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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

Juego mortal (Fortitude) (4 page)

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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–Debiste pensar que había perdido el sentido. Casi te oigo decir: ¡La loca de Catherine!

–De veras que no.

Crane se rió por lo bajo al recordar aquel momento.

–Algunas de las personas más deportivas de la fiesta, se detuvieron en el «Sonny's Bar» para echar un trago, camino de la recepción y hablar de todas aquellas cosas. Mientras echábamos una ojeada a las
cocottes
, en el momento en que supongo que tú corrías por la carretera en dirección a París y a la libertad.

El camarero interrumpió sus risas colocando ante ellos un cuenco de camarones. En el momento en que se retiraba, la orquesta comenzó a tocar
The Lady is a tramp
. Crane echó hacia atrás su silla.

–No se van a enfriar –comentó–. ¿Bailamos?

Al regresar a la mesa, minutos después, Catherine meditó sobre cómo la abrazaba el contralmirante en la pista de baile. Además, el brillo de sus ojos reflejaba un afecto diferente al que por lo general se asocia con los padrinos.


Tuffy
–le dijo al empezar a tomarse sus camarones–, tengo algo que preguntarte…

–Di lo que sea…

–Voy a salir huérfana de esta guerra. ¿Y qué habré hecho durante la misma? Nada, absolutamente nada, excepto llevar papeles de un sitio a otro en el Ministerio. Si fuera un hombre, lucharía en la guerra… ¿No habrá nada interesante que pueda hacer, aunque sea una chica? ¿Podrías encontrarme algo? ¿Me podrías llevar a Argel contigo? ¿No habrá realmente nada relacionado con la guerra que yo pueda hacer?

–Bueno –declaró Crane–, eso es algo difícil…

–Lo sé –insistió la muchacha–, ¿pero cómo vivir conmigo misma si no tengo nada que hacer? Lo he intentado por todas partes, y siempre aparecen las mismas cosas: el parque de Automovilismo, hacer de mecanógrafa o de enfermera.

–Todo muy valioso…, y necesario –observó Crane.

–Deseo algo más.

Crane la estudió durante un momento y volvió a dedicarse a sus camarones. Los masticó con tal intensidad y placer que semejaba saborear cada una de aquellas pequeñas criaturas que pasaba por su boca.

–Son deliciosos –observó–. Dime una cosa, querida. ¿Hablas en sueños?

Catherine se sorprendió: «¡Qué pregunta tan absurda!», pensó.

–Algunas veces.

–¿En francés o en inglés?

Enrojeció.

–Siempre en francés, o por lo menos eso me han dicho…

Su padrino volvió a sus camarones y permaneció silencioso durante un momento.

–Te sorprenderá –observó, rompiendo su silencio– lo difícil que es encontrar a un inglés o una inglesa que hable el francés sin ninguna clase de acento. Tenemos gente que habla urdu, telegu, suahili… Todo esto, estupendo… ¿Pero y francés?

«Querrá que haga de intérprete –pensó Catherine–. ¿Y hasta qué punto es eso más interesante que el Ministerio de Armamento?»

–¿Sigue Su Majestad reconociéndote como uno de los suyos, aunque por dentro seas francesa?

–Naturalmente –replicó Catherine–. Siempre he conservado mi nacionalidad británica.

Su padrino dejó encima de la mesa el cuchillo de pescado y el tenedor y estuvo silencioso durante un largo rato.

–Sé de una cosa –dijo al fin– en que podrías prestar inestimables servicios.

–Es todo lo que pido.

–Está bien –repuso Crane–. Tendré que hacer una o dos llamadas telefónicas.

Londres, Inglaterra

19 de marzo de 1944

El hombre permanecía silencioso ante la ventana abierta, examinando la oscuridad de la gran ciudad. Desde Orchard Street, tres pisos más abajo, el ruido de pasos apresurados llegaba hasta sus oídos: los londinenses que se precipitaban a los refugios antiaéreos en las estaciones de Metro de Bond Street y Marble Arch. El comandante Frederick Cavendish miró hacia arriba. Casi cada noche, desde hacía dos semanas, los bombarderos alemanes habían seguido el curso del Támesis hasta Londres. El «pequeño Blitz», lo habían llamado los londinenses y, una vez más, salían a cenar o a tomarse un cóctel con sus cascos de acero debajo del brazo.

Cavendish aspiró aquel húmedo aire nocturno, fragante, que traía una promesa de cambio. Los azafranes en Portman Square, según había advertido aquella mañana, estaban ya casi a punto de florecer, en cuanto hiciera un día caluroso. Los narcisos llegarían pronto también. La primavera llegaba, tal vez la última primavera de aquella espantosa guerra.

Cavendish encendió un cigarrillo «Gauloise» –francés– que había sacado de la camisa de su uniforme caqui, y expulsó largas volutas de humo por sus trémulas narices. Durante los últimos cuatro años casi cada hora de vela había dedicado a preparar la invasión que llegaría con la primavera, tan segura como las flores de Portman Square. Este discreto y lujoso piso, oculto detrás de la fachada neogeorgia de Orchard Court, constituía un subcuartel general para una organización tan secreta como cualquier otra en aquella Gran Bretaña en guerra. A sus órdenes, más de 200 agentes habían salido por su puerta de paneles –en la que sólo aparecía un número: el 6– para infiltrarse en la Francia ocupada, en paracaídas, en avión, por mar. Nobles y pederastas, revientacajas y científicos, estudiantes, hombres de negocios, clérigos, abogados, vastagos indolentes de la buena vida y duros productos del East End londinense. Realizaron la tarea de organizar los ejércitos de la noche, para sabotear las industrias de armamento de la Francia ocupada por los alemanes y, por encima de todo, para preparar el hostigamiento de la retaguardia alemana durante los días críticos, cuando el éxito de la invasión se encontrase en equilibrio en la balanza.

Doscientos hombres y mujeres. Apenas la mitad de ellos, por lo que Cavendish sabía, seguían con vida. El resto habían muerto, o quizás estaban peor: en las cárceles de la Gestapo en Francia y Alemania. El discreto zumbido del timbre interrumpió sus pensamientos. Cavendish miró su reloj. Eran las siete. La mujer llegaba puntual. Buena señal. La puntualidad no era, por lo general, un distintivo de las mujeres atractivas. Sin embargo, para sus agentes podría representar la diferencia entre la vida y la muerte. Quedaba claro que había aprendido bien las lecciones.

Sus oídos siguieron las pisadas de Park, el mayordomo, que avanzaba hacia la puerta, luego el sonido de los tacones de la mujer repiqueteando en el suelo de mármol de la estancia adonde la habían llevado. Aquéllas podían ser unas horas difíciles para ella. Los temores y las dudas se habrían abierto camino en aquella mujer, el terror de lo desconocido, de lo que serían las próximas horas.

Cavendish regresó al expediente personal en su carpeta manila, que llevaba el sello de «ALTAMENTE SECRETO», y que estaba sobre el escritorio. Desde el primer momento le gustó Catherine Pradier. Sus antecedentes resultaban perfectos. Llevaba el pasaporte azul y dorado de Su Majestad, pero todo lo demás en ella era francés.

Cavendish hizo crujir nerviosamente los nudillos de su mano izquierda. Eran horas de prueba también para él. Era el momento en que las dudas turbadoras y las preocupaciones reprimidas se abrían siempre camino hacia la superficie. El localizar, en un hombre o en una mujer, aquellas indefinidas cualidades que le harían capaz de funcionar de manera efectiva como agente secreto, constituía en realidad una ciencia muy imprecisa. ¿Cómo se podía predecir qué individuo sería capaz de maniobrar solo sin ayuda o guía, en un mundo hostil? ¿Quién, a pesar de la insoportable tensión y fatiga, permanecería atento al menor error, al gesto discordante que representaría el arresto o la traición? ¿Cómo se podría prever quién permanecería silencioso bajo las torturas de la Gestapo, o quién vacilaría y revelaría los nombres de sus camaradas o sus lugares de escondite?

A fin de cuentas, en el fondo se debía apelar a los propios instintos. Se buscan ciertas cosas. Una especie de calma interior. Lo que se deseaba, en el fondo, era un hombre o una mujer cuyos caracteres contuviesen manantiales ocultos de paciencia y determinación, pero cuya apariencia resultase tan anónima, que se pasaría ante ellos por la calle sin mirarles dos veces.

El decidir si un futuro agente poseía aquellas cualidades resultaba particularmente difícil si el candidato era una muchacha. El mismo hecho de que también empleasen mujeres para esas tareas sucias y peligrosas, constituía uno de los secretos más firmemente guardados por su organización. No había que tener mucha imaginación para saber el escándalo que armaría la Prensa y el público en general, si se sabía que unas mujeres jóvenes estaban siendo lanzadas detrás de las líneas alemanas. Para ser torturadas y fusiladas si eran atrapadas. No había precedente de ello en los anales de la guerra. Sus superiores habían forjado una preciosa racionalización al respecto: «Las mujeres están calificadas para unirse a la defensa de nuestras creencias generales lo mismo que los hombres. Esta guerra es total, y no restringida sólo a los hombres.»

En realidad, la decisión de emplear agentes femeninos se basaba en una consideración mucho más concreta que todo eso. Las mujeres podían moverse por la Francia ocupada con mayor facilidad que los hombres. Resultaban menos sospechosas en los controles de carreteras y en las comprobaciones de seguridad. Una simple mujer no podía ser barrida de las calles o del Metro y embarcada hacia Alemania como trabajador forzoso con tanta facilidad como un hombre.

Cavendish se estremeció. El punto de equilibrio en estas decisiones era siempre muy sutil y los cálculos muy precisos. No había que olvidar cuan terribles podían ser las consecuencias de un error, o cuan alto sería el precio de un error para un agente y los que trabajaban con él. Los antecedentes de Catherine eran los adecuados; tenía determinación y sus informes del adiestramiento eran buenos. Y necesitaba desesperadamente radiotelegrafistas en campaña. Sin embargo, existía una dificultad con aquella muchacha que le preocupaba en extremo, y que contradecía una de sus reglas cardinales. Nadie, excepto un ciego, pasaría al lado de Catherine Pradier en la calle sin dejar de mirarla.

Dos puertas más allá del despacho de Cavendish, el objeto de sus preocupaciones, se miraba al espejo con mal oculto desdén. Catherine Pradier llevaba una sahariana caqui, camisa y boina de las FANYS –el Servicio Auxiliar de Enfermeras– y para ella esa indumentaria era algo que siempre había considerado particularmente desagradable. Podía tratarse del uniforme de las Fuerzas de Su Majestad, pero a sus finos ojos galos era una prenda que ajustaba mal, mal cortado en forma de saco, exactamente lo que cabría esperar de un grupo de asexuadas damas inglesas de mediana edad que hubiesen pensado en el campo y en sus discretos
tweeds
para elegir un uniforme.

Pero se lo habían hecho llevar porque, durante su adiestramiento, debía tener una «cobertura militar». Casi jubilosa comenzó a quitárselo. Y todo lo demás: la ropa interior, las horquillas, incluso el anillo de sello de oro que un teniente de vuelo de la RAF admirador suyo le había comprado un sábado por la mañana, en el mercado de joyas antiguas de Portobello Road. De pie y completamente desnuda en medio del dormitorio, Catherine se estremeció.

Pero no era por el frío. Con aquel simple acto de desvestirse, finalmente se había concienciado de una forma total de lo que iba a hacer. Por duro y realista que hubiese sido su entrenamiento, nada la había preparado por completo para la realidad de aquel momento. Era como si al haberse quitado su uniforme, también se hubiese desprendido de su ser real junto con las ropas; como si, en cierta manera, su forma real de ser fuera ahora guardada en un armario ropero londinense, junto con el uniforme y sus cómodos zapatos ingleses de color marrón.

Cuidadosamente dispuestas en el lecho se hallaban las pertenencias de la nueva y extraña persona en la que estaba a punto de convertirse: las ropas de la marcha que la convertirían en Alexandra Boyneau, de veintiséis años, divorciada, de Calais, nacida en Oran, una ciudad del Norte de África que Catherine no había visitado nunca, de segunda generación de colonos franceses. Su padre había sido oficial naval francés, por lo menos, pensó, una ocupación correcta aunque no fuese en el lado apropiado…

Cada uno de los artículos de su nuevo guardarropa los había reunido con preciso y amoroso cuidado Maurice Weingarten, sastre judío de Viena. A las órdenes de Cavendish, regentaba una manufactura secreta de tejidos en Margaret Street, cerca de Oxford Circus. Nadie seguía con mayor celo la moda de la Francia ocupada. Su atestada tienda se hallaba bien surtida de revistas parisienses y de periódicos traídos de Madrid, Lisboa, Estocolmo. Cada viernes por la noche, Weingarten registraba las sinagogas de Londres, en busca de refugiados recientemente llegados del continente, y cuyo guardarropía pudiese hallarse en venta o bien por si de sus prendas podía quitar la etiqueta de algún diseñador o fabricante francés.

Para Catherine había preparado un traje ligeramente masculino, gris oscuro y con listas blancas. Los sastres de Weingarten habían realizado cada puntada al modo continental, para que nada traicionase su origen a un adiestrado ojo alemán. Para envejecerlo lo habían lavado y planchado una docena de veces.

Su largo cabello rubio, lavado varias veces con el maloliente champú usado en la Francia ocupada, se hallaba ahora parcialmente recogido según el estilo
bouffant
que las francesas llevaban aquella primavera. De una mesa, Catherine cogió una botella de un líquido castaño y que llevaba la etiqueta de «Création Bien Aimée, Paris», y pacientemente se pintó una de sus largas y musculosas piernas. Traído a Londres por uno de los agentes de Cavendish que regresaban, el líquido constituía la
chic
respuesta francesa a la escasez de medias en la época de guerra. Al sentir su fría rigidez en las pantorrillas, la mujer se echó a reír. Aquí tenía unas medias cuyos puntos no se le correrían…

Se vistió de prisa y luego se colgó el bolso de los hombros. El servicio de Cavendish lo había llenado juiciosamente con billetes de Metro usados, cerillas francesas, una polvera vieja, un
flacón
medio lleno de perfume –apropiadamente llamado
Je reviens
(regreso)–, un par de desgastadas tarjetas profesionales, un recorte del tercer número de marzo del periódico colaboracionista
Je suis partout
, donde se describía la colección de primavera del diseñador modista francés Pacquin.

Cuando terminó la pequeña ceremonia de vestirse, Catherine volvió al espejo en el que unos minutos antes se había estudiado con su uniforme FANYS. Sonrió. La visión de sí misma como una francesa
chic
resultaba infinitamente más satisfactoria de lo que había sido la imagen anterior.

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