Se había establecido una Comisión de Inquisición en Roma.
El cardenal Caraifa, que había vivido una recta vida moral como sacerdote en la corrupta corte del papa Borgia, Alejandro VI, había conseguido poder contra los deseos de aquellos que lo servían. Aunque se jactaba de que jamás se hacía agradable a nadie, de que rechazaba bruscamente a todos los que acudían a él en demanda de favores; aunque tenía un temperamento colérico y era demasiado delgado de cuerpo y rostro, su ardiente celo por el dogma de la Iglesia lo estaba convirtiendo en el líder más influyente del Colegio de Cardenales, una figura respetada, temida y obedecida. Su Comisión de Inquisición había establecido ya un índice en el que se detallaban los libros que podían ser impresos y leídos.
Vittoria Colonna regresó a Roma e ingresó en el convento de San Silvestro, situado cerca del Panteón. Miguel Ángel opinaba que no debía haber abandonado el seguro refugio de Viterbo. Insistió en verla. Vittoria se negó. La acusó de crueldad y ella respondió que era bondad. Finalmente, a fuerza de persistencia, obtuvo su consentimiento…, para descubrir que la fuerza y la belleza de aquella admirable mujer habían quedado asoladas. Su enfermedad y la presión de las acusaciones que pesaban sobre ella le habían agregado veinte años. Ahora, la mujer encantadora, robusta, vibrante, de poco tiempo antes, se había convertido en otra cuyo rostro aparecía cubierto de arrugas, cuyos labios se habían secado y palidecido, cuyos ojos estaban ahora hundidos y tristes, sin luz, y cuyos cabellos ya no tenían el brillo ni el hermoso color castaño claro. Se hallaba sentada, sola, en el jardín del convento, con las manos cruzadas las manos sobre su regazo, y el rostro cubierto por un velo.
Miguel Ángel se sintió abrumado al verla.
—Traté desesperadamente de salvarlo de esto —dijo Vittoria, en un triste murmullo.
—¿Considera mi amor tan superficial?
—Hasta en su bondad hay una cruel revelación.
—La vida es cruel, el amor nunca.
—No. El amor es lo más cruel que existe. Yo lo sé…
—Sólo sabe un fragmento —la interrumpió él—. ¿Por qué se empeñó en que nos mantuviéramos separados? ¿Y por qué ha vuelto ahora a esta atmósfera peligrosa?
—Tengo que hacer las paces con la Iglesia, encontrar el perdón de mis pecados contra ella.
—¿Pecados?
—Sí. Desobedecí, abrigué mis propias opiniones vanas contra la divina doctrina… Protegí a quienes practicaban la disidencia…
Miguel Ángel sintió un angustioso nudo en la garganta. Otro eco del pasado. Recordó la angustia con que había oído al agonizante Lorenzo de Medici implorar la absolución a Savonarola, el hombre que había destruido su Academia Platón. Volvió a escuchar a su hermano Leonardo, cuando criticaba la desobediencia de Savonarola al papa Borgia. ¿No existía unidad alguna entre el vivir y el morir?
—Mi último deseo —agregó Vittoria— es morir en gracia de Dios. Tengo que regresar al seno de la Iglesia, como una criatura al seno de la madre. Solamente allí podré encontrar la redención.
—¡Su enfermedad le ha hecho eso! —exclamó él—. ¡La Inquisición la ha torturado!
—Me he torturado a mí misma, en lo más profundo de mi mente. Miguel Ángel, lo adoro como a un elegido de Dios entre los hombres. Pero también usted, antes de morir, tendrá que buscar la salvación.
—Mis sentimientos hacia usted, que jamás me permitió expresar, no han cambiado —dijo él apasionadamente—. ¿Pensó que yo era un muchacho que se había enamorado de una linda
contadina
? ¿Es que no sabe el exaltado lugar que ocupa en mi mente?
Los ojos de Vittoria se llenaron de lágrimas, y comenzó a respirar agitadamente.
—¡Gracias,
caro
! —susurró—. ¡Ha restañado usted heridas que se remontan a muchos años!
Y se fue por una puerta lateral del convento, dejándolo en aquel banco de piedra que repentinamente pareció enfriarse debajo de él, en un jardín también frío que lo envolvía como un bloque de hielo.
Cuando Antonio da Sangallo comenzó a colocar las bases para el anillo de altares en el lado sur de San Pedro, se avivó notablemente el largo conflicto que existía entre ellos. Según las medidas de Miguel Ángel, la correspondiente ala del norte, hacia el palacio papal, reemplazaría necesariamente a la capilla Paulina y a una parte de la Sixtina.
—¡No puedo creer lo que ven mis ojos! —exclamó el papa Pablo III cuando Miguel Ángel le dibujó un plano de lo que se estaba haciendo—. ¿Por qué habrá querido Sangallo derribar una capilla que él mismo diseñó y construyó?
—Porque sus planes para San Pedro no dejan de ampliarse un solo día, Santidad —respondió Miguel Ángel.
—¿Cuánto de la Capilla Sixtina desaparecería?
—Aproximadamente el área cubierta por El Diluvio, La ebriedad de Noé, la Sibila délfica y Zacarías. Dios sobreviviría.
—¡Qué suerte para Él! —murmuró Pablo.
El Papa suspendió las obras de San Pedro, alegando que no había suficiente dinero para continuarlas. Pero Sangallo sabía que la causa de aquella decisión era Miguel Ángel. No lo atacó directamente. Confió dicha misión a su ayudante, Nanni di Baccio Bigio, que tenía una larga tradición de hostilidad hacia Miguel Ángel, heredada de su padre, que había sido excluido del trabajo arquitectónico en la abortada fachada de San Lorenzo, y a su otrora amigo florentino Baccio Bandinelli, el más encarnizado de los opositores que tenía Miguel Ángel en Toscana.
Baccio Bigio, que aspiraba a suceder a Sangallo como arquitecto de San Pedro, poseía una inextinguible serie de cuerdas vocales que ahora empleó para un ataque de represalia contra el Juicio Final. Dijo que aquel fresco agradaba a los enemigos de la Iglesia y producía numerosas conversiones a la religión luterana. Sangallo y Bigio consiguieron una declaración del cardenal Caraifa en el sentido de que todas las obras de arte y todos los libros deberían ser aprobados previamente por su Comisión.
No obstante, los viajeros que llegaban a la Capilla Sixtina caían de rodillas ante el maravilloso fresco, como lo había hecho el papa Pablo III, y se arrepentían de sus pecados. Hasta un poeta tan disoluto como Molza de Modena, que se convirtió ante el Juicio Final.
Un día, Miguel Ángel se lamentó ante Tommaso:
—Cuando se trata de mí, no hay términos medios. O soy el maravilloso maestro del mundo, o el mayor monstruo del planeta. El grupo de Sangallo ha formado una imagen mía con el material del que están hechos sus propios corazones.
—¡Bah! —respondió Tommaso—. ¡Son simples ratones que intentan minar la Gran Muralla China!
—Más se parecen a mosquitos, que pican lo suficiente para extraer sangre —dijo Miguel Ángel.
Bindo Altoviti, que había sido miembro del último Consejo Florentino y era uno de los líderes de los desterrados en Roma, eligió aquel monumento para declarar en la corte que los muros defensivos de Miguel Ángel en San Miniato habían sido «
una obra de arte
». El Papa mandó llamar a Miguel Ángel para que interviniese en una conferencia sobre las defensas del Vaticano, juntamente con la comisión ya designada. Su hijo Pier Luigi era el presidente; Antonio da Sangallo, el arquitecto. Y en ella figuraban también Alessandro Vitelli, oficial experimentado en cuestiones de guerra, y Montemellino, oficial de artillería e ingeniero.
Sangallo miró airado a Miguel Ángel. Éste besó el anillo del Papa y luego fue presentado a los demás. El Papa señaló el modelo realizado por Sangallo y dijo:
—Miguel Ángel, deseamos que nos deis vuestra opinión. Tenemos aquí algunos problemas graves, puesto que nuestras defensas no son adecuadas para resistir a un ejército como el de Carlos V.
Una semana después, tras haber estudiado el terreno, Miguel Ángel volvió al estudio del Papa, donde ya se encontraba reunida la comisión para escuchar su veredicto.
—Santidad —dijo Miguel Ángel—. He pasado tres días analizando cuidadosamente los accesos al Vaticano. Mi opinión sincera es que las murallas proyectadas por Sangallo no podrán ser defendidas.
Sangallo se puso en pie de un salto.
—¿Y por qué no pueden ser defendidas? —gritó, furioso.
—Porque han sido diseñadas para proteger un área excesivamente grande. Algunas de sus posiciones en las colinas de detrás de nosotros y los muros que llegan hasta el Trastevere a lo largo del Tíber podrían recuperarse fácilmente.
—¿Me permite que le recuerde que la gente lo califica como pintor y escultor? —replicó Sangallo, fríamente sarcástico.
—Sí, pero mis bastiones de Florencia jamás fueron quebrados.
—Porque no fueron atacados.
—En efecto, los ejércitos del Emperador los respetaron tanto que no se animaron a atacarlos.
—¿Y sobre la base de un insignificante muro en San Miniato, pretende erigirse en un experto que reemplazará mis fortificaciones por otras? —gritó Sangallo.
—¡Basta! —exclamó el Papa severamente—. ¡Se suspende la sesión!
Miguel Ángel dejó tras de sí su crítica al plan de Sangallo, juntamente con detallados dibujos en los cuales se indicaban las modificaciones que debían introducirse para dar una protección adecuada al área del Vaticano. Pier Luigi Farnese y Montemellino estuvieron de acuerdo con aquel análisis. El Papa permitió que se complementasen algunos de los muros de Sangallo en la parte del río, así como su encantador portón dórico. El resto de los trabajos se suspendió. Miguel Ángel fue designado arquitecto asesor de la Comisión de Defensa, no para reemplazar a Sangallo, sino para trabajar con él.
La siguiente escaramuza se produjo cuando Sangallo sometió su diseño para las ventanas del tercer piso y la cornisa del palacio Farnese, que había estado construyendo por partes, durante largos años, para el cardenal Farnese, antes de que éste fuera ungido Papa. Miguel Ángel había visto frecuentemente el palacio en construcción, pues daba a la plaza que estaba a una manzana de distancia de la residencia de Leo Baglioni. Le había parecido que el diseño era pesado, más propio de los bastiones de una fortaleza de otra época, con una exagerada solidez en su masa de piedra, pero sin la elevada belleza que semejante masa debía dar a sus alas. Ahora el Papa pidió a Miguel Ángel que le escribiera una sincera crítica de la construcción. Miguel Ángel marcó un capitulo del libro de Vitrivius sobre arquitectura, lo envió al Vaticano por medio de Urbino y luego escribió algunas enérgicas páginas para demostrar que el palacio Farnese no tenía «
orden de ninguna clase, pues el orden es una delicada adaptabilidad a los elementos del trabajo, separados y universalmente colocados, y coherentemente dispuestos
». Además, también carecía de disposición, elegancia, estilo, conveniencia, armonía, propiedad o «
una confortable disposición de los lugares
».
Terminó diciendo que, si eran diseñadas brillantemente, las ventanas superiores y la cornisa podrían resultar el elemento salvador.
Como corolario de aquella carta, el Papa declaró abierto a concurso el diseño del piso superior y la cornisa decorativa. Numerosos artistas, entre ellos Giorgio Vasari, Pierino del Vaga, Sebastiano del Piombo y Jacopo Meleghino, anunciaron que se ponían a trabajar inmediatamente en el diseño. Y lo mismo hizo Miguel Ángel Buonarroti.
—Es indigno de usted competir en ese concurso, contra artistas vulgares, de esos que se encuentran a montones por todas partes —protestó Tommaso, al enterarse—. ¿Y si pierde? Resultaría humillante, un rudo golpe para su prestigio.
—No perderé, Tommaso.
Su cornisa era escultura, tallada y brillantemente decorada. Los arcos y las esbeltas columnas de las ventanas daban al palacio la elegancia que necesitaba para soportar airosamente aquella pesada masa de piedra.
El Papa estudió atentamente los diseños, que habían sido extendidos sobre una larga mesa. Se hallaban presentes Sangallo, Vasari, Sebastiano y Dal Vaga. De pronto, el Pontífice alzó la cabeza y anunció:
—Deseo elogiar todos estos diseños por ingeniosos y muy hermosos. Pero estoy seguro de que todos estaréis de acuerdo conmigo en que lo que acabo de decir es especialmente cierto en lo que se refiere al diseño del divino Miguel Ángel…
Miguel Ángel había salvado al palacio Farnese de la mediocridad, pero los chismes decían que lo había hecho únicamente para reemplazar a Sangallo como arquitecto de San Pedro, y que ahora lo único que tenía que hacer para conseguirlo era entrar en el salón del trono y anunciar al Papa que deseaba hacerse cargo de dicha construcción.
—No haré semejante cosa —dijo Miguel Ángel al cardenal Niccolo en el palacio Medici.
La Comisión de Inquisición del cardenal Caraifa comenzó a corregir las obras literarias clásicas y a impedir que se imprimiesen nuevos libros. Miguel Ángel se asombró al enterarse de que sus poesías eran consideradas como literatura seria, y que sus sonetos sobre Dante, la Belleza, el Amor, la Escultura, la Pintura y el Artista eran copiados y distribuidos de mano en mano. Algunos de sus madrigales fueron convertidos en canciones con música especial para ellos. Le llegaron noticias de que se estaban dando conferencias sobre su poesía en la Academia Platón de Florencia y sus autores eran profesores de las universidades de Bolonia, Pisa y Padua.
Urbino instaló la tumba del papa Julio II en San Pietro de Vincoli. Miguel Ángel consideró que el monumento era un fracaso, pero el Moisés, sentado en el centro de la pared de mármol, dominaba la iglesia con un poder solamente igualado por el de Dios en el Génesis y Cristo en el Juicio Final.
Estableció un despacho de arquitectura en una de las habitaciones de la casa y puso a Tommaso de Cavalieri a cargo de los diseños para la obra del palacio Farnese.
Completó la Conversión de Pablo, en la cual Cristo aparecía inclinado hacia abajo en el cielo, con una multitud de ángeles sin alas a ambos lados. Pablo, caído de su caballo, estaba aturdido y aterrado ante la revelación. Algunos de sus soldados trataban de levantarlo, mientras otros huían poseídos de pánico. La fuerte figura del caballo dividía a los dos grupos de viajeros y soldados en tierra y Cristo dividía a los ángeles en las alturas.
Hizo que Urbino cubriese de
intonaco
la parte destinada a la Crucifixión de Pedro. Mientras la pared se estaba secando, cerró las puertas con llave, para preparar el bloque del Descenso de la cruz: un Cristo a quien sostenía por un lado la Virgen y por el otro María Magdalena. Detrás se veía a Nicodemo, que no era más que un autorretrato suyo.