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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (94 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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—Fue una pena que sus palabras no llegaran a Roma, porque de haber ocurrido eso, habríamos introducido nuestras reformas en la Madre Iglesia y ahora no estaríamos perdiendo fieles en Alemania y Holanda.

Miguel Ángel se dio cuenta de que se hallaba en el seno de un grupo revolucionario, que criticaba enérgicamente las prácticas de la Iglesia y buscaba un medio de iniciar su propia reforma del clero. La Inquisición en Portugal y España había arrebatado millares de vidas por acusaciones mucho menos senas. Se volvió a la marquesa, admirando su valor.

—No deseo que me juzgue irrespetuoso,
signora
, pero fray Savonarola destruyó una gran cantidad de hermosas obras de arte y literatura, en lo que él denominó «
una pira de vanidades
», antes de caer él en idéntica desgracia.

—Siempre he lamentado eso,
signor
Buonarroti. Sé que uno no purifica el corazón humano por medio de la eliminación de la mente humana.

La conversación derivó hacia temas generales. Hablaron de la pintura flamenca, que era muy respetada en Roma, y de sus pronunciados contrastes con la pintura italiana. Luego, la conversación versó sobre los orígenes del concepto del Juicio Final.

Cuando Miguel Ángel bajaba por el Monte Cavallo, observando la puesta de sol, que ensombrecía los colores de la ciudad, preguntó:

—Tommaso ¿cuándo podremos verla otra vez?

—Cuando nos invite —respondió Tommaso.

—¿No tendremos más remedio que esperar su invitación?

—Tenemos que esperar. Ella no va a ninguna parte.

—Entonces esperaré, como un silencioso suplicante, hasta que la dama se digne mandar a buscarme.

Una sonrisa jugueteó entre los labios de Tommaso.

—¡Estaba seguro de que le impresionaría! —dijo.

Aquella noche fue el rostro de Vittoria Colonna el que brilló en la habitación de Miguel Ángel. Hacia muchos años que la presencia de una mujer no se había apoderado a tal punto de él.

IV

Pasaron dos semanas antes de que recibiese una segunda invitación. En ese intervalo, que se le antojó interminable, Miguel Ángel había comenzado a identificar la escultural belleza del cuerpo de Vittoria, su fuerte pero tierno rostro, con su estatua de mármol de La Noche en la capilla de Medici. Era un cálido domingo de mayo, cuando uno de los servidores de la marquesa, Foao, llegó con un mensaje de su señora.

—La señora marquesa me ha pedido que le diga,
messer
, que está en la capilla de San Silvestro al Quirinale. Que la iglesia está cerrada y su ambiente es agradable. Le pregunta si desea ir a perder una pequeña parte del día con ella, a fin de que ella pueda ganarla con usted.

Se puso una camisa azul oscuro y unas medias que había comprado en previsión de un momento como aquél, y se dirigió colina arriba.

Esperaba encontrarse solo con ella, pero cuando Vittoria salió a recibirlo, vestida de seda blanca, con una mantilla de encaje del mismo color, vio que la capilla estaba llena de gente. Reconoció a ilustres miembros de la corte del Vaticano y de los círculos universitarios. Los hombres empezaron a hablar de las artes de sus respectivas ciudades-estado: en Venecia, los retratos de Tiziano; en Padua, los frescos de Giotto; en Siena, la singular pintura de la Cámara Municipal; en Ferrara, las obras del castillo; y en Pisa, Bolonia, Parma, Piacenza, Milán, Orvieto…

Miguel Ángel conocía la mayoría de esas obras de arte y sólo escuchaba a medias, pues estaba observando a Vittoria, sentada e inmóvil bajo una ventana de vidrios coloreados que arrojaban rayos multicolores de luz sobre su delicada piel. Se puso a pensar cosas sobre ella. Si su matrimonio con el marqués de Pescara había sido por amor, como todos decían, ¿por qué habían estado juntos solamente unos meses en los dieciséis años que duró aquella unión? ¿Y por qué había desviado los ojos un viejo amigo cuando él le preguntó en qué heroicas circunstancias había muerto el marqués?

De pronto, se dio cuenta de que en la capilla se había hecho un gran silencio. Todos los ojos estaban vueltos hacia él. El cardenal Ercole Gonzaga repitió cortésmente la pregunta: ¿haría el favor Miguel Ángel de hablarle algo sobre sus obras de arte favoritas en Florencia? Ligeramente coloreadas las mejillas y un poco desentonada la voz, habló sobre la belleza de las esculturas de Ghiberti, Orcagna, Donatello, Mino da Fiesole, las pinturas de Masaccio, Ghirlandaio, Botticelli… Cuando terminó, Vittoria dijo:

—Puesto que sabemos que Miguel Ángel es un hombre modesto, todos nos hemos abstenido de hablar de las artes en Roma. En la Capilla Sixtina, él ha realizado la labor de veinte grandes pintores. Toda la humanidad verá y comprenderá un día la Creación por medio de sus maravillosos frescos.

Sus enormes ojos verdes lo envolvieron por completo. Cuando ella habló, lo hizo directamente hacia él, serena y castamente, a pesar de lo cual su voz tenía una cualidad particularmente emotiva. Sus labios le dieron a Miguel Ángel la sensación de estar a muy pocos centímetros de los suyos.

—Miguel Ángel —dijo—, no piense ni por un momento que me excedo en mis elogios hacia usted. La verdad es que no es a usted a quien elogio, sino al servidor fiel que hay en usted. Porque hace mucho tiempo que pienso que posee un don divino y que ha sido elegido por Dios para realizar sus grandes obras. Su Santidad me ha otorgado el favor de permitirme la construcción de un convento para mujeres jóvenes al pie de Monte Cavallo. El lugar que he elegido está junto al pórtico de la Torre de Mecenas, desde donde, según se dice, Nerón contempló el incendio de Roma. Me gustaría ver que las pisadas de aquel hombre tan maligno fuesen borradas por las de santas mujeres. No sé, Miguel Ángel, qué forma ni proporciones dar a la casa, ni si algo de lo que ya hay puede adaptarse a lo nuevo.

—Si desea ir a ese lugar,
signora
, podríamos estudiar las ruinas.

—Realmente es usted muy bondadoso,
signor
Buonarroti.

Había concebido la esperanza de que él y Vittoria descenderían al antiguo templo y pasarían allí una hora juntos, mientras recorrían los montones de piedras. Vittoria invitó a todo el grupo a que los acompañase. Y Miguel Ángel sólo pudo salvar de aquel naufragio de sus ilusiones, el derecho de ir al lado de ella, emocionado por aquella proximidad.

—Marquesa —dijo, una vez en el lugar—, creo que este pórtico roto podría convertirse en un campanario. Podría hacerle algunos dibujos para el convento.

—No me atrevía a pedirle tanto.

Lo cálido de su gratitud le llegó como dos brazos que lo abrazasen amorosamente. Se felicitó por su estratagema de derribar la barrera impersonal que Vittoria había mantenido siempre alta entre ella y los demás.

—Dentro de un par de días tendré listos algunos dibujos. ¿Dónde puedo entregárselos?

Los ojos de Vittoria se pusieron opacos, y cuando habló, su voz sonó evidentemente reprimida.

—En mi convento hay mucho trabajo que hacer. ¿Podría enviarle a mi criado Foao para que le avise cuando esté libre? Será seguramente dentro de una o dos semanas.

Regresó a su taller, furioso, y comenzó a golpear y arrojar cosas. ¿Qué clase de juego era el de aquella mujer? ¿Le tributaba todos aquellos elogios con el exclusivo propósito de ponerle a sus pies? ¿Lo admiraba o no? Si deseaba su amistad, ¿por qué la rechazaba? ¡Aplazarle el placer de verla…, un par de semanas! ¿Acaso no se había dado cuenta de que él estaba ya prendido en sus redes? ¿No tenía sangre humana en las venas y sentimientos humanos en su pecho?

—Tiene que comprender —le dijo Tommaso cuando advirtió que Miguel Ángel estaba profundamente perturbado— que Vittoria está dedicada por entero a la memoria de su marido. Durante todos los años transcurridos desde que él murió, ella ha amado únicamente a Jesús.

—Si el amor a Jesús impidiese que una mujer amase a un hombre mortal, el pueblo italiano habría desaparecido de la faz de la tierra hace tiempo. Vittoria parece una mujer sido profundamente herida.

—Sí. Por la muerte.

—Permítame que lo dude.

—Y ¿entonces, por qué?

—Mi instinto me dice que ahí hay algo que no es lo que parece.

—Hay medios de obtener información —le aseguró Leo Baglioni, como siempre, lleno de recursos—. Entre los napolitanos de Roma, especialmente aquellos que pelearon al lado del marqués. Déjeme pensar quiénes de ellos me deben favores…

El material informativo tardó cinco días en llegar a él, y cuando Leo lo llevó a su taller, parecía cansado.

—Los hechos comenzaron a lloverme, como si alguien hubiese desencadenado un chaparrón desde allá arriba. Pero lo que más me ha cansado, hasta en mi avanzada y cínica edad, es la enorme cantidad de mitos que la gente toma por verdades.

—Urbino —pidió Miguel Ángel—, saca una botella de nuestro mejor vino para el
signor
Baglioni.

—En primer lugar —prosiguió Leo—, ése no ha sido un lírico romance de amor. El marqués jamás amó a su esposa y huyó de ella unos pocos días después de la boda. En segundo término, no dejó una sola criada sin poseer en el viaje desde Nápoles a Milán. En tercer lugar, utilizó todas las excusas conocidas por los maridos imaginativos para no encontrarse jamás en la misma ciudad que su esposa. Y por último, el noble marqués realizó una de las más infames traiciones dobles de la historia, al traicionar tanto a su emperador como a sus compañeros de conspiración. Circulan rumores que murió envenenado y a muchas leguas de un campo de batalla.

—¡Lo sabía! —exclamó Miguel Ángel—. ¡Leo, acaba de convertirme en el hombre más feliz de la tierra!

—Permítame que lo dude.

—¿Qué diablos quiere decir?

—Que eso que acaba de saber le hará más dura la vida, antes que más placentera. Tengo la impresión de que si Vittoria Colonna se enterase de que sabe la verdad…

—¿Cree acaso que soy idiota?

—Un hombre enamorado empleará cualquier arma contra la mujer a la que está seduciendo…

—¿Seduciendo? ¡Todavía no he conseguido hablar a solas con ella ni un minuto!

Estaba dibujando en su mesa de trabajo, entre montones de papeles, plumas, carboncillos de dibujo y un ejemplar del Infierno de Dante abierto en la página de la historia de Caronte, cuando entró el criado de Vittoria, Foao, para invitarle a los jardines del palacio Colonna al día siguiente por la tarde. El hecho de que ella lo llamara a su ancestral mansión y no a una iglesia o capilla, le llevó a pensar que quizá pudieran estar solos por fin…

Los jardines Colonna ocupaban una importante parte de la ladera del Monte Cavallo. Un sirviente lo condujo a lo largo de una senda bordeada de jazmines en flor. Desde cierta distancia le llegó el rumor de numerosas voces, que le produjeron una gran desilusión. Llegó a la vista de un quiosco de verano sombreado por árboles, con una pequeña cascada de agua y un estanque que irradiaban frescura en el ambiente.

Vittoria se acercó para saludarlo. Él saludó a su vez con un movimiento de cabeza a los hombres que se hallaban en el quiosco y se sentó bruscamente en un rincón, reclinado contra el enrejado de madera pintado de blanco. Vittoria buscó sus ojos e intentó hacerlo intervenir en la conversación, pero él se negó a pronunciar una palabra. En su mente cruzó como un relámpago un pensamiento: «
Por eso se niega a amar nuevamente. No porque el primer amor fuera muy hermoso, sino porque fue muy horrible. Y por eso ahora sólo da su amor a Cristo
».

Alzó la cabeza y miró a Vittoria con una intensidad que podría haber perforado el tejido de su cerebro. Ella calló en medio de una frase y se volvió, solícita, hacia él:

—¿Le sucede algo, Miguel Ángel?

Y otro pensamiento acudió a la mente de Miguel Ángel: «
Jamás ha tenido contacto intimo con un hombre. Su esposo nunca consumó realmente el matrimonio, ni en su luna de miel ni cuando regresó de la guerra. Es tan virgen como una de las jovencitas a las que lleva al convento
».

Le dolía el corazón a fuerza de compadecería. Tendría que aceptar la leyenda del amor inmortal, y desde ese punto de vista tratar de persuadir a esta mujer valerosa y tan deseable de que él tenía un amor que ofrecerle y de que podía ser tan hermoso como el que ella había inventado.

V

Su amor hacia Vittoria no cambió en modo alguno sus sentimientos hacia Tommaso de Cavalieri, quien continuó llegando todas las mañanas con una jarra de leche fresca y una canastilla de frutas para dibujar con él durante dos horas. Miguel Ángel le hacía dibujar cada boceto hasta una docena de veces, sin que al parecer quedara satisfecho jamás; pero en realidad estaba muy contento de los progresos de su discípulo. El papa Pablo III había aceptado a Tommaso en la corte, designándolo conservador de las fuentes de Roma.

El diseño general para la pared de la Capilla Sixtina estaba ya completo. Miguel Ángel pudo contar más de trescientos personajes que había integrado de sus dibujos originales, todos ellos en movimiento, ninguno inmóvil: una tumultuosa horda de seres humanos que rodeaba a Cristo en círculos íntimos o remotos. En la parte baja, a la izquierda, estaba la caverna del Infierno, con su negra boca abierta. El río Aqueronte estaba a la derecha. Miguel Ángel se estableció un programa de pintura: una figura de tamaño natural en la pared por día, y dos días para las que tenían un tamaño mayor que el natural.

La Virgen emergió como una armoniosa mezcla de su propia madre, la Piedad y las vírgenes de Medici, su propia Eva, cuando tomaba la manzana de la serpiente, y Vittoria Colonna. Como Eva, era joven, robusta; como las otras, tenía un rostro y un cuerpo divinos.

Carlos V no fue a Roma, y en lugar de aquella visita preparó una flota para zarpar desde Barcelona contra los piratas de Berbería. Los exiliados florentinos mandaron una delegación, pidiéndole que designase al cardenal Ippolito gobernador de Florencia. Carlos recibió a la delegación con términos alentadores… pero retrasó su decisión hasta su regreso de la guerra. Cuando Ippolito se enteró de la noticia, decidió unirse a la expedición del Emperador y luchar a su lado. En Itri, donde esperaba embarcar, fue envenenado por uno de los agentes de Alessandro y murió instantáneamente.

La colonia florentina quedó hundida en la más profunda tristeza. Para Miguel Ángel aquella pérdida fue especialmente dolorosa. En Ippolito había encontrado todo cuanto había amado en el padre del joven, el cardenal Giuliano. Aquello lo dejó con el hijo de Contessina como único ser en que perpetuar su amor hacia los Medici. Niccolo parecía abrigar idénticos sentimientos, pues ambos se buscaron mutuamente para acompañarse en aquellos días sombríos.

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