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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor - Intriga - Policiaco

La aventura del tocador de señoras (29 page)

BOOK: La aventura del tocador de señoras
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Enrojeció el abogado señor Miscosillas hasta la raíz de sus canas y bajó la cabeza.

—¿Y no podríamos ofrecer a esta mierda con moscas un dinerete por su silencio? —apuntó el señor alcalde—. O un empleo en el Ayuntamiento. La casa consistorial es un nido de sátiros.

—No —dijo Ivet Pardalot—. Hemos llegado demasiado lejos para adoptar soluciones provisionales. Santi, llévese a esta mierda con moscas a un lugar discreto, proceda y entierre sus restos en el jardín de la casa de al lado.

—Santi, amigo mío —me apresuré a decir—, no te dejes engatusar por esta gatamusa. Si me liquidas a mí, te liquidarán después a ti. Y con mayor motivo, porque sabrás de ellos cosas más gordas y comprometidas.

—Sí, pero yo soy de la banda —replicó Santi.

—No te lo creas, Santi —repuse—. En este club, como en todos los clubes, sólo tienen cabida los socios fundadores. Tú eres un peón, una simple cagarruta en el tablero de ajedrez. Escucha: la bala que recibiste en mi apartamento no la recibiste por error. Alguien sabía que vendrías a verme y contrató a un francotirador para que te liquidase desde la casa de enfrente. La idea de hacerme firmar una confesión escrita no se te pudo ocurrir a ti solo. Alguien te dio la idea, y también la pluma estilográfica. Un segurata no tiene una Montblanc. ¿Quién fue, Santi?

Santi se quedó pensativo un rato. Luego dijo:

—Esto no prueba nada. ¿Por qué…?

—¿Por qué les convenía matarte? —dije yo—. Muy sencillo: para ofrecer a la policía una solución del caso. A mí no conseguían inculparme de un modo concluyente. En cambio contigo lo tenían fácil. La noche de autos, Pardalot y tú estabais solos en el edificio de El Caco Español.

—Vale —alegó Santi—, pero yo no le maté.

—Tal vez no —dije—. Pero si me liquidan a mí para asegurarse mi silencio, ¿por qué no habrían de matarte también a ti?

—Un momento —dijo el señor alcalde mirando cariacontecido a unos y a otros—. Si Santi no mató a Pardalot y usted tampoco, ¿quién mató a Pardalot? No me diga que fui yo. Es cierto que aquella noche fui a las oficinas de El Caco Español. Es cierto que entré subrepticiamente por el garaje para no ser visto. Pero cuando llegué a su despacho, Pardalot ya estaba muerto. Al menos, así recuerdo lo sucedido. El problema es que no tengo la cabeza muy firme, ¿sabe? Para el desempeño de mi cargo ya vale. Pero los de la oposición lo saben y se aprovechan de mi debilidad. Día sí, día también, me hacen mociones y otras cuchufletas para volverme tarumba. Todo me da vueltas, especialmente el Salón de Ciento. Pero yo no estoy loco.

Se levantó del sofá, sacó del bolsillo una octavilla de propaganda electoral en la que figuraban su risueña efigie sobre fondo azul y un incisivo eslogan (
Com a cal sogre!
) y recorrió el exiguo corro de los allí presentes mostrando a cada uno la foto y preguntando:

—¿Es ésta la cara de un demente? Decidme, ¿son éstos los rasgos faciales de un locatis?

Nos abstuvimos piadosamente de responder, le tranquilicé respecto de la autoría del crimen y conseguimos reintegrarlo con ruegos y carantoñas al sofá. Luego, cerrado este emotivo paréntesis, volvió a tomar Ivet Pardalot las riendas de la situación y la palabra e instó a Santi a cumplir las aviesas órdenes por ella misma impartidas, a lo que se negó aquél alegando que necesitaba ambas manos para sujetar las muletas y en aquellas condiciones no podía obligarme a acompañarlo afuera y allí darme un triste fin. Al oír esta burda evasiva se rió con sarcasmo Ivet Pardalot.

—Ya entiendo —dijo—, has prestado oídos a los infundios de este embaucador. No importa. Horacio, coge la pistola de Santi, saca a este tipo al jardín y cárgatelo. El señor alcalde te ayudará a cavar la fosa.

—Cariño —repuso el abogado señor Miscosillas—, yo sólo soy un pobre abogado. Mercantilista, que es la especie más mansa.

—Y yo, no es por no trabajar —dijo el señor alcalde—, pero también preferiría abstenerme.

Ivet Pardalot descargó un furioso puntapié contra el
pick-up
.

—Claro —gritó—, con las canciones que oíais, ¿cómo ibais a salir? Los hombres os habéis vuelto unas gallinas y en consecuencia las mujeres hemos de hacer de gallos y además de gallinas. Al final todos hemos salido perdiendo, menos los curas. Está bien. No discutamos. Yo lo haré.

Y diciendo estas palabras abrió un cajón de la cómoda y sacó de él un viejo revólver Remington calibre 44 con el cual nos apuntó a todos sucesivamente mientras cerraba ahora un ojo ahora el otro para mejor hacer puntería.

—Me parece —comentó el señor alcalde— que no soy el único que tiene un tornillo suelto.

El abogado señor Miscosillas dio un paso hacia Ivet Pardalot, pero ésta hizo con el revólver un ademán tan expresivo que el abogado señor Miscosillas dio otro paso en dirección opuesta y volvió adonde estaba antes de dar el primer paso. Su rostro expresaba consternación.

—Ivet, monina —murmuró—, ¿qué va a pensar esta gente? Deja el revólver en su sitio. Puede estar cargado. Por jugar con armas ocurren muchos accidentes. No tantos como yendo en moto, pero más de los que uno imagina. ¿De dónde lo has sacado?

—Registrando la casa —dijo ella— encontré los discos, una pila de Playboys del año de la catapún y este viejo revólver Remington calibre 44, oxidado y polvoriento, pero cargado y en uso. El revólver —añadió dirigiéndose a mí— era de mi abuelo. El abuelo Pardalot hizo su fortuna después de la insoportable guerra civil española por los métodos habituales en aquella época histórica tan aburrida. Ya rico, se compró una casa en S’Agaró y otra en Camprodón para veranear con la familia, y en Castelldefels se construyó este chalet para traer a las fulanas. Cuando el abuelo se cansó de traer y llevar fulanas, su hijo, o sea mi difunto padre, empezó a usar el chalet con o sin el consentimiento del abuelo, para venir con sus amigachos y unas pobres chicas a las que habían hecho creer el cuento de la liberación sexual. Con aquellas paparruchas y estos discos dejaron malparada a más de una y después si te he visto no me acuerdo. ¿Es así o no es así, señor alcalde?

—La verdad —suspiró el señor alcalde—, otros no sé, pero yo me mataba a pajas.

—Mi abuelo había sido fetichista —siguió contándome Ivet Pardalot— y por eso tenía pistola.

—Falangista, monina —corrigió el abogado señor Miscosillas—. En la posguerra unos tenían pistolas y otros tenían fulanas. Pero pistolas y fulanas, sólo los falangistas. Te lo he intentado explicar miles de veces, pero no atiendes, monina.

—El grupo de mi padre —prosiguió Ivet Pardalot sin hacer caso de las acotaciones del otro— lo formaban tres amigos, a saber, mi propio padre, el señor alcalde aquí presente y un tercer hombre llamado Agustín Taberner, alias «el Gaucho». Había más, por supuesto, pero estos tres eran el cogollo.

—El meollo, monina —corrigió el abogado señor Miscosillas. Y a los demás—: Yo no pertenecí nunca a ese grupo. Era un poco más joven y no era de buena familia. Estudié con becas. Mi única diversión era ir los domingos al cine del barrio. Vi once veces
Siete novias para siete hermanos
. Esta película representaba y aún ahora representa en mi imaginación el ideal que siempre he soñado para Cataluña.

—Yo en cambio vi tres veces
El séptimo sello
y no saqué nada en claro: ni quién era el chico, ni nada de nada —dijo el señor alcalde—. ¡Ah, tiempos felices que nunca volverán! Éramos jóvenes, inquietos, ávidos de saber, insaciables, tres imbéciles, siempre juntos: tu padre y yo y aquel bandarra que bailaba tan bien la milonga. ¡Dios sabe por dónde andará!

—Por ninguna parte —le contestó el abogado señor Miscosillas—. Está inválido y lo tenemos secuestrado en el piso de arriba.

—¿Secuestrado? Uf, éstas no son cosas que yo deba oír.

—Llevaba años escondido en una residencia para inválidos de Vilassar —siguió refiriendo el abogado señor Miscosillas—. Por pura chamba conseguí averiguar su paradero sobornando a un chófer negro y botarate que de cuando en cuando traía y llevaba a la otra Ivet a la residencia de Vilassar. Con Agustín Taberner, alias «el Gaucho», como rehén, pensábamos que la otra Ivet entregaría los documentos que este majadero robó de las oficinas de El Caco Español. Esta Ivet, o sea, Ivet Pardalot, se puso en contacto con ella, con la otra Ivet, y ambas convinieron una cita conmigo esta noche en José Luis. La otra Ivet había de llevar allí los documentos y yo, a cambio, le devolvería a su padre.

—Ay, Horacio, qué mal te explicas —dijo el señor alcalde—. ¿Qué bar? ¿Qué cita? ¿Qué padre?

—El de ella —respondió el abogado señor Miscosillas—. Agustín Taberner, alias «el Gaucho», es el padre de Ivet. No de esta Ivet, sino de la otra Ivet. El padre de esta Ivet era Pardalot.

—Ya lo entiendo —dijo el señor alcalde—. Y también entiendo que la otra Ivet no acudiera a la cita con los documentos. ¿Quién le aseguraba que una vez entregados éstos tú le devolverías a su padre?

—La pura lógica —repuso el abogado señor Miscosillas—. Una vez efectuado el cambio, ¿para qué querríamos seguir reteniendo a un inválido? Con el canje de documentos por padre, las cosas habrían vuelto a una normalidad conveniente para todos.

—En esto, señor Miscosillas —dije yo—, se equivoca usted. En realidad los documentos no le interesan a nadie y el robo por mí efectuado sólo fue una tapadera de los auténticos propósitos de la persona que maquinó y ha dirigido desde el principio el enmarañado argumento de este relato, en el cual usted y los demás participantes sólo hemos sido crédulos comparsas.

—Caramba —dijeron a coro el señor alcalde e Ivet Pardalot—, ¿alguien puede poner en claro este acertijo?

—Yo mismo —respondí—, pero no ahora, porque si mis oídos no me engañan, alguien está llamando a la puerta con vigorosos porrazos y desaforados gritos.

*

Era tal cual: acompañando mis últimas palabras y casi ahogándolas con su fragor, resonaba en todos los rincones de la casa el clamoroso llamamiento. Sin mostrar sorpresa por ello, como si hubiera estado esperando aquella interrupción, Ivet Pardalot indicó mímicamente al abogado señor Miscosillas que atendiera la llamada y éste así lo hizo a regañadientes. Yo, en su lugar, habría aprovechado la ocasión (y las llaves) para salir de aquella casa donde tantas pistolas andaban en manos de desequilibrados y regresar a Barcelona en taxi si por allí había alguno o si no, a pie. Pero él (el abogado señor Miscosillas), bien por el deseo de saber cómo acababa todo aquello, bien por otras razones, como las que en breve nos iba a revelar, optó por regresar a la habitación iluminada (en adelante «el salón») en compañía de la persona causante de tanto alboroto, que resultó no ser otra que Ivet, también llamada sin motivo la falsa Ivet; para mí, mi Ivet, la cual arrojó sobre la mesa un cartapacio y exclamó:

—¿Dónde está mi papi?

A esta conmovedora súplica la otra Ivet respondió en tono sarcástico:

—No te precipites, Ivet. No tenemos ninguna prisa. Y al llegar a una casa lo primero de todo es saludar. ¿No te acuerdas de lo que nos enseñaron las monjas en el internado?

Miró Ivet a Ivet con extrañeza y detenimiento y reconociendo en ella a su antigua condiscípula, no pudo evitar, pese a lo angustioso de su situación, que una sonrisa, en recuerdo de alguna inocente travesura infantil, iluminara sus facciones.

—¡Ivet! —exclamó con alegría una vez repuesta de su sorpresa—, ¡cuánto tiempo sin verte ni saber de ti! Estás igual que entonces. Para ti no pasa el tiempo. O, al menos, no pasa en balde.

Hizo amago de echarse en sus brazos, pero Ivet Pardalot la detuvo con un ademán conminatorio.

—Dejemos para mejor ocasión las efusiones —dijo.

—Sentí mucho lo de tu padre —dijo Ivet—. Habría ido al entierro, pero precisamente aquel día tenía mucho trabajo.

—No importa —repuso Ivet Pardalot—. Yo también siento mucho lo de tu padre.

—¿Lo de mi padre? ¿Qué tienes que ver con mi padre? ¿Acaso tú sabes dónde está? ¿Puede ser que esté aquí, en este chalet tan feo?

—Puede ser —respondió secamente Ivet Pardalot—. Luego hablaremos de este tema, cuando hayamos resuelto ciertos asuntos pendientes. No nos llevará mucho, soy de una gran eficiencia.
Time is money
, como me enseñaron en Amherst, Massachusetts. A estos señores ya los conoces: el señor alcalde y el abogado Horacio Miscosillas. El joven de buen ver, tullido y con una Beretta 89 Gold Standard calibre 22, o sea una pistola, es Santi, antiguo guardia de seguridad en El Caco Español, actualmente a mi servicio, aunque no estoy nada contenta de los resultados. Y éste, por último, es tu peluquero.

—No es mi peluquero —protestó Ivet.

—Me presento a la reelección —dijo el señor alcalde—. ¿Puedo preguntarle si es usted hija del difunto Pardalot, señorita? En tal caso le aseguro que su difunto padre y yo éramos buenos amigos. Mi más sentido pésame. ¿Le he dicho ya que me presento a la reelección?

—Sí, señor alcalde —respondió Ivet—. Y no soy hija del difunto Pardalot. Pero me llamo Ivet, como la hija del difunto Pardalot. En realidad, mi padre es Agustín Taberner, alias «el Gaucho». También era amigo de usted y precisamente he venido a canjearlo por estos documentos, tal como convine esta tarde con un señor encapuchado. Lo llamo así porque en el curso de la conversación él se definió a sí mismo como encapuchado, pero como hablábamos por teléfono, no puedo asegurar si en efecto iba encapuchado o sin capucha o en cueros vivos. Fuera como fuese, concertamos una cita a las nueve en José Luis. Si yo llevaba los documentos, me dijo, mi padre sería liberado sano y salvo. Y, por supuesto, de todo aquello a la policía, ni una palabra.

—Pero ella no acudió a la cita —intervino el abogado señor Miscosillas—. Yo, en cambio, sí. Siguiendo las instrucciones de mi mandante, me personé puntualmente en el local convenido, me aposenté en un punto estratégico de la barra desde el que podía columbrar la puerta del mencionado local y esperé tomando un whisky. A las nueve y veinte un camarero me preguntó si esperaba a una tal Ivet por el asunto de un secuestro y al responderle yo en sentido afirmativo me dijo que la tal Ivet acababa de llamar por teléfono diciendo que le había sido imposible llegar a tiempo y que en aquel momento estaba en la otra punta de la ciudad y ya sabe usted cómo está el tráfico a estas horas y a todas horas y el día menos pensado la ciudad va a colapsar, etcétera, etcétera. No supe si aquello formaba parte del recado o si el camarero expresaba su propio parecer. Lo único cierto es que Ivet me proponía postergar nuestro encuentro hasta las diez menos cinco y desplazarlo a otro local denominado Dry Martini. Como no estaba lejos, fui dando un paseo hasta este establecimiento y allí volví a entretener la espera con un par de cócteles deliciosos. A las diez y diez se repitió la escena del camarero y el recado. Esta vez la cita fue en un bar de la calle Santaló. Tres cócteles más tarde se produjo una nueva cita en un cuarto bar del barrio de la Ribera, no lejos de Santa María del Mar. Allí me dieron las once y media sin que llamara nadie. O tal vez sí hubo una llamada pero el local estaba muy concurrido, el volumen de la música era alto y yo había tomado más copas de la cuenta. Pagué, salí, vomité y vine. Quizá vomité antes de salir, no recuerdo.

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