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Authors: Otfried Preussler

Krabat y el molino del Diablo (18 page)

BOOK: Krabat y el molino del Diablo
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—No lo he conseguido —admitió apocado—. Y entonces, pasado un rato, lo he dejado y me he sentado. ¿Crees tú que el maestro me echará de su servicio?

—No tendrá ningún motivo para hacerlo —dijo Krabat.

Pronunció una fórmula mágica, y dibujó con la mano izquierda en el aire la estrella. Entonces el polvo que había en la cámara se levantó como si soplara el viento por los cuatro costados. Un penacho de polvo, blanco, salió tempestuoso por la puerta, por encima de la cabeza de Lobosch, hacia el bosque.

La cámara estaba completamente barrida, hasta la última mota de polvo. El muchacho se quedó con los ojos abiertos.

—¿Cómo se hace eso?

Krabat eludió la respuesta.

—Prométeme —dijo— que no se lo contarás a nadie... Y ahora vámonos a la casa, que, si no, se nos va a enfriar la sopa.

Por la noche, cuando el nuevo aprendiz ya se había ido a dormir, el molinero llamó a los mozos y a Witko para que fueran a verle al cuarto del maestro, y tal como habían procedido con Krabat la noche de Reyes del año anterior procedieron ahora con Witko, conforme al reglamento del molino y a los usos del gremio. Hanzo y Petar hablaron y respondieron en nombre de Witko ante el maestro, luego el pelirrojo fue absuelto. El maestro le rozó la coronilla y los hombros con el filo de la hachuela.

—En nombre del gremio, Witko...

Andrusch había dejado preparado en el zaguán un costal de harina vacío, con él le taparon la cabeza a Witko en cuanto el maestro les hizo salir, y llevaron a empujones al mozo de molino recién nombrado al cuarto de la molienda, para bautizarle en el oficio.

—¡Tened piedad de él! —les advirtió Hanzo—. ¡No os olvidéis de lo flaco que está!

—Flaco o no —le contradijo Andrusch— un mozo de molino no es un figurín: ¡tiene que ser capaz de aguantar! ¡Agarradle, hermanos, cumplamos con nuestro deber!

Zurraron y amasaron a Witko según era costumbre y tradición, pero Andrusch les pidió que pararan mucho antes de lo que lo habían hecho con Krabat.

Petar le quitó el costal a Witko, Staschko le embadurnó la cabeza con harina: ya estaba molido. Luego le agarraron y le tiraron tres veces por los aires.

Después tuvo que beber por ellos.

—¡A tu salud, hermano, buen provecho!

—¡Buen provecho, hermano!

El vino de aquella noche de Reyes no era peor que otras veces. A pesar de ello, en esta ocasión los mozos no pudieron ponerse contentos por culpa de Merten. Durante todo el día había hecho su trabajo en silencio, en silencio se había tomado las comidas, en silencio había estado mientras zurraban a Witko; ahora estaba sentado sobre una caja de harina, ajeno y rígido, como si se hubiera quedado petrificado, y no había manera de moverle a que rompiera su silencio.

—¡Eh! —le dijo Lyschko—. ¡Estás como si alguien te hubiera robado el alma! —dijo riéndose y tendiéndole un vaso lleno—. ¡Emborráchate, Merten!... ¡Al menos no nos agües la fiesta con esa cara de Viernes Santo que tienes!

Merten se levantó. Sin malgastar ni una palabra se acercó a Lyschko y le tiró el vino que tenía en la mano. Ambos se encontraron entonces frente a frente. Lyschko empezó a sudar, los mozos contuvieron la respiración.

En el cuarto de la molienda se hizo un silencio, un silencio sepulcral.

Entonces oyeron fuera, en el pasillo, unas suaves pisadas que se acercaban vacilantes. Todos, también Merten y Lyschko, miraron hacia la puerta y Krabat, que era el que más cerca estaba de ella, la abrió.

En el umbral apareció Lobosch, descalzo, en camisa, una manta echada por encima.

—¿Eres tú, Rey Negro?

—Sí..., soy yo —dijo Lobosch—. Me daba miedo estar tan solo en la buhardilla. ¿No os venís a dormir?

Cómo se vuela con alas

¡Qué Lobosch aquél! Desde el primer día les cayó bien a todos. Hasta el propio Merten era cariñoso con él aunque sólo le demostrara su amistad sin palabras: con un asentimiento en todo caso, una mirada, un ademán.

Con los demás, Merten seguía estando cerrado. Hacía su trabajo, se adaptaba al curso de los quehaceres diarios, no se enfadaba, no se oponía a ninguna orden, ya fuera del maestro o del oficial mayor..., pero no hablaba. Con nadie y en ningún momento. Incluso los viernes por la noche, cuando el maestro les preguntaba el
Grimorio,
Merten guardaba el silencio que se había impuesto desde el día de año nuevo. El maestro se lo tomaba con calma.

—Ya sabéis —les explicaba a los oficiales— que queda a vuestra elección si queréis esforzaros o no y cuánto por aprender las Ciencias Ocultas... ¡A mí me da lo mismo!

Krabat estaba preocupado por Merten. Tenía la sensación de que debía intentar hablar con él. Uno de los días siguientes se dio la circunstancia de que tuvo que ir con Petar y con él al granero, para aventar con la pala el grano. Casi ni habían empezado cuando subió Hanzo y se llevó a Petar a la caballeriza.

—¡Seguid vosotros solos mientras tanto! En cuanto se quede alguno libre abajo os lo mando para acá.

—Muy bien —dijo Krabat.

Esperó a que Hanzo se marchara con Petar y cerrara la puerta; luego dejó su pala para el grano en un rincón y poniéndole la mano en el hombro a Merten dijo:

—¿Sabes lo que me dijo a mí Michal?

Merten volvió la cara y le miró.

—Que los muertos, muertos están —dijo Krabat—. Me lo dijo dos veces, y la segunda vez añadió que a quien muere en el molino de Koselbruch se le olvida como si nunca hubiera existido; que sólo así pueden seguir viviendo los demás... y que hay que seguir viviendo.

Merten le había estado escuchando muy tranquilo. Entonces le agarró la mano a Krabat, que aún la tenía sobre su hombro. Se la bajó en silencio, después siguió con su trabajo.

Krabat no sabía qué hacer con Merten. ¿Cómo tenía que comportarse con él? Tonda seguro que le hubiera podido aconsejar, quizá Michal también. Ahora Krabat sólo dependía de sí mismo, y eso no era fácil.

¡Tener a Lobosch era una suerte!

Al pequeño no le iba ni mucho menos mejor que a todos los aprendices que le habían precedido. Apenas hubiera sido capaz de superar la primera etapa en el molino si Krabat no le hubiera ayudado... y Krabat le ayudaba.

Sabía apañárselas para coincidir con él de vez en cuando mientras trabajaban..., no demasiado a menudo, y como si le hubiera llevado hasta allí el puro azar. Se plantaba junto a él, cambiaban un par de palabras, ponía la mano sobre el muchacho y le infundía fuerzas: siguiendo el ejemplo de Tonda, y tal como lo había aprendido un viernes por la noche.

—¡Pero que no se te note! —le había encarecido a Lobosch—. Procura que el maestro no se entere y Lyschko tampoco, que se lo chiva todo.

—¿Está prohibido que me ayudes? —le había preguntado Lobosch—. ¿Qué pasaría si alguien descubriera que lo haces?

—De eso tú —había respondido Krabat— no tienes por qué preocuparte. ¡Lo principal es que no te delates!

Lobosch, por pequeño que fuera, había comprendido al instante qué era lo que había que hacer. Representaba con mucha habilidad su papel, con el que sólo ellos dos sabían que les estaba haciendo creer a los demás algo que en realidad sólo era la mitad de malo. Con cada cosa que hacía gemía y jadeaba de tal manera que daba lástima. No había noche que no se fuera de la mesa al catre, apenas capaz de subir a duras penas la escalera de la buhardilla; no había mañana que ya en el desayuno no pareciera tan cansado como si se fuera a caer de la silla de un momento a otro.

Sin embargo, no solamente era un chico listo y un excelente actor: eso quedó demostrado dos semanas más tarde cuando Krabat llegó mientras Lobosch se afanaba detrás del molino en quitar un montón de hielo a base de pico.

—Quiero preguntarte algo —empezó a decir el pequeño—. ¿Me responderás?

—Si puedo... —dijo Krabat.

—Me estás ayudando desde que estoy aquí en el molino —dijo Lobosch—, y me ayudas a escondidas del maestro porque tú, si no, te llevarías una buena bronca... Eso es verdad, no hace falta ser muy listo para darse cuenta...

—¿Era eso —le interrumpió Krabat— sobre lo que me querías preguntar?

—No —dijo Lobosch—, la pregunta viene ahora.

—¿Y es?

—Dime cómo puedo agradecerte tu ayuda.

—¿Agradecerme? —repuso Krabat, que iba a hacerle un gesto de que lo dejara...; pero luego se lo pensó mejor—. Algún día —dijo— te hablaré de mis amigos, de Tonda y de Michal, los dos han muerto. Con que me escuches consideraré que me lo habrás agradecido lo suficiente.

A eso de finales del mes de enero empezó a deshelar, tan violenta como inesperadamente. El día anterior había hecho aún un frío terrible en Koselbruch; aquel día, sin embargo, estaba soplando alrededor de la casa desde primeras horas de la mañana el viento del oeste, demasiado cálido para aquella época del año. Y brilló el sol, y la nieve se derritió en pocos días de una forma sorprendente. Sólo aquí o allá, en una zanja, en una hondonada, en las huellas de algún carruaje, quedaban un par de raídos restos grises. Pero, ¿qué era eso en comparación con el marrón de los prados, con el negro de los montículos hechos por los topos, con los primeros destellos verdes bajo la hierba marchita?

—¡Hace tiempo —decían los mozos del molino— de Semana Santa!

A cada día que pasaba el cálido viento del oeste afectaba cada vez más a los muchachos. Les volvía cansados y volubles, o como Andrusch decía: «como borrachos».

Durante aquel tiempo dormían intranquilos, tenían pesadillas y hablaban en voz alta en sueños. Algunas veces estaban mucho tiempo despiertos dando vueltas de un lado a otro en sus jergones de paja. El único que no se movía nunca era Merten, que estaba rígido en su catre y no hablaba ni en sueños.

En aquellos días Krabat pensó en la cantora. Se había propuesto hablar con ella en Semana Santa. Hasta entonces, bien lo sabía, quedaba aún bastante tiempo. A pesar de ello la idea no se le iba de la cabeza estuviera donde estuviera.

Las últimas noches se había marchado en sueños dos o tres veces a ver a la cantora, pero nunca había llegado hasta ella porque siempre se lo había impedido algo..., algo de lo que después no se podía acordar.

¿Qué había sido? ¿Qué era lo que le había detenido?

Del principio del sueño se acordaba con toda claridad. Había aprovechado el momento propicio para salir corriendo del molino, sin que nadie le viera, sin que nadie se diera cuenta. No cogía el camino de siempre hacia Schwarzkollm, elegía el sendero que cruzaba los pantanos, aquel por el que Tonda le había llevado aquella vez que regresaban a casa después de extraer turba. Hasta ahí todo estaba claro, pero ya no sabía qué pasaba después. Eso le atormentaba.

Una noche que estaba acostado en el catre y le había despertado el ulular del viento estuvo cavilando de nuevo sobre ello. Con obstinación repitió en su mente el principio del sueño, una tercera vez, una cuarta, una sexta hasta que se quedó dormido. Y en esta ocasión consiguió por fin soñar el sueño hasta el final.

Krabat ha salido corriendo del molino. Aprovechando un momento propicio se ha ido de la casa a escondidas, sin que nadie le haya visto, sin que nadie se haya dado cuenta. Quiere ir a Schwarzkollm, a ver a la cantora, pero no coge el camino de siempre, elige el sendero que cruza los pantanos, aquel por el que Tonda le llevó aquella vez que regresaban a casa después de extraer turba.

Ya fuera, en los pantanos, se siente de repente inseguro. Se ha levantado niebla, no le deja ver. Krabat sigue avanzando a tientas, sobre un terreno inestable.

¿Ha perdido el sendero?

Nota cómo el lodo se le va pegando a las suelas, cómo se va hundiendo cada vez más con cada paso que da, hasta el empeine, luego hasta los tobillos, poco después hasta media pantorrilla. Debe de haberse metido en un agujero del pantano. Cuanto más se esfuerza por poner nuevamente el pie en terreno firme, más rápidamente se hunde.

El pantano está frío como la muerte misma, una viscosa y pegajosa masa negra. Siente cómo le envuelve las rodillas, luego los muslos, las caderas: pronto estará perdido.

Entonces empieza, mientras aún tiene libre el pecho, a gritar pidiendo ayuda. Sabe que eso no tiene mucho sentido. ¿Quién va a oírle allí fuera? A pesar de todo, grita y grita todo lo que le dan de sí los pulmones.

—¡Socorro! —grita—. ¡Salvadme que me hundo, salvadme!

La niebla se ha hecho más densa. Por eso Krabat no advierte a las dos figuras hasta que no están tan sólo a unos pocos pasos de él. Le parece reconocer que vienen hacia él Tonda y Michal.

—¡Alto! —les grita—. ¡Deteneos! ¡Ahí hay un agujero!

Las dos figuras que están en medio de la niebla se funden en una sola, es muy extraño. La figura en la que ambas se han unido le lanza entonces una cuerda, que lleva bien atada una traviesa en su extremo anterior. Krabat echa mano de ella, se agarra fuerte a la traviesa, luego siente cómo la figura, tirando de la cuerda, le saca del cenagal hasta terreno firme.

Va todo más rápido de lo que Krabat había creído. Ahora está de pie ante su salvador y va a darle las gracias.

—No hay de qué —dice Juro... y es entonces cuando Krabat se da cuenta de que el que le ha ayudado a salir es él—. La próxima vez que quieras ir a Schwarzkollm sería mejor que fueras volando.

—¿Volando? —pregunta Krabat—. ¿Qué quieres decir?

—Pues... volando, como se vuela con alas.

Eso es todo lo que contesta Juro, luego se lo traga la niebla.

«Volando —piensa Krabat—. Volando con alas.» Le sorprende que no se le haya ocurrido a él esa idea.

Se transforma en un instante en un cuervo, igual que hace todos los viernes, extiende las alas y se eleva del suelo y pone rumbo a Schwarzkollm.

En el pueblo brilla el sol. A sus pies ve a la cantora, que está en la fuente de abajo, con una bandeja de paja en la mano, dando de comer a las gallinas... Entonces le roza una sombra, el grito de un azor le penetra en el oído. Luego oye un zumbido, un silbido, en el último momento gira bruscamente a la derecha en un ángulo muy forzado.

El azor no le alcanza por un pelo, da en el vacío.

Krabat sabe que se está jugando la vida. Como una flecha, con las alas replegadas se precipita hacia el suelo. Aterriza junto a la cantora, entre la multitud de gallinas, que se desbanda. Una vez ya en el suelo cobra figura humana, ahora ya está a salvo.

Parpadeando, levanta la vista al cielo. El azor se ha ido, ha desaparecido, quizá haya cambiado de rumbo.

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