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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (78 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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Ella lo llamó a su lado y le indicó un lugar al borde del lecho. Miguel Ángel le tomó una mano, blanca y frágil. Ella cerró los ojos. Al abrirlos de nuevo, estaban cuajados de lágrimas.

—Miguel Ángel —dijo—, recuerdo la primera vez que nos vimos, en el jardín de escultura. Todos creían entonces que yo iba a morir muy pronto, como mi madre y mi hermano… Pero usted me dio fuerzas,
caro

Se miraron profundamente, y Miguel Ángel susurró:

—Jamás nos hemos confesado nuestros sentimientos. —Pasó sus manos dulcemente por las hundidas mejillas, y agregó—: ¡La he amado inmensamente, Contessina!

—Yo también lo he amado, Miguel Ángel. Siempre he sentido su presencia a mi alrededor. —Sus ojos brillaron un instante, animados, y añadió—: Mis hijos serán sus amigos…

Sufrió un ataque de tos que sacudió el amplio lecho. Volvió la cabeza y se llevó un pañuelo a los labios, pero Miguel Ángel vio en él una mancha roja. Su mente voló al recuerdo de Jacopo Galli. Esa sería la última vez que vería a Contessina.

Esperó, con los ojos llenos de lágrimas. Ella no volvió a mirarlo.

Murmuró:

—¡
Addio, mío caro
! —y salió silenciosamente de la habitación.

La muerte de Contessina fue un duro golpe para él. Se concentró en el trabajo y su cincel volvió a la cabeza de su Moisés, para completarla. Luego pasó a las exquisitamente sensitivas figuras de los dos Cautivos, uno resistiéndose a la muerte y el otro rindiéndose a ella. Había sabido siempre que no habría para él una vida en común con Contessina. Pero también él había sentido constantemente su presencia en tomo suyo. Hizo los modelos para el friso de bronce, llamó a varios canteros más de Settignano, apresuró el trabajo de la cuadrilla de Pontassieve, que decoraba las piedras estructurales, y escribió varias cartas a Florencia para pedir un experto en mármol que pudiera ir a Carrara para comprarle nuevos bloques. Contaba con todos los ingredientes para trabajar con intensidad a fin de completar en otro año la importantísima pared frontal, el Moisés y los Cautivos, para colocarlos en sus respectivos lugares, así como las Victorias en sus nichos y el friso de bronce sobre el primer piso.

León X había decidido reinar sin guerras, pero eso no significaba que pudiera evitar los incesantes intentos por parte de sus vecinos para conquistar el país, ni la lucha intestina que había sido siempre la historia de las ciudades-estado. Giuliano no pudo someter a los franceses de Lombardia. Enfermó durante la campaña y se internó en el monasterio de la Abadía de Fiesole, donde, según se decía, estaba moribundo. El duque de Urbino no sólo se negó a prestar ayuda al ejército papal, sino que se alió con los franceses. El Papa partió apresuradamente para el norte con el propósito de firmar un tratado con los franceses que le dejase en libertad para atacar al duque de Urbino.

Al regresar a Roma, llamó inmediatamente a Miguel Ángel al Vaticano. León X se había mostrado bondadoso con la familia Buonarroti durante su permanencia en Florencia. Dio a Ludovico el título de conde Palatino, alto honor que lo colocaba en el camino de la nobleza, y le otorgó el derecho de usar el escudo de armas de los Medici.

Al presentarse Miguel Ángel ante él, León estaba sentado en su biblioteca con Giulio. Alzó la cabeza y dijo:

—Buonarroti, no queremos que vos, un escultor Medici, paséis vuestro tiempo esculpiendo estatuas para un Rovere. —Pero estoy obligado por contrato —respondió Miguel Ángel. Se produjo un silencio. León X y Giulio se miraron un instante. —Hemos decidido otorgaros el encargo más importante de nuestra época —agregó el Papa—. Deseamos que hagáis una fachada para nuestra iglesia familiar, San Lorenzo… como mi padre lo pensó… ¡una fachada única!

—Santo Padre, me abrumáis, pero… ¿y la tumba de Julio II que debo realizar? Recordaréis sin duda el contrato firmado hace tres años. Tengo que terminar lo que me he comprometido a hacer, pues de lo contrario los Rovere me demandarán ante la justicia.

—Ya habéis dedicado demasiado tiempo a los Rovere —exclamó Giulio bruscamente—. El duque de Urbino firmó un tratado por el que se compromete a ayudar a los franceses contra nosotros. A él se debe, en parte, la pérdida de Milán.

—Lo siento. No sabía…

—Pues ahora lo sabéis —agregó el cardenal Giulio—. Un artista Medici debe servir a los Medici. Entraréis a nuestro servicio exclusivo inmediatamente… —De pronto, cambió de tono y dijo, más afectuoso—: Miguel Ángel, somos vuestros amigos. Os protegeremos contra los Rovere y os aseguraremos un nuevo contrato que os procure más tiempo y dinero. Cuando hayáis completado la fachada de San Lorenzo, podréis volver a vuestro mausoleo del Papa Julio II…

—Santo Padre —exclamó Miguel Ángel dirigiéndose al Pontífice—. He vivido con esa tumba los últimos diez años. Tengo hasta el último centímetro de sus veinticinco figuras esculpido en la mente. Estamos listos para construir la pared frontal, fundir los bronces y montar mis tres estatuas grandes… —Su voz había ido adquiriendo volumen y ahora hablaba casi a gritos—. ¡No debéis detenerme! ¡Es un momento crítico para mí! Tengo conmigo obreros especializados. Si tengo que despedirlos y dejar esos mármoles abandonados… ¡Santo Padre, por el amor que sentí siempre hacia vuestro noble padre, os imploro que no me causéis este terrible daño!

Puso una rodilla en tierra e inclinó la cabeza ante el Pontífice.

—Dadme tiempo para terminar este trabajo tal y como lo tengo planeado —agregó—. Entonces podré trasladarme a Florencia y hacer vuestra fachada con toda tranquilidad. ¡Crearé una gran fachada para San Lorenzo, pero no puedo hacerlo si me siento atormentado…!

La única respuesta que recibió fue un silencio durante el cual León X y Giulio, a fuerza de toda una vida de comunicación entre sí, expresaban por medio de una simple mirada lo que opinaban sobre aquel artista difícil que estaba inclinado ante ellos.

—Miguel Ángel —dijo por fin el Papa—. Tomáis todo tan… tan… desesperadamente…

—¿Es que no deseáis crear la fachada de San Lorenzo para los Medici? —inquirió Giulio, ceñudo.

—¡No, no es eso, Eminencia! Pero se trata de una obra enorme…

—¡Tenéis razón! —exclamó León X—. Debéis partir inmediatamente para Carrara, elegir personalmente los bloques de mármol y controlar el corte. Haré que Jacopo Salviati, de Florencia, os envíe inmediatamente mil florines para pagarlos.

Miguel Ángel besó el anillo papal y partió. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.

V

Aquella noche, solitario, entristecido, se encontró sin darse cuenta en el barrio donde Balducci buscaba las prostitutas. Vio una joven delgada, de rubia cabellera, que se acercaba a él. Por un sorprendente instante le pareció ver a Clarissa, pero aquella visión se esfumó de inmediato, pues las facciones de la joven eran toscas y sus movimientos no tenían la gracilidad de los de Clarissa. Sin embargo, aquel fugaz recuerdo fue suficiente para reavivar su nostalgia.


Buona sera… ¿Vuoi venire con me
? —preguntó ella.

—No sé.


Sembra triste
.

—Lo estoy. ¿Podría curar mi tristeza?

—Es mi oficio.

—Iré, entonces.

—No te arrepentirás.

Pero se arrepintió, antes de las cuarenta y ocho horas. Balducci escuchó la descripción de sus síntomas y exclamó:

—Te ha contagiado el mal francés. ¿Por qué no me dijiste que querías una muchacha?

—No sabía que la quería…

—¡Idiota! ¡Hay una epidemia de eso en Roma! Llamaré a mi médico.

—No. Lo contraje solo y solo lo curaré.

Carrara estaba dormido dentro de sus muros en forma de herradura. Miguel Ángel no había deseado salir de Roma, pero el hecho de encontrarse ahora en la fuente del material que tanto amaba mitigó su dolor.

Avanzó por la angosta calle hasta la porta del Bozzo y recordó la orgullosa casta de habitantes que decían: «
Carrara es la única población del mundo que puede darse el lujo de empedrar sus calles con mármol
». Vio las marmolerías, con sus delicados marcos de ventanas y columnas en mármol, pues todo cuanto Florencia realizaba tan maravillosamente con la
pietra serena
los maestros canteros de Carrara lo hacían con el mármol que era extraído de las montañas sobre la ciudad.

Carrara era una población de una sola cosecha: mármol. Todos los días los
carrarinos
alzaban los ojos a las queridas vetas blancas que se veían en los montes, parches que parecían nieve incluso en los cegadores días de verano. Y daban gracias a Dios por aquella inagotable fuente de sustento. La vida era comunal: cuando prosperaba uno, prosperaban todos; cuando uno sufría hambre, la sufrían todos.

Recorrió la orilla del río Carrione. El aire de septiembre era agradablemente fresco, ideal para subir a las montañas. Allá abajo, podía ver la torre-fortaleza de la Rocca Malaspina y la aguja de la catedral, que parecía montar guardia sobre las apiñadas casas, arrimadas a los muros. La población no se había extendido ni un metro en siglos. Pronto comenzaron a aparecer ante él las aldeas de la montaña: Codena, Miseglia, Bedizzano… cada una de ellas vertiendo su población masculina, alimentando arroyos de canteros en la corriente humana que fluía ascendente. Eran hombres más parecidos a él que sus propios hermanos: pequeños, nerviosos, fuertes, incansables, taciturnos, con ese poder primitivo del hombre que trabaja la terca piedra.

Aquella corriente de centenares de canteros, padres e hijos, se dividió en pequeñas filas que avanzaban por los tres principales desfiladeros de mármol, cada uno de los cuales tenía sus canteras preferidas: la Ravaccione, el Canale di Fantiscriti, abierta por los antiguos romanos, y el Canale di Colonnata. Y al separarse, cada uno murmuraba:

—Ve con cuidado…

—Que Dios lo permita…

Miguel Ángel continuó con un grupo hasta la cantera Polvaccio, donde había hallado sus mejores mármoles para la tumba de Julio II, once años atrás. La cantera, que estaba en el extremo del Poggio Silvestro, producía buen mármol para estatuas, pero las circundantes del Battaglino, Grotta Colombara y Ronco contenían mármoles ordinarios, con vetas diagonales. Cuando el sol tocó la cima del Monte Sacro, el grupo llegó al
poggio
, de casi mil seiscientos metros de altura, donde los hombres dejaron caer sus sacos y se pusieron a trabajar inmediatamente. Los
tecchiaioli
descendieron por sus sogas desde los altos precipicios, limpiando las cornisas de toda piedra suelta y eliminando con sus
subbie
y
mazzuoli
todo cuanto pudiera constituir un peligro para quienes trabajaban abajo. Esa labor la realizaban colgados de las sogas, a enorme altura, en el aire.

El dueño de la cantera, llamado El Barril por su enorme torso redondo, saludó cordialmente a Miguel Ángel. Aunque era analfabeto, igual que sus obreros, su contacto con los compradores de otros países le había enseñado a hablar algunas palabras seguidas, sin tropiezos.

—¡Ah, Buonarroti! —exclamó—. ¡Hoy tenemos su gran bloque!

Lo cogió del brazo y lo condujo al área donde se habían introducido cuñas de madera empapadas de agua en una incisión en forma de "V" y que, en su natural hinchazón, acababan de forzar una abertura en el sólido acantilado de mármol, que los canteros atacaban ahora con grandes mazas de hierro y palancas, hundiendo las cuñas más y más, para desalojar al mármol de su lecho. El capataz gritó de pronto: «
¡Ahí va!
». Los obreros saltaron, huyendo hasta el borde del
poggio
. El bloque de la cima se desprendió, con el sonido de un árbol que se desplomase a tierra, y llegó abajo con un tremendo impacto, quedando inmóvil en el área de trabajo, después de haberse quebrado siguiendo el corte de sus vetas.

Cuando Miguel Ángel estudió el bloque, se llevó una desilusión. Las pesadas lluvias, al filtrarse por la escasa capa de tierra que había cubierto al mármol por espacio de incontables siglos, habían llevado consigo suficientes sustancias químicas para producir vetas en el puro blanco de la piedra. El Barril había hecho cortar aquel bloque expresamente, con la esperanza de que Miguel Ángel lo considerase satisfactorio.

—Hermoso pedazo de carne, ¿eh? —exclamo.

—Tiene vetas manchadas.

—El corte es casi perfecto.

—Si, pero yo lo quiero perfecto, no casi.

El Barril perdió la paciencia.

—Nos cuesta mucho dinero —dijo—. Hace un mes que estamos sacando mármol para usted y hasta ahora no hemos visto ni un ducado.

—Le pagaré mucho dinero, pero por mármoles para estatuas.

—Dios es quien hizo el mármol. Quéjese a él.

—No lo haré hasta que no esté convencido de que no hay bloques más blancos debajo de éstos.

—¿Pretende que haga cortar todo el pico de la montaña?

—Tendré miles de ducados para gastar en material destinado a la fachada de San Lorenzo. Usted recibirá su parte.

El Barril se volvió, ceñudo, murmurando algo que Miguel Ángel no alcanzó a oír. Tomó su saco y partió para Ravaccione por una vieja senda de cabras. Llegó a la cantera a las diez. En el plano del cerro, dos cuadrillas trabajaban con una inmensa sierra a través de un bloque de mármol, mientras los
bardi
, aprendices que acompañaban su trabajo con cantos rítmicos, mantenían una constante corriente de arena y agua bajo los dientes de las herramientas. A un grito del capataz, que parecía un canto, comenzaron a bajar los hombres de los planos superiores para la comida. Miguel Ángel se unió a un grupo para comer sobre un tablón colocado entre dos bloques de piedra. La comida eran gruesas rebanadas de pan mojado con aceite de oliva, vinagre y sal, que se hundían en el balde común lleno de agua.

Aquella era la mejor manera de tratar a los
carrarini
. Durante su estancia allí, en 1505, para comprar los bloques destinados a la tumba de Julio II, se le había recibido con bastante desconfianza. Pero conforme fueron pasando los días, los
carrarini
llegaron a considerarlo no solamente escultor, sino cantero. Ahora, al volver a la zona, se le aceptó ya como un
carrarino
; se le invitaba a las tabernas los sábados por la noche, punto de reunión de los hombres que bebían el vino Cinqueterre y jugaban al
basion
.

Miguel Ángel se sentía orgulloso de ser aceptado en una mesa donde las sillas parecían pasar de padres a hijos como herencia. Cierta vez, al ver un edificio vacío en una altura sobre la población, en el lugar donde una media docena de marmolerías se extendían a lo largo del Carrione, pensó para sí: «
¿Por qué volver a Roma o Florencia para esculpir estatuas, cuando aquí, en Carrara, parece más natural que extraño que un hombre desee dedicar su vida entera a la escultura? Allí había expertos modeladores y jamás le faltarían ayudantes perfectamente capacitados.

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