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Authors: Otfried Preussler

Krabat y el molino del Diablo (8 page)

BOOK: Krabat y el molino del Diablo
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Pero todo estaba en orden. El sargento sólo dudó en el caso de Andrusch.

Tiró hacia delante y hacia atrás con el pulgar... y entonces ocurrió lo que tenía que ocurrir.

—¡Condenado sea el cielo! —El sargento le había arrancado dos dientes a Andrusch—. ¿Qué es lo que se ha creído el muy piojoso? ¿Quiere ser soldado con esa dentadura de vieja que tiene? ¡Lárguese de mi vista, dientes lisiados, o no respondo de mis actos!

Andrusch siguió muy tranquilo y muy amable.

—Si me lo permite —dijo—, son
mis
dientes, me gustaría recuperarlos.

—¡Por mí como si se los guarda en el sombrero! —gruñó el sargento.

—¿En el sombrero? —dijo Andrusch como si no hubiera oído bien—. ¡No, no!

Cogió los dientes que le entregaban y escupió sobre ellos, luego se los colocó en el lugar en donde estaban antes.

—Ahora estarán más firmes que antes. ¿Tendría a bien el señor convencerse de ello?

Los muchachos sonrieron irónicamente, al sargento se le hinchó la vena del cuello. Al teniente, por su parte, pensando en el dinero, no le gustaba tener que renunciar a Andrusch, y apremió:

—¡Bueno..., tire ya de una vez!

El sargento, aunque de mala gana, obedeció la orden y le agarró los dientes a Andrusch. Pero extrañamente, por mucho que tiró de ellos y los zarandeó, en esta ocasión no se movieron ni un ápice, ni siguiera cuando intentó arrancarlos con el mango de su pipa inglesa.

—¡Aquí hay gato encerrado! —balbució jadeando—. ¡Aquí tiene que haber gato encerrado! Pero, en fin, a mí me da exactamente igual. Si «el nariz picada» éste puede ser soldado o no, no soy yo quien tiene que decirlo, eso debe hacerlo Su Excelencia...

El teniente se rascó detrás de la oreja. También había bebido mucho, también a él le parecía aquello muy extraño.

—Vamos a consultar el caso con la almohada —opinó—. Antes de partir volveremos a examinar al mozo.

Luego exigió que le llevaran a dormir.

—¡Muy bien! —dijo Tonda—. He mandado preparar la cama para Su Excelencia, donde normalmente duerme el maestro, y para el señor sargento un sitio en el cuarto de invitados. Pero, ¿dónde vamos a poner a los señores cabos y al señor tambor?

—¡Nnn... no tiene que molestarse! —balbució el sargento—. ¡Que... que se acuesten en el heno, que co... con ello ya tienen más que de... de sobra!

A la mañana siguiente el teniente se despertó dentro de una caja de remolachas forrajeras que había detrás de la cama; el sargento, por su parte, se encontraba, sin embargo, en el comedero de los cerdos. Ambos se pusieron a lanzar imprecaciones y a soltar maldiciones violentamente. Los ayudantes del molinero llegaron corriendo, los doce, e hicieron como si ellos no tuvieran culpa de nada.

¡Qué era aquello! ¡Cómo era posible aquello! ¡Pero si a los señores los habían llevado la noche anterior a la cama como era debido! ¿No serían sonámbulos? Aquello tenía todo el aspecto de ser sonambulismo, por lo menos, dicho fuera con todos los respetos, después de una fuerte borrachera de cerveza. ¡Qué suerte que los señores, mientras andaban de un lado a otro por el molino, no se hubieran hecho ningún chichón ni rasguño, u otra cosa aún peor! La experiencia, como era sabido, decía que los niños, los locos y los borrachos tenían su particular ángel de la guarda.

—¡Cerrad el pico! —ordenó el sargento—. ¡Desaparecer ahora mismo y preparaos para partir! ¡Y ése, el de la nariz picada, a ver los dientes!

Como los dientes superaron la prueba, el teniente no tuvo que tener ningún escrúpulo cuando decidió que el mozo era apto.

Después de desayunar los reclutadores se pusieron en marcha con los reclutas. Marcharon hacia Kamenz, a la caja de reclutas de su regimiento: a la cabeza el teniente, seguido del tambor, luego los ayudantes del molinero en filas, luego los dos cabos y por último, cerrando la formación, el sargento. Los mozos del molino estaban de buen humor, sus acompañantes parecían no sentirse tan bien. Cuanto más camino llevaban andado, más pálidos y más macilentos eran sus rostros y más a menudo tenía que irse éste o aquél a hacer sus necesidades entre los matorrales que había al borde del camino. Krabat, que marchaba con Staschko en la última fila, oyó como uno de los dos cabos se quejaba al otro:

—Por Dios, camarada, me encuentro como si me hubiera comido diez libras de engrudo... ¡Tengo un dolor de estómago espantoso!

Krabat cambió una mirada divertida con Staschko. «¡Eso pasa —pensó—, por tragarse virutas por fideos, pan enmohecido por carne ahumada y picadura de tabaco por mejorana!»

Pasado el mediodía el teniente les permitió descansar otra vez al borde de un bosquecillo de abedules.

—De aquí a Kamenz nos queda un cuarto de legua —dijo—. Quien tenga que hacer sus necesidades que las haga ahora, pues ésta es la última oportunidad. ¡Sargento!

—¡A la orden de Su Excelencia!

—Que los muchachos pongan sus cosas en orden, y vigile que no se deshagan las filas cuando entremos en la ciudad ¡y que marquen bien el paso, exactamente con el redoble del tambor!

Después de un breve descanso la formación se puso de nuevo en marcha, esta vez con el redoble del tambor y sonido de trompetas.

¿Con sonido de trompetas?

Andrusch se había puesto la mano derecha sobre los labios en forma de embudo, y estaba tocando a dos carrillos la marcha de los granaderos sueca, tan bien que el mejor corneta con la corneta más magnífica del mundo no la hubiera tocado mejor.

A los demás muchachos les gustó. También ellos empezaron a hacer música a todo volumen: Tonda, Staschko y Krabat tocaban el trombón de baras, Michal, Merten y Hanzo la trompeta, y Juro tocaba el bombardón. Aunque, igual que Andrusch, sólo tocaban con las manos, aquello sonaba como si estuviera desfilando toda una banda de un regimiento real sueco.

«¡Basta!», quiso gritar el teniente, y «¡Basta ya, pillastres, basta!», pretendió vociferar el sargento, pero no pudieron decir ni una sola palabra, y tampoco pudieron, como les hubiera gustado, imponerse con la muletilla.

Tuvieron que seguir en sus puestos y seguir marchando, el uno delante y el otro detrás, tampoco sirvieron de nada ni las blasfemias ni las jaculatorias.

Con sonido de trompetas y cornetas entraron en Kamenz, para jolgorio de todos los soldados y ciudadanos que se encontraban por la calle. Los niños se acercaban corriendo hasta ellos y lanzaban hurras, en las casas se abrían las ventanas, las solteras de Kamenz les saludaban y les enviaban besos con la mano.

Con aquel juego sonoro Tonda y sus camaradas, junto con la escolta, dieron varias vueltas a la plaza del ayuntamiento, cuyos extremos se llenaron rápidamente de espectadores, hasta que finalmente, alarmado por el son de la odiada música militar sueca, se fue a la explanada el señor Christian Leberecht Fürchtegott Edler von Landtschaden-Pummerstorff, coronel del Regimiento de Infantería de Dresde de Su Excelencia Serenísima el Príncipe Elector de Sajonia, un viejo militar que con los largos años de servicio había engordado un poco.

El señor Von Landtschaden-Pummerstorff llegó a paso de carga a la plaza, seguido por tres oficiales superiores y varios asistentes. Quiso desahogar su indignación por el desatinado espectáculo que se ofrecía ante sus ojos a base de un torrente de las más selectas maldiciones..., pero entonces se quedó perplejo.

Y es que Andrusch, en cuanto atisbó al señor coronel, entonó con sus camaradas la marcha de desfile de la caballería sueca, lo cual, como era previsible, dejó completamente blanco al viejo, como valiente soldado de Infantería del Príncipe Elector de Sajonia que era. Además aquél era un ritmo que se prestaba más a ir al trote que a ir a paso de marcha, por lo que los ayudantes del molinero y sus acompañantes se pusieron a trotar inmediatamente, lo cual resultaba muy cómico, salvo a los ojos del señor coronel.

Mudo de ira y respirando con dificultad, igual que una carpa en la red, Landtschaden-Pummerstorff tuvo que contemplar cómo en la Plaza Mayor de Kamenz una docena de reclutas hacía el «arre-arre-caballito» al son de una marcha de caballería que para colmo era del enemigo. Pero, ¡por Satanás!, ¿qué le habría ocurrido al teniente que les escoltaba para que el muy tunante fuera saltando delante de todos ellos con el sable entre las piernas como si fuera un caballo de palo? Ante aquel extraordinario e indigno comportamiento de un oficial del Electorado de Sajonia apenas tenía ya importancia que sus hombres, incluidos el tambor y el sargento, no se recataran en particular en aquella ridicula cabalgata.

—Escuadrón... ¡Alto! —ordenó Tonda cuando terminaron de tocar la marcha. Luego los ayudantes del molinero se plantaron ante el coronel, agitaron sus gorras como saludo y le sonrieron burlonamente.

El señor Von Landtschaden-Pummerstorff se acercó a ellos y empezó a vociferar como doce sargentos juntos:

—¡Por todos los diablos! ¿Quién se ha cagado en vuestros cerebros, maldita panda de piojosos, para que os permitáis hacer este baile de monos, a plena luz del día y delante de todo el mundo? ¿Quiénes sois vosotros, sinvergüenzas, para tener la frescura de burlaros de mí? Pero os diré una cosa: yo, el coronel de este glorioso regimiento, que se ha cubierto de gloria en treinta y siete batallas y en ciento cincuenta escaramuzas..., ¡yo os digo que estoy resuelto a acabar de raíz esas bufonadas! ¡Os voy a llevar al potro, os voy a empalar, os voy a!...

—¡Basta! —dijo Tonda dejándole con la palabra en la boca—. Me parece que puede ahorrarse el potro y el empalamiento, porque a nosotros, los doce que estamos ante Vos, no nos va en absoluto la vida de soldado. Ejemplares como ése de ahí —dijo indicando al teniente— o tocinos como aquél —dijo señalando al sargento—, pueden sentirse muy a gusto en el Ejército mientras no los maten a tiros. Pero nosotros, mis amigos y yo, estamos hechos de otra madera: nos importa un rábano todo vuestro ringorrango, incluso el Serenísimo Príncipe Elector, a quien, por nuestra parte, se lo podéis decir si Vos queréis.

Entonces los ayudantes del molinero se transformaron en cuervos y se elevaron por los aires. Graznando, hicieron el rizo sobre la plaza del ayuntamiento; y como despedida cubrieron el gorro y los hombros del señor coronel..., aunque no precisamente de gloria.

El recuerdo

En la segunda mitad de octubre el tiempo fue otra vez soleado y cálido, casi como a finales de verano. Aprovecharon aquellos hermosos días para sacar un par de carretadas de turba. Juro unció los bueyes, Staschko y Krabat cargaron el carro y dos carretillas con tablas y tablones. Luego se unió Tonda, y se pusieron en marcha.

La turbera estaba en las afueras, en la zona superior de Koselbruch, al otro lado de Aguas Negras. Krabat había trabajado allí en verano con algunos de los otros, durante la época más calurosa del año. Como era muy ducho en el manejo del tajo y del cuchillo para cortar turba, había ayudado a Michal y a Merten a sacar del hoyo en carretillas y a amontonar en filas los negros, pringosos y relucientes bloques de turba.

Lucía el sol, en los charcos que había al borde del camino se reflejaban los abedules. La hierba de las colinas de la landa amarilleaba, el brezo se había marchitado hacía tiempo. En los zarzales había bayas rojas, alguna que otra, como gotas de sangre aquí y allá. Y tendida de rama en rama, brillaba la tela tardía de una araña.

Krabat rememoró el pasado, los años de su niñez en Eutrich: cómo en los días de otoño como aquél iban a buscar madera al bosque y tarugos de pino silvestre. Y algunas veces habían encontrado setas todavía en octubre: armillaria, robellón y lactario... ¿Habría setas también esta vez? Calor para que hubiera sí que hacía...

Al llegar a la turbera Juro detuvo los bueyes.

—¡A descargar, que ya hemos llegado!

Colocaron los tablones sobre Aguas Negras en un estrechamiento y los aseguraron con estacas. Luego fueron poniendo una tabla con otra a lo largo y formaron un camino, y Staschko metió unos palos por debajo para que no se combaran ni se hundieran en partes pantanosas del terreno. Pero el trecho que había desde el puentecillo hasta la turbera era más largo de lo que ellos habían calculado. Juro se ofreció a ir a buscar las tablas que faltaban, pero Staschko le aclaró que no era necesario. Corto una rama del abedul más próximo, luego caminó por la pista que habían hecho para pasar la carretilla golpeando las tablas con la rama al ritmo de una fórmula mágica. Entonces éstas empezaron a estirarse y llegaron hasta la turbera.

Krabat estaba fascinado.

—¡Me pregunto yo —exclamó— que para qué seguimos aún trabajando, si todo lo que tenemos que hacer con nuestras manos se puede conseguir por arte de magia!

—Es cierto —dijo Tonda—, pero no te creas, ¡muy pronto estarías hasta la coronilla de esa vida! A la larga se acaba uno cansando de no trabajar, aunque tampoco hay que matarse trabajando, claro.

Al borde de la turbera había un cobertizo hecho con tablas, allí estaban almacenados los bloques secos de turba del año anterior. Los muchachos los llevaron hasta el carro, y Juro los fue cargando. Cuando terminó se subió al pescante, gritó «¡arre!», y los bueyes se pusieron lentamente en marcha hacia el molino.

Tonda, Staschko y Krabat emplearon el tiempo que tardó en regresar Juro en meter y apilar en el cobertizo la turba que habían arrancado en verano. No necesitaban darse ninguna prisa, y eso le dio una idea al muchacho.

Les preguntó al oficial mayor y a Staschko si le darían permiso para marcharse un rato.

—¿Adónde?

—A buscar setas. No tenéis más que silbarme y volveré inmediatamente.

—Bueno, si tú crees que vas a encontrar alguna...

Tonda estuvo de acuerdo y Staschko también.

—¡Supongo —exclamó— que llevarás una navaja larga!

—Si tuviera una, me la llevaría —dijo Krabat.

—Entonces te prestaré la mía —dijo el oficial mayor—. Toma ¡y no la pierdas!

Le enseñó como se abría la navaja, apretando en las cachas. La hoja salió, estaba tiznada de negro, como si Tonda la hubiera puesto sobre la mecha de una vela.

—¡Ahora tú! —dijo volviendo a cerrar la navaja y entregándosela al muchacho—. ¡A ver cómo te las apañas!

Cuando Krabat abrió la hoja ésta estaba limpísima y sin tizne.

—Nnn... no —dijo Krabat. Tenía que haberse confundido.

—¡Pero vamos, vete ya! —le urgió Tonda—. ¡Que, si no, las setas se lo van a oler y van a huir de ti!

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