—Si yo no tengo maravillosas esculturas para demostrar que los años han pasado, entonces mis recuerdos serán ciertamente muy amargos.
Mientras pasaban por la Piazza San Marco, Miguel Ángel vio una figura conocida. Cogió del brazo a Granacci. Era Torrigiani, que hablaba con Benvenuto Cellini, un orfebre de diecinueve años y aprendiz de escultor. Torrigiani reía a carcajadas y movía mucho los brazos.
No bien llegaron al taller de Rustici, entró también Cellini, quien se dirigió directamente a Miguel Ángel.
—¡Ese Torrigiani —dijo— es un verdadero animal! Me dijo que un día, cuando usted se burló de él, le propinó tal golpe en la nariz que sintió que el hueso crujía bajo su puño.
—¿Por qué me repite esa historia, Cellini?
—Porque sus palabras engendraron tal odio en mí hacia ese canalla, que, aunque tenía pensado irme a Inglaterra con él, ahora comprendo que jamás me sería posible tolerar su presencia.
Era agradable verse rodeado por un grupo de amigos y conciudadanos en la exclusiva atmósfera de la Compañía del Crisol. Había recomendado a Jacopo Sansovino para un importante trabajo en Pisa, y Jacopo le perdonó que no le hubiese permitido participar en el proyecto de la fachada de San Lorenzo, ahora difunto. Lo mismo había ocurrido con Baccio
D'Agnolo
, que se había hecho famoso por la belleza de sus trabajos de incrustaciones de madera en mosaicos; Bugiardini, a quien Paolo Rucellai había confiado un encargo, una escultura del Martirio de Santa Catalina para un altar de Santa María Novella, tropezaba con dificultades en su dibujo. Miguel Ángel había pasado varias noches con su amigo abocetando algunas figuras desnudas, heridas o muertas, para captar una variedad de efectos de luz y sombra.
La única nota amarga la dio Baccio Bandinelli, que rehuía la mirada de Miguel Ángel. Éste observó al hombre que había luchado contra él desde el incidente con Perugino. Tenía ahora treinta y un años, y era el conversador más empedernido de Toscana. Los Medici le habían hecho algunos encargos.
Agnolo Doni, para quien Miguel Ángel había pintado la Sagrada Familia, era ahora socio del Crisol. Había conquistado tal distinción al financiar un número de aquellas costosas reuniones. Conforme iba creciendo la fama de Miguel Ángel, Doni se encargó de aumentar la leyenda de la amistad entre ambos. Según Doni, eran una pareja invencible en el equipo de calcio de Santa Croce. Él era quien había alentado a Miguel Ángel en su arte. Y Miguel Ángel sonreía. No podía desmentir públicamente al fanfarrón.
Al correr los meses, penetró simultáneamente en cuatro bloques de mármol de cerca de tres metros de altura y creó formas esculturales avanzadas en un lado de cada uno de ellos, para pasar después a trabajar en el lado opuesto.
Aquellos bloques estaban destinados a formar parte de su tema de los Cautivos para la tumba de Julio II. Daba vueltas alrededor de los macizos mármoles, con un punzón en la mano, haciendo saltar trocitos de piedra aquí y allá para familiarizarse con la densidad de la masa. Únicamente con el martillo y el cincel le era posible captar el peso interior, la profundidad con que podía penetrar.
Con su ojo de escultor conocía todos los detalles de las esculturas. En su mente, no eran cuatro figuras separadas entre sí, sino partes integrantes de una única concepción: el somnoliento Joven gigante, que intentaba liberarse de su prisión en la piedra del tiempo; el Gigante despierto, que irrumpía desde su crisálida de la montaña; el Atlas, lleno de años, fuerza y sabiduría, que llevaba sobre sus hombros la Tierra creada por Dios; y el Gigante barbudo, viejo, cansado, presto para pasar el mundo al Joven gigante en un continuo ciclo de nacimiento y muerte.
También él vivía tan fuera del imperio del tiempo y el espacio como esos semidioses que surgían, retorciéndose en espirales, de los bloques que los aprisionaban. Esculpió incansablemente durante todo el otoño y el invierno. Por la noche se arrojaba sobre el lecho completamente vestido, cuando ya no le era posible seguir trabajando. Despertaba después de un par de horas de profundo sueño, refrescado; encendía una vela y volvía al trabajo, cincelando los frentes de sus figuras, perforando agujeros entre las dos piernas, modelando los cuatro cuerpos con cinceles afilados. Quería que los cuatro gigantes cobrasen vida al mismo tiempo.
Al llegar la primavera, las cuatro figuras estaban ya preparadas. Al acercarse a ellas, lo empequeñecían. Sin embargo, las cuatro se inclinaban ante su fuerza superior, su potente impulso, el enérgico martillo y el penetrante cincel, que creaban cuatro semidioses paganos para sostener la tumba de un pontífice cristiano.
Granacci exclamó un día:
—¡Ya has reconquistado los tres años que perdiste en las canteras! Pero ¿de dónde proceden estas misteriosas criaturas? ¿Son del Olimpo de la antigua Grecia, o profetas del Antiguo Testamento?
—Toda obra de arte es un autorretrato.
—Tienen un tremendo impacto emocional. Es como si yo tuviese que proyectarme en sus formas inconclusas y completarlas con mis propios pensamientos y sentimientos.
Si Granacci no quería decir a Miguel Ángel que dejase a sus cuatro Cautivos inconclusos, el Papa León X y el cardenal Giulio se lo dijeron abiertamente, al anunciarle que habían decidido construir una sacristía en San Lorenzo para sepultar en ella a sus padres:
Il Magnifico
y su hermano Giuliano. Las paredes de esa sacristía se habían comenzado en dos ocasiones anteriores. Sin que les preocupase en absoluto el hecho de que habían anulado el proyecto de la fachada, el Papa y el cardenal (este último ya de vuelta en Roma, después de dejar al cardenal de Cortona a cargo de Florencia) enviaron a Salviati a ver a Miguel Ángel con el ofrecimiento de esculpir las figuras para dicha sacristía.
—Yo ya no soy su escultor —exclamó Miguel Ángel cuando Salviati se presentó en su taller—. Baccio Bandinelli tiene ahora tan distinguido cargo. Hacia el final de este año tendré terminados cuatro Cautivos. En otros dos años de trabajo terminaré la tumba de Julio II, la armaré y quedaré libre de la tortura de ese contrato. La familia Rovere me deberá unos ocho mil quinientos ducados. ¿Sabe lo que eso significa para un hombre que no ha ganado un escudo en cuatro años?
—Sí, pero necesita la amistad, la buena voluntad de los Medici —observó Salviati.
—También necesito dinero… que los Medici no me dan.
Conforme fueron alzándose las paredes de la sacristía, fue intensificándose la presión de los Medici sobre Miguel Ángel. Y el paso siguiente fue una carta que Sebastiano le escribió desde Roma.
Miguel Ángel siguió esculpiendo sus Gigantes. Ellos constituyeron la realidad de su vida durante los últimos días de primavera, el cálido verano y las primeras brisas frescas que bajaban de las montañas en septiembre.
El día en que su hermano Buonarroto, ahora padre de un segundo hijo al que se le puso el nombre de Leonardo, fue a verle al taller para quejarse de que casi nunca lo veían, y preguntarle si no se sentía demasiado solo trabajando de aquella manera, día y noche, sin familia ni amigos, Miguel Ángel le contestó:
—Los Gigantes son mis amigos. No solamente me hablan, sino que se hablan entre sí.
¿Por qué accedió? No estaba seguro de saberlo. Al llegar el mes de octubre la presión del Vaticano se había intensificado. En noviembre, las cuentas de Buonarroto revelaron que había gastado más dinero en el último año del que había entrado por concepto de arrendamientos de la casa de la Vía Ghibellina y por la venta de los productos de las granjas que comprara en años anteriores. En octubre había prodigado tan afanosamente sus fuerzas en los Cautivos, que se sintió desfallecer. La noticia de la muerte de Rafael le había producido profunda emoción y le demostró, al mismo tiempo, que la vida era corta y muy limitado el periodo de productividad.
«
¿Qué habría sido yo sin Lorenzo de Medici?
», se preguntó. «
¿Y qué he realizado hasta ahora, para pagar su protección? ¿No sería una ingratitud de mi parte negarme a esculpir su tumba?
»
El ímpetu final fue proporcionado por la abierta expresión de hostilidad del Papa León X. Sebastiano, que luchaba desesperadamente por conseguir el encargo de pintar el Salón de Constantino, del Vaticano, aseguró al Papa que podría hacer maravillas con los frescos, si le fuera posible contar con la ayuda de Miguel Ángel. León X exclamó:
—No lo dudo ni un instante, pues todos ustedes pertenecen a su escuela. Observen la obra de Rafael. No bien contempló la de Miguel Ángel, abandonó para siempre el estilo de Perugino. Pero Miguel Ángel tiene una
terribilitá
enorme y no escucha razones.
Sebastiano escribió:
Le respondí al Pontífice que usted era así porque tenía importantes trabajos que terminar. Asusta usted a todos, incluso a los papas.
Éste era el segundo Pontífice consecutivo que lo acusaba de ser irascible. Aun cuando fuese cierto, ¿quiénes sino ellos mismos habían sido la verdadera causa de su irascibilidad? Escribió a Sebastiano quejándose.
Sebastiano le respondió, en un intento de aplacarlo:
Yo no le considero un hombre terrible, excepto en lo que se refiere a su arte; es decir, en que es el maestro más grande que haya existido jamás.
Pronto terminaría un número suficiente de figuras de la tumba de Julio II para satisfacer a los Rovere. ¿Qué haría entonces? No podía permitirse el lujo de ser enemigo del Papa, quien controlaba todas las iglesias de Italia. Ni los nobles y comerciantes acaudalados lo ayudarían por temor a ofender al Pontífice. Florencia estaba gobernada asimismo por los Medici. O bien decidía trabajar para estos, o carecería de trabajo.
El Papa León X y el cardenal Giulio se pusieron muy contentos de tenerlo de vuelta en el seno de la familia. Quedaron olvidados todos los resquemores sobre las canteras de Pietrasanta y el camino. Las primeras estaban clausuradas. Sus cinco grandes bloques de mármol blanco yacían en la playa. Salviati, de camino a Roma para atender asuntos del Papado, ofreció sus servicios para llegar a un acuerdo práctico y conveniente.
—Si tal cosa es posible —exclamó Miguel Ángel con resignación—, dígales al Papa y al cardenal que trabajaré para ellos con un contrato, con un sueldo mensual, un salario diario o incluso gratis.
A primera hora de la mañana siguiente, fue a la nueva sacristía. De inmediato pensó qué delicioso sería ornar su interior de
pietra serena
procedente de las canteras de Maiano.
Florencia fue inundada por copiosas lluvias y temporales. Trasladó su mesa de trabajo frente a la chimenea y dibujó algunos planos exploratorios. El Papa había decidido ahora que debían incluirse también tumbas para los Medici jóvenes: su hermano Giuliano y Lorenzo, el hijo de Piero. La primera idea de Miguel Ángel, una tumba elevada con cuatro sepulcros en el centro de la capilla, fue rechazada por el cardenal Giulio con el argumento de que la capilla era demasiado pequeña para contener las tumbas y las esculturas.
Dibujó un nuevo proyecto, un austero sarcófago a cada lado de la capilla, y en cada uno de ellos dos figuras alegóricas reclinadas: El Día y La Noche en un lado, El Amanecer y El Anochecer en el otro; dos figuras masculinas y dos femeninas; grandes figuras pensativas de intensa belleza emocional y física, que representarían el ciclo del hombre dentro de los días de su vida.
Aquel proyecto fue aceptado.
Envió los doscientos ducados que le adelantó el Vaticano a su cantera favorita: Polvaccio de Carrara, juntamente con detallados dibujos sobre los bloques de mármol blanco que deseaba, y cuando estos llegaron, observó con inmensa alegría que eran de excelente calidad estatuaria y habían sido adecuadamente preparados.
Pasó los meses de la primavera y el verano diseñando las paredes interiores y la cúpula, además de abocetar las figuras de El Día, La Noche, El Amanecer y El Anochecer, las dos figuras de tamaño natural de los jóvenes Medici para los nichos que irían sobre los sarcófagos, y una
Madonna
y Niño para la pared opuesta. El cardenal Giulio pasó por Florencia de camino a Lombardia para unirse al ejército del Papa, que una vez más luchaba contra los invasores franceses. No bien llegó, mandó llamar a Miguel Ángel y lo recibió cariñosamente en el palacio de los Medici.
—Miguel Ángel —dijo—, ¿cómo puedo ver con mis ojos y tocar con mis manos la capilla exactamente igual que cuando la terminen?
—Eminencia, le daré dibujos de las puertas, ventanas, pilares, columnas, nichos y cornisas de
pietra serena
. Luego haré modelos de madera del tamaño exacto que tendrán las tumbas. Pondré en ellos las estatuas en arcilla, iguales a las de mármol que adornarán la tumba.
—¡Pero eso llevará mucho tiempo, y Su Santidad tiene prisa!
—No, Eminencia, llevará poco tiempo y costará muy poco también.
—Entonces queda arreglado. Daré orden a Buoninsegni para que entregue el dinero conforme lo vaya necesitando.
Pero el cardenal no hizo tal cosa. Miguel Ángel procedió a hacer los modelos por su cuenta. Sólo detuvo su trabajo para celebrar el nacimiento del tercer hijo de Buonarroto, Buonarrotino. Con tres herederos varones, el apellido Buonarroti-Simoni estaba aparentemente asegurado.
A finales de noviembre, el Papa regresó enfermo de una cacería. El uno de diciembre de 1521, el primer Pontífice Medici yacía muerto en el Vaticano.
Miguel Ángel asistió a la solemne misa en el Duomo con Granacci. Por su mente pasaron aquellos días de su niñez con Giovanni en el palacio de los Medici, así como la bondad y lealtad de Giovanni cuando llegó a ser un influyente cardenal en Roma.
El tramontano soplaba, tan frío como el hielo, por las calles. No era posible calentar el taller, por muchos leños que se echaran a la chimenea. Muerto León X, el proyecto de la capilla de los Medici quedaba igualmente frío y barrido por los vientos. En Roma, media docena de facciones del Colegio de Cardenales luchaba por el poder, hasta que finalmente llegaron a un acuerdo y designaron a Adrián de Utrecht, de sesenta y dos años, un práctico flamenco que había sido tutor del emperador Carlos V.
El cardenal Giulio había huido a Florencia, pues el nuevo Papa era un eclesiástico de elevada moral, que siempre desaprobó el pontificado de los Medici y sabía que Giulio era responsable de buena parte del mismo. Adriano se dedicó de inmediato a corregir los errores cometidos por León X y a rehabilitar a todos aquellos que fueron lesionados en su honor o propiedades. Comenzó por devolver la soberanía al duque de Urbino y terminó por escuchar con simpatía las protestas de la familia Rovere, conviniendo en que ésta demandaría a Miguel Ángel Buonarroti por incumplimiento de su contrato con los herederos de Julio II.