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Authors: Otfried Preussler

Krabat y el molino del Diablo (3 page)

BOOK: Krabat y el molino del Diablo
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Caminos en sueños

Krabat ya se había fugado en una ocasión: poco después de la muerte de sus padres, que habían muerto el año anterior de viruela; el párroco entonces le había acogido en su casa para que, como él decía, no se abandonara a una vida licenciosa...; y no era que él tuviera nada en contra del señor párroco y de su esposa, que ya desde siempre habían deseado tener un muchacho en casa, pero para alguien como Krabat que había pasado su vida en una pequeña y miserable choza de la vaquería de Eutrich..., para alguien como él era difícil acostumbrarse a vivir en la casa de un párroco: portarse bien desde la mañana hasta la noche, no decir palabrotas y no pelearse, ir por ahí con camisas blancas, con el cuello bien lavado, nunca descalzo, con las manos limpias y las uñas de los dedos bien arregladas... y además de todo eso hablar alemán todo el tiempo. ¡Alemán y no dialecto!

Krabat lo había intentado con todas sus fuerzas, una semana, dos; luego se fugó de la casa de los párrocos y se unió a los jóvenes pordioseros. No estaba descartado tampoco que se quedara en el molino de Koselbruch eternamente.

«Pero —decidió, relamiéndose después del último bocado, ya medio dormido—, si me largo de aquí, tendrá que ser en verano... Hasta que los prados no estén llenos de flores, y el grano se haya aventado en los campos, y los peces salten en el estanque del molino, nadie me sacará de aquí.»

Es verano, los prados están llenos de flores, el grano está aventado, el estanque del molino rebosa de peces. Krabat ha tenido una bronca con el maestro: en lugar de cargar costales se ha tumbado en la hierba a la sombra del molino y se ha quedado dormido; el maestro le ha pescado y le ha pegado una paliza con el bastón nudoso.

—¡Te voy a quitar yo esa costumbre, mozalbete!... ¡Estar holgazaneando a plena luz del día!

¿Debe soportar eso Krabat?

En invierno quizá, cuando el viento helado sopla sobre la campiña, entonces tendría que aguantarse. ¡Pero el maestro se ha debido de olvidar de que es verano!

La decisión de Krabat es firme. ¡No se quedará ni un día más en aquel molino! Se mete a escondidas en la casa, coge de la buhardilla la chaqueta y la gorra, luego se va de allí a hurtadillas. Nadie le ve. El maestro se ha retirado a su cuarto, las ventanas están tapadas con toallas colgadas para no dejar pasar el calor; los ayudantes del molinero están trabajando en el granero y en las muelas del molino; ni siquiera el propio Lyschko tiene tiempo de ocuparse de él. Y sin embargo el muchacho siente que le están observando disimuladamente.

Cuando vuelve la vista observa que en el tejado del cobertizo de madera hay alguien que le está mirando fijamente: un desgreñado gato negro, que no es de allí... y está tuerto.

Krabat se agacha, le tira una piedra, le espanta. Luego corre hacia el estanque del molino protegido por los sauces. Casualmente ve que cerca de la orilla hay en el agua una hermosa carpa: con su único ojo mira embobada a Krabat.

El joven se siente a disgusto, levanta una piedra del suelo, se la tira al pez. La carpa se va, sumergiéndose en las verdes profundidades.

Krabat entonces sale de Aguas Negras hasta el lugar de Koselbruch que llaman Planicie Yerma; allí se para unos instantes ante la tumba de Tonda. Se acuerda vagamente de que un día de invierno tuvieron que enterrar a su amigo allí fuera.

Piensa en el muerto y, de repente..., un estridente graznido: le coge tan de improviso que se le para el corazón. En un achaparrado pino silvestre que hay al borde de la planicie está posado, inmóvil, un gran cuervo. Su mirada está vuelta hacia Krabat..., también le falta —el muchacho se estremece al verlo— el ojo izquierdo.

Krabat se acuerda entonces de a lo que iba. No lo duda durante mucho tiempo, sale corriendo de allí; corre todo lo que le dan de sí las piernas, siguiendo el Aguas Negras, arroyo arriba.

Cuando tiene que detenerse por primera vez porque le falta la respiración, una culebra serpentea por el brezo, se endereza con un silbido, le mira... ¡Es tuerta! Tuerto es también el zorro que le acecha desde la espesura.

Krabat corre y para un rato para cobrar aliento, corre y cobra aliento. Cuando empieza a caer la noche alcanza el confín superior de Koselbruch. Cuando salga a campo abierto —así lo espera— se habrá escapado de las garras del maestro. Fugazmente sumerge las manos en el agua, se moja la frente y las sienes. Luego se mete la camisa en los pantalones, se le ha salido mientras corría, se ajusta el cinturón, deja tras de sí los últimos pasos... y se queda horrorizado.

En lugar de llegar, como él esperaba, a campo abierto, sale a un claro; y en medio de ese claro, con un aspecto pacífico bajo la luz vespertina, está el molino. El maestro le está esperando delante de la puerta de la casa.

—¡Hombre, Krabat! —le saluda con burla—. Ya iba a mandar a buscarte.

Krabat está furioso, no puede explicarse aquella desgracia. Al día siguiente vuelve a marcharse corriendo, esta vez tempranísimo, antes de amanecer..., en dirección opuesta, saliendo del bosque, atravesando campos y praderas, pueblos y caseríos. Salta regatos, vadea pantanos, sin descanso, sin detenerse. No ve cuervos, ni culebras, ni zorros, no ve ningún pez, ningún gato, ningún gallo, ningún pato. «Me da igual que tengan un ojo o dos..., por mí como si son ciegos —piensa—. ¡Esta vez no me equivocaré!»

A pesar de ello, al final del largo día se encuentra otra vez ante el molino de Koselbruch. Hoy son los ayudantes del molinero los que le reciben: Lyschko con comentarios taimados, los demás en silencio y más bien con compasión. Krabat está al borde de la desesperación. Sabe que debería rendirse, pero no quiere admitirlo, lo intenta por tercera vez, esa misma noche.

Escaparse del molino no le resulta difícil... ¡Y luego se va guiando por la estrella polar! Aunque dé traspiés, aunque se haga chichones y arañazos: lo principal es que nadie le vea, que nadie le pueda hechizar...

No lejos de él grita un mochuelo, luego pasa una lechuza volando a poca altura; un poco después descubre a la luz de las estrellas un viejo búho: presto a atacar está posado sobre una rama y le observa... con el ojo derecho, el izquierdo le falta.

Krabat sigue corriendo, se tropieza con las raíces de un árbol, se cae en una acequia. Apenas se asombra cuando, al amanecer, se encuentra por tercera vez delante del molino.

En la casa todo está en silencio a esas horas, sólo Juro anda por la cocina, está atareado con el horno. Krabat le oye y entra.

—Tenías razón, Juro: no se puede escapar de aquí.

Juro le da de beber, luego dice:

—Primero deberías lavarte, Krabat.

Le ayuda a quitarse la camisa, mojada, manchada de sangre y de tierra, le llena un barreño de agua y luego dice (lo dice seriamente y sin su habitual risita estúpida):

—Lo que no has conseguido tú solo, Krabat..., quizá se podría conseguir si te acompañara alguien. ¿Quieres que lo intentemos juntos la próxima vez?

Krabat se despertó con el ruido que hicieron los ayudantes del molinero cuando subieron las escaleras y se fueron a la cama. Notó aún claramente el sabor de la salchicha en los labios: no podía haber dormido mucho tiempo, aunque hubieran sido dos los días y las noches que habían pasado en el sueño.

Al día siguiente por la mañana temprano tuvo ocasión de estar unos instantes a solas con Juro.

—He soñado contigo —dijo Krabat—. En el sueño me propusiste una cosa.

—¿Yo? —dijo Juro—. Seguro que era una estupidez, Krabat. ¡Será mejor que no le des la más mínima importancia!

El de la pluma de gallo

El molino de Koselbruch tenía siete juegos de muelas de molino. Seis de ellos se utilizaban constantemente, el séptimo no se utilizaba nunca; por eso le llamaban el «juego muerto». Se encontraba en la parte trasera del molino. Al principio Krabat opinaba que debía de estar rota la espiga de una rueda dentada, trabado al árbol motor o debía de estar dañada alguna otra cosa del mecanismo,... pero una mañana mientras barría descubrió que en las tablas del suelo que había por debajo de la salida del juego de muelas muerto había un poco de harina. Cuando se acercó a mirar vio que también en el cajón donde caía lo molido había restos de harina reciente, como si no lo hubieran sacudido a fondo después de terminar el trabajo.

¿Habían molido la noche anterior en el juego de muelas muerto? Pues entonces tenía que haber sido a escondidas mientras todos dormían. ¿O no todos habían dormido aquella noche tan profunda e imperturbablemente como el muchacho?

Se dio cuenta de que los ayudantes del molinero habían aparecido aquella mañana a desayunar con mal color, con ojeras, y alguno bostezando furtivamente; aquello ahora le pareció bastante sospechoso.

Movido por la curiosidad subió los escalones de madera que conducían hasta la plataforma desde la que la molienda se vuelca a sacos en el vertedor, que tiene forma de embudo y desde el que luego, pasando por la punta del sacudidor, va pasando entre las muelas. Al volcarla nunca se puede evitar que algunos granos caigan a un lado..., sólo que, en contra de lo que Krabat esperaba, no había grano. Lo que había allí esparcido por la plataforma y que a primera vista parecían guijarros resultaron ser, al mirar por segunda vez, dientes..., dientes y esquirlas de huesos.

El muchacho se quedó horrorizado, quiso gritar y no pudo emitir ni un solo sonido.

De repente Tonda estaba detrás de él. Krabat no debía haberle oído. Entonces cogió de la mano al muchacho.

—¿Qué es lo que estás buscando ahí arriba, Krabat? Baja antes de que el maestro te descubra... y olvídate de lo que has visto aquí. ¿Me oyes, Krabat? ¡Olvídalo!

Luego le llevó escaleras abajo y apenas el joven sintió bajo sus pies el entarimado del cuarto de la molienda se borró de su memoria todo lo que había vivido aquella mañana.

En la segunda mitad del mes de febrero hubo fuertes heladas.

Todas las mañanas tenían que quitar con el pico el hielo que había delante de la presa. Por la noche, cuando la rueda del molino estaba parada, el agua se congelaba en los canales de las paletas formando gruesas costras: éstas también había que arrancarlas a golpes antes de poner en marcha el mecanismo.

Lo más peligroso eran los témpanos que iban corriendo por el saetín. Para evitar que la rueda del molino se quedara inmovilizada, dos muchachos se tenían que subir a ella cada cierto tiempo y quitarle el hielo con picos: un trabajo que nadie se desvivía por hacer. Tonda cuidaba rigurosamente de que nadie escurriera el bulto. Sin embargo, cuando le tocó el turno a Krabat se subió él mismo al saetín, porque eso, según decía, no era para el muchacho, pues podía lastimarse.

Los demás estuvieron de acuerdo, el único que refunfuñó, como siempre, fue Kito, y Lyschko declaró:

—Cualquiera puede lastimarse si no pone cuidado.

Fuera casualidad o no, el caso es que en ese momento pasó por allí el tonto de Juro, que llevaba en cada mano un cubo de comida para los cerdos; al llegar a la altura de Lyschko dio un traspiés y le puso completamente perdido de bazofia, Lyschko empezó a maldecir, y Juro afirmó desesperado que se daría de bofetadas por haberle ocurrido aquel percance.

—Cuando me imagino —dijo— cómo vas a apestar durante los próximos días... y yo tengo la culpa... ¡Ay, ay, ay, ay, Lyschko, ay, ay, ay, ay! No te enfades conmigo, te lo pido mil veces, ¡también lo siento por los pobres cerditos!

Krabat ahora salía a menudo con Tonda y otros muchachos a talar madera al bosque. Cuando, por la mañana, muy arropados, iban sentados en el trineo, con la sémola en el estómago y las gorras de piel bien caladas en la frente, él se sentía tan a gusto, a pesar del frío, que llegaba a pensar que ni siquiera un osezno podía sentirse mejor.

A los árboles que talaban les cortaban allí mismo las ramas, les quitaban la corteza, los cortaban dejándoles el largo apropiado y los apilaban, muy sueltos, separando con traviesas cada capa para que pudieran airearse bien antes de llevarlos el invierno siguiente al molino para convertirlos en vigas o hacer de ellos tablas y tablones.

Así fueron pasando las semanas sin que en la vida de Krabat se produjeran grandes novedades. Algunas de las cosas que ocurrían a su alrededor le daban qué pensar. Era extraño, entre otras cosas, que nunca hubiera molenderos en el molino. ¿Sería que los campesinos de los alrededores evitaban el molino? A pesar de ello los juegos de muelas estaban en funcionamiento todos los días, se volcaba grano en el vertedor, se molía cebada y avena y alforfón.

¿Acaso sería que la harina y el grano molido que pasaba durante el día de los cajones a los costales se transformaban por la noche nuevamente en cereales? Krabat lo consideraba bastante posible.

A finales de la primera semana de marzo el tiempo cambió de repente. Se levantó viento del oeste, llenó el cielo de grises nubarrones.

—Va a haber nieve —gruñó Kito—, lo siento en los huesos.

Y realmente nevó un poco, unos copos espesos, acuosos; luego se mezclaron con las primeras gotas, la nieve pasó a ser lluvia, que siguió cayendo sin interrupción.

—¿Sabes una cosa? —le dijo Andrusch a Kito—. Deberías cogerte una rana verde, ya no se puede confiar en tus huesos.

¡Qué tiempo tan horrible hacía! Entre los chaparrones que azotaban con la tormenta y, luego, la nieve y el hielo que se derretían, el estanque del molino creció de una forma amenazadora. Tuvieron que salir en mitad de la lluvia para reforzar la presa, apuntalándola con postes.

¿Aguantaría la presa la riada?

«Como esto siga así —pensó Krabat—, en menos de tres días nos vamos a ahogar con molino y todo.»

La tarde del sexto día dejó de llover, la capa de nubes se deshizo, luego el negro y chorreante bosque se encendió bajo los rayos del sol crepuscular.

La noche siguiente Krabat se sobresaltó con un sueño: se había declarado un incendio en el molino. Los ayudantes del molinero se levantaron rápidamente de sus jergones de paja, bajaron corriendo las escaleras haciendo mucho ruido; pero él, Krabat, yacía en su catre como si fuera un tronco de madera, incapaz de moverse del sitio.

Las llamas ya crepitaban en la armadura del tejado, ya le llegaban las primeras chispas a la cara..., entonces se levantó sobresaltado y gritó.

Se frotó los ojos, bostezó, miró a su alrededor. Entonces..., de repente se quedó perplejo, no daba crédito a lo que estaba viendo. ¿Dónde estaban los ayudantes del molinero?

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