses fueran testigos, se talló una cara en cada árbol de la isla, y después se fundó la sagrada orden de los hombres verdes, para guardar la Isla de los Rostros.

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