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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (95 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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Al llegar el otoño, un año después de su regreso a Roma, la pared de la Capilla Sixtina estaba ya reparada y seca. Su gran boceto, de más de trescientas figuras, estaba listo para ser trasladado a la pared una vez ampliado al tamaño de la misma. El papa Pablo III, ansioso de darle seguridad, emitió un edicto en el que proclamaba a Miguel Ángel Buonarroti escultor, pintor y arquitecto de todo el Vaticano, con una pensión vitalicia de cien ducados al mes, cincuenta del tesoro papal y cincuenta de lo producido por los derechos del cruce del río Po en Piacenza. Sebastiano del Piombo se hallaba con él ante el andamio en la Sixtina y preguntó ansiosamente:

—¿Desea que ponga la capa de
intonaco
en la pared? Ya sabe que soy un experto.

—Es una tarea agotadora, Sebastiano. ¿Está seguro de que quiere hacerla usted?

—Me enorgullecería decir que he contribuido en algo a la creación de este Juicio Final.

—Muy bien. Pero no tiene que usar la
pozzolana
romana, pues se queda blanda. Ponga polvillo de mármol en su lugar y no mucha agua en la cal.

—Le haré una superficie perfecta para su fresco.

Y así lo hizo, estructuralmente; pero en el momento en que Miguel Ángel se aproximó al altar, sospechó que algo no estaba bien.

—Sebastiano —dijo—. ¡Ha preparado esta pared para pintura al óleo! ¡Y sabe que yo tengo que pintar al fresco!

—¡Pero no me lo dijo! ¡Lo hice para ayudarlo!

—¡Debería echarlo de aquí! —gritó Miguel Ángel—. ¡Debería echarle toda esa mezcla por la cabeza!

Pero mientras Sebastiano se alejaba, Miguel Ángel comprendió que aquella superficie necesitaría días o semanas para ser modificada. Después, la pared de ladrillo tendría que ser dejada hasta que se secase debidamente, antes de colocar una base apropiada para la pintura al fresco. También esa base necesitaría algún tiempo para secar. Sebastiano le había hecho perder unos meses.

La pared sería reparada por el capaz Urbino, pero el abismo abierto por el edicto del Papa entre Miguel Ángel y Antonio da Sangallo duraría toda la vida del primero.

Antonio da Sangallo, que entonces tenía cincuenta y dos años, se había unido a Bramante como aprendiz en San Pedro, y, después de la muerte de su maestro, trabajó como ayudante de Rafael. Había formado parte del grupo Bramante-Rafael que había atacado tan duramente la bóveda de la Capilla Sixtina. Desde la muerte de Rafael, a excepción de unos años en los que Baldassare Peruzzi, de Siena, le había sido impuesto como coarquitecto por el papa León X, Sangallo fue el arquitecto oficial de San Pedro y de Roma. Por espacio de quince años, mientras Miguel Ángel se hallaba en Carrara y Florencia, nadie había disputado su supremacía… Y ahora, el edicto del Papa lo enfureció.

Fue Tommaso quien llevó primero a Miguel Ángel la advertencia de que Sangallo se estaba volviendo cada vez más violento.

—No es tanto que critique su designación como escultor y pintor oficial del Vaticano, aunque lo considera un colosal error del Pontífice; es su nombramiento como arquitecto oficial lo que lo ha sacado de quicio…

—Yo no le pedí al Papa que emitiese ese edicto y que incluyese en él tal designación.

—No podría convencer a Sangallo de eso. Sostiene que ha estado tramando una conspiración para arrebatarle el cargo, para separarle de San Pedro.

—¿Qué San Pedro? ¿Esos pilares y cimientos en los que ha estado enterrando dinero durante quince años?

Sangallo se presentó en el taller aquella misma noche, acompañado por dos de sus aprendices. Miguel Ángel les hizo entrar e intentó apaciguar al arquitecto recordándole los días en que ambos habían estado juntos en la casa de su tío en Florencia. Pero Sangallo se negó a deponer su violenta actitud.

—Debí haber venido aquí el mismo día en que me enteré de que había formulado acusaciones contra mí al Papa. Fue la misma táctica e idénticas calumnias que las que empleó contra Bramante.

—Lo único que hice fue decirle a Julio II que la mezcla que empleaba Bramante era mala y que los pilares se derrumbarían con el tiempo. Rafael tuvo que pasar varios años reparándolas. ¿Es cierto eso, o no?

—Cree que podrá volver al Papa contra mí. Le ha pedido que le designe arquitecto del Vaticano. ¡Ha urdido una trama para despojarme de mi cargo!

—Eso no es cierto. Lo único que me preocupa es el edificio. La construcción ha sido pagada ya, a pesar de lo cual ni una sola parte de la iglesia propiamente dicha está construida.

—¡Ah! ¡Habla el gran arquitecto! ¡He visto la horrorosa cúpula que ha hecho para la capilla Medici! ¡Desaparezca de San Pedro! ¡Siempre le gustó meterse en los asuntos de los demás! Hasta Torrigiani tuvo que romperle la nariz por eso, aunque no consiguió corregirle. Si tiene aprecio a la vida, recuerde esto: ¡San Pedro es mía!

Miguel Ángel, irritado, apretó los labios y al cabo de un instante replicó:

—No del todo. Fue mía en su principio y muy bien puede serlo también en el final.

Ahora que Sangallo había anunciado abiertamente la guerra, Miguel Ángel decidió que sería conveniente que viese el modelo realizado por su rival. Tommaso dispuso llevarlo a la oficina de los Comisionados de San Pedro, donde se guardaba dicho modelo. Fueron un día de fiesta religiosa, seguros de que no habría nadie allí.

Miguel Ángel se quedó aterrado ante lo que vio. El interior proyectado por Bramante, en forma de una sencilla cruz griega, era limpio y puro, lleno de luz y aislado de cuanto lo rodeaba. El modelo de Sangallo incluía una serie de capillas que privaban al concepto de Bramante de toda su luz y no brindaban ninguna propia. Había tantas columnas, una pegada a la otra… tan innumerables eran las proyecciones, pináculos y subdivisiones que se perdía por completo la anterior tranquilidad. Si se permitía que Sangallo continuase, levantaría un monumento pesado, hacinado, de pésimo gusto.

Mientras volvían a su casa, Miguel Ángel dijo tristemente a Tommaso:

—Hice muy mal en hablarle al Papa respecto del dinero malgastado. Ese es el menor de todos los peligros.

—Entonces ¿no dirá nada?

—Por el tono de su voz, Tommaso, me resulta claro que alberga la esperanza de que calle. Sí, estoy seguro de que el Papa me dirá: «
Eso os colocará en una posición incómoda
». Y sería cierto. ¡Pero San Pedro será una iglesia más oscura que una caverna estigia!

VI

Todos los Juicios Finales que Miguel Ángel había visto eran sentimentales, carentes de realidad, cuentos de niños, rígidos, sin movimiento, estratificados tanto en el espacio como en categoría espiritual, con un Cristo hierático en un trono, emitido ya su juicio. Miguel Ángel había buscado siempre el momento de la decisión, que para él era la eterna matriz de la verdad: David, antes de su batalla con Goliat; Dios, antes de impartir la llama de vida a Adán; Moisés, antes de proteger a los israelitas. Ahora buscó también un Juicio Final todavía no consumado, con Cristo al llegar al lugar en una explosión de fuerza, mientras todos los pueblos de la Tierra y del tiempo se dirigían hacia él, preguntándose aterrados: ¿Qué va a sucedemos?

Éste sería el más poderoso de todos sus Cristos: lo hizo Zeus y Hércules, Apolo y Atlas, mientras se daba cuenta de que sería él, Miguel Ángel Buonarroti, quien juzgaría a las naciones de hombres. Todo el fresco de la gran pared sería dominado por la
terribilitá
de Cristo.

En la bóveda, había pintado su Génesis con colores brillantes, dramáticos. El Juicio Final se limitaría a tonos más apagados. En el techo había trabajado en paneles rotundamente delineados. El Juicio Final tendría que realizar una suerte de magia: hacer que la pared se desvaneciera y que apareciese el espacio infinito.

Ahora, listo ya para comenzar el fresco propiamente dicho, desapareció de él aquella sensación de años desperdiciados, de fatiga e incertidumbre.

—Tommaso —preguntó—, ¿cómo puede ser feliz un hombre pintando el Juicio Final del mundo, cuando sabe que se salvarán tan pocos seres?

—Porque su felicidad no emana de la condenación en sí. Esta mujer que sostiene a la niña en su regazo y este pecador condenado son figuras tanto o más hermosas que cualesquiera de las que ha pintado en su Génesis.

Estaba tratando de capturar la verdad desnuda por medio de la desnudez, de expresar todo cuanto la figura humana podía articular. Su Cristo llevaría únicamente un pequeño trapo que le cubriría las partes secretas. La Virgen vestiría un manto de color lila pálido. Sin embargo, al pintar sus hermosas piernas, sólo se animó a cubrirlas con una finísima seda también de color lila. El resto, hombres, mujeres, niños y ángeles, aparecían desnudos. Los estaba pintando como Dios los había hecho…, como él había querido pintarlos siempre, desde que tenía trece años. Retrató una sola humanidad desnuda, en lucha por el mismo destino: los pueblos de todas las razas. Hasta los apóstoles y santos, que exhibían sus símbolos de martirio, asustados por el temor de no ser reconocidos por Cristo, parecían aturdidos ante aquella imagen de Jesús, a punto de lanzar sus rayos sobre los culpables.

Durante el día, se encerraba en su mundo de la Sixtina, acompañado únicamente por Urbino en el elevado andamio, pintando primeramente en los
lunetos
, de los cuales había borrado su anterior trabajo. Justo debajo de ellos estaba la figura de Cristo, en la roca del cielo, con el sol de oro como un trono tras de sí. De pie, en el suelo de la capilla, con la vista hacia arriba, sintió la necesidad de impartir un mayor impacto visual al levantado brazo de Cristo. Subió al andamio y le agregó más volumen extendiendo la pintura más allá de la línea diseñada en la húmeda pasta del revoque. Luego pintó a María al lado de Cristo, con las hordas de seres humanos a ambos lados.

Por la noche, leía la Biblia, Dante y los sermones de Savonarola, que le habían sido enviados por Vittoria Colonna; todos encajaban perfectamente como partes de una unidad. Le parecía oír la voz de Savonarola leyendo los sermones que le había oído predicar cuarenta años antes. Ahora, como Vittoria le había dicho, el fraile martirizado se alzaba en toda su gloria como un profeta. Todo cuanto había pronosticado había resultado cierto: la división en el seno de la Iglesia; el establecimiento de una nueva fe dentro del marco del cristianismo; la bajeza moral del Papado y del clero; la decadencia de las virtudes morales y el auge de la violencia.

Fuera de la capilla, parecía que el Día del Juicio había llegado para el papa Pablo III. El cardenal Niccolo, ahora uno de los más influyentes personajes de la corte pontificia, le llevó la noticia a Miguel Ángel: Carlos V de España y Francisco I de Francia se habían declarado la guerra una vez más. Carlos viajaba hacia el norte desde Nápoles, a la cabeza de su ejército, el mismo que había saqueado Roma y aplastado Florencia. El papa Pablo III no tenía ejército ni medios de resistencia, y se estaba preparando para huir.

—Pero ¿adónde? —preguntó Tommaso, irritado—. ¿A la fortaleza de Sant'Ángelo, mientras las tropas de Carlos V saquean de nuevo Roma? ¡No podemos resistir un nuevo saqueo! ¡Nos convertiremos en otro tremendo montón de piedras, como Cartago!

—¿Y con qué quiere que luche? —preguntó la voz de Miguel Ángel—. He observado el ejército del Emperador desde la torre de San Miniato. Tiene cañones, caballería, lanceros… ¿Qué podrían emplear los romanos para defenderse?

—¡Nuestras manos! —exclamó Tommaso, lívido de ira. Era la primera vez que Miguel Ángel lo veía dominado por una furia semejante.

El papa Pablo III decidió pelear… con paz y grandeza. Recibió al Emperador en la escalinata de San Pedro, rodeado por toda la jerarquía eclesiástica con sus más esplendorosos ropajes, y tres mil valientes jóvenes romanos. Carlos V se comportó gentilmente y aceptó la autoridad espiritual del Papa. Al día siguiente visitó a Vittoria Colonna, marquesa de Pescara, amiga de su real familia, quien llamó a su amigo Miguel Ángel Buonarroti para que estuviera presente en la visita, la cual se realizó en el jardín de San Silvestro al Quirinale.

El Emperador del Sacro Imperio Romano, un monarca pundonoroso y altivo, acogió cordialmente a Miguel Ángel al serle presentado por Vittoria. Miguel Ángel rogó al soberano que retirase de Florencia a su tirano, Alessandro.

Una vez que hubo terminado su ruego, el Emperador se inclinó hacia él y le dijo con inusitado entusiasmo:

—Puedo prometerle una cosa. Para cuando llegue a Florencia…

—Muchas gracias, Majestad.

—Le prometo que haré una visita a su sacristía. Algunas personas de mi corte han declarado, a su regreso a España, que se trata de una de las maravillas del mundo.

Miguel Ángel miró hacia donde se hallaba Vittoria, para ver si ésta le indicaba que continuase; vio que el rostro de la marquesa estaba completamente sereno; estaba dispuesta a arriesgarse a la irritación de Carlos V para permitir a Miguel Ángel que hablase en favor de su ciudad.

—Majestad, si las esculturas de la nueva sacristía son buenas, ello se debe a que yo me he criado en la capital europea del arte. Florencia puede continuar creando nobles obras artísticas sólo si su Majestad la libera de la bota opresora de Alessandro.

Carlos V conservó su tono risueño al decir:

—La marquesa de Pescara me dice que es usted el artista más grande de la humanidad, desde el comienzo de los tiempos. He visto el techo de la Capilla Sixtina; dentro de unos días veré las esculturas de la capilla Medici. Si son como me han dicho, tenga nuestra promesa real de que… algo se hará.

La colonia florentina acogió jubilosamente la noticia. Carlos V cumplió su palabra. Le emocionó tan profundamente la nueva sacristía que… ordenó que el acto nupcial de su hija Margarita con Alessandro se llevase a efecto en dicha capilla. Y aquella perspectiva aterró de tal modo a Miguel Ángel que no le era posible trabajar. Se dedicó a pasear por la campiña, a lo largo de la Vía Appia, bordeada de tumbas, asqueado por el carácter engañoso y vil del mundo existente.

Sin embargo aquel matrimonio tuvo muy escasa duración, pues Alessandro fue asesinado en una casa contigua al palacio Medici por uno de los primos Popolano, Lorenzino, quien creyó que Alessandro acudía a dicha casa para verse clandestinamente con su casta hermana. Florencia quedaba libre de su rapaz tirano, pero Miguel Ángel no. El cuerpo de Alessandro, odiado por toda Toscana, fue colocado subrepticiamente, durante la noche, en el castamente esculpido sarcófago, bajo El Amanecer y El Anochecer.

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