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Authors: Otfried Preussler

Krabat y el molino del Diablo

BOOK: Krabat y el molino del Diablo
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Una historia de aventuras, magia y ocultismo.

Krabat es un adolescente huérfano que se busca la vida mendigando de pueblo en pueblo. Cuando, en sueños, una voz le insta a dirigirse a un viejo molino, piensa que no tiene nada que perder. Allí, el molinero inicia a Krabat y a otros aprendices en el arte de la magia negra. Pero todos los seres demoníacos exigen un alto precio por lo que ofrecen: el alma, la libertad e incluso la vida. ¿Hay algún modo de luchar contra lo sobrenatural? ¿Cómo puedes defenderte de alguien que controla tu pensamiento, tu voluntad e incluso tus sueños? Atrapado en esa infernal pesadilla, Krabat no se resigna a acabar como sus compañeros…

Otfried Preussler

Krabat y el molino del Diablo

ePUB v2.0

Johan
27.05.11

EL PRIMER AÑO
El molino de Koselbruch

Era la época comprendida entre año nuevo y el día de Reyes. Krabat, un muchacho que tenía por entonces catorce años, se había unido a otros dos jóvenes pordioseros lusacianos, y aunque Su Serenísima Excelencia, el Príncipe Elector de Sajonia, había prohibido bajo pena mendigar y vagabundear en los territorios de Su Excelencia (lo que, afortunadamente, los jueces y el resto de los magistrados no aplicaban con excesivo rigor), iban recorriendo de pueblo en pueblo la región de Hoyerswerda disfrazados de Reyes Magos: las coronas reales eran coronas de paja que llevaban alrededor de la gorra; y uno de ellos, el pequeño y alegre Lobosch de Maukendorf, hacía de rey negro y todas las mañanas se embadurnaba completamente de hollín. Llevaba con orgullo por delante de ellos la estrella de Belén que Krabat había clavado a una vara.

Cuando llegaban a un caserío colocaban a Lobosch en el centro y cantaban «¡Hosanna al Hijo de David!». Bueno..., realmente Krabat lo único que hacía era abrir los labios sin decir nada, pues estaba cambiando la voz. En cambio las otras dos «Altezas» elevaban mucho la voz, de modo que todo quedaba compensado.

Muchos campesinos habían matado un cerdo por año nuevo y agasajaban a «Sus Majestades» los Reyes de Oriente con salchichas y tocino en abundancia. En otros sitios había manzanas, nueces y ciruelas pasas, a veces rebanadas de pan con miel y mantecados, panecillos de anís y bollitos de canela.

—¡Qué bien empieza el año! —dijo Lobosch la tarde del tercer día—. ¡Podía seguir así todo hasta noche vieja!

Sus otras dos «Majestades» asintieron solemnemente y suspiraron.

—¡Por nuestra parte estaríamos muy a gusto!

La noche siguiente la pasaron en el granero de la herrería de Petershain; allí fue donde Krabat tuvo por primera vez aquel extraño sueño.

Once cuervos estaban posados en una barra y le miraban. Vio que en la barra quedaba un sitio libre, en el extremo de la izquierda. Entonces oyó una voz. La voz sonó ronca, parecía venir por los aires, de muy lejos, y le llamó por su nombre. Él no se atrevió a contestar. «¡Krabat!», resonó por segunda vez... y luego una tercera: «¡Krabat!». Luego, la voz dijo: «¡Ven al molino de Schwarzkollm, que no será en perjuicio tuyo!». Acto seguido los cuervos se elevaron por encima de la barra y graznaron: «¡Obedece la voz del maestro, obedécela!».

Krabat entonces se despertó. «¡Hay que ver qué cosas sueña uno!», pensó, se echó sobre el otro lado y se volvió a dormir. Al día siguiente siguió su camino con sus compañeros y cuando se acordó de los cuervos se rió.

Sin embargo, el sueño se repitió a la noche siguiente. Nuevamente la voz le llamó por su nombre y nuevamente graznaron los cuervos: «¡Obedécela!». Eso le dio que pensar a Krabat. A la mañana siguiente le preguntó al campesino en cuya casa habían pasado la noche si conocía un pueblo que se llamaba Schwarzkollm o algo parecido.

El campesino recordaba haber oído ese nombre.

—Schwarzkollm... —dijo reflexionando—. Sí, sí..., en el bosque de Hoyerswerda, en el camino que va a Leippe: allí hay un pueblo que se llama así.

La vez siguiente los tres Reyes Magos pasaron la noche en Gross-Partwitz. También allí volvió a tener Krabat el sueño de los cuervos y de la voz que parecía venir por los aires; y todo se desarrolló igual que la primera vez y la segunda. Entonces decidió seguir aquella voz. Al amanecer, cuando sus compañeros aún dormían, salió a hurtadillas del granero. En el portón del caserío se encontró a la sirvienta, que iba a la fuente.

—Despídete de los dos de mi parte —le encargó—. Diles que me he tenido que marchar.

Krabat fue preguntando de pueblo en pueblo. El viento le arrojaba copos de nieve al rostro y cada pocos pasos tenía que detenerse a secarse los ojos. En el bosque de Hoyerswerda se perdió y necesitó dos horas enteras para encontrar de nuevo el camino de Leippe. Y, así, no alcanzó su destino sino cuando ya se estaba haciendo de noche.

Schwarzkollm era un pueblo como los demás pueblos rurales: largas hileras de casas y de graneros a ambos lados del camino, que estaba completamente cubierto de nieve; penachos de humo sobre los tejados; humeantes montones de estiércol; mugidos del ganado. En el estanque de los patos había unos niños patinando sobre hielo con un fuerte griterío.

Krabat buscó con la vista algún molino. En vano. Un hombre viejo que llevaba un haz de leña menuda venía calle arriba, y a él le preguntó.

—En el pueblo no tenemos ningún molino —fue la respuesta que obtuvo.

—¿Y en las cercanías?

—Si te refieres a
ése... —
dijo el viejo indicando con el pulgar por encima del hombro—. En Koselbruch, atrás, a orillas del Lago Negro hay uno, pero... —se interrumpió como si ya hubiera dicho demasiado.

Krabat le dio las gracias por la información y se volvió hacia la dirección que el viejo le había indicado. Cuando sólo había dado unos pocos pasos alguien le tiró de la manga; cuando se dio la vuelta vio que era el hombre del haz de leña.

—¿Qué pasa? —preguntó Krabat.

El viejo se acercó y dijo con gesto medroso:

—Quisiera prevenirte, muchacho. Evita Koselbruch y el molino de Aguas Negras, aquello no es seguro...

Krabat vaciló por un instante, pero luego dejó plantado al viejo y siguió su camino, saliendo del pueblo. Se hizo rápidamente de noche; debía tener cuidado de no perder el sendero y tiritaba de frío. Al volver la cabeza vio que allí de donde venía se encendía una luz aquí y otra allá.

¿No sería más sensato regresar?

—¡Nada de eso! —gruñó Krabat subiéndose el cuello de la chaqueta—. ¿Acaso soy un niño pequeño? Mirar no cuesta nada.

Krabat anduvo un trecho por el bosque dando traspiés como un ciego, luego llegó a un claro. Cuando se dispuso a salir de debajo de los árboles las nubes se abrieron bruscamente, apareció la luna, todo quedó sumergido de repente en una fría luz.

Krabat vio entonces el molino.

Estaba allí ante él, escondido entre la nieve, oscuro, amenazador, un poderoso y malvado animal que estaba acechando su presa.

«Nadie me obliga a ir allí», pensó Krabat. Luego se sacudió el miedo del cuerpo, hizo acopio de todo su valor y salió de las sombras del bosque a campo abierto. Caminó resuelto hacia el molino, encontró la puerta de la casa cerrada y llamó.

Llamó una vez, llamó dos: allí dentro nada se movió. No ladró ningún perro, no crujió ninguna escalera, no tintineó ningún manojo de llaves..., nada. Krabat llamó por tercera vez, tan fuerte que se hizo daño en los nudillos.

De nuevo todo permaneció en silencio en el molino. Entonces, decidió probar, empujó el picaporte hacia abajo: la puerta se abrió, no tenía echado el cerrojo y entró en el zaguán.

Un silencio sepulcral y una profunda oscuridad le recibieron. Más atrás, sin embargo, al final del pasillo, algo como un débil resplandor. Tan sólo el resplandor de un resplandor.

—Donde hay luz también debe de haber gente —se dijo Krabat.

Con los brazos extendidos hacia delante siguió tanteando. La luz salía —según pudo ver conforme se iba acercando— de una rendija de la puerta que cerraba el pasillo por la parte posterior. Le pudo la curiosidad, se deslizó de puntillas hasta la rendija y escudriñó a través de ella.

Su mirada topó con una oscura estancia iluminada por el resplandor de una única vela. La vela era roja. Estaba pegada sobre una calavera encima de la mesa que ocupaba el centro de la habitación. Detrás de la mesa estaba sentado un hombre corpulento, vestido de oscuro, de rostro muy pálido, como si se lo hubiera encalado; un parche negro le tapaba el ojo izquierdo. Encima de la mesa, delante de él, había un grueso libro forrado en cuero que colgaba de una cadena; lo estaba leyendo.

Levantó entonces la cabeza y miró fijamente hacia allí, como si hubiera advertido la presencia de Krabat tras la rendija de la puerta. Aquella mirada le penetró hasta los tuétanos al muchacho. El ojo empezó a escocerle, empezó a llorar y la imagen de la estancia se le volvió borrosa.

Krabat se frotó el ojo..., entonces notó como por detrás una mano gélida se le ponía encima del hombro, sintió la frialdad a través de la chaqueta y de la camisa. Al mismo tiempo oyó una voz ronca que decía en lusaciano:

—¡Ya estás aquí!

Krabat se sobrecogió, conocía aquella voz. Cuando se dio media vuelta se encontró frente a aquel hombre..., el hombre del parche en el ojo.

¿Cómo había llegado hasta allí tan de súbito? Por la puerta seguro que no había salido.

El hombre llevaba una vela encendida en la mano. Examinó en silencio a Krabat, luego adelantó la barbilla y dijo:

—Yo soy aquí el maestro. Podrás ser mi aprendiz, necesito uno. ¿Te gustaría, no?

—Sí me gustaría —se oyó Krabat responder a sí mismo. Su voz sonó extraña, como si no tuviera nada que ver con la suya..

—¿Y qué es lo que quieres que te enseñe? ¿A moler... o también todo lo demás? —Quiso saber el maestro.

—Lo demás también —dijo Krabat.

El molinero le tendió entonces la mano izquierda.

—¡Chócala!

En el momento en que se dieron el apretón de manos se oyó un sordo estrépito y gran ajetreo en la casa. Parecía proceder de las profundidades de la tierra. El suelo osciló, las paredes empezaron a temblar, las vigas y los pilares se estremecieron.

Krabat pegó un grito, quiso salir corriendo —«¡tengo que salir de aquí como sea!»—, pero el maestro le cerró el paso.

—¡Es el molino! —gritó haciendo bocina con las manos—. ¡Es que ha empezado de nuevo a moler!

Once y uno

El maestro le indicó a Krabat que le acompañara. Sin decir una palabra alumbró al muchacho por la empinada escalera de madera que conducía a la buhardilla, donde tenían su dormitorio los ayudantes del molinero. A la luz de la vela, Krabat reconoció doce catres bajos con jergones de paja, seis a un lado del pasillo central y seis al otro; junto a cada uno de ellos un armario estrecho y un taburete de madera de pino. Sobre los jergones de paja había mantas arrugadas, en el pasillo un par de escabeles volcados, también camisas y polainas aquí y allá.

Al parecer a los ayudantes del molinero les habían sacado precipitadamente de la cama, para que se pusieran al trabajo.

Un solo sitio para dormir estaba intacto, el maestro señaló el hato de ropa que había a los pies del catre.

—¡Ahí tienes tus cosas!

Luego se dio media vuelta y se alejó llevándose la luz.

Krabat se quedó allí de pie en medio de la oscuridad. Empezó a desnudarse lentamente. Cuando se quitó la gorra de la cabeza rozó con la punta de los dedos la corona de paja: ¡Ah, sí, hasta el día anterior él había sido uno de los tres Reyes Magos!... ¡Qué lejano estaba ya todo aquello!

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