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Authors: Otfried Preussler

Krabat y el molino del Diablo (6 page)

BOOK: Krabat y el molino del Diablo
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—¡Tonda! —exclama—. ¡Mira esto!

De un salto está en la plataforma, luego se descarga el costal del hombro, lo agarra por sus dos extremos y antes de vaciarlo en el sacudidor lo agita por los aires con gritos de «¡viva!» como si en vez de grano estuviera lleno de plumas.

Los mozos del molino parecen transformarse, alzan los brazos, se ríen, se golpean los muslos. Ni siquiera el propio Kito, siempre quejica, es una excepción.

Krabat quiere ir al granero a por otro costal.

—¡Alto! —exclama el oficial mayor—. ¡Para! ¡Ya está bien!

Filtran el trigo, luego Tonda detiene el mecanismo.

—¡Se acabó por hoy!

Un crujido, un tableteo final, la rueda del molino se para, se sacuden los cajones de la harina.

—¡Hermanos! —exclama Staschko—. ¡Vamos a celebrarlo!

De repente hay allí vino, en grandes jarras, y Juro lleva pastelillos de Pascua para acompañar: hechos con manteca de cerdo, de dorado color marrón y dulces, rellenos de leche cuajada o de compota de ciruela.

—¡Comed, hermanos, comed! ¡Y no olvidéis el vino!

Comen, beben, se cuidan bien. Más tarde, Andrusch empieza a cantar, en voz alta y muy alegre. Se tragan entonces sus pastelillos y los rocían con vino tinto. Luego se colocan en círculo, se cogen de los brazos y llevan el ritmo con los pies.

¡El molinero estaba sentado

a la puerta del molino,

klabuster, klabaster,

klabumm!

¡Llegó un mozo muy fino,

klabuster, klabaster,

un mozo muy fino,

klabuster, klabaster,

klabumm!

Lo de «klabuster-klabaster» lo cantaron los muchachos a coro, luego Hanko entonó la siguiente estrofa y así siguieron cantando cada uno cuando le tocaba el turno y bailando en círculo, ora hacia la izquierda, ora hacia la derecha, ora hacia el centro, ora hacia afuera.

Finalmente, como era natural dado que era el más joven, le tocó el turno a Krabat. Entonces cerró los ojos y cantó el final de la canción:

¡Pero el mozo no era

un majadero,

klabuster, klabaster,

klabumm!

¡Le retorció el pescuezo

al molinero,

klabuster, klabaster,

al molinero,

klabuster, klabaster,

klabumm!

Entonces dejaron de bailar y empezaron de nuevo a beber. Kubo, que normalmente era tan callado, se llevó aparte al muchacho, le dio palmadas en los hombros.

—Tienes una bonita voz, Krabat. Contigo se ha perdido un cantor.

—¿Conmigo? —preguntó Krabat y ahora que Kubo le había hablado de ello se había dado cuenta de lo que había ocurrido: que ahora podía volver a cantar, con una voz más grave, bien es cierto, pero firme y segura y sin aquel molesto picor en la garganta que le atormentaba desde principios del último invierno.

El Lunes de Pascua los ayudantes del molinero reanudaron su trabajo habitual. Seguían el ritmo de siempre, sólo que Krabat ya no tenía que matarse trabajando como antes. Fuera lo que fuera lo que exigiera de él el maestro, ahora el joven podía hacerlo con gran facilidad. Los tiempos en los que noche tras noche caía en su catre medio muerto de agotamiento parecían haber quedado atrás.

Krabat agradeció el cambio. Podía imaginarse cómo había llegado a producirse. En la primera ocasión en que se encontró a solas con Tonda le habló de ello.

—Tienes razón —dijo Tonda—. Mientras aún llevábamos la marca en la frente tuvimos que trabajar como mulas, justo hasta que al último de nosotros se le borró con el sudor. A partir de ahora el trabajo nos resultará más fácil, en tanto lo hagamos desde por la mañana hasta por la tarde, a lo largo de todo el año.

—¿Y cuando no? —preguntó Krabat—. Quiero decir: ¿después de acabar la jornada?

—Entonces no —dijo Tonda—. Entonces tendremos que apañárnoslas por nosotros mismos. ¡Pero por eso puedes estar tranquilo, Krabat! Primero no es muy frecuente que tengamos que levantarnos de la cama por la noche y, segundo, eso se puede soportar.

De la víspera de Pascua y de la aflicción de Tonda por su muchacha no volvieron a hablar nunca más, ni siquiera mediante insinuaciones. Y sin embargo, Krabat creía saber dónde había estado Tonda cuando estaba sentado como muerto junto al fuego con la vista perdida en la lejanía. Cada vez que Krabat pensaba en la historia de Worschula se acordaba inmediatamente de la cantora, o más bien de su voz, tal como la había oído en aquella ocasión, procedente de Schwarzkollm, a medianoche. Eso le producía extrañeza, y hubiera querido olvidarlo, pero no podía.

Una vez a la semana, los viernes, los muchachos del molino se congregaban después de la cena ante la cámara negra, se transformaban en cuervos (también Krabat aprendió pronto a hacerlo) y se posaban en la barra. El maestro les leía cada vez un capítulo del
Grimorio,
tres veces de principio a fin, luego tenían que repetirlo, sin importar qué y cuánto habían memorizado: en esa cuestión el maestro no era meticuloso.

Krabat se esforzaba con ahínco en retener en la memoria todo lo que el maestro les enseñaba: a cambiar el tiempo gracias a un conjuro, a alejar el pedrisco, a afianzar y manejar balas embrujadas, a hacerse invisible, el arte de irse-de-sí-mismo, y todo lo que tocara. A lo largo del día durante el trabajo y por la noche antes de acostarse repetía incansable los textos y las fórmulas para memorizarlas bien.

Y es que entretanto Krabat había comprendido una cosa: el que estaba versado en el arte de las artes ganaba poder sobre otros seres humanos; y ganar poder —tanto como tenía el maestro, si no más— le parecía un alto objetivo; por eso aprendía y aprendía y aprendía.

Dos semanas después de Semana Santa, a los mozos del molino les sacaron una noche de la cama. El maestro estaba de pie en la puerta del dormitorio, con una luz en la mano.

—¡Hay trabajo, viene el compadre, moveos, moveos!

Krabat con las prisas no encontró sus zapatos, descalzo siguió corriendo a los otros, fuera del molino.

Había luna nueva, la noche era tan negra que los mozos del molino no veían lo que tenían delante de sus propias narices. En medio del barullo general alguien le pisó a Krabat los dedos del pie con sus zuecos.

—¡Eh! —exclamó el muchacho—. ¡Ten cuidado dónde pisas, camello!

Una mano entonces le tapó la boca.

—¡Ni una palabra más! —susurró Tonda.

El muchacho se dio cuenta de que ninguno de los otros había hablado desde que les habían despertado. Y siguieron sin decir nada durante el resto de la noche; Krabat hizo lo mismo.

Pudo imaginarse qué tipo de trabajo les esperaba. Pronto llegó a toda velocidad en su carruaje el extraño, con la flameante pluma de gallo en el sombrero. Los muchachos se precipitaron hacia el coche, descubrieron el toldo negro y empezaron a llevar los costales hasta la casa... al «juego muerto», en el rincón más alejado del cuarto de la molienda.

Todo era como hacía cuatro semanas, cuando Krabat había estado observando a los muchachos por el tragaluz, sólo que el maestro en esta ocasión se subió al asiento del coche junto al extraño. Hoy era él el que hacía restallar el látigo: tan cerca de sus cabezas que los muchachos se encogían al sentir la ráfaga de aire.

Krabat ya casi se había olvidado de lo duro que era cargar costales así de llenos, y lo rápidamente que perdía uno el resuello. «¡Recuerda que eres un alumno!»

Cuanto más rumiaba las palabras del maestro, peor le sabían.

El látigo restalló, los muchachos corrieron, la rueda del molino se puso en marcha, y el matraqueo y el lloriqueo del «juego muerto» llenó la casa. ¿Qué contendrían los costales? Krabat echó un vistazo al sacudidor. Bajo la escasa luz de la linterna que se balanceaba colgada del techo no se podía distinguir mucho. ¿Eran bostas de caballo lo que estaba echando dentro? ¿Eran piñas de pino silvestre? También podían ser piedras, piedras redondas, cubiertas de una sucia costra.

El muchacho no tuvo tiempo de mirar con más detalle, Lyschko llegó jadeando con el siguiente costal. Dándole un codazo en las costillas apartó a Krabat a un lado.

Michal y Merten se habían apostado en la salida del cajón de la molienda, llenaban los costales vacíos del producto recién molido y los ataban con una cuerda. Todo continuó igual que la otra vez. Con el primer canto del gallo el carro estaba de nuevo completamente lleno, el toldo estaba echado y bien amarrado. El extraño agarró el látigo y... ¡ea!, salió a toda velocidad con el carruaje: tan rápido que al maestro apenas le quedó tiempo para saltar de él sin romperse la crisma.

—¡Ven! —le dijo Tonda a Krabat.

Mientras los demás muchachos desaparecían en el interior de la casa ellos dos subieron hasta el estanque para cerrar la esclusa. Oyeron cómo abajo la rueda del molino se paraba y todo se quedaba en silencio; sólo el gallo cantaba, y las gallinas cacareaban.

—¿Viene a menudo? —preguntó Krabat señalando con la cabeza en la dirección por la que el vehículo había desaparecido en la niebla.

—Siempre que hay luna nueva —dijo Tonda.

—¿Tú sabes quién es?

—Sólo el maestro lo sabe. Él le llama compadre... y le teme.

Lentamente bajaron al molino caminando por los prados, húmedos por el rocío.

—Hay algo que no entiendo —dijo Krabat antes de que entraran en la casa—. La última vez que estuvo aquí el extraño el maestro también trabajó, pero hoy...

—En aquella ocasión —dijo el oficial mayor— tuvo que entrar para completar la docena. Pero desde Semana Santa ya estamos otra vez al completo en la Escuela Negra. Ahora puede permitirse el lujo de pasarse las noches de luna nueva haciendo restallar el látigo.

Blaschke, el boyero de Kamenz

A veces el maestro mandaba a los mozos del molino por parejas o en pequeños grupos al campo con algún encargo para darles la oportunidad de aplicar los conocimientos que habían adquirido en la Escuela Negra.

Una mañana Tonda se acercó a Krabat y le dijo:

—Hoy tengo que ir con Andrusch al mercado de ganado de Wittichenau. Si te quieres venir..., el maestro está de acuerdo.

—¡Muy bien! —dijo Krabat—. ¡Por una vez algo diferente al eterno moler y moler!

Tomaron el camino forestal que desembocaba en la carretera a la altura de las casas del pequeño lago de Neudorf. Era un hermoso y soleado día de julio. En las ramas graznaban los grajos, se oía el picoteo de un pájaro carpintero, enjambres de abejas y de abejorros llenaban las matas de frambuesas con sus zumbidos.

Krabat se dio cuenta de que Tonda y Andrusch ponían la misma cara que si fueran a una romería. Aquello no podía deberse únicamente al buen tiempo. Andrusch al fin y al cabo era un tipo divertido y estaba siempre de buen humor, pero que Tonda fuera silbando muy contento parecía extraño. Entretanto iba haciendo restallar el nervio de buey.

—Debes de estar practicando —dijo Krabat— para saber hacerlo luego en el camino de vuelta, ¿no?

—¿En el camino de vuelta?

—Me parece que tenemos que comprar un buey en Wittichenau, ¿no?

—Al contrario —dijo Tonda.

En ese momento se oyó detrás del muchacho un «¡muuuu!». Al darse la vuelta vio que justo donde hacía un momento estaba Andrusch había ahora un gordo buey, de color rojo, con una piel suave, que le miraba amistosamente.

—¡Eh! —dijo Krabat frotándose los ojos.

Tonda de pronto tampoco estaba. En su lugar estaba un viejo y pequeño campesino lusaciano, con alpargatas en los pies, los pantalones de lino sujetos por los tobillos por atrás con correas, una cuerda en torno a la blusa, la gorra grasienta, el borde de piel muy raído.

—¡Eh! —dijo Krabat por segunda vez; entonces alguien le tocó en el hombro y se rió.

Cuando Krabat volvió la cabeza vio nuevamente a Andrusch.

—¿Donde te has metido, Andrusch? ¿Y adónde ha ido a parar el buey que estaba ahora mismo ahí donde tú estás?

—¡Muuuu! —dijo Andrusch con voz de buey.

—¿Y Tonda?

Ante los ojos de Krabat el campesino se transformó de nuevo en Tonda.

—Ah... o sea, que era eso, ¿no? —dijo el muchacho.

—Sí —dijo Tonda—, eso era. Vamos a causar sensación con Andrusch en el mercado de ganado.

—¿Le vas a... vender?

—El maestro así lo desea.

—¿Y si sacrifican a Andrusch?

—¡No tengas ningún miedo! —aseguró Tonda—. Si vendemos a Andrusch no tenemos más que quedarnos con la cuerda de la cabeza con la que le llevamos: así podrá transformarse de nuevo en el momento que quiera y en la figura que quiera.

—¿Y si soltamos la cuerda?

—¡Ni se os ocurra! —exclamó Andrusch—. Entonces tendría que seguir siendo un buey y comer heno y paja por el resto de mis días. ¡Tenedlo muy presente y no me hagáis desgraciado!

Tonda y Krabat despertaron asombro y admiración con su buey en el mercado de ganado de Wittichenau. Los tratantes de ganado llegaron rápidamente de todas partes y se agruparon a su alrededor. También se acercaron un par de vecinos de la ciudad y algunos campesinos que ya habían convertido en dinero sus cerdos y sus vacas. Un buey tan gordo como aquél no se veía todos los días: ¡había que hacerse con él antes de que otro se llevara aquel hermoso animal delante de las propias narices!

—¿Cuánto cuesta este animal?

Los tratantes de ganado le hablaban a Tonda por todas partes, le interpelaban a voces. Krause, el carnicero de Hoyerswerda, ofreció por Andrusch quince gulden, el encorvado Leuschner, de Königsbrück, dieciséis.

Tonda sacudió la cabeza ante aquellas ofertas.

—Demasiado poco —declaró.

¿Demasiado poco? ¡Debía de estar mal de la cabeza! ¿Es que les estaba tomando por tontos?

«Tontos o no —pensó Tonda—, de eso los que más deben saber son estos señores mismos.»

—Está bien —dijo Krause, el de Hoyerswerda—, te daré dieciocho.

—Por dieciocho gulden prefiero quedármelo yo —gruñó Tonda.

Tampoco se lo dio a Leuschner, el de Königsbrück, por diecinueve, ni a Gustav Neubauer, el de Senftenberg por veinte.

—¡Pues entonces os podéis ir a hacer gárgaras tú y tu buey! —le increpó Krause el carnicero; y Leuschner se dio unos golpecitos en la frente y exclamó:

—¡Debo de ser tonto para arruinarme de esta manera! ¡Te ofrezco veintidós, y es mi última palabra!

Parecía como si el trato hubiera quedado cerrado. Entonces se abrió paso entre la multitud, resoplando a cada paso como una morsa, un hombre desmesuradamente gordo. Su cara de rana con sus redondos ojos saltones brillaba por el sudor. Llevaba un frac verde adornado con botones de plata, una ostentosa cadena de reloj sobre el rojo chaleco de seda, y en el cinturón, bien visible para todos, un repleto portamonedas.

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