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Authors: Otfried Preussler

Krabat y el molino del Diablo (2 page)

BOOK: Krabat y el molino del Diablo
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También la buhardilla retumbaba con el estruendo y el matraqueo del molino. Apenas se echó sobre su jergón de paja se quedó dormido. Durmió y durmió y durmió como un tronco..., hasta que un rayo de luz le despertó.

Krabat se incorporó y se quedó petrificado del susto.

De pie junto a su lecho había once figuras blancas que le miraban desde arriba a la luz de una linterna de establo: once figuras blancas de rostros blancos y con camisas blancas.

—¿Quiénes sois vosotros? —preguntó temeroso el muchacho.

—Lo que tú pronto también serás —dio por respuesta uno de los fantasmas.

—Pero no te vamos a hacer nada —añadió un segundo—. Nosotros somos los ayudantes del molinero.

—¿Once sois?

—Tú eres el duodécimo. ¿Cómo te llamas?

—Krabat... ¿Y tú?

—Yo soy Tonda, el oficial mayor. Éste es Michal, éste es Merten, éste Juro...

Tonda fue nombrándoles a todos uno por uno; luego opinó que ya era bastante por aquel día.

—Sigue durmiendo, Krabat, que en este molino te van a hacer falta las fuerzas.

Los mozos del molino se metieron en sus catres, el último de ellos apagó la linterna de un soplido... y apenas habían dicho buenas noches cuando ya estaban roncando.

Los ayudantes del molinero se congregaron en el cuarto de los criados para desayunar. Se sentaron los doce alrededor de la larga mesa de madera, había sémola en abundancia, de cada fuente comían cuatro camaradas. Krabat estaba hambriento, se puso a comer la sémola como una fiera. Si la cena y la comida verificaban lo que el desayuno prometía, no se vivía mal en el molino.

Tonda, el oficial mayor, era un mozo bien plantado de pelo canoso y abundante; por su cara, sin embargo, no parecía tener ni siquiera treinta años. De Tonda emanaba una gran seriedad, o para ser más exactos: de sus ojos. Krabat depositó su confianza en él desde el primer momento; su paciencia y la manera amistosa con que le trataba hicieron que se lo ganara.

—Espero que no te hayamos asustado demasiado esta noche —dijo Tonda dirigiéndose al muchacho.

—No demasiado —dijo Krabat.

Mirando los fantasmas a la luz del día no eran más que mozos como había miles. Los once hablaban lusaciano y eran algunos años mayores que Krabat. Cuando le miraban lo hacían con compasión, según le pareció a él. Eso le sorprendió, pero no le dio más vueltas al asunto.

Lo que sí le dio qué pensar fue la ropa que había encontrado a los pies del catre: ciertamente era ropa usada, pero le quedaba como si se la hubieran hecho a medida. Le preguntó a los mozos que de dónde la habían sacado y de quién había sido antes; pero apenas hizo la pregunta los ayudantes del molinero dejaron caer sus cucharas y le miraron con tristeza.

—¿He dicho alguna tontería? —preguntó Krabat.

—No, no —dijo Tonda—. La ropa... era de tu predecesor.

—¿Y?... —quiso saber Krabat—. ¿Por qué no está ya aquí? ¿Ya ha terminado el aprendizaje?

—Sí, ya ha... terminado su aprendizaje —dijo Tonda.

En ese momento se abrió la puerta de repente. Entró el maestro, estaba furioso, los ayudantes del molinero se encogieron.

—¡Basta ya de chácharas! —les espetó; y dirigiendo la mirada de su único ojo hacia Krabat añadió bruscamente—: Quien mucho pregunta, mucho yerra... ¡Repítelo!

Krabat balbució:

—Quien mucho pregunta, mucho yerra...

—¡Métete eso en la mollera!

El maestro abandonó el cuarto de los criados... ¡Plom!, se cerró la puerta tras él.

Los muchachos empezaron de nuevo a comer a cucharadas, pero a Krabat de repente se le había quitado el hambre. Perplejo, miraba fijamente la mesa, nadie le prestaba atención. ¿O sí?

Cuando levantó la vista, Tonda le miró y le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza..., apenas apreciable, es verdad, pero el muchacho se lo agradeció. Sería bueno tener un amigo en aquel molino, lo presentía.

Después del desayuno los ayudantes del molinero se levantaron para emprender el trabajo, Krabat abandonó con los demás el cuarto de los criados. En el zaguán estaba el maestro, le hizo una seña con la mano y le dijo:

—¡Ven conmigo!

Krabat siguió al molinero al exterior. Hacía sol, no había viento y hacía frío; en los árboles había escarcha.

El maestro le llevó detrás del molino, allí había una puerta en la parte trasera de la casa, la abrió. Entraron juntos en el cuarto de la harina, una habitación de techo bajo con dos ventanucos, completamente cegada por el polvo de la harina. También había polvo de harina en el suelo, en las paredes y una capa de un dedo de ancho en la viga de carga, de encina, que había debajo del techo.

—¡Barre! —dijo el maestro. Le señaló una escoba que había junto a la puerta, y dejando solo al muchacho se marchó.

Krabat se puso manos a la obra. Tras pasar unas cuantas veces la escoba estaba envuelto por una densa nube de polvo, una nube de polvo de harina.

«Esto así no puede ser —pensó—. Cuando llego a un extremo, el otro ya vuelve a estar lleno. Abriré una ventana...»

Las ventanas estaban clavadas por fuera, la puerta tenía echado el cerrojo. Ya podía sacudirla y golpear con los puños cuanto quisiera, que no servía de nada, estaba atrapado allí.

Krabat empezó a sudar. El polvo de la harina se le pegaba en el pelo y en las pestañas, le picaba la nariz, le picaba la garganta. Era como una pesadilla que no se acabara nunca: polvo de harina y más polvo de harina en densas nubes, como niebla, como remolinos de nieve.

Krabat respiraba con dificultad, se golpeó la frente con la viga maestra, sintió un mareo. ¿Debería dejarlo por imposible?

Pero, ¿qué diría el maestro si dejaba simplemente a un lado la escoba? Krabat no quería andarse con bromas con él, entre otras cosas no quería jugarse la buena comida. Así pues, se obligó a seguir barriendo: de delante hacia atrás, de atrás hacia delante, sin cesar, hora tras hora.

Hasta que finalmente, después de una eternidad, llegó alguien y abrió bruscamente la puerta: Tonda.

—¡Sal! —exclamó—. ¡Es mediodía!

El muchacho no se lo hizo repetir dos veces, se tambaleó por los aires, inspiró con dificultad. El oficial echó un vistazo al cuarto de la harina, luego, encogiéndose de hombros, declaró:

—No te preocupes, Krabat... A nadie le va mejor al principio.

Murmuró un par de palabras incomprensibles, escribió con la mano algo en el aire. Entonces el polvo que había en el cuarto se levantó, como si soplara el viento por todas las grietas y rendijas. Un penacho de humo blanco, se dispersó hacia la puerta..., por encima de la cabeza de Krabat, camino del bosque.

El cuarto quedó completamente barrido. Estaba reluciente, no quedaba ni una mota de polvo. Al muchacho se le abrieron los ojos de par en par de la sorpresa.

—¿Cómo se hace eso? —preguntó.

Tonda no le respondió y dijo:

—Entremos en la casa, Krabat, se va a enfriar la sopa.

Ningún plato de su gusto

Para Krabat empezó una época difícil, el maestro le perseguía sin piedad para que trabajara.

—¿Dónde estás metido, Krabat? ¡Hay que cargar un par de costales de grano hasta el granero! —y—: ¡Krabat, ven aquí! Ese grano que hay en el suelo del terraplén, ¡avéntalo con la pala! ¡Pero a fondo, no vaya a germinar! —o—: ¡Krabat, la harina que ayer cribaste está llena de barbas de las espigas! ¡Te pondrás con ella después de la cena y hasta que no esté inmaculada no te irás a la cama!

El molino de Koselbruch molía día tras día, los días laborables y los domingos, desde por la mañana temprano hasta que empezaba a oscurecer. Sólo una vez a la semana, los viernes, terminaban los ayudantes del molinero su jornada antes de lo habitual, y los sábados empezaban a trabajar dos horas más tarde.

Cuando Krabat no cargaba grano o cribaba harina tenía que cortar madera, quitar nieve, llevar agua a la cocina, almohazar los caballos, sacar estiércol del establo de las vacas con una carretilla... En resumidas cuentas: siempre tenía trabajo que hacer; y por las noches, cuando se echaba en el jergón de paja, estaba como si le hubieran dado una paliza. Le dolían los riñones, tenía la piel de los hombros desollada, los brazos y las piernas le dolían tanto que casi no lo podía soportar.

Krabat admiraba a sus compañeros. La dura jornada laboral en el molino parecía no afectarles, ninguno se cansaba, ninguno se quejaba, ninguno sudaba ni se quedaba sin aliento durante el trabajo.

Una mañana Krabat estaba ocupándose de dejar libre con una pala el acceso al pozo. Toda la noche pasada había estado nevando sin cesar, el viento había cubierto de nieve caminos y senderos. Krabat tuvo que apretar los dientes, a cada palada sentía una dolorosa punzada en los riñones. Tonda salió entonces a verle. Una vez que se hubo asegurado de que estaban solos le puso la mano en el hombro.

—No te rindas, Krabat...

El muchacho entonces se sintió como si le hubieran infundido nuevas fuerzas. Los dolores se le habían quitado como de un soplo, agarró la pala y hubiera empezado a echar paladas fuera denodadamente si Tonda no le hubiera agarrado del brazo.

—Sobre todo que no se dé cuenta el maestro —le rogó—, ¡y Lyschko tampoco!

Lyschko era un muchacho alto y más flaco que una estaca, ya desde el primer día no le había gustado demasiado a Krabat: parecía un fisgón, siempre con la oreja puesta, un hipócrita por los cuatro costados, del que no podía estar uno seguro en ningún momento.

—Está bien —dijo Krabat y al seguir dando paladas fingió que le costaba un gran esfuerzo y una gran abnegación. Poco después llegó por el camino, como por casualidad, Lyschko.

—¿Qué, Krabat, cómo sabe el trabajo?

—¡Cómo va a saber! —gruñó el muchacho—. Cómete una mierda de perro, Lyschko..., y lo sabrás.

A partir de entonces Tonda iba a ver a Krabat de vez en cuando y le ponía encima la mano sin que se notara. El muchacho sentía entonces que le entraban fuerzas renovadas y el trabajo, por muy duro que fuera, no le costaba ningún esfuerzo durante un rato.

El maestro y Lyschko no supieron nada de ello... ni tampoco los demás ayudantes del molinero: ni Michal, ni Merten, que eran ambos tan fuertes como bondadosos; ni Andrusch, el bromista, que tenía la cara picada de viruelas, ni Hanzo, al que llamaban el toro, que tenía el cuello fuerte como el de un toro y el pelo muy rapado; tampoco Petar, que por la noche, después del trabajo, pasaba el tiempo tallando cucharas de madera, ni tampoco Staschko, el prestidigitador, que era escurridizo como una comadreja y tan hábil como aquel pequeño mono que a Krabat la había maravillado hacía años en la feria anual de Königswartha. Kito, que iba siempre con una cara como si tuviera una libra de clavos de zapatero en el estómago, y Kubo, el taciturno, tampoco se dieron cuenta de nada... y mucho menos aún, claro está, el tonto de Juro.

Juro, un robusto mozo de piernas cortas y cara plana y alunada, salpicada de pecas, era después de Tonda el que más tiempo llevaba trabajando allí. Para moler servía de poco, pues, como Andrusch solía decir de él burlándose, «era demasiado tonto para separar el salvado de la harina»; y el que todavía no hubiera dado un traspiés con la maquinaria del molino y se hubiera caído entre las muelas tenía que agradecérselo únicamente a la circunstancia de que la tontería y la suerte suelen ir de la mano.

Juro estaba acostumbrado a aquellos comentarios. Soportaba con paciencia las burlas de Andrusch; agachaba la cabeza sin replicar cuando Kito le amenazaba con pegarle por una nadería; y cuando los ayudantes del molinero le gastaban una broma, lo que solía suceder a menudo, él consentía con una risita como si quisiera decir: «¡Qué queréis!... ¡Ya sé que soy Juro el tonto!».

Únicamente para los quehaceres domésticos no era demasiado tonto. Como alguien tenía que encargarse de esas cosas, todos estaban contentos de que Juro las hiciera por ellos: hacer la comida y fregar, cocer el pan y cuidar del fuego, fregar el suelo y barrer las escaleras, limpiar el polvo, lavar la ropa y planchar y todo lo demás que había que hacer en la cocina y en la casa. Además de eso cuidaba las gallinas, los gansos y los cerdos.

Para Krabat era un misterio cómo podía acabar Juro con sus muchas obligaciones. A sus compañeros todo aquello les parecía lo más natural, y para colmo de males el maestro trataba a Juro como si fuera una inmundicia. A Krabat aquello no le parecía bien, y una vez que llevó una carga de leña a la cocina y Juro, en agradecimiento, le metió en el bolsillo de la chaqueta —por cierto no era la primera vez— la punta de una salchicha..., le dijo repentinamente:

—No entiendo cómo puedes dejarte hacer todo eso.

—¿Yo? —preguntó sorprendido Juro.

—¡Sí, tú! —dijo Krabat—. El maestro te trata de un modo vergonzoso, y los muchachos se burlan de ti.

—Tonda no —repuso Juro—. Y tú tampoco.

—¡Y eso que cambia? —le replicó Krabat—. Yo me las sabría arreglar si estuviera en tu lugar. Yo me defendería, ¿comprendes?, no volvería a dejar que me hicieran nada... ¡Ni Kito, ni Andrusch, ni ninguno de los otros!

—Hummm —dijo Juro rascándose el pescuezo—. Tú quizá no, Krabat..., tú podrías hacerlo... Pero, ¿y si uno es un estúpido, qué?

—¡Pues entonces huye! —exclamó el muchacho—. Huye de aquí... ¡y búscate otro sitio donde te vaya mejor!

—¿Huir?

Por un momento Juro no pareció nada tonto, sino solamente decepcionado y cansado.

—¡Inténtalo tú, Krabat! ¡Intenta huir de aquí!

—Yo no tengo ningún motivo para hacerlo.

—No —gruñó Juro—, seguro que no... y esperemos que no lo tengas nunca...

Le metió un mendrugo de pan en el otro bolsillo de la chaqueta, hizo un ademán de desdén cuando el muchacho le fue a dar las gracias, y le sacó de un empujón por la puerta: con una risita estúpida a la que les tenía acostumbrados.

Krabat reservó el pan y la punta de la salchicha hasta el final del día. Poco después de la cena, mientras los ayudantes del molinero se ponían cómodos en el cuarto de los criados, Petar sacaba sus herramientas de tallar y los otros empezaban a pasar el rato contando historias, el muchacho se alejó del grupo y subió a la buhardilla donde, bostezando, se echó en su jergón de paja. Se comió el pan y la salchicha; y mientras estaba tendido boca arriba y degustaba la comida pensó involuntariamente en Juro... y en la conversación que habían mantenido en la cocina.

«¿Huir?», se le pasó por la cabeza. «¿Huir de qué? El trabajo desde luego no es ningún plato de mi gusto... y si no tuviera la ayuda de Tonda, lo pasaría muy mal. Pero la comida es buena y abundante, tengo un techo sobre la cabeza... y cuando me levanto por las mañanas sé que tengo un sitio asegurado para dormir por la noche: cálido y seco y medianamente blando, sin chinches y sin pulgas. ¿No es esto más de lo que puede soñar tener un joven pordiosero como yo?»

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