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Authors: Ava McCarthy

Jugada peligrosa (35 page)

BOOK: Jugada peligrosa
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Miró de soslayo el ordenador. El salvapantallas estaba activado. Empujó suavemente el escritorio con la cadera y el monitor resucitó para advertirle que el portátil estaba bloqueado. Lástima.

Recorrió con la vista los papeles desparramados sobre el escritorio por si encontraba algo de utilidad. Las empresas invertían millones en salvaguardar la información confidencial, pero a la hora de la verdad los objetos más cotidianos eran los que proporcionaban a los
hackers
el material necesario para iniciar su tarea.

Harry descubrió un buen ejemplo de ello pegado en la pared con cinta adhesiva: el listín telefónico interno del banco. Lanzó una rápida mirada hacia atrás, sacó el móvil y enfocó la lente de su cámara a la pared. Con unas cuantas tomas pudo captar la totalidad del listín. Si fuera necesario, las uniría más tarde.

Volvió a centrarse en el portátil. Era un modelo estándar de Dell. Harry siguió la ruta del cable de red, de un amarillo vivo, desde el agujero del escritorio hasta la toma de red en el suelo. A medio camino, el cable estaba etiquetado con una tira de plástico azul con la leyenda «puerto 6—47». Harry la observó y se mordió los labios.

Se oyó el pomo de la puerta. Inmediatamente dio dos pasos atrás hacia la ventana y una mujer y un hombre entraron en la habitación. La mujer le tendió la mano.

—Buenas tardes, soy Glen Hamilton. —Señaló a su colega—. Éste es mi ayudante, Raymond Pickford.

Harry se presentó y se dieron la mano. Dar por hecho que Glen era un hombre había sido una estupidez por su parte. Ella debería saber mejor que nadie que no se podía adivinar el sexo de una persona en función de su nombre.

Glen la invitó a que abandonara la terminal de trabajo y se acercara a las sillas estilo reina Ana.

—Aquí estaremos más cómodos.

Harry lo dudaba, pero aun así obedeció. Se sentó enfrente de Glen y observó cómo abría la cremallera de una carpeta de piel y se colocaba un bloc sobre las rodillas.

Aparentaba tener cuarenta y muchos. Su piel era del color del tabaco y llevaba un corte de pelo extremado que revelaba la grácil línea del cráneo. Su traje de negocios era totalmente negro y, en opinión de Harry, le hubiera sentado muy bien un toque de color en alguna parte. Destilaba un aire de autoridad que le recordaba a la última directora de su colegio, capaz de detectar una mentira a distancia.

Se obligó a mantener el contacto visual con ella. Después de todo, no había infringido ninguna ley. Aún no.

Glen abrió el bolígrafo.

—Antes de empezar, permítame decirle que lo que comentemos aquí tendrá un carácter estrictamente confidencial —dijo lentamente y con precisión—. En el caso de que no decida abrir una cuenta con nosotros, esta visita y la información que nos proporcione también quedarán protegidas por nuestra política de privacidad bancaria.

—Es bueno saberlo.

—¿Puedo preguntarle por qué motivo ha elegido Rosenstock Bank?

—Bueno, mi padre fue cliente de este banco durante años. Un amigo cercano de la familia se lo recomendó, de hecho se convirtió en el gestor de su cuenta durante un tiempo. Quizá lo conozca, se llama Philippe Rousseau. —Harry se fijó en el rostro inmutable de la mujer—. ¿Todavía trabaja aquí?

Glen levantó la barbilla y la miró corno si no pudiera responder, pero Raymond intervino.

—El señor Rousseau es el vicepresidente del departamento de relaciones con clientes internacionales —apuntó con una sonrisa. Era más joven que Glen, puede que tuviera unos treinta y pocos años, y su ligero acento de las Bahamas contrastaba con su pálida piel caucásica—. Lo ascendieron de su puesto de gestor de cuentas hace algunos años.

Harry miró a Glen en busca de confirmación. La mujer bajó la vista y se sacó una pelusa del traje. Seguidamente alzó la mirada y sonrió.

—Sí, de hecho Philippe trabajó para mí hasta hace unos ocho años.

—Ah. —Harry frunció el ceño—. ¿Así que usted se hizo cargo de la cuenta de mi padre?

Y si era así, ¿qué pintaba Owen Johnson en todo aquello? Pero Glen se irguió y lo aclaró:

—Ya tenía más que suficiente con mis propios clientes sin tener que ocuparme de los de Philippe —aseguró—. No, repartí su trabajo entre el resto de mi equipo. Todo para que Philippe pueda consagrar su tiempo a agasajar a los clientes de renombre. —Su sonrisa se hizo más evidente—. A hacer relaciones públicas entre el sector masculino, si prefiere decirlo así.

Harry levantó una ceja y asintió con la cabeza.

—Sí, mi padre contaba que se habían conocido jugando al póquer, no me acuerdo dónde.

—Seguramente en Paradise Island, el mejor casino de las Bahamas —dijo Raymond.

A continuación echó una mirada a Glen; luego apartó la vista y se pasó la mano desde la coronilla a la frente. Su cabello, peinado hacia delante a modo de visera en la frente, llevaba tanta gomina que parecía una capa de petróleo.

—Raymond, ¿serías tan amable de traernos un café?

Las narices de Glen se ensancharon ligeramente.

—Por supuesto.

Raymond dejó el bolígrafo y el bloc en la mesa y salió con discreción de la habitación, inclinando la cabeza a un lado corno si tratara de sortear unas ramas bajas en el bosque.

Glen miró a Harry.

—Si le parece, hablemos de sus fuentes de ingresos. Por motivos legales, no nos está permitido abrir una cuenta sin saber de dónde procede el dinero exactamente.

—Es lógico. —Harry cruzó las piernas y la seda del vestido le acarició las espinillas. Intentó hacer todo lo posible para aparentar que era una persona adinerada—. La mayor parte de mis ganancias proviene del auge del puntocom. La empresa de software en la que trabajaba salió a bolsa a principios de 2000 y yo tenía opciones de compra de acciones. Ahora cuento sobre todo con propiedades y acciones de primer orden. Hoy sólo depositaré una pequeña cantidad, pero con el tiempo quiero liquidar mis activos y llevármelo todo fuera de mi país. —Le esbozó una sonrisa algo triste y se encogió de hombros—. Mi marido me engaña y estoy a punto de presentar una demanda de divorcio, pero antes debo sacar de allí todo lo que esté a su alcance.

El rostro de Glen se mantenía imperturbable. Si Harry buscaba un guiño de solidaridad entre mujeres, podía esperar sentada.

Glen anotó algo en el bloc.

—Cuando liquide sus activos y desee ingresar el dinero, deberá aportarnos los comprobantes de las ventas.

—De acuerdo.

Harry tragó saliva y se aclaró la voz. En realidad, su único activo era un Mini calcinado que, de algún modo, ya estaba liquidado, pero se recordó una vez más que Glen no tenía forma de averiguarlo.

—Quiere mantenerse en el mayor anonimato posible, ¿no es así?

—Exacto. Supongo que lo mejor es una cuenta numerada.

—Existen otras opciones, pero ésa es seguramente la que más se adapta a sus necesidades. Su nombre será sustituido por un número en todos los documentos relacionados con su cuenta. Aparte de Raymond y de mí, nadie más en el banco sabrá quién es usted.

—¿Y podré utilizar esa cuenta para comprar acciones con total confidencialidad?

—Desde luego. En todas las operaciones consta el nombre del banco. El suyo no aparecerá en ningún documento.

—Perfecto.

—Evidentemente, una cuenta numerada implica ciertas restricciones con el fin de mantener ese nivel de privacidad. No emitimos libros de cheques y no se permite realizar operaciones en ventanilla. Si desea retirar dinero, realizar transferencias o efectuar pagos, deberá hacerlo personalmente a través del gestor de cuenta que le asignaremos.

—¿Y será usted?

Glen asintió con la cabeza.

—O Raymond, si no estoy disponible. Está autorizado para sustituirme en mi ausencia.

Como si lo hubiera escuchado, Raymond regresó a la habitación en aquel momento con una bandeja. Al posarla en la mesa de centro, se escuchó el tintineo de las cucharillas. Harry se fijó en que el chico tenía las palmas de las manos grasientas, ya fuera por nervios o por habérselas pasado por el cabello engominado. Harry captó su atención y le regaló una sonrisa alentadora.

Glen se inclinó hacia delante.

—Si le parece bien, podemos empezar con el papeleo.

—Sí, empecemos.

Harry abrió el bolso y sacó el pasaporte, dos recibos recientes del gas y de la luz, la declaración de la renta y un extracto de cuenta que reflejaba el estado de sus ahorros. Se lo dio todo a Glen, además de un cheque bancario por valor de 30.000 dólares, más de un tercio de lo que atesoraba. Sintió una punzada en el pecho al imaginar que las posibilidades de recuperar aquel dinero eran escasas.

Glen examinó los documentos y le preparó el recibo del cheque mientras Raymond les servía el café. Sin mirarlo, le dio al asistente aquel montón de papeles y le pidió que hiciera copias. Cuando se quedaron solas, Glen sacó un formulario de su carpeta de piel y se lo pasó a Harry junto con un bolígrafo.

—¿Le importaría rellenar esto mientras esperamos? Podemos llevarnos el café al escritorio.

Glen se dirigió al portátil y la invitó a sentarse. Mientras tecleaba algo, Harry echó un vistazo al formulario. A primera vista, parecía una solicitud rutinaria para abrir una cuenta bancaria normal. Contenía las habituales casillas para datos personales, y al final había un apartado con la indicación «SÓLO PARA USO OFICIAL» que seguramente cumplimentaría Glen. El dorso del documento estaba en blanco, así como una segunda casilla oficial y optativa para otro firmante del banco. Empezó a escribir su nombre y dirección; se identificó como «Harry (Henrietta)» para que coincidiera con los datos de su pasaporte.

—Le dije a mi padre que buscaría a Philippe por aquí —aseguró Harry, que se detuvo justo antes de marcar la casilla de soltera para indicar su estado civil. Ése era el problema de las mentiras: se entrecruzaban como un cable trampa para hacerte caer—. ¿Cree que puedo encontrarlo en el casino esta noche?

—No lo sé. —Glen se enderezó en la silla—. Las leyes prohíben jugar a los bahameños, pero como nuestro señor Rousseau es medio francés y medio británico, esas normas no le afectan —dijo, al tiempo que apretaba intro con una fuerza innecesaria.

Harry desconocía los prejuicios que Glen había tenido que vencer en el banco pero, en cualquier caso, parecía que Philippe Rousseau era el responsable de buena parte de ellos. Siguió rellenando el formulario y marcó la casilla que eximía al banco de realizar declaraciones de impuestos en su nombre. Después llegó un apartado titulado «Autorización para instrucciones por teléfono y fax», con un espacio en blanco destinado a la palabra de acceso. Hizo girar el bolígrafo entre el pulgar y el índice.

—¿Cómo funciona esto de la palabra de acceso para dar instrucciones por teléfono y fax?

—Bueno, en las cuentas numeradas preferirnos que efectúe las operaciones en persona, conmigo y con Raymond. De ese modo, la seguridad queda garantizada y no existen dudas sobre su identificación. Pero evidentemente, no siempre se encontrará en las Bahamas, así que en algunas ocasiones deberá comunicarnos sus instrucciones por teléfono o por fax. En ese caso, le recomendamos que no emplee su nombre si desea preservar su anonimato. Puede autorizar al banco a ejecutar sus instrucciones si nos indica su número de cuenta y la palabra de acceso personal registrada en el formulario. —Glen esbozó una sonrisa radiante—. Así sabemos que realmente es usted.

Harry asintió con la cabeza y miró el espacio vacío del impreso. Notó que tenía los dedos de los pies encorvados como las patas de las sillas estilo reina Ana. Se lamió los labios y escribió «Pirata» en español.

Firmó al final del documento pero vaciló a la hora de escribir la fecha. Su padre le aseguró que había abierto la cuenta unos seis meses antes de la operación Sorohan, es decir en el mes de abril de 2000 según los cálculos de Harry. Apretó el bolígrafo y anotó la fecha correspondiente a aquel día: 14 de abril de 2009. Intentó dibujar el círculo del último nueve lo más grande posible. Con un poco de suerte se confundiría con un cero, un detalle que podría resultarle de ayuda más adelante.

Entregó a Glen la solicitud cumplimentada y Raymond regresó al despacho. Se dirigió al escritorio y colocó un fajo de papeles delante de Glen junto con una caja de abacá del tamaño y el grosor de una gran guía telefónica. Glen ordenó los documentos, devolvió a Harry los originales e introdujo el resto de hojas en la caja. Después firmó en la sección oficial al final del formulario, pidió a Harry que rubricara la copia de la fotografía de su pasaporte por detrás y la grapó al frente de la solicitud. Glen firmó la fotografía por delante y se salió de los márgenes para que quedara totalmente sellada en el documento. Raymond se acercó con intención de hacer lo mismo, pero Glen lo apartó con un gesto.

—Retira el café —le dijo.

Raymond dudó, pero finalmente acató las órdenes. Harry le pasó la taza con una sonrisa y dirigió la vista hacia Glen, que estaba sujetando los papeles dentro de la caja con una especie de pinzas con muelle. La primera hoja parecía una lista de los contenidos archivados, y Harry se fijó en cómo Glen marcaba cada entrada y escribía unas iniciales. Debió de advertir que la observaba, porque de repente le lanzó una mirada.

—Es su archivo de identificación personal —explicó—. Lo guardamos en nuestras cámaras acorazadas. Sólo Raymond y yo conocemos su identidad, y somos los únicos autorizados a acceder a estos documentos.

—¿Y qué pasaría si ambos abandonaran el banco?

Glen levantó una ceja.

—En ese improbable caso, se le asignaría la cuenta a otro gestor que tendría acceso al archivo. Él o ella autenticarían sus instrucciones por fax mediante su número de cuenta y la palabra de acceso.

Raymond intervino.

—Y como hemos incluido su fotografía, cuando venga a sacar dinero podremos identificarla con garantías.

—Ya veo. —Harry frunció el ceño. Intentaba descubrir algún punto débil en aquel sistema—. ¿Y si alguien asaltara las cámaras acorazadas?

Glen alzó ligeramente la barbilla.

—Le puedo asegurar que cumplen los requisitos de seguridad más estrictos y se encuentran exhaustivamente vigiladas por agentes de seguridad armados. Dudo mucho que eso pueda suceder.

Harry asintió con la cabeza y señaló el portátil.

—¿Y el sistema informático? ¿Qué sucedería si alguien accediera a él de forma ilegal?

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