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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

Juego mortal (Fortitude) (11 page)

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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–Parece que a nuestro Canaris lo han puesto de patitas en la calle. En realidad, se halla bajo arresto domiciliario.

Como ocurría con frecuencia, los ojos de Ridley permanecían semicerrados, con sus párpados cayendo cual pequeñas medias lunas por encima de los globos de sus ojos. La mayoría de la gente tomaba aquella expresión por somnolencia, como algo que se adecuaba a Ridley a la perfección. Era en tales momentos cuando se hallaba más intensamente concentrado, y ahora lo estaba haciendo respecto del rostro de su viejo amigo.

–Himmler se ha hecho cargo de las operaciones en el exterior y las ha asignado a Schellenberg.

–¡Vaya!

Los ojos de Ridley se abrieron de auténtica sorpresa.

–Eso sí que son malas noticias… Son de lo peor que podías darme, diría yo.

–Pues… –murmuró su amigo mientras sorbía su coñac con soda–, me temo que así sea…

Ridley se retrepó en su sillón de cuero y cerró los ojos durante un momento, pensando. Sus tres canales más vitales para pasar los fragmentos de su plan de
Fortitude
a los alemanes los constituían un polaco, un español y un yugoslavo. Los tres eran agentes de confianza de la Abwehr. En realidad, los tres eran agentes dobles, que operaban bajo control británico.

–Supongo que la primera cosa que Schellenberg hará, será vigilar cualquier operación que la Abwehr esté llevando a cabo para buscar infiltrados.

–Yo habría pensado así –respondió Stewart–. Es un tipo inteligente y un bastardo ambicioso dentro del negocio. No hay duda que está detrás de eso. Estoy seguro de que le gustaría localizar algunas manzanas podridas y servírselas a Himmler en bandeja de plata para justificar lo que han hecho.

–Ya te harás cargo de que si localizan a los nuestros,
Fortitude
está perdido, con todo lo que ello implica.

–Claro que sí. Sin embargo, tienes algunas cosas que trabajan en tu favor. Schellenberg deberá tener algunas fuentes con las que contar para realizar sus estimaciones. Pero es un poco tarde, no te parece, para poner en funcionamiento bazas nuevas… Lo más probable es que decida seguir con alguno de los asuntos de Canaris. Y esperemos que aquellos que escoja sean de los tuyos…

Sir Stewart volteó su coñac con soda pensativamente.

–Por lo menos, puedes estar seguro de que esos controladores de la Abwehr en Hamburgo harán todo cuanto esté en sus manos para persuadir a Schellenberg de que tus tipos son seguros. Si no es así, es probable que les metan en el primer tren que vaya hacia el Frente del Este…

–Dios mío –suspiró Ridley–, esto sí que resulta de lo más sorprendente.

Quedó silencioso durante un momento, oprimido por sus preocupaciones.

–Naturalmente, tienes razón. Nuestros tipos deben sobrevivir. Pero el problema es que no puedo contar con eso, ¿no te parece?

La falta de una respuesta confirmó el pensamiento de Ridley.

–Has mencionado el hecho de que era ya un poco tarde para que emprendiesen nuevas cosas.

–Realmente no veo cómo podrían hacerlo con el tiempo que les queda.

–Supongamos que se lo proporcionamos nosotros. Que les abrimos un nuevo canal, por así decirlo, alguien al que los nuevos muchachos de Himmler puedan considerar como auténticamente suyo…

En silencio, Menzies le dio vueltas a esta idea.

–Eso constituiría un buen movimiento. Dado, naturalmente, que tengas la baza apropiada.

–¿No tienes, por casualidad, algunos tesoros ocultos a los que podamos recurrir? A fin de cuentas, nos jugamos mucho.

El director del Servicio de espionaje quedó silencioso durante un largo intervalo, siguió agitando con despreocupación los restos de su coñac con soda, mientras su mente se adentraba en el inventario del que podía echar mano. Finalmente, se desperezó en su sillón, como si se tratase de uno de aquellos antiguos miembros del «White's» que se despertase tras la siesta, después de la comida.

–Sí –afirmó–. Sí, creo que lo tengo. Déjame hablar primero con mi gente y ya seguiremos tratando de este asunto más tarde…

–Handyman Tres Cuatro ¿Y ahora qué, por favor?

Acurrucada en el asiento plegable de madera detrás de la carlinga del piloto, con su preciosa y peligrosa maleta entre las rodillas, Catherine seguía la conversación del piloto por el intercomunicador.

–Rumbo tres –le llegó la respuesta desde la última estación de radar británica que seguía su vuelo, proporcionando al piloto la corrección final de su rumbo antes de desaparecer por encima del territorio de la Francia ocupada.

Atisbando por la ventanilla, Catherine vio la grisura del canal y cómo, gradualmente, se perfilaba la oscura costa de Francia. «Regreso a casa –pensó–. Al fin vuelvo a casa.»
Baby Cadum
le puso la mano en el hombro y le señaló el lejano horizonte, hacia el Norte. Una lluvia de bolas de un amarillo dorado, al igual que los fuegos artificiales en el Día de la Bastilla, formaban delicados dibujos a través del cielo.

–Fuego antiaéreo –anunció el piloto–. El Mando de Bombarderos ha debido salir a visitar a sus amigos en el Ruhr.

Catherine regresó a su contemplación del suelo. Pasaba bajo ella como una masa azul grisácea, con sólo algún reflejo de luz traicionando la existencia de miles de personas que vivían allí abajo. De vez en cuando, captaba la masa más gris formada por grupos de árboles en el paisaje circundante. Sus ojos vieron las trazas de los árboles alineados de una Carretera Nacional, cortando el paisaje con su forma geométrica, con el ocasional reflejo del agua de un río que captaba la luz de la luna. También veía las intersecciones de ciudades dormidas. En una ocasión, localizó un tren que se arrastraba a través de la noche, con el pálido penacho de su humo retorciéndose tras él como una serpiente. Ante su asombro, incluso llegó a ver el destello anaranjado de la abierta caldera de la locomotora. Se adormeció y luego, de repente, sintió que el avión descendía en una profunda zambullida. Debajo de ella, a la gris luz de la luna, reconoció las diecisiete torres redondas del Castillo de Saint Louis de Angers.

–Justo a tiempo –anunció el piloto–. Encontraremos a babor el Loira, dentro de un minuto o dos.

Se retrepó en su asiento, con los ojos cerrados, tratando de no pensar. A su lado,
Baby Cadum
estaba profundamente dormido. «Para él –pensó–, esto debe de ser como un viaje en autobús.» Sabía que era ya su tercer viaje a la Francia ocupada.

A unos 250 kilómetros al nordeste del «Lysander» de Catherine, otro avión rugía a través de la noche en busca de otra cita, no muy lejos de la ciudad normanda de Ruán. Se trataba de un bombardero «Halifax», y dentro de su frío y ruidoso fuselaje Alex Wild sintió la mano amistosa de su expedidor de la RAF en el hombro.

–¿Qué me dices de una taza de té caliente? – le preguntó con la solicitud de una niñera urgiendo a su pupilo a comerse sus copos de maíz.

Agradecido, Wild cogió la desportillada taza de manos del sargento y se tragó aquel caliente líquido. Al igual que Catherine, Wild era un operador de radio del SOÉ. Igual que ella, había recibido sus instrucciones finales de Cavendish, en Orchard Court, hacía unas horas. Sus caminos no se cruzaban. Park, el consciente encargado de seguridad de Cavendish, había cuidado de esto. Iba a ser «insertado», según la terminología del SOE, en la Francia ocupada a través de una táctica más convencional, lanzándole en paracaídas en un lugar donde le esperaba un comité de recepción de la Resistencia. Alineados en la parte trasera del avión se encontraban cinco paracaídas que serían lanzados después de él, cada uno de ellos estaba unido a un largo tubo de metal de dos metros, lleno de pistolas «Sten», municiones y explosivos de plástico para la Resistencia normanda.

El sargento de vuelo Cranston, el expedidor, corrió la cubierta de metal de la piquera en la parte baja del fuselaje. Wild se acercó y colgó los pies del agujero. La luz verde de encima de la puerta del piloto cambió al color rojo.

–Ya falta muy poco –anunció Cranston.

Cogió la rasgada cuerda del paracaídas de Wild y la colgó de la línea estática por encima de sus cabezas, y luego le dio un fuerte tirón para que Wild pudiese ver que se hallaba firmemente asegurada.

Wild sonrió. El sargento Cranston y aquel ademán constituían unos dispositivos que eran una leyenda en el SOE. La Seguridad del SOE, según decía esa leyenda, había detectado a un agente alemán infiltrado en las escuelas de adiestramiento de la organización en 1943. Era un francés enviado a Inglaterra con órdenes de la Gestapo de penetrar en el SOE. En lugar de revelar sus movimientos arrestándole, la Seguridad del SOE le había permitido completar su adiestramiento y regresar a la Francia ocupada, excepto que, en la noche de su lanzamiento, el sargento Cranston había convenientemente descuidado el colgar la cuerda que abría el paracaídas de la línea estática, por lo que regresó al suelo de la nación que iba a traicionar en una caída libre, a ciento sesenta kilómetros por hora, y realizada sin el beneficio de un paracaídas. Desde aquella noche, Cranston tranquilizaba a sus agentes que partían con una visible demostración de la solidez de la sujeción que tenían sus paracaídas con la línea estática.

Wild observó la tierra oscurecida que se deslizaba debajo de sus pies. De repente, la luz roja de encima de la puerta del piloto volvió a ponerse verde. El brazo de Cranston bajó.

–Adelante –dijo, gritando para hacerse oír por encima del rugido de los motores del avión.

Con la mente enfocada en lo que le habían enseñado a hacer, Wild juntó con fuerza los pies, se inclinó hacia delante para caer exactamente a través del agujero, braceando mientras lo hacía, para impedir darse la vuelta con los talones por encima de la cabeza al alcanzar la estela del avión.

Era cuestión de segundos. El SOE dejaba caer sus agentes a menos de doscientos metros; a aquella altitud se tardaba apenas veinte segundos en llegar al suelo. Wild rodó hacia delante para amortiguar el golpe del aterrizaje y comenzó a recoger su paracaídas. Pudo oír el ronco susurro de los miembros de su comité de recepción que corrían hacia él, luego un par de manos amistosas le ayudaron a arrastrar el paracaídas. Un segundo resistente, a unos cuantos pasos de distancia, comenzaba ya a abrir un agujero en los pastos para enterrar el mono de Wild y su paracaídas. A distancia, pudo ver unas figuras ensombrecidas que se precipitaban a través de la noche en busca de los cinco contenedores de armas.

No intercambiaron una palabra hasta que el equipo de Wild se encontró enterrado a salvo. Luego, jadeando levemente, el hombre que le había «recibido» se sacó un frasco del bolsillo.

–¿Coñac? – le preguntó–. Será mejor que mees el que os dan en Tempsford.

Wild sonrió ante la mención de la base de la RAF de la que había partido el «Halifax» y tomó un agradecido sorbo de licor. El segundo resistente se encontraba ya de regreso a través de los pastos.

–Esta noche tenemos primera clase –le dijo el jefe a Wild–. Hemos conseguido un coche.

–Dios santo… ¿Y cómo os las habéis apañado?

–Este bueno de Bernard –dijo el jefe señalando hacia el segundo resistente–, tiene una cobertura en el mercado negro y hace un poco de estraperlo. Les pidió a los alemanes que le diesen un
ausweis
para el toque de queda. Ya sabes cómo reaccionan los boches. Si tienes los papeles en regla, todo va como una seda.

El coche se encontraba en un claro, parcialmente cubierto con las ramas que los dos resistentes habían cortado para esconderlo.

–¿Buen viaje? – le preguntó el jefe, en cuanto apartaron el improvisado enmascaramiento del vehículo.

–Mejor que la última vez. Me lanzaron a treinta kilómetros de distancia del objetivo.

–¿Ya has estado aquí antes?

–Sí, la última vez el lanzamiento fue en Troyes.

–¿Troyes? ¿Estabas con Héctor?

Wild asintió.

–Yo era su radio.

–Pues tienes mucha suerte de estar vivo –le explicó el jefe de la Resistencia, abriendo la puerta trasera del coche.

–Creo que sí… Le dejé dos días antes de que le atrapasen.

Los dos hombres se instalaron en la parte de atrás del vehículo, mientras Bernard se ponía al volante. El jefe apretó a Wild tranquilizadoramente la rodilla.

–Será mejor que duermas –le explicó–. Lo necesitarás luego. Ya te despertaré cuando lleguemos.

Wild asintió inclinado contra la puerta trasera y se quedó inmediatamente dormido.

–Estamos cerca de Tours –anunció el piloto–. Aterrizaremos dentro de muy poco.

Catherine se tensó al oír sus palabras y se sentó erguida. En las afueras de Tours, el piloto bajó hasta poco más de trescientos metros siguiendo a lo largo del río Cher, con rumbo hacia el Sudeste, manteniéndose junto a la ribera del río para confundir a las patrullas alemanas en tierra que podían haber captado el ruido del motor. Exactamente al este de Azay-sur-Cher localizó la señal vital que había estado buscando, un puente de seis montantes. Hacia el Nordeste, una inmensa mancha negra, el bosque de Amboise, confirmó que estaba exactamente en el blanco. Apenas un minuto después sobrevoló un segundo puente, a cinco kilómetros corriente arriba de Saint-Martin-le-Beau. Hizo girar el avión, cruzó el río y luego regresó aguas arriba. Por delante, Catherine localizó las tres luces que brillaban en forma de «L». Se trataba de una figura geométrica de aterrizaje del «Lysander», un dibujo que se había hecho por primera vez encima del mantel de un restorán de espagueti de Soho, en 1942. Desde entonces, aquella «L» formando un dibujo luminoso había guiado a docenas de pilotos de «Lysander» para lograr unos aterrizajes seguros. Una cuarta linterna destelló la letra «M» en código Morse, la señal convenida de que el campo resultaba seguro.

El piloto disminuyó la velocidad a 110 kilómetros por hora y el avión comenzó a bajar. Sobrevoló a duras penas una serie de álamos y luego, con un choque y un salto, alcanzó el suelo, rebotó de nuevo y comenzó a enderezarse por encima de la tierra.

–Salid, de prisa –les ordenó el piloto, deslizando la cubierta de cristal.

Cuatro figuras se encontraban ya corriendo hacia el avión. El primero trepó y colocó una botella en la mano del piloto.

–«Lafitte» del veintinueve –le dijo–. Para el rancho de los muchachos.

Saltó de nuevo y
Baby Cadum
lo aprovechó para descender del avión.

–Adiós y buena suerte –les dijo el piloto, ayudando a Catherine a salir por la portilla–. Resérvame un baile la próxima vez que estés en el «400». Estás en buenas manos con este Paul –explicó, señalando al oficial de operaciones aéreas que le había entregado aquel burdeos de 1929–. Ya volaba antes de aprender a andar.

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