Los ojos del Papa estudiaban al cardenal por encima del enmarañado borde de la barba.
—Miguel Ángel —dijo—, me siento inclinado a considerar justificada esa crítica.
Miguel Ángel se volvió hacia el cardenal Cervini y respondió:
—Monseñor, sobre esas ventanas del abovedado irán otras tres ventanas.
—En ningún momento habéis insinuado tal cosa —exclamó el cardenal.
—Ni estaba obligado a hacerlo —replicó Miguel Ángel.
—Tenemos derecho a saber lo que hace —clamó Cervini, ya furioso—. ¡No es infalible!
—¡Jamás me obligaréis a dar a Vuestra Eminencia ni a ninguna otra persona información sobre mis intenciones! ¡Su misión es proporcionarme el dinero para la obra y cuidar de que el mismo no sea malgastado! ¡Los planos del edificio me conciernen a mí, y solamente a mí!
A través de la vasta construcción se extendió un tenso silencio. Miguel Ángel se volvió hacia el Papa:
—Santo Padre, os es posible ver con una sola mirada la excelente construcción que estoy realizando por el dinero que se me entrega. Si todo este trabajo no tiende a la salvación de mi alma, puesto que me he negado a aceptar pago alguno, habré invertido mucho tiempo, trabajo y disgustos en vano.
El Papa le puso un brazo sobre los hombros.
—Ni vuestro bienestar eterno, ni vuestro bienestar temporal sufrirán en absoluto —dijo—. ¡Sois el supremo arquitecto de San Pedro! —Y volviendo al grupo de acusadores, agregó con acento severo—: ¡Y así será, mientras yo sea el Papa!
Aquella era una victoria para Miguel Ángel, pero acababa de hacerse un nuevo enemigo: el cardenal Marcello Cervini.
Para aplacar a Baccio Bigio, el papa Pablo III había quitado a Miguel Ángel el trabajo de reconstrucción que había comenzado en el Ponte Santa María. Bigio, a quien se confió la obra, retiró los soportes de piedra del puente para aligerar, y lo terminó con cemento. Miguel Ángel, que atravesaba un día el puente a caballo, acompañado por Vasari, dijo:
—Giorgio, este puente se está moviendo bajo los cascos de nuestros caballos. Apresurémonos, pues puede derrumbarse antes de que lleguemos a su extremo.
Vasari propagó aquella broma por toda Roma. Bigio, al oírla, se puso pálido de rabia.
—¿Qué sabe Buonarroti de puentes? —barbotó, furioso.
A comienzos de 1551 Julio III emitió finalmente su edicto designando a Miguel Ángel arquitecto oficial de San Pedro; pero unos meses después tuvo que suspender todos los trabajos de construcción. Julio estaba gastando una fortuna tan enorme en la Villa del Papa Giulio, a la vez que en diversiones organizadas en colosal escala, que agotó los fondos destinados a la construcción de la gran iglesia.
Le tocó el turno a Miguel Ángel de palidecer de indignación. Y preguntó a Tommaso, mientras ambos se hallaban inclinados sobre sus tableros de dibujo:
—¿Cómo puedo dirigirme al Papa y decirle: «
Santidad, vuestro insaciable apetito de placeres nos lleva a la bancarrota. Restringid vuestro desenfreno, para que podamos terminar la obra de San Pedro
»?
—¡Lo haría arrojar a un calabozo de Sant'Ángelo! —respondió Tommaso riendo.
—Entonces, y por doloroso que me resulte, callaré.
Se hallaba todavía agitado cuando se puso a esculpir el Descenso de la cruz unas horas después. En el antebrazo de Cristo aplicó esmeril, pero tan fuertemente, que el brazo se quebró y cayó al suelo. Miguel Ángel dejó el martillo y el cincel y salió de casa.
Pasó frente a los puestos del mercado de Trajano, que parecían negros agujeros abiertos en un acantilado, en la pendiente que subía hasta el Templo de Marte. Triste por el accidente del brazo de Cristo, decidió empezar de nuevo la escultura.
Entró en un patio de la marmolería situado más allá del foro de César, y encontró un viejo bloque que había formado parte de una cornisa: una piedra caliza coloreada como el mármol, procedente de la zona de Palestina.
A pesar de que la piedra mostraba profundos agujeros, hizo que le fuese enviada al taller y empezó a buscar un nuevo concepto en su mente. En su nueva versión no aparecería Nicodemo: Cristo sería una gigantesca cabeza, brazos y torso, cuyas piernas, escorzadas, se esfumarían, aplastadas bajo su carga. Solamente se verían la cabeza y las manos de María, que intentaba desesperadamente sostener el peso de su hijo muerto.
Regresó a Macello dei Corvi. Urbino lo esperaba con una expresión preocupada.
—
Messer
—dijo—, me desagrada traerle nuevos problemas, pero… ¡tengo que dejarlo!
Miguel Ángel se asombró a tal punto que no pudo contestar. Por fin, al cabo de un momento, preguntó:
—¿Dejarme? ¿Por qué?
—¿Recuerda a la muchacha que elegí en Urbino, hace diez años?
Miguel Ángel movió la cabeza, incrédulo. ¿Habían pasado ya diez años?
—Hoy cumple dieciocho años —añadió Urbino—. Ya es hora de que nos casemos.
—Pero ¿por qué irse? Traiga a su esposa aquí, Urbino: dispondremos un lugar para ustedes y compraremos los muebles. Su esposa podrá tener su propia criada…
Los ojos de Urbino lo miraban desorbitados de sorpresa.
—¿Está seguro,
messer
? —preguntó—. Porque ya tengo cuarenta años, y si quiero tener hijos debo darme prisa…
—Éste es su hogar y yo soy su familia. Sus hijos serán mis nietos.
Entregó a Urbino dos mil ducados para que pudiera ser independiente y luego agregó otra suma para que procediese a instalar una habitación para su esposa. Unos días después, Urbino regresó con su flamante mujer, Cornelia Colonelli, una muchacha simpática que se hizo cargo inmediatamente de la dirección de la casa y cumplió su cometido a satisfacción. La joven dio a Miguel Ángel el afecto que habría otorgado al padre de su marido. Y nueve meses después, los esposos bautizaron a su primogénito con el nombre de Miguel Ángel.
Aconsejó a su sobrino de Florencia que adquiriese «
una hermosa casa en la ciudad, cuyo costo sea de mil quinientos a dos mil ducados, pero en nuestro barrio, y en cuanto la hayas encontrado, te enviaré el dinero
». Una vez que Leonardo se hubiese instalado en la nueva casa, debía buscar esposa y dedicarse a la muy seria cuestión de engendrar hijos.
Leonardo eligió a Cassandra Ridolfi, parienta lejana de los Ridolfi, con uno de los cuales se había casado Contessina. Miguel Ángel se mostró tan encantado que envió a Cassandra dos anillos, uno con un brillante y otro con un rubí. Cassandra le mandó ocho hermosas camisas. El nuevo matrimonio bautizó a su primer hijo con el nombre de Buonarroto, recordando al padre de Leonardo. El hijo siguiente se llamó Miguel Ángel, pero murió muy pronto, y ello produjo un nuevo dolor al artista.
Para reconstruir el Campidoglio eligió el antiguo edificio del impuesto sobre la sal en Roma, que unos cientos de años antes había sido convertido en un sólido edificio senatorial, y lo transformó en un soberbio palacio, con líricas escalinatas que se alzaban en cada extremo y convergían en una entrada central.
Luego proyectó dos palacios, de diseño idéntico, para cada lado de la plaza, que durante siglos había sido un mercado. Empedró el suelo de la misma con piedras talladas y buscó en su mente una obra de arte impecable para colocarla en el centro de la plaza. Pensó en el Laoconte, el torso de Belvedere, la gigantesca cabeza de piedra de Augusto, pero ninguna de aquellas esculturas le pareció bien. Entonces recordó la estatua ecuestre de bronce del emperador Marco Aurelio, que había permanecido frente a San Juan de Letrán durante tantos siglos, porque los cristianos creían que era la de Constantino, el primer emperador cristiano. La colocó en una plataforma tan baja que la imponente estatua daba la impresión de hallarse a la altura de la gente que salía y entraba en los palacios vecinos. Marco Aurelio parecía como si hubiese acabado de bajar por la senatorial escalinata, montado a caballo, y se dispusiese a cruzar Roma.
En marzo de 1555, Tommaso, Vasari, Raffaello da Montelupo, Ammanati y Daniele da Volterra le ofrecieron una fiesta con motivo de su octogésimo cumpleaños. Las paredes del taller fueron cubiertas de dibujos y proyectos para otros ochenta años futuros…
Dos semanas después falleció el papa Julio III y, para consternación de Miguel Ángel, fue elegido Papa el cardenal Marcello Cervini, que adoptó el nombre de Marcelo II.
Miguel Ángel razonó con absoluta calma que aquello era el fin para él. Un día había dicho al cardenal Cervini que los planes para la construcción de San Pedro no eran cosa de su incumbencia. Pero ahora, como Papa, lo serían, y mucho.
No perdió el tiempo en lamentar su mala suerte. Por el contrario, comenzó de inmediato el arreglo de todos sus asuntos en Roma. Dispuso la transferencia de su cuenta bancaria y sus mármoles a Florencia. Dejaría a Urbino en la casa, pues su esposa Cornelia estaba nuevamente embarazada. Quemó sus primeros dibujos de San Pedro y la cúpula, y estaba ya a punto de preparar sus alforjas de viaje, cuando, después de un reinado de tres semanas, el papa Marcello II dejó de existir.
Fue a la iglesia y dio gracias a Dios por haberle dado la fuerza suficiente para no alegrarse de la muerte del Pontífice. Al cabo de otras tres semanas decidió que hubiera sido lo mismo haber partido para Florencia, pues el cardenal Giovanni Pietro Caraifa fue ungido Papa y tomó el nombre de Pablo IV.
Nadie sabía con exactitud cómo había sido elegido. Era un hombre enteramente desagradable, de carácter violento, intolerante con todos y todo lo que le rodeaba. Sabedor de cuán profundamente era odiado, dijo un día:
—No sé por qué me han elegido Papa, por lo cual tengo que llegar a la conclusión de que no son los cardenales, sino Dios, quien elige a los papas.
El nuevo Pontífice no perdió un instante en anunciar que su ambición era eliminar la herejía en toda Italia, y para ello desató sobre el pueblo romano todos los horrores de la Inquisición española. En un edificio-fortaleza próximo al Vaticano, su Comisión de Inquisición torturaba y condenaba a personas inocentes a quienes se había acusado de delitos no cometidos. Los arrestados no eran sometidos a proceso legal, sino encerrados en calabozos situados en los oscuros sótanos; otros eran quemados vivos en piras instaladas en el Campo dei Fion… Al mismo tiempo, Pablo IV ungía cardenal a un corrupto sobrino y establecía ducados para otros parientes. Miguel Ángel calculaba que él habría de ser apropiado combustible para las hogueras que ardían perennemente delante de la casa de Leo Baglioni, pero no hizo el menor esfuerzo por huir. El Papa no lo mostró… hasta el día de arreglar cuentas.
Lo recibió en una pequeña y monástica habitación de encaladas paredes y un mínimo de cómodos muebles. La expresión del Pontífice era tan severa como sus ropajes.
—Buonarroti —le dijo—, respeto vuestro trabajo. Pero es implícita voluntad del Concilio de Trento que sean destruidos todos los frescos herejes como el de la pared del altar de la Capilla Sixtina.
—¿El Juicio Final? —inquirió Miguel Ángel, aterrado.
Experimentó la sensación de ser un cadáver en la morgue de Santo Spirito y que un disector acababa de serruchar la tapa de su cráneo, extraía el cerebro y lo dejaba caer al suelo. Se deslizó hasta un extremo del banco que ocupaba y se quedó inmóvil, fijos los ojos en la blanca mancha de la pared que tenía ante sí.
—Sí —respondió el Papa—. Muchos altos dignatarios de la Iglesia consideran que, al pintar esa pared, habéis blasfemado, y les confirma esa opinión un artículo escrito en Venecia por Aretino…
—¡Ah, sí, el chantajista!
—Un amigo de Tiziano, de Carlos V, Benvenuto Cellini, el extinto Francisco I de Francia y Jacopo Sansovino. Estoy convencido de que el Concilio de Trento ha leído y comentado también ese artículo. La gente decente queda aterrada al ver la desnudez de los santos y de los mártires, de centenares de hombres y mujeres que exhiben plenamente todas las partes de sus cuerpos…
Miguel Ángel levantó la cabeza bruscamente:
—Toda esa gente tiene un cerebro mezquino, Santo Padre, e ignora el verdadero carácter del arte.
—¿Calificáis a vuestro Santo Padre de cerebralmente mezquino, Miguel Ángel? ¿Y de ignorante?… Porque yo soy una de esas personas.
—Mi fresco no es impúdico. ¡Jamás se ha pintado una pared que esté más empapada del amor a Dios!
—Perfectamente; no condenaré a esa pared a ser derribada. Nos limitaremos a cubrir ese fresco con unas capas de cal. Entonces, podréis pintar otro fresco sobre esas capas, un tema que haga felices a todos. Algo sencillo, lleno de devoción, que podáis realizar en poco tiempo.
Estaba demasiado aplastado para luchar. Pero Roma no lo estaba. Sus amigos, admiradores y antiguos conocidos de la corte, incluso un número de cardenales, entre los cuales figuraba Ercole Gonzaga, comenzaron una campaña cuyo propósito era salvar el admirable fresco. Tommaso le llevaba diariamente noticias sobre el progreso de la campaña y de los nuevos paladines ganados: un embajador de Francia, un obispo de Venecia, la noble familia romana…
Y un día se presentó un intermediario anónimo con lo que Roma consideró una brillante solución. Daniele da Volterra, adiestrado en la pintura bajo la dirección de Sodoma y en la arquitectura con Peruzzi, y actualmente uno de los más decididos partidarios de Miguel Ángel, llegó al taller de éste y exclamó, enrojecidas las mejillas:
—¡Maestro! ¡El Juicio Final está salvado!
—¡No puedo creerlo! —exclamó Miguel Ángel—. ¿Es que el Papa ha accedido a que quede intacta la pared?
—No será destruida ni cubierta de cal.
Miguel Ángel cayó sobre su silla, respirando fatigosamente.
—¡Tengo que salir inmediatamente a dar las gracias a cuantos han intercedido para salvar mi fresco! —dijo.
—Maestro —lo interrumpió Daniele, desviando la mirada—. Hemos tenido que pagar un precio…
—¿Qué precio? —inquirió Miguel Ángel, extrañado.
—Para apaciguar al Papa… accedimos a su exigencia de que todas las desnudeces que aparecen en su fresco sean cubiertas.
—¿Quiere decir que las cubra con…
cakoni
?
—Eso los hombres, y con túnicas las mujeres. Tenemos que cubrir todas las partes genitales. Sólo algunas mujeres podrán permanecer desnudas de la cintura para arriba. Todas deben estar cubiertas desde las rodillas hasta las caderas, en especial aquellas cuyas nalgas están de frente a la capilla. Los santos también deben estar vestidos, y la túnica de la Virgen debe ser menos transparente, más gruesa…