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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (97 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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—Únicamente si vos deseáis crear un escándalo, Biagio —dijo el Papa con firmeza—. El día del Juicio Final todos estaremos desnudos ante el Señor. Hijo mío, ¿cómo puedo expresaros mi gratitud?

Miguel Ángel se volvió hacia el maestro de ceremonias con un gesto conciliatorio, pues no quería que su fresco tuviese enemigos. Biagio da Cesena dijo bruscamente:

—¡Un día, esta sacrílega pared será derribada, como usted ha destruido los hermosos Peruginos que había donde hoy está su escandalosa pintura!

—¡No será mientras yo viva! —clamó el Papa, furioso—. ¡Excomulgaré a quien ose tocar esta obra maestra!

Salieron de la Capilla. Miguel Ángel pidió a Urbino que mezclase una cantidad de
intonaco
y la extendiese sobre un lugar en blanco, en el extremo derecho de la parte baja de la pared. Una vez seco, pintó una caricatura de Biagio da Cesena, representándolo como juez de los fantasmas del infierno, con orejas de asno y una monstruosa serpiente enrollada en torno a la parte inferior de su torso: un parecido extraordinario, en el cual había acentuado la afilada nariz, los labios entreabiertos, que dejaban ver los enormes y amarillentos dientes. Aquella era una pobre venganza, lo sabía, pero ¿qué otra le quedaba a un pintor?

La noticia se propagó sin saber cómo. Biagio da Cesena exigió una segunda visita a la Capilla.

—¿Veis, Santo Padre? —exclamó—. Lo que nos habían dicho resultó cierto. ¡Buonarroti me ha pintado en su fresco! ¡Con una repulsiva culebra en mis partes genitales!

—Supuse que no os gustaría que os pintara enteramente desnudo —dijo Miguel Ángel.

—El parecido es sorprendente —observó el Papa, con un brillo de picardía en los ojos—. Miguel Ángel, creía que no os gustaba pintar retratos.

—En este caso, me hallaba inspirado, Santidad.

—Santo Padre… ¡obligadle a que me saque de ahí!

—¿Que yo os saque del infierno? —exclamó el Papa, volviendo sus sorprendidos ojos al maestro de ceremonias—. Si os hubiera puesto en el purgatorio, yo habría hecho cuanto estuviera a mi alcance para sacaros de él, pero sabéis muy bien que en el infierno no hay redención posible.

Al día siguiente, Miguel Ángel estaba en el andamio pintando a Caronte, que arrojaba a los condenados fuera de su barca y a las profundidades del Infierno, cuando sintió un mareo; trató de agarrarse de la balaustrada, pero cayó al suelo de mármol. Por un instante, sintió un tremendo dolor. Cuando volvió en si, Urbino le estaba mojando el rostro con agua fría que sacaba de un balde.

—¡Gracias a Dios que ha recuperado el sentido! —exclamó el joven—. ¿Se ha lastimado? ¿Tiene alguna fractura?

—¿Cómo voy a saberlo? ¡Tenía que haberme roto todos los huesos del cuerpo, por estúpido! ¡Durante cinco años he estado encaramado diariamente en este andamio, y ahora que estoy a punto de terminar el fresco, me caigo de él!

—La pierna le sangra. Se ha hecho un rasguño con esta madera. Buscaré un coche para llevarlo.

—¡De ninguna manera! No quiero que nadie se entere de lo idiota que soy. Ayúdeme. Ponga uno de sus brazos bajo mi hombro. Podré volver a casa a caballo.

Urbino lo acostó, le dio un vaso de Trebbiano y luego lavó la herida. Cuando dijo que salía en busca de un médico, Miguel Ángel lo detuvo:

—¡Nada de médicos! —exclamó, enérgico—. ¡Sería el hazmerreír de toda Roma! ¡Cierre la puerta de la calle con llave!

A pesar de cuanto hizo Urbino con sus toallas calientes y vendajes, la herida comenzó a infectarse. Sobrevino una alta fiebre. Urbino se asustó y envió a buscar a Tommaso.

—Si le dejase morir, maestro… ¡no me lo perdonaría!

—Pero tendría sus compensaciones, Urbino. Así no tendría que andar encaramándose más a esos andamios…

—¿Cómo lo sabe? A lo mejor, en el infierno, cada uno tiene que seguir haciendo eternamente lo que más ha odiado en la vida…

Mandó llamar al doctor Baccio Rontini. Cuando Miguel Ángel se negó a que entraran por la puerta principal, el médico y su acompañante forzaron la entrada por la del fondo de la casa. El médico estaba furioso.

—¡Nadie puede compararse a un florentino en su perversa idiotez! —exclamó, mientras examinaba la herida infectada—. ¡Uno o dos días más, y habría perdido esta pierna!

Necesitó una semana para que poder levantarse otra vez. Urbino lo ayudó a subir al andamio, colocó un área de
intonaco
en el Cielo, debajo de San Bartolomé. Miguel Ángel pintó una caricatura de sí mismo con el rostro angustiado, suspendida la cabeza en medio de una piel vacía y sostenida por la mano del santo.

—Ahora Biagio da Cesena no podrá quejarse —dijo a Urbino—. Los dos hemos sido juzgados y condenados.

Pintó el tercio inferior de la pared, que era la parte más sencilla, pues en ella había menos figuras.

Fue por aquellos días cuando las dificultades de Vittoria le hicieron tambalear. A pesar de ser la mujer más influyente e inteligente de Roma, elogiada por el gran Ariosto por sus poemas, y por el Papa por su santidad; de ser la amiga más íntima del emperador Carlos V en Roma, miembro de la familia Colonna, poderosa y riquísima, y emparentada con los d'Avalos por su matrimonio, estaba a punto de ser condenada al exilio por el cardenal Caraifa. Parecía imposible que una mujer de tan elevada posición pudiese ser perseguida de tal manera.

Miguel Ángel visitó al cardenal Niccolo, en el palacio Medici, en busca de ayuda. Niccolo trató de tranquilizarlo.

—Todo el mundo en Roma reconoce la necesidad de una reforma —dijo—. Pablo III va a enviar al cardenal Contarini, amigo de la marquesa, para negociar con los luteranos y calvinistas. Espero que tendremos éxito y que éste llegue a tiempo.

El cardenal Contarini estaba al borde de un brillante éxito en la Dieta de Ratisbona, cuando el cardenal Caraifa lo hizo llamar, acusándolo de colusión con el emperador Carlos V, y lo desterró a Bolonia.

Vittoria envió un mensaje a Miguel Ángel. ¿Podría ir a verla inmediatamente? Deseaba despedirse de él.

Miguel Ángel esperaba encontrarla sola, en un momento tan personal, pero el jardín estaba lleno de gente. Ella se puso en pie y lo saludó con una triste sonrisa. Vestía de negro; una mantilla del mismo color cubría sus dorados cabellos. Su rostro parecía tallado en mármol estatuario de Pietrasanta. Miguel Ángel se acercó presuroso a ella.

—Le agradezco mucho que haya venido, Miguel Ángel.

—No perdamos tiempo en cortesías. ¿Ha sido desterrada?

—Se me ha dado a entender que sería conveniente que saliese de Roma.

—¿Adónde piensa ir?

—A Viterbo. Ya he vivido allí, en un convento de Santa Catalina. Lo considero uno de mis hogares.

Se quedaron en silencio, mirándose hondamente a los ojos, tratando de comunicarse sin hablar. Por fin, Vittoria agregó:

—Lo siento mucho, Miguel Ángel, pero no me será posible ver terminado su Juicio Final.

—Lo verá. ¿Cuándo parte?

—Por la mañana. ¿Me escribirá?

—Le escribiré y le enviaré dibujos.

—Yo le contestaré y le enviaré poemas.

Miguel Ángel se volvió bruscamente y abandonó el jardín. Se encerró en el taller de su casa. Se sentía solo, abandonado. Era ya de noche cuando salió de su ensimismamiento y pidió a Urbino que le alumbrase el camino hasta la Capilla Sixtina. Urbino abrió la puerta de la Capilla y precedió a su maestro con la vela encendida para dejar caer cera caliente en el andamio y colocar sobre ella las dos velas que llevaba.

El Juicio Final cobró ciclónica vida a la vacilante luz de las velas. El Día del Juicio se convirtió en la Noche del Juicio. Los trescientos hombres, mujeres y niños, santos, ángeles y demonios parecían pugnar por lanzarse hacia adelante para ser reconocidos y desempeñar el portentoso drama en los espacios abiertos de la capilla.

Algo llamó la atención de Miguel Ángel en el techo. Miró y vio a Dios creando el Universo.

Bajó los ojos de nuevo a su pintura en la pared del altar. Y como Dios después de crear el mundo, vio lo que había hecho y le pareció muy bueno.

LIBRO UNDÉCIMO

LA CÚPULA

I

En la víspera del Día de Todos los Santos, exactamente veintinueve años después de que el papa Julio II hubiera inaugurado el techo de la Capilla Sixtina pintado por Miguel Ángel, en una ceremonia especial, el papa Pablo III ofició una misa mayor para celebrar la terminación del Juicio Final. El día de Navidad de 1541, la capilla fue abierta al público. Toda Roma desfiló por la Sixtina, aterrada, asombrada. El estudio de Macello dei Corvi se llenó de florentinos, cardenales, cortesanos, artistas y aprendices.

Cuando se hubo retirado el último de los invitados, Miguel Ángel se dio cuenta de que habían estado representados allí dos grupos: Antonio da Sangallo y los pintores y arquitectos que giraban en torno a él como satélites, restos de la facción Bramante-Rafael, por un lado, y el cardenal Caraifa y sus partidarios por el otro. No tardó en declararse la guerra. Un monje expulsado de su orden censuró al papa Pablo III, y exclamó:

—¿Cómo puede Su Santidad permitir que una pintura tan obscena como la que acaba de pintar Miguel Ángel adorne la pared de un templo en el que se oficia la santa misa?

Pero, cuando Miguel Ángel volvió a la Capilla Sixtina al día siguiente, encontró a media docena de artistas sentados en banquetas bajas. Todos ellos copiaban de su Juicio Final.

El Papa acudió en su ayuda pidiéndole que pintase al fresco dos paredes de seis metros cuadrados de la capilla que había recibido su nombre: la Paulina, diseñada y completada poco tiempo antes por Antonio da Sangallo. Estaba entre la Capilla Sixtina y San Pedro. Era un templo pesado, cuyas dos únicas ventanas, colocadas a gran altura, no daban suficiente luz. Sin embargo, las paredes aparecían artísticamente adornadas con rojizas columnas corintias. El Papa deseaba una Conversión de Pablo para una de las paredes y una Crucifixión de Pedro en la opuesta.

Mientras meditaba en todo cuanto había visto sobre la Conversión, Miguel Ángel pasó sus días con el martillo y el cincel. Esculpió una cabeza de Bruto, que le había pedido la colonia florentina. Terminó los gruesos rizos de la cabeza del Moisés, llevando hacia la frente los dos cuernos, o rayos de luz, que el Antiguo Testamento atribuye a Moisés.

Con el calor de mediados del verano, trasladó los dos mármoles a la terraza del jardín, que tenía el suelo de ladrillo, así como los dos bloques de los que habrían de surgir Raquel y Lea, la Vida Contemplativa y la Activa, para los dos nichos a los lados de Moisés, nichos que, al diseñar de nuevo la tumba de Julio II con su única tumba en la pared, se habían tornado demasiado pequeños para contener al Cautivo heroico y al Cautivo agonizante. Terminó los bosquejos de la Virgen, el Profeta y la Sibila, que completarían su monumento, y luego mandó llamar a Raifaello da Montelupo, que había esculpido el San Damián para la Capilla Medici, para que esculpiese aquellas figuras.

Con los dos Cautivos fuera del diseño y todavía en Florencia los cuatro Gigantes y la Victoria sin terminar, Ercole Gonzaga fue realmente el profeta. El Moisés, por si solo, daría majestad a la tumba de Julio II y representaría su mejor escultura. ¿Era, como había dicho el cardenal de Mantua, «
suficiente monumento para cualquier hombre
»?

Miguel Ángel se preguntó qué habría dicho Jacopo Galli sobre la terminación de la tumba con una sola obra de importancia, de las cuarenta proyectadas y contratadas originalmente.

Echaba mucho de menos a Vittoria Colonna. En las altas horas de la noche le escribía largas cartas, en las cuales incluía a menudo un soneto o un dibujo. Al principio, Vittoria respondía prontamente, pero conforme las cartas de él se tomaron más fervientes, ella comenzó a espaciar sus respuestas. A su angustioso lamento de «
¿Por qué?
», expresado en unos versos, Vittoria respondió:

Magnifico
messer
Miguel Ángel: No he respondido antes a su carta porque la misma era, por así decirlo, una respuesta a la última mía, y porque pensé que si ambos fuéramos a continuar escribiendo sin pausa, de acuerdo con mi obligación y su cortesía, tendría que descuidar la capilla de Santa Catalina y estar ausente a las horas fijadas para hacer compañía a la hermandad, mientras usted tendría que dejar la capilla de San Pablo y estar ausente desde la mañana a la noche… De esa manera, ambos hubiéramos dejado de cumplir nuestro deber.

Se sentía aplastado, decepcionado, como un niño a quien hubiesen reprendido. Continuó escribiéndole apasionados poemas… que no envió, contentándose con los fragmentos de noticias que le traían algunos viajeros de Viterbo. Cuando se enteró de que Vittoria estaba enferma y que rara vez salía de su celda, su mortificación se convirtió en ansiedad. ¿Tendría buena atención médica? ¿Se la estaría cuidando debidamente?

Estaba agotado, vacío, sin saber qué hacer. Sin embargo, era imprescindible reaccionar… Colocó una nueva capa de
intonaco
en la Capilla Paulina. Depositó mil cuatrocientos ducados en el banco de Montauto para que les fuesen entregados a Raifaello da Montelupo y a Urbino, a quien había independizado ya, conforme fueran avanzando en la construcción de la tumba de Julio II.

Dibujó un modesto boceto de la Conversión de Pablo, en el que aparecían unas cincuenta figuras y un número adicional de rostros que rodeaban a Pablo, tendido en tierra, después de haber sido alcanzado por un rayo de luz dorada que descendía del cielo: el primer milagro del Nuevo Testamento que había pintado él.

Esculpió las estatuas de Raquel y de Lea, dos mujeres tiernas y encantadoras, pesadamente cubiertas de ropas, figuras simbólicas. Y por primera vez desde que esculpiera las estatuas para Piccolomini, trabajaba mármoles en los que no tenía un verdadero interés. Le parecían despojados de intensidad emocional, sin aquella latente esencia de energía para dominar el espacio que los rodeaba.

Su taller y su jardín se habían convertido en un activo centro de producción, en el que media docena de muchachos jóvenes ayudaban a Raifaello da Montelupo y a Urbino a terminar la tumba.

El presente y el futuro tenían forma para él únicamente en términos de trabajo por realizar. ¿Cuántas obras de arte más podría terminar antes de morir? La Conversión de Pablo le llevaría tantos años; la Crucifixión de Pedro, tantos otros… Sería mejor contar los proyectos futuros que los días, porque así no iría tachando los años uno a uno, como si fueran monedas que fuera pagando a las manos de algún comerciante. Mucho más simple pensar en el tiempo como creación: los dos frescos paulinos, luego un Descenso de la Cruz, que deseaba esculpir para su propia satisfacción con el último de sus magníficos bloques de mármol de Carrara… Dios seguramente no querría interrumpir a un artista en plena creación de una gran obra de arte.

BOOK: La agonía y el éxtasis
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