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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

Juego mortal (Fortitude)

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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Mediante el plan “Fortitude” los aliados pretenden engañar a los Alemanes sobre el desembarco de tropas en el continente Europeo.

En plena Segunda Guerra mundial, Catherine Pradier, una joven inglesa criada en Francia, siente la necesidad de colaborar en la lucha contra el nazismo. Reclutada por Cavendish, jefe de los servicios de espionaje británicos, Catherine viaja hasta Francia con la misión de actuar como mensajera para los aliados.

En el trayecto hacia París, la chica conoce a Paul, joven piloto francés sin convicciones políticas y un gran espíritu aventurero. Catherine y Paul se convierten en amantes, ignorando la joven la auténtica identidad de su amigo: Paul es un espía doble, que trabaja a la vez para Inglaterra y para Strömelburg, uno de los jefes del espionaje alemán en París.

Catherine consigue introducirse en un cuartel de la Gestapo como lavandera; allí averigua varios secretos y regresa mas tarde con la información a Inglaterra.Henry Ridley, otro jefe de los servicios británicos de espionaje, pide a Catherine que vuelva a Francia para una arriesgada misión.

Larry Collins

Juego mortal

Fortitude

ePUB v1.0

Sarah
25.09.12

Título original:
Fall from Grace

© Larry Collins, 1985

Traducción: Lorenzo Cortina

Editor original: Sarah (v1.0)

ePub base v2.0

A Nadia

«ALTAMENTE SECRETO»

B68932

Ejemplar n.°
10

CCS, 459/3

3 de diciembre de 1946

Junta Combinada de Estado Mayor / Clasificación:
Cobertura y engaño

Refs.:
a
) CCS 2/81/5

b
) CCS 2/81/4

La información sobre todos los aspectos de la cobertura y engaño estratégicos se halla clasificada por la presente de «ALTAMENTE SECRETO» de forma permanente. Se hallarán bajo la jurisdicción de esta orden: La existencia, organización, responsabilidad, funciones y técnicas de todas las agencias de cobertura y engaño incluyendo su personal de los Estados Unidos y sus aliados; empleados o directamente responsables de las mismas en cualquier momento del pasado, del presente o del futuro; así como la planificación y realización de una cobertura estratégica y de engaño.

En particular, todo lo que tenga que ver con «medios especiales», agentes controlados del enemigo, en comunicación con el enemigo que tengan su confianza pero que operen bajo nuestro control:…el empleo de filtraciones deliberadas a lo largo de canales diplomáticos de agentes amistosos en contacto con el enemigo en la realización de una cobertura estratégica y plan de engaño, por la presente se les asigna una clasificación permanente de seguridad tipo «ALTAMENTE SECRETO».

P
RÓLOGO

Gelsen Kirchen, Alemania

17 de junio de 1973

Dos pequeños detalles del «Opel» negro llamaban la atención de un ojo entrenado. El primero eran las letras BG –de Bad Godesberg– en la matrícula, el suburbio de Bonn donde la mayor parte de las agencias occidentales de espionaje tenían sus cuarteles generales. El segundo era el grosor desproporcionado de lo que parecía ser la antena de radio del coche, que se alzaba de su parachoques izquierdo. En realidad, estaba unida a un transmisor-receptor de radioteléfono equipado para cifrar mensajes. Los demás rasgos del coche, tales como las ventanillas a prueba de balas y los blindajes de las portezuelas resultaban imposibles de detectar sin un examen a fondo. El jefe de la estación de Bonn lo había cedido graciosamente a T. F. O'Neill, director retirado de operaciones de la CÍA en Europa oriental, a pesar de que O'Neill se hallaba en Alemania por motivos personales más que para asuntos de la Agencia.

El conductor que había llegado con el coche hizo gestos con la cabeza hacia unos senderos de gravilla gris, divididos por una serie de vallas metálicas, cada una de ellas limitando un pequeño jardín privado del tamaño de una pista de tenis.

–Es la cuarta a la izquierda, el número 63 –dijo.

–Muy bien. Siga unos cien metros o así y aparque. ¿Hace mucho que lo tiene?

–Desde que nuestros primos ingleses le enviaron a criar malvas cuando acabaron con él. Se casó con una antigua novia y se establecieron aquí con el nombre de ella. Le proporcionaron un traje nuevo, por así decirlo. Como si fuese un hombre de negocios jubilado de Dusseldorf, me parece que asuntos de azulejos.

El joven chófer de la Agencia aparcó el coche y apagó el motor. Sus ojos vieron a O'Neill manipulando el archivo de objetivos de la estación Bonn que el anciano sostenía en las manos. Era uno de los antiguos, de aquella clase que se mecanografiaba en hojas de valoración en pliegos manila, de los que se empleaban antes de que llegasen los ordenadores.

–Jefe de la Gestapo para toda Francia –se burló el chófer–. Este tipo debe de haber sido de primera.

–Lo era.

–Y salió de todo esto sin un arañazo. No está mal si se considera que podría haberse encontrado con una soga al cuello en 1945.

O'Neill no replicó. Sus dedos y su mente erraban por el expediente que tenía en su regazo. El conductor lo estudió. O'Neill era una especie de leyenda para los agentes de su generación, una leyenda controvertida, pero de todos modos, una leyenda. Formaba parte de la vieja escuela, de los padres fundadores de la Agencia, los tipos que se habían salido del OSS después de la guerra para empezar en la CÍA con Alian Dulles y Walter Bedell Smith.

–¿Sabe algo? – preguntó el chófer.

Un silencio del superior no obligaba necesariamente al silencio respetuoso hacia los hombres y mujeres de su generación.

–Nuestro Centro de Documentación nazi en Berlín aún conceptúa a este tipo como un buscado criminal de guerra. El Ministerio del Interior de la Baja Sajonia incluso tiene un mandamiento judicial contra él, pero no creo que llegue muy lejos si intenta utilizarlo.

–No –convino T. F.–. No debería haber pensado en eso.

Había sentido cierta corriente interior de desaprobación en el tono del joven agente. Una de las más nuevas y moralistas variedades que la Agencia estaba reclutando en aquellos días.

–Pero yo no sería demasiado duro con nuestros amigos del espionaje británico. Han efectuado la transacción usual: dinos todo lo que sepas y no investigaremos tus pecados pasados. Se trata del juego que todos jugábamos en aquellos años después de la guerra: nosotros, los británicos, los rusos, incluso los franceses cuando tenían la oportunidad. Todos deseaban tener unos cuantos expertos de la Gestapo para que les ayudasen a leer hojas de té en tazas de otro tipo.

«Y claro que lo hicimos», pensó T. F.: Otto John, Reinhard Gehlen, Klaus Barbie. Fue un tiempo en que los secuestros, asesinatos discretos y otros juegos sucios constituían las herramientas estándar del mercado del espionaje, sin satélites ni ordenadores 360 de la «IBM». Era una época en que ideales e ilusiones desaparecían con mayor rapidez que copos de nieve en una acera caliente. Exactamente como Ridley le había prevenido que sucedería.

Pensó en el viejo Henry Ridley, que murió de cáncer de pulmón a los ochenta y tres años, un par de meses atrás. «¿Lamentas todos aquellos "Players" que fumaste uno tras otro en nuestros años de guerra juntos?», le había preguntado.

«Ni uno –gruñó Ridley–, ni un maldito "Players".» Pero aquel viejo bastardo no era alguien que se lamentase de nada; «Ah, Ridley –pensó T. F.–, eras un auténtico inglés. ¡Qué hatajo de tontos ingenuos fuimos los norteamericanos que vinimos enviados aquí durante los años 1943 y 1944! Una especie de colegialas de monjas corriendo sueltas e inocentes a través de los prostíbulos de la vida… Pues bien, perdimos nuestra inocencia bastante de prisa.»

Miró a su chófer, tan diligente, tan ansioso de complacer, tan dispuesto a hacer lo que hiciera falta. «Quédate en este negocio un poco más, muchacho –pensó–, y ya verás.»

Lanzó una última ojeada al expediente Bonn. Tendría que tratarle con guante blanco durante la charla. A fin de cuentas, el caballero era propiedad privada del Servicio de Espionaje de Su Majestad. Uno no se entromete amistosamente como Torquemada.

–No tardaré mucho –explicó al salir del coche.

El joven agente le echó una mirada de duda.

–No te preocupes –le aseguró T. F.–. No hay ningún problema. Es sólo una reunión de viejos amigos.

El chófer le observó alejarse. Con sesenta años y aún caminaba como un jovenzuelo de treinta que acude a un partido de
squash
. Aquellos viejos tipos de la Agencia seguían una cierta pauta. Hablaban con aquella gangosidad nasal que parecía un cruce entre pescadores de langostas del Maine con agentes de Bolsa de Boston.
Grotonese
lo llamaban. Y todos iban vestidos igual. «No hay más que mirarle», pensó mientras seguía con la vista a la figura de O'Neill que se alejaba. Llevaba un traje de franela gris de «Brooks Brothers», cortado como si tuviese que adaptarse a un aguacate, probablemente con diez años de antigüedad, y una corbata amarilla de lazo con pequeños lunares negros. «¡Una corbata amarilla de lazo, por el amor de Dios!» «¿Cuántas como ésa podían verse en Alemania en 1973?»

Aquel tipo de educación y de cháchara tranquila –«¿cómo está la mujer?»– que exhibían aquellos sujetos, de alma de acero. Ordenaban matar a un pobre bastardo y luego salían a tomarse dos martinis antes de cenar… «¿Cuánta sangre habría corrido por sus peludas manos?», se preguntó el chófer. Dirigir las Operaciones de Europa Oriental durante diez años permitía deducir que había sido responsable de una parte del derramamiento de sangre.

El objeto de la curiosidad del chófer erró negligentemente hacia la senda de gravilla que habían localizado antes. Bonn había dicho que se llamaban
Kleingartens
, pequeños jardines, una institución particularmente alemana. Los habitantes de apartamentos del vastamente poblado Ruhr, donde los patios traseros de una ciudad llegaban hasta los patios delanteros de otra, las alquilaban o compraban para tener un trozo de algo verde que pudiesen llamar propio.

«Qué limpios, qué cuidadosamente acicalados y atendidos se ven», observó. Cada una tenía una pequeña casa jardín y en la mayoría se veía la bandera amarilla, roja y negra de la República Federal ondeando en un mástil en el centro de su pequeño terreno de césped.

Se detuvo delante del número 63. También tenía su casa jardín con una antena de televisión. El verde césped estaba cortado a dos centímetros exactos. Hileras de caléndulas, grupos de azaleas y las manchas oscuras de las violetas se hallaban esparcidos en torno de la propiedad con precisión de figuras de un dibujo lineal. El dueño de la propiedad estaba podando una pared de rosales trepadores. Según observó T. F., llevaba un delantal de hule amarillo en el que se veía impreso un puño del que salía un enorme pulgar verde. Una serie de estatuillas de quince centímetros de altura de Blancanieves y los Siete enanitos aparecían colocados en el césped con la misma precisión casual que parecía caracterizar todo lo que ya había visto en el
kleingarten
. «¡Qué divertido –pensó T. F.–, qué perfecta y puñeteramente divertido!»

Abrió la puerta y se aproximó al hombre, que alzó la mirada sorprendido.

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