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Authors: Otfried Preussler

Krabat y el molino del Diablo (4 page)

BOOK: Krabat y el molino del Diablo
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Los jergones de paja vacíos y abandonados..., abandonados a toda prisa, por lo que parecía: mantas retiradas apresuradamente, sábanas completamente arrugadas. Aquí una chaqueta de lana en el suelo, allí una gorra, un pañuelo de cuello, un cinturón..., todo claramente visible por el reflejo de una palpitante luz roja que entraba por el tragaluz.

¿Sería verdad que había fuego en el molino?

Krabat, que de repente se había despertado por completo, abrió bruscamente la ventana. Al asomarse vio que en la explanada de delante del molino había un carruaje, muy cargado, con un toldo tirante, ennegrecido por la lluvia, seis corceles de tiro, negros como la pez los seis. En el pescante estaba sentado alguien con el cuello del abrigo alzado, también él negro como la noche. Sólo la pluma de gallo que llevaba en el sombrero..., la pluma era clara y roja. Cual si fuera una llama flameaba al viento, ora elevándose como una lengua de fuego, impulsiva y estridente, ora humillándose como si fuera a extinguirse. Su brillo bastaba para sumir la explanada en una trémula luz.

Los muchachos del molino iban y venían rápidamente de la casa al carruaje entoldado, descargaban costales, los cargaban hasta el cuarto de la molienda, volvían de nuevo corriendo. Todo aquello transcurría en silencio, con una rapidez febril. Ninguna voz, ninguna imprecación, sólo el jadeo de los mozos del molinero... y de cuando en cuando el cochero hacía restallar el látigo, tan cerca de sus cabezas que podían sentir la ráfaga de aire: aquello servía de estímulo para redoblar el empeño.

De empeño daba muestras incluso el maestro. Él, que normalmente nunca echaba una mano en el molino, que nunca movía un dedo, aquella noche estaba trabajando también. Se mataba a trabajar como los otros, igual que si le fuera la vida en ello.

En medio de la faena abandonó una vez brevemente el trabajo y desapareció en la oscuridad..., no para tomar aliento como Krabat había sospechado, sino que subió corriendo al estanque del molino, y después de quitar los postes que servían de sostén, levantó la esclusa.

El agua se disparó hacia el caz, pasó por él espumeando y la avenida se derramó con un fuerte golpe sobre el saetín. Con un quejido la rueda empezó a girar; pasó un rato hasta que se puso en marcha, luego siguió girando con mucha viveza. Los juegos de muelas hubieran debido ponerse entonces en marcha con un sordo estruendo, pero sólo funcionó uno de ellos... y aun ése haciendo un ruido que para el muchacho era desconocido. Parecía venir del rincón más apartado del molino, un estrepitoso ruido áspero y ronco, acompañado de un horrible chirrido que de pronto se transformó en un aullido hueco que martirizaba los oídos.

Krabat se acordó del «juego muerto», sintió cómo en la espalda se le ponía la carne de gallina.

Entretanto abajo el trabajo había continuado. Habían descargado el carruaje entoldado, luego los mozos del molino habían tenido un rato de descanso..., pero no muy largo, pues enseguida empezó de nuevo el ajetreo, si bien ahora había que cargar los costales desde la casa hasta el carruaje. Cualquiera que fuera antes su contenido, ahora se devolvía molido.

Krabat quiso contar los costales, pero se quedó medio dormido al hacerlo. Con el primer canto del gallo le despertó el traqueteo de las ruedas del carruaje. El extraño, eso aún pudo verlo, se marchó de allí, haciendo restallar el látigo, por los mojados prados, hacia el bosque... y cosa extraña: el carruaje entoldado, tan cargado como iba, no dejaba ninguna huella sobre la hierba.

Un momento después cerraron la esclusa, la rueda del molino se paró. Krabat se deslizó rápidamente hacia su sitio y se echó la manta por encima de la cabeza. Los mozos del molinero subieron las escaleras tropezando, cansados y derrengados. Sin decir una sola palabra se metieron en sus lechos, sólo Kito murmuró algo así como «malditas sean tres veces las noches de luna nueva y de trabajo infernal».

A la mañana siguiente Krabat apenas pudo levantarse del jergón de paja de lo cansado que estaba, le zumbaba la cabeza y tenía una sensación de debilidad en el estómago. Durante el desayuno estuvo observando a los ayudantes del molinero: tenían un aspecto soñoliento y taciturno. Hoscos, se tragaban de mala gana su sémola. Ni siquiera Andrusch estaba para bromas; miraba hosco y ceñudo la cuchara y no decía ni palabra.

Después del desayuno, Tonda cogió al muchacho aparte.

—¿Has tenido una mala noche?

—Según se mire —dijo Krabat—. Yo no he tenido que matarme a trabajar, yo sólo os he mirado. ¡Pero anda que vosotros!... ¿Por qué no me avisasteis cuando llegó el extraño? Queríais ocultármelo, ¿no?... Como tantas otras cosas que ocurren en el molino de las que no debo enterarme, ¿no? Sólo que no estoy ciego, ni sordo..., ni he perdido la chaveta, ¡por supuesto que no!

—Nadie ha dicho eso —repuso Tonda.

—¡Pero hacéis como si así fuera! —exclamó Krabat—. ¡Estáis jugando a la gallinita ciega conmigo!... ¿Por qué no lo dejáis ya de una vez?

—Todo a su debido tiempo —dijo tranquilamente Tonda—. Pronto sabrás qué es lo que sucede con el maestro y este molino. El día y la hora están más próximos de lo que tú supones: hasta entonces ten paciencia.

¡Hale! ¡A la barra!

Viernes Santo, a media tarde, sobre Koselbruch se cernía una luna pálida y arrogante. Los mozos del molino estaban reunidos en el cuarto de los criados, Krabat yacía cansado en su catre y quería dormir. Aquel día también habían tenido que trabajar. ¡Qué bien que por fin se hubiera hecho de noche y pudiera descansar!...

De pronto oyó que gritaban su nombre, como aquella vez en sueños, en la herrería de Petershain, sólo que aquella voz, aquella voz ronca que parecía venir por los aires, ya no le resultaba desconocida.

Se incorporó y aguzó el oído, llamaron por segunda vez:

—¡Krabat!

Entonces cogió su ropa y se vistió.

Cuando estuvo listo el maestro le llamó por tercera vez.

Krabat se apresuró, anduvo a tientas hasta la puerta de la buhardilla, abrió. Le llegó luz de abajo, oyó voces en el zaguán, taconeo de zuecos. Su puso intranquilo, vaciló, mantuvo la respiración, pero luego cobró ánimos, y, corriendo, bajó los peldaños de tres en tres.

Al fondo del zaguán estaban los once oficiales. La puerta de la cámara negra estaba abierta, el maestro estaba sentado tras la mesa. Como aquella vez cuando Krabat llegó tenía ante sí el grueso libro forrado en cuero; tampoco faltaba la calavera con la vela roja encendida; lo único era que el maestro ahora ya no tenía pálido el rostro, eso entretanto había cambiado hacía ya tiempo.

—¡Acércate, Krabat!

El muchacho avanzó hasta el umbral de la cámara negra. Ya no estaba cansado, tampoco sentía ya sopor en la cabeza ni palpitaciones.

Durante un rato el maestro le estuvo observando, luego levantó la mano izquierda y se volvió hacia los oficiales, que estaban en el zaguán.

—¡Hale! ¡A la barra!

Graznando y aleteando, once cuervos atravesaron volando la puerta de la cámara dejando a un lado a Krabat. Cuando se volvió para mirar, los ayudantes del molinero habían desaparecido. Los cuervos se posaron en una barra en el ángulo posterior izquierdo de la habitación y se quedaron mirando.

El maestro se levantó, su sombra cayó sobre el muchacho.

—Ya hace tres meses —dijo— que estás en el molino, Krabat. Has superado el período de prueba, ya no eres un vulgar aprendiz: de ahora en adelante serás mi alumno.

Dicho aquello se acercó a Krabat y le tocó el hombro izquierdo con su mano izquierda. Un estremecimiento sacudió a Krabat, sintió cómo empezaba a reducirse: su cuerpo se fue haciendo más y más pequeño, le salieron plumas de cuervo, un pico y unas garras. Acurrucado en el umbral a los pies del maestro, no se atrevía a levantar la mirada.

El molinero le estuvo mirando un buen rato, luego dio unas palmadas y exclamó:

—¡Hale!

Krabat, el cuervo Krabat, desplegó obediente las alas y echó a volar. Aleteando torpemente atravesó la cámara, revoloteó sobre la mesa, rozando el libro y la calavera. Luego se posó junto a los demás cuervos y se agarró fuerte a la barra.

El maestro le instruyó:

—Debes saber, Krabat, que estás en una escuela negra. Aquí no se aprende a leer ni a escribir ni a hacer cuentas: aquí se aprende el arte de las artes. El libro que está atado con una cadena delante de mí aquí encima de la mesa es el
Grimorio,
la fuerza infernal. Como ves, sus páginas son negras, la escritura es blanca. Contiene todas las fórmulas mágicas del mundo. Sólo yo puedo leerlo, porque soy el maestro. A vosotros, sin embargo, a ti y a los demás alumnos os está prohibido leerlo. ¡Recuérdalo bien! ¡Y no intentes engañarme, eso te costaría muy caro! ¿Me has entendido, Krabat?

—Entendido —graznó el muchacho, sorprendido de poder hablar; con voz estridente, es cierto, pero con claridad, y sin que le costara el más mínimo esfuerzo.

Krabat ya había oído algún rumor sobre aquellas escuelas negras. Según se decía, había varias de ellas en Lusacia; pero él siempre lo había tomado por uno de esos cuentos de miedo que se cuentan en los cuartos de costura mientras se hila o se desbarban plumas. Y ahora resultaba que él mismo había ido a parar a una de esas escuelas, aunque se tuviera por un molino; sin embargo, parecía ser que al menos en el entorno inmediato se había corrido la voz de que allí había gato encerrado: ¿qué otra cosa, si no, había mantenido a la gente alejada de Koselbruch?

El muchacho ya no tuvo más tiempo para ocuparse de ello. El maestro se había vuelto a sentar tras la mesa y empezó a leer en voz alta un capítulo del
Grimorio:
lentamente, en un tono cadencioso, al ritmo del cual movía las caderas adelante y atrás, adelante y atrás.

—«Éste es el arte de secar un pozo para que de un día para otro no dé agua —leyó en voz alta—. En primer lugar provéete de cuatro estacas de madera de abedul secadas en una estufa, de tres pies y medio de largo, de un buen pulgar de grueso y afiladas por su extremo inferior en forma triangular; en segundo lugar, pon las citadas estacas en el pozo por la noche entre las doce y la una, clavando cada una de ellas a una distancia de siete pies del centro del pozo, cada una en uno de los puntos cardinales, empezando por el norte y terminando por el oeste; en tercer y último lugar, después de haber efectuado todo esto en silencio, da tres vueltas al pozo andando y pronunciando lo que aquí está escrito.»

A continuación siguió, leída en voz alta por el maestro, la fórmula mágica: una serie de palabras incomprensibles, eufónicas todas ellas y no obstante en un oscuro tono concomitante evocador de desgracias que aún le resonó al muchacho en los oídos durante mucho tiempo, incluso cuando el maestro empezó otra vez de nuevo después de una breve pausa.

—«Éste es el arte de secar un pozo»...

Tres veces leyó en voz alta el texto y la fórmula mágica al completo, siempre con el mismo soniquete, moviendo cadenciosamente las caderas adelante y atrás. Después de la tercera vez cerró el libro.

Durante un rato permaneció en silencio, luego se dirigió hacia los cuervos.

—Os he enseñado —dijo, de nuevo con su voz habitual— una parte más de las Artes Ocultas; oigamos qué es lo que recordáis de ello. ¡Tú!... ¡Empieza!

Señaló con el dedo a uno de los cuervos y le ordenó que repitiera el texto y la fórmula mágica.

—«Éste es el arte... de secar un pozo para que... de un día para otro no dé agua...»

El molinero iba señalando ora un cuervo, ora otro y les preguntaba. Aun cuando no llamó a ninguno de los doce por su nombre, por la manera de hablar, el joven pudo distinguir a unos de otros; Tonda, incluso siendo cuervo, hablaba sosegada y reflexivamente, Kito con un inequívoco tono de desgana en la voz, y Andrusch con el pico era igual de ágil que con la lengua, mientras que a Juro le costaba mucho trabajo repetir y se atascaba a menudo. En suma, no hubo nadie en toda la bandada cuya voz Krabat no reconociera de inmediato.

«Este es el arte de secar un pozo...»

Una y otra vez el texto de la fuerza infernal con la fórmula mágica: ora de corrido, ora tartamudeando, por quinta, por novena, por undécima vez.

—¡Y ahora tú! —dijo el maestro dirigiéndose al muchacho.

Krabat empezó a temblar, balbució:

—«Éste es el arte..., es el arte..., de secar..., un pozo...»

Ahí se interrumpió y enmudeció. No supo seguir por más que lo intentó. ¿Le castigaría el maestro?

El maestro permaneció tranquilo.

—La próxima vez, Krabat, deberías prestar más atención a las palabras que a las voces —dijo—. Por lo demás, debes saber que en esta escuela nadie está obligado a aprender. Si aprendes lo que yo leo del
Grimorio
en voz alta, será en beneficio tuyo, si no lo haces eres tú mismo el que te perjudicas, recuérdalo bien.

Con ello dio por concluida la lección, la puerta se abrió, los cuervos salieron volando. En el zaguán cobraron figura humana. También Krabat, no supo cómo ni por quién, fue devuelto a su forma normal... y mientras subía por las escaleras de la buhardilla detrás de los discípulos del molinero se sintió como si acabara de tener un confuso sueño.

La marca de la Hermandad Secreta

Al día siguiente, sábado de Gloria, los mozos del molino no tuvieron que trabajar, lo que la mayoría de ellos aprovecharon para volver a acostarse después de desayunar.

—También tú —le dijo Tonda a Krabat— deberías subir a dormir para tener reservas.

—¿Para tener reservas? ¿Y eso por qué?

—Ya te enterarás. Ahora acuéstate e intenta dormir todo lo que puedas.

—Está bien —rezongó Krabat—, ya voy... Y perdona que haya preguntado...

En la buhardilla alguien había tapado el tragaluz con una tela, aquello estaba bien porque así se dormía uno antes. Krabat se echó sobre el lado derecho, de espaldas al tragaluz, la cabeza escondida entre los brazos. En esta postura estuvo durmiendo hasta que fue a despertarle Juro.

—¡Levántate, Krabat, la comida está en la mesa!

—¡Cómo!... ¿Ya es mediodía?

Juro retiró la tela del tragaluz riéndose.

—¡El mediodía está lejos! —exclamó—. ¡Ahí fuera pronto empezará a ponerse el sol!

Aquel día los mozos del molino tuvieron almuerzo y cena en una sola comida, especialmente copiosa y abundante, casi un festín.

—¡Saciaos, saciaos cuanto podáis! —les exhortó Tonda—. ¡Ya sabéis que os tiene que durar para mucho!

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