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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (80 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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A mitad de la mañana se encontraron en la cima de un promontorio cubierto de matorrales. Entre Miguel Ángel y el Monte Altissimo quedaba solamente una colina de escarpada cúspide y, tras ella, un precipicio en el fondo del cual tendrían que cruzar un río.

Anto sacó dos grandes panes de su bolsa de cuero, cuya miga había sido sacada para rellenar la corteza con pescado en salsa de tomate. Comieron y luego descendieron al valle.

Miguel Ángel se sentó en una roca y miró hacia arriba, a los ceñudos Alpes.

—Con la ayuda de Dios y de todo el ejército francés, tal vez se podría construir un camino hasta este punto, pero ¿cómo podría nadie prolongarlo por esa pared de roca viva completamente perpendicular?

—No es posible —dijo Anto—. ¿Para qué intentarlo?

—Para extraer mármol.

Anto lo miró un instante asombrado, como si creyera que estaba loco.

—¡Nadie ha sacado mármol del Monte Altissimo ni lo sacará jamás! —exclamó—. ¡Eso es una locura!


E vero
—dijo Miguel Ángel.

—Y entonces ¿para qué ha venido?

—Para estar seguro de que no es posible. Bueno, empecemos la ascensión, Anto. Quiero ver hasta qué punto son buenos esos mármoles que no podremos bajar de ahí.

Los mármoles no sólo eran buenos, eran perfectos. El más puro mármol blanco estatuario. Miguel Ángel descubrió un
poggio
en el que habían excavado los romanos. Después de la verdadera batalla que habían librado para subir hasta allí, comprendió claramente por qué los emperadores romanos habían utilizado el mármol de Carrara para construir Roma. No obstante, todo su cuerpo se estremecía de ansia por aplicar el martillo y el cincel en aquella brillante piedra, la más pura que había visto en su vida.

Era ya el anochecer cuando estaban de regreso en Carrara. Al avanzar por el camino desde Avenza, observó que los campesinos que trabajaban en sus campos parecían no verlo. Cuando entró por la Porta Ghibellina, la gente parecía descubrir de repente una ocupación que hacia desviar sus miradas hacia otro lado. Penetró en la botica de Pelliccia.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó—. Ayer por la mañana partí de aquí y todos me consideraban un
carrarino
. Esta noche regreso y soy un toscano, por lo visto.

—Es por el viaje que ha hecho al Monte Altissimo.

—¿Así que esta gente ha adoptado la ley romana, según la cual un hombre es culpable hasta que no haya demostrado ser inocente?

—Tienen miedo. La apertura de las canteras de Pietrasanta significaría la ruina para ellos.

—Le ruego que les informe de que he ido a Monte Altissimo por orden del Papa.

—Ellos sostienen que es cosa suya.

—Pero… ¿acaso no he estado comprando mármoles de Carrara?

—Los
carrarini
creen que ha estado buscando el
sancta sanctorum
, el alma blanca de la montaña, y que a eso se debe que el Papa le haya ordenado extraer el mármol de Pietrasanta: para que encuentre los bloques perfectos que le satisfagan.

Instintivamente los
carrarini
tenían razón en eso. Ni una sola vez en los últimos siete meses, ni siquiera después de haber pagado muy buenas monedas de oro por los mármoles, quedó convencido de haber conseguido los mejores para esculpir estatuas. ¿Acaso habría estado ansiando, inconscientemente, que el Papa hiciese abrir las canteras de Pietrasanta, a pesar de que consideraba y había proclamado imposible tal empresa?

—Informaré a Su Santidad de que no es posible extraer mármol del Monte Altissimo.

—¿Pueden confiar en usted?

—Les doy mi palabra de honor.

Fue una primavera próspera para Carrara, pues acudieron varios escultores a comprar bloques de mármol: Bartolomé Ordóñez, de España; Giovanni de Rossi, y el maestro Simoni, de Mantua: Domenico Garé, de Francia; don Bernardino de Chivos, que trabajaba para Carlos I de España. Y Miguel Ángel también consideraba próspera su situación, pues los Medici habían convenido en pagarle veinticinco mil ducados por la fachada.

Jacopo Sansovino, aprendiz de su viejo amigo Andrea Sansovino, llegó a Carrara una lluviosa tarde, y se puso de espaldas a la chimenea de Miguel Ángel para secar sus ropas. Tenía treinta años y había adoptado el apellido de su maestro. Parecía tener talento.

—¿Qué le trae a Carrara con este tiempo tan malo? —preguntó Miguel Ángel.

—Usted —respondió Sansovino.

—¿Yo?

—Sí. El Papa León X me ha ofrecido un friso en su fachada. Ya he presentado el diseño y el Papa está encantado.

Miguel Ángel volvió la cabeza para que Jacopo no advirtiese su asombro.

—Pero yo, en mi proyecto, no he indicado friso alguno —dijo.

—El Papa organizó un concurso para quien quisiera colaborar con una construcción en la fachada. Lo gané yo. Con una banda continua de bronce sobre los tres pórticos en la que se vean escenas de la vida de los Medici.

—¿Y si su friso no encaja en mi diseño?

—Usted haga su trabajo y yo haré el mío.

El tono de Jacopo no era insolente, a pesar de lo cual parecía no admitir discusión.

—Nunca he colaborado con nadie, Jacopo.

—Lo que dice el Papa se hace, Miguel Ángel.

—Naturalmente, pero según mi convenio yo tengo que corregir las faltas del trabajo de los demás.

—No encontrará faltas en el mío. Confíe en mí. No puedo decirle lo mismo de Baccio y Bigio.

—¿Qué sucede con Baccio y Bigio?

—Tienen el trabajo de hacer todas las piedras y columnas decoradas.

Aquella noche no durmió. Echó abundantes leños al fuego y se pasó las horas recorriendo a grandes pasos las dos habitaciones, mientras intentaba resolver aquel problema. ¿Por qué había dejado pasar todos aquellos meses sin diseñar las figuras principales o regresar a Florencia para colocar los cimientos de la fachada? La visita de Jacopo Sansovino con la noticia de que aquel trabajo se le iba poco a poco de las manos demostraba que aquello había sido un error. Porque, para un artista, una de las más dolorosas formas de la muerte es la inactividad.

Ya no tenía tiempo que perder. Puesto que tenía que esculpir esa fachada, debía empezar a hacerlo inmediatamente y esculpir toda ella, columnas, cornisas, capiteles y figuras.

Escribió a Roma:

Os prometo, Santo Padre, que la fachada de San Lorenzo será un espejo de arquitectura y escultura para toda Italia.

VIII

Regresó a Florencia en primavera, a tiempo para celebrar el nacimiento de la hija de Buonarroto, Francesca, a quien puso de sobrenombre Cecca. Fue a comprar un terreno en la Vía Mozza, cerca de Santa Caterina, decidido a construir en él un estudio de suficiente tamaño para albergar los grandes bloques destinados a la fachada y la tumba de Julio II. Tuvo que tratar con los canónigos del Duomo, que le cobraron trescientos florines grandes de oro por el terreno, sesenta más de lo que valía.

Trabajó durante varias semanas para terminar el diseño sobre el que habría de construir su modelo de madera. Conforme iba expandiendo su concepto, al cual agregó cinco bajorrelieves en marcos cuadrados y dos en marcos circulares, amplió también sus costos, por lo cual sería imposible crear una fachada por menos de treinta y cinco mil ducados. El Papa le contestó por mediación de Buoninsegni, quien le escribió:

Le agradó su plan, pero ha aumentado usted el precio en diez mil ducados. ¿Se trata de ampliaciones en la fachada, o de un cálculo erróneo en sus planes originales?

Miguel Ángel contestó.

Va a ser la maravilla arquitectónica y escultórica de Italia.

A lo cual Buoninsegni replicó:

El dinero escasea, pero no debe preocuparse; su contrato será firmado. Comience inmediatamente los cimientos. Su Santidad está un poco disgustado porque todavía no los ha colocado.

Jacopo Sansovino, informado por el Vaticano de que el nuevo modelo de la obra no incluía friso alguno, fue a ver a Miguel Ángel, a quien atacó duramente. Miguel Ángel trató de aplacarlo y al final dijo:

—No nos separemos como enemigos. Le prometo que lo ayudaré a conseguir un trabajo. Entonces comprenderá que una obra de arte no puede ser un simposio: tiene que poseer la unidad orgánica de la mente y las manos de un solo hombre.

Ludovico eligió aquel momento para reprochar a Miguel Ángel porque no le permitía utilizar los fondos depositados en la administración de Santa María Nuova.

—Padre —respondió Miguel Ángel—, si no cesa con sus eternas exigencias de dinero y lamentaciones y reproches, la casa no será suficientemente grande para ambos.

Al anochecer, Ludovico había desaparecido. A la noche siguiente, Buonarroto volvió con la noticia de que el padre andaba diciendo a todos que había sido arrojado de su propia casa.

—¿Dónde está? —preguntó Miguel Ángel.

—En la casa de los campesinos de detrás de nuestra granja de Settignano.

—Le mandaré una nota inmediatamente.

Se sentó ante el escritorio de su padre y escribió:

Queridísimo padre. Tienen una experiencia de treinta años, usted y sus hijos, de todo cuanto se relaciona conmigo, y sabe perfectamente que siempre he pensado y obrado por su bien. ¿Cómo es posible que vaya diciendo que lo he expulsado de nuestra casa? ¿Es que no comprende el daño que me causa con esa mentira? Esto es lo único que faltaba para completar mi cúmulo de dificultades. Me paga muy bien.

Pero, paciencia, que así sea. Estoy dispuesto a aceptar la posición de que sólo le he traído vergüenza y deshonor. Le ruego que me perdone por ser tan canalla…

Ludovico regresó a la Vía Ghibellina y «
perdonó
». Y de pronto, aquel cúmulo de desdichas se agrandó con una más: Miguel Ángel se enteró de que su dibujo para el fresco de Las bañistas había desaparecido.

—Destruido no sería precisamente la palabra correcta —dijo Granacci muy serio—. Ha sido objeto de toda clase de atropellos. Fue, primeramente, copiado, luego cortado en pedazos que desaparecieron, aparte de haber sido borroneado los que quedaron.

—Pero ¿cómo es posible? ¿Por qué no se lo protegió? ¡Era de Florencia!

Granacci le dio todos los detalles. El dibujo había sido enviado al Salón de los Papas, cerca de Santa María Novella, y después al salón del piso superior del palacio de los Medici. Cien artistas de paso por Florencia habían trabajado ante él sin que nadie los vigilase. Algunos cortaron pedazos para llevarlos consigo. Su enemigo Baccio Bandinelli se había apropiado, de varios trozos. Los únicos fragmentos que se hallaban todavía en Florencia eran los comprados por los amigos de Miguel Ángel, los Strozzi.

Concentró toda su atención en la fachada y construyó un sólido modelo. Éste entusiasmó al Papa, al extremo de que firmó un contrato por cuarenta mil ducados: cinco mil anuales por espacio de ocho años, cuatro mil adelantados para gastos y una vivienda gratuita cerca de la iglesia de San Lorenzo. Sin embargo… «
Su Santidad
», decía una cláusula, «
estipula que todo el trabajo que se realice en la fachada de San Lorenzo debe ser hecho con mármoles de Pietrasanta, y en modo alguno de otro lugar
».

Miguel Ángel asistió, con la cabeza descubierta, a los últimos ritos oficiados en el cementerio de San Lorenzo por el prior Bichiellini, en quien le pareció ver que perdía al más querido y fiel amigo de su vida.

Sólo una hora después de su regreso a Carrara, comenzó a congregarse una multitud en la Piazza del Duomo. Las ventanas del comedor del boticario llegaban hasta el suelo y no tenían balcón. Miguel Ángel se colocó tras las cortinas para escuchar el rumor que crecía por momentos, mientras los mineros iban llenando la plaza. Alguien lo descubrió tras las cortinas. La multitud comenzó inmediatamente a lanzarle insultos.

Miguel Ángel miró al boticario, cuyo rostro estaba sumamente serio. Luchaba entre la lealtad a su gente y a su huésped.

—Tendré que hablarles —dijo Miguel Ángel.

Abrió la ventana y se asomó al vacío.

—¡
Figlio di cane
! —gritó uno de los canteros.

Se alzaba un verdadero bosque de puños amenazadores. Miguel Ángel levantó los brazos para pedir silencio.

—No es culpa mía… Tienen que creerme —gritó.

—¡Bastardo! ¡Nos ha traicionado!

—¿No he comprado mármoles en sus canteras? Tengo nuevos contratos para darles… ¡Confíen en mí! ¡Soy un
carrarino
!

—Lo que eres es un servidor del Papa.

—Esto me costará mucho más que a ustedes…

Se hizo un silencio. Un hombre que estaba en primera fila gritó, con la voz llena de angustia.

—¡Pero no sufrirá como nosotros, en su estómago!

Aquel grito obró como una señal. Cien brazos se alzaron y una lluvia de piedras llenó el aire. Los vidrios de las dos ventanas saltaron, rotos en mil pedazos.

Una piedra hizo blanco en su frente. Quedó aturdido, más por el impacto que por el dolor. La sangre empezó a deslizarse por su rostro. La sintió bajar por una de sus mejillas.

No hizo el menor movimiento para enjugarla. La multitud advirtió lo que había sucedido y un rumor recorrió la plaza:

—¡Basta! Está sangrando.

Pocos minutos después la plaza estaba desierta, pero el suelo, bajo las dos ventanas, se hallaba cubierto de piedras.

IX

Alquiló una casita del lado que daba al mar, en la plaza de Pietrasanta, con vistas a la extensa ciénaga que tendría que atravesar para construir un puerto. El cardenal Giulio le había informado de que también tendría que extraer mármoles de Pietrasanta para la iglesia de San Pedro y para las reparaciones que necesitaba el Duomo de Florencia. El Gremio de Laneros enviaba un perito para la construcción de dicho camino.

Era el mes de marzo. Tenía alrededor de seis meses de buen tiempo antes de que la nieve y el hielo le cerrasen completamente las montañas. Si podía conseguir que empezasen a salir bloques de mármol de las canteras hacia la playa para el mes de octubre, su tarea estaría cumplida… ¡Si pudiera empezarla! Haría embarcar los primeros bloques a Florencia, donde pasaría el invierno esculpiéndolos. Cuando llegase otra vez el buen tiempo, un capataz y una dotación de hombres podría regresar a la cantera para seguir extrayendo el mármol.

Comenzó a tramitar la obtención de todo cuanto necesitaba: sogas, una fragua, barras de hierro, picos, palas, hachas, serruchos…

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