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Authors: Otfried Preussler

Krabat y el molino del Diablo (5 page)

BOOK: Krabat y el molino del Diablo
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Después de la comida, al entrar ya la noche de Pascua, el maestro fue a verlos al cuarto de los criados y envió a los muchachos afuera, a que fueran a «buscar la marca».

Hicieron un corro en torno a él, luego empezó a contarlos, como hacen los niños cuando echan a suertes a ver a quién le toca quedarse cuando van a jugar al escondite. Con palabras que sonaban extrañas y amenazadoras el maestro empezó a contar de nuevo. Aquella vez fueron Merten y Hanzo los que tuvieron que irse, luego Lyschko y Petar..., al final sólo quedaron Krabat y Tonda.

El maestro repitió por última vez aquellas oscuras palabras, lenta y solemnemente; luego los despidió con un ademán y se marchó.

Tonda le indicó a Krabat que le siguiera. En silencio, también ellos abandonaron el molino, en silencio, caminaron juntos hasta la leñera.

—¡Espera aquí un momento!

Tonda sacó dos mantas de lana del cobertizo. Una de ellas se la dio a Krabat, luego emprendieron el camino hacia Schwarzkollm, dejando a un lado el estanque del molino, atravesando la parte delantera de Koselbruch.

Cuando llegaron al bosque ya era noche cerrada. Krabat se esforzó por seguir a Tonda muy de cerca. Se acordó de que ya había pasado por ese camino en una ocasión, en sentido contrario, él solo, en invierno. ¿Y no habían pasado más que tres meses desde entonces? ¡Increíble!

—Schwarzkollm —dijo Tonda pasado un rato.

Vieron brillar las luces del pueblo entre los troncos de los árboles; a partir de entonces se mantuvieron, sin embargo, a la derecha del mismo, en campo abierto. El sendero ahora era arenoso y árido, dejaba a un lado algún que otro árbol mezquino, cruzaba matorrales y breñales. El cielo allí fuera era grande y ancho, lleno de resplandores de estrellas.

—¿Adónde vamos? —Quiso saber Krabat.

—A la Cruz del Crimen —dijo el oficial mayor.

Poco después advirtieron en la campiña el resplandor de un fuego que ardía en el fondo de un hoyo hecho en la arena. ¿Quién lo habría encendido?

«Pastores —se dijo Krabat—, seguro que no han sido, en esta época tan temprana del año; más bien habrán sido gitanos o algún calderero ambulante con todos sus trastos.»

Tonda se había detenido.

—Se nos han adelantado en la Cruz del Crimen. Vayamos a la Muerte de Bäumel.

Sin dar ni una sola explicación se dio media vuelta. Tuvieron que desandar a buen paso el sendero por el que habían ido hasta el bosque, allí torcieron a la derecha por un camino vecinal que los llevó por las afueras de Schwarzkollm y terminaba más allá de la localidad en una carretera que conducía al límite opuesto del bosque.

—Llegaremos enseguida —dijo Tonda.

La luna, entretanto, había salido y los alumbraba. Siguieron por la carretera hasta el siguiente cruce, donde, a la sombra de los pinos silvestres, se encontraba una cruz de madera de la altura de un hombre, ya muy desgastada por el paso del tiempo, sin inscripciones ni adornos.

—La Muerte de Bäumel —dijo Tonda—. Hace muchos años perdió aquí la vida un hombre que se llamaba Bäumel: talando árboles, según se dice, pero hoy ya nadie lo sabe con exactitud.

—¿Y nosotros? —preguntó Krabat—. ¿Por qué estamos aquí?

—Porque el maestro así lo exige —dijo Tonda—. Nosotros, todos nosotros, tenemos que pasar la víspera de Pascua al raso, de dos en dos, en un lugar en el que alguien haya encontrado violentamente la muerte.

—¿Y ahora qué hacemos? —siguió preguntando Krabat.

—Encenderemos fuego —dijo Tonda—. Luego velaremos al pie de la cruz hasta que empiece a clarear y al amanecer nos administraremos la marca el uno al otro.

Mantuvieron el fuego bajo a propósito para no llamar la atención en Schwarzkollm. Cada uno envuelto en su manta, estaban allí sentados velando al pie de la cruz de madera. De cuando en cuando Tonda le preguntaba al muchacho si no tenía frío, o le ordenaba que echara al fuego un par de ramas secas de las que habían cogido en la linde del bosque. Más tarde fue enmudeciendo más y más; Krabat entonces intentó entablar por su cuenta una conversación.

—Oye..., Tonda.

—¿Qué pasa?

—¿Siempre se hace así en la Escuela Negra? ¿El maestro lee en voz alta un pasaje del
Grimorio
y luego dice: «vamos a ver qué es lo que has retenido en la cabeza»?

—Sí —dijo Tonda.

—No me puedo imaginar que así aprenda uno a hacer magia.

—Pues sí —dijo Tonda.

—¿Habré enojado al maestro por no haber estado atento.

—No —dijo Tonda.

—En el futuro haré un esfuerzo y tendré cuidado de retenerlo todo en la memoria. ¿Crees que lo conseguiré?

—Sí —dijo Tonda.

No parecía estar demasiado ansioso por charlar con Krabat. Con la espalda apoyada en la cruz, estaba allí sentado erguido, sin moverse, la mirada perdida en la lejanía, más allá del pueblo, en la campiña iluminada por la clara luz de la luna. A partir de aquel momento ya no dijo absolutamente nada más. Cuando Krabat le llamó en voz baja por su nombre no le respondió: un muerto no hubiera podido guardar un silencio más profundo, no hubiera podido tener la mirada tan perdida.

Pasado un tiempo al muchacho le resultó inquietante el comportamiento de Tonda. Recordaba haber oído que había gente que dominaba el arte de «irse de sí mismo», saliéndose de su cuerpo como una mariposa de su crisálida y abandonándolo como si fuera una cápsula vacía, mientras su verdadero Yo seguía su camino, invisible, persiguiendo por senderos secretos una secreta meta. ¿Se habría ido de sí mismo Tonda? ¿Sería posible que estuviera sentado allí junto al fuego pero estuviera realmente en cualquier otro sitio?

—Debo permanecer despierto —se propuso Krabat.

Se apoyaba ora sobre el codo derecho, ora sobre el izquierdo; procuró que el fuego siguiera ardiendo uniformemente; se ocupó de las ramas, las cortó en trozos manejables y los apiló en artísticos montoncitos. Así fueron transcurriendo las horas. Las estrellas siguieron su curso por el firmamento, las sombras de las casas y de los árboles se fueron desplazando bajo la luz de la luna transformando lentamente su figura.

De repente pareció que Tonda volvía a cobrar vida. Inclinándose hacia donde estaba Krabat señaló el astro lunar.

—Las campanas... ¿Lo oyes?

Desde el Jueves Santo las campanas habían permanecido mudas; ahora en la mitad de la víspera de Pascua empezaron de nuevo a sonar por todas partes. De las iglesias de los pueblos vecinos llegaban sus tañidos hasta Schwarzkollm: ciertamente muy apagados, apenas un oscuro fragor, el zumbido de un enjambre de abejas... y sin embargo llenaban la campiña y llenaban el pueblo y los campos y los prados hasta la más lejana cadena de colinas.

Casi al mismo tiempo que las lejanas campanas empezó a cantar en Schwarzkollm una voz de muchacha, que cantaba jubilosa una antigua canción de Pascua. Krabat la conocía, él mismo la había cantado en la iglesia cuando era niño, pero para él era como si aquel día la estuviera oyendo por primera vez.

¡Jesucristo

ha resucitado!

¡Aleluya,

aleluya!

Entonces entraron las voces de un grupo de doce o quince muchachas que cantaron a coro la estrofa hasta el final. Luego la primera muchacha entonó la siguiente... y así siguieron cantando, alternándose la primera con las demás, estrofa tras estrofa.

Krabat conocía aquello de haberlo visto en su tierra. En la víspera de Pascua las muchachas solían recorrer la calle del pueblo de arriba abajo cantando, desde medianoche hasta el alba. Iban de tres en tres y de cuatro en cuatro en filas muy apretadas, y una de ellas —eso lo sabía él bien— era la cantora, ésta, la de la voz más bella y más pura de todas, iba en la primera fila y era la única que podía entonar el canto.

Las campanas tañían a lo lejos, las muchachas cantaban, y Krabat, sentado junto al fuego a los pies de la cruz de madera, apenas se atrevía a respirar. Sólo escuchaba..., escuchaba lo que venía del pueblo y lo escuchaba como si estuviese hechizado.

Tonda echó una rama a la lumbre.

—Yo amaba a una muchacha —dijo—. Worschula se llamaba. Ahora hace ya medio año que yace en el cementerio de Seidewinkel. No le traje suerte... Debes saber que ninguno de los que estamos en el molino les traemos suerte a las muchachas. Yo no sé a qué se debe, y tampoco quiero asustarte; pero si alguna vez amaras a una muchacha, Krabat, no dejes que te lo noten. Procura que el maestro no se entere de ello... ni Lyschko tampoco, que siempre se lo cuenta todo.

—¿Tienen el maestro y Lyschko algo que ver con que se muriera tu muchacha? —preguntó Krabat.

—No lo sé —dijo Tonda—. Lo único que sé es que Worschula aún seguiría con vida si yo me hubiera guardado para mí su nombre. Eso lo supe cuando ya era demasiado tarde. Pero tú, Krabat..., tú ahora lo sabes, y lo sabes a tiempo: ¡si alguna vez tienes una muchacha, no reveles su nombre en el molino! No dejes que nadie te lo sonsaque por nada del mundo. ¡Nadie!, ¿me oyes? Ni despierto ni dormido..., para que no hagas que caiga la desgracia sobre vosotros.

—Pierde cuidado —dijo Krabat—. A mí las muchachas no me interesan y no creo que eso vaya a cambiar.

Al amanecer enmudecieron las campanas y el canto en el pueblo. Tonda cortó con su cuchillo dos astillas de la cruz, las metieron en la lumbre y dejaron que sus puntas se carbonizaran.

—Sabrás lo que es un pentágono, ¿no? —preguntó Tonda.

—No —dijo Krabat.

—¡Mira!

Con la punta del dedo Tonda dibujó una figura en la arena: una estrella de cinco puntas, formada por el mismo número de líneas rectas, cada una de las cuales se cruzaba con otras dos, de tal forma que se podía dibujar la estrella entera de un solo trazo.

—Ésta es la marca —dijo Tonda—. ¡Intenta dibujar una igual!

—No puede ser muy difícil —opinó el muchacho—. Primero has hecho así... y luego así... y luego así...

A la tercera vez consiguió dibujar la estrella en la arena sin ningún fallo.

—Bien —dijo Tonda poniéndole en la mano una de las dos astillas—. Arrodíllate junto al fuego y, por encima de la lumbre, dibújame la marca en la frente. Yo te iré apuntando palabra por palabra todo lo que tienes que decir...

Krabat hizo lo que el oficial mayor le había mandado. Mientras los dos se tiznaban recíprocamente la estrella en la frente Krabat fue repitiendo lentamente lo que el otro decía:

«Te signo, hermano,

Con carbón de la cruz de madera,

Te signo

Con la marca de la Hermandad

Secreta.

Luego se intercambiaron el beso de Pascua en la mejilla izquierda, cubrieron la hoguera con arena, dispersaron la madera que quedaba y emprendieron el camino de regreso a casa.

Tonda tomó nuevamente el sendero que atravesaba los campos por las afueras del pueblo y conducía hasta el bosque, cubierto por el velo de la niebla matinal... Entonces aparecieron ante ellos los contornos de unas figuras imprecisas en aquella luz temprana. Silenciosamente, en una larga fila, les venían al encuentro las muchachas del pueblo: pañuelos negros sobre la cabeza y los hombros, cada una de ellas con un cántaro de barro.

—Ven —le dijo Tonda a Krabat en voz baja—, vienen de recoger el agua de Pascua, no las asustemos...

Se agazaparon a la sombra del seto más próximo y dejaron pasar a las muchachas.

El agua de Pascua, bien lo sabía el muchacho, había que cogerla en silencio de una fuente la mañana de Pascua antes de salir el sol y había que llevarla a casa en silencio. Lavándose con ella se aseguraban belleza y felicidad para todo el año..., al menos eso decían las muchachas.

Y, además, si llevaban el agua de Pascua hasta el pueblo sin desviar la mirada, podrían encontrar a su futuro amado: eso también lo decían las muchachas... y quién sabe hasta qué punto era cierto.

Recuerda que el maestro soy yo

El maestro había colocado un yugo de bueyes ante la puerta, abierta, de la casa, a la altura de los hombros, con ambos extremos clavados al marco de la puerta. Cuando los muchachos regresaban tenían que pasar de uno en uno por debajo diciendo las siguientes palabras:

«Me inclino bajo el yugo de la Hermandad Secreta.»

En el zaguán les estaba esperando el maestro. Le daba una bofetada a cada uno en la mejilla derecha, al tiempo que exclamaba: «Recuerda que el maestro soy yo».

Cada muchacho debía hacer tres profundas reverencias ante el maestro y prometerle solemnemente: «Oh, maestro, te obedeceré en todo, ahora y por siempre jamás».

También Tonda y Krabat fueron recibidos de aquella manera. Aún no sospechaba el muchacho que de allí en adelante quedaba a merced del maestro, quedaba en sus manos en cuerpo y alma, hasta la muerte, por entero. Se reunió con los demás mozos del molino, que estaban en el fondo del pasillo y parecían esperar la sémola de la mañana; todos ellos, como Tonda y él, con el dibujo en la frente.

Aún faltaban Petar y Lyschko.

También ellos aparecieron pronto ante la puerta de la casa, y después de haberse inclinado bajo el yugo, de haber recibido la bofetada y de haber hecho la promesa solemne, el molino se puso en marcha con gran ruido y alboroto.

—¡Venga! —les gritó el maestro a los muchachos—. ¡A trabajar!

Los ayudantes del molinero tiraron entonces al suelo sus chaquetas; arremangándose la camisa sobre la marcha se fueron corriendo al cuarto de la molienda, acarrearon grano hasta allí y empezaron a molerlo, al ritmo que les marcaba el maestro a base de gritos y de impacientes gestos con las manos.

«¡Y a esto —pensó Krabat—, le llaman Domingo de Resurrección! No hemos dormido en toda la noche, no hemos desayunado ¡y tenemos que trabajar por tres!»

Al cabo de un cierto tiempo hasta el propio Tonda se quedó sin respiración y empezó a sudar. Aquella mañana tuvieron que sudar todos, el sudor les corría por la frente y por las sienes, les corría por el cogote, les bajaba a chorros por la espalda de tal forma que la camisa y los pantalones se les quedaban pegados al cuerpo.

«¿Cuánto tiempo va a seguir esto así?», se preguntó Krabat.

Por donde quiera que mire hay rostros de saña. Todos jadean y respiran con dificultad, todos están empapados y echan vaho. Y los dibujos que tienen sobre la frente se les van borrando cada vez más, se diluyen con el sudor, van desapareciendo poco a poco.

Entonces sucede algo inesperado.

Krabat, cargado con un costal de trigo, va subiendo penosamente los escalones de madera que conducen a la plataforma. Tiene que emplear todas sus fuerzas, toda su fuerza de voluntad. Está a punto de dar un traspié, de caerse incluso bajo la pesada carga..., cuando, de repente, se han pasado todas las fatigas: han desaparecido los calambres de las piernas, han cesado los dolores en los riñones, tampoco tiene ya dificultad alguna para respirar.

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