Read La aventura del tocador de señoras Online
Authors: Eduardo Mendoza
Tags: #Humor - Intriga - Policiaco
Exasperada golpeó Ivet Pardalot con el puño el aparador de madera de pino y exclamó:
—Basta ya de inmundicias románticas. Si por desgracia leyera una escena similar en una novela barata, de inmediato la arrojaría a la basura tras haber escupido en el nombre del autor. Guárdense para la intimidad sus roñosos sentimientos y centren sus relatos y declaraciones en el asesinato de Pardalot y sus circunstancias. Al primero que dé rienda suelta a sus emociones le tiro un tiro.
—Bien —dijo Arderiu—, yo creía que todo guardaba una estrecha relación con lo demás. Lo siento. Los hechos sucedieron del modo siguiente. Yo sabía que mi mujer y Pardalot se veían a escondidas. Esto, unido a la venta continuada de las joyas, me puso la mosca en la boca. No me interpreten mal: yo no me opongo a que mi mujer se realice humanamente como ser humano, mientras las fotos no aparezcan en
Interviú
. Pero en esta ocasión intuí un problema, por no usar una palabra más fuerte: tesitura. De modo que decidí hacer averiguaciones por medio de una agencia de información. Como no conocía ninguna, pedí asesoramiento al señor alcalde y él me remitió a un
consulting
de probada eficacia al cual él mismo confiaba en períodos electorales sondeos de intención. También compraba allí programas pirata de ordenador. Me dirigí sin rodeos a esta empresa, me atendieron muy bien y por tratarse de mí encomendaron el expediente a un joven meritorio con un parecido extraordinario a este muchacho de la Beretta y las muletas.
—¿Santi trabaja para ti? —preguntó Reinona.
—Si es el mismo y se llama Santi, sí —admitió Arderiu—. Bien, como parte de mi plan, Santi entró a trabajar en las oficinas de El Caco Español como guardia nocturno para poder vigilar de cerca a Pardalot. De este modo vine a saber que Reinona estaba en triple peligro; primero, porque todas las mujeres están en peligro, habiendo como hay tanta violencia contra las mujeres; segundo, por motivos específicos de la propia Reinona; y tercero, porque esto mismo ya lo he dicho hace muchísimas páginas.
—¿A qué peligros se refería Santi? —preguntó Ivet.
—No lo sé —dijo Arderiu—. Si no recuerdo mal, él hablaba de indicios. Había visto entrar a Reinona en las oficinas, la había seguido por los pasillos, había escuchado detrás de las puertas y había percibido claramente palabras subidas de tono, expresiones francamente antitéticas y gritos.
—¿Gritos? —preguntó el señor alcalde—, ¿qué clase de gritos?
—De los que se hacen con la boca —respondió Arderiu—. Ah, ah, oh, oh, sigue, sigue, etcétera.
—Está bien, cambiemos de tema —propuse viendo enrojecer a Reinona—. Hace unas noches recibió usted en casa la visita del abogado señor Miscosillas, el cual, en el transcurso de la entrevista mantenida a solas por ustedes dos, le habló de la necesidad de localizar a Agustín Taberner, alias «el Gaucho», a la mayor brevedad. Esta conversación fue escuchada por Raimundita, referida por ésta a su novio, un chófer negro llamado Magnolio, y por éste a mí, no sin antes haberle revelado Magnolio al abogado señor Miscosillas el paradero de Agustín Taberner, alias «el Gaucho», a cambio de una retribución en metálico.
—Dispense —dijo Arderiu—, no le he seguido hasta el final, pero es cierto lo de la visita del abogado señor Miscosillas y el paradero de Agustín Taberner, alias «el Gaucho». Yo no sabía de su existencia, pero el abogado señor Miscosillas creía lo contrario por razones propias de él o de su profesión.
—Pensé que Reinona le habría contado algo —intervino el abogado señor Miscosillas— o que se lo habría contado Pardalot, o el mismo Santi. Santi también trabaja para mí. Yo tenía interés en vigilar de cerca a Pardalot y por indicación del señor alcalde acudí a la agencia de información donde estaba empleado Santi. Al exponerles mi caso me dijeron que precisamente habían colocado a uno de sus mejores hombres en las oficinas de El Caco Español por cuenta del señor Arderiu y que gracias a esta feliz coincidencia, mediante una tarifa suplementaria, podían suministrarme información sobre Pardalot y sobre Arderiu. Arderiu no me interesaba particularmente, siendo como es tonto de baba, pero acepté la proposición.
—¿Para qué quería tener vigilado a Pardalot? —le pregunté—. Pardalot y usted eran socios, él tenía en usted la máxima confianza, de fijo le habría dicho sin ambages lo que usted le hubiera preguntado. ¿O no?
Vaciló unos instantes el abogado señor Miscosillas y finalmente dijo:
—Lo siento, no estoy autorizado a responder a esta pregunta.
Quien no ha tenido como yo el privilegio de pasar buena parte de su vida en un manicomio tal vez ignore esta gran verdad: que todos los allí encerrados perciben claramente la locura de los demás, pero ninguno la propia. Teniendo esto en cuenta y aprovechando el silencio fatigado que siguió a la negativa del abogado señor Miscosillas a revelar el fundamento racional de sus actos (de espionaje), repasé los sucesos que habían precedido y seguido al crimen y la intervención de cada personaje en ellos, y una vez aclaradas por este método mis ideas, decidí poner las deducciones en conocimiento de los demás para que finalmente resplandeciera la verdad y nos pudiéramos ir a casa.
Antes de hablar, con todo, pasé revista a la situación presente (entonces) y a las posibles consecuencias de mis palabras, pues no es lo mismo revelar la verdad a quien puede sentirse molesto por ella que revelársela a quien además tiene una pistola. Por el momento sólo había dos pistolas a la vista, a saber, la Beretta 89 de Santi y el viejo revólver Remington calibre 44 de Ivet Pardalot, pero yo calculaba que allí mismo, entre las cuatro paredes del salón, debía de haber por lo menos otras dos. En vista de lo cual y para tranquilizar los ánimos, empecé diciendo lo agradable que me resultaba la compañía de todos los presentes y agradeciéndoles de antemano su paciencia y su ecuanimidad. Nada de cuanto yo dijera, dije, debía causarles desazón, pues aunque al final de mi alocución alguien pudiera encontrarse con una irrefutable acusación de asesinato sobre sus espaldas, mis razonamientos y conclusiones tenían una finalidad puramente aclaratoria, didáctica y en último término festiva y en modo alguno se proponían enturbiar la atmósfera distendida y cordial que allí reinaba. Asimismo, añadí, aquella noche, poco antes de desplazarme a Castelldefels, donde a la sazón nos encontrábamos, había dejado escritas aquellas mismas conclusiones en manos seguras con instrucción de entregárselas a la policía y a la prensa en caso de accidente. Y dicho esto, pasé a trazar un esbozo de la situación general, ordenando los acontecimientos según su aparición en la cronología y poniendo en su lugar cada persona y cosa, con lo que el relato siguió más o menos el siguiente derrotero:
Varias empresas sucesivas, en realidad la misma empresa, habían sido fundadas a partir de la década de los setenta (en España) por tres socios: Manuel Pardalot, hoy difunto; el señor alcalde, hoy alcalde; y Agustín Taberner, alias «el Gaucho». Desde el principio el señor alcalde había estado representado por el abogado señor Miscosillas. Las empresas habían realizado algunas operaciones (quizá todas) de dudosa legalidad, de la que quedaba algún rastro documental, no del todo inofensivo desde el punto de vista legal, y sumamente nocivo desde el punto de vista político, en especial para el señor alcalde.
Como donde las dan las toman, la empresa o empresas, a su vez, habían sido objeto de fraude por parte de uno de sus socios, Agustín Taberner, alias «el Gaucho». No contento con esto, Agustín Taberner, alias «el Gaucho», se había enredado con la novia de Pardalot, Reinona, a espaldas de éste. El enredo había resultado en embarazo (por no tomar precauciones) y Reinona se había ido a Londres a abortar. Finalmente no había abortado, se había quedado a vivir en Londres y había dado a luz a una niña llamada Ivet. Despechado, pero todavía ignorante de la doble deslealtad de su socio, Pardalot se había casado con otra y engendrado una niña a la que también había puesto por nombre Ivet. Las dos niñas salieron a sus padres: la hija de Reinona y Agustín Taberner, alias «el Gaucho», guapa y atolondrada; la otra, inteligente, trabajadora, ambiciosa y un poco bicho.
Pasaron los años. Reinona regresó a Barcelona, metió a Ivet en un internado y, para asegurar la manutención de su hija y la propia, contrajo matrimonio con Arderiu, a quien ocultó la existencia de la niña y a quien dijo ser estéril para ahorrarse nuevas complicaciones. Habiendo elegido Reinona para su hija el internado de más empaque de la ciudad, no era raro que allí fuera también a parar la hija de Pardalot. El matrimonio de éste había resultado en fiasco y para evitarle escenas a la niña o para quitársela de en medio, la metieron interna. Las dos niñas, casi coetáneas y sin saber lo que de común había en sus respectivos antecedentes, entablaron una estrecha amistad que las diferentes circunstancias de cada una pronto habían de truncar. Al salir del internado, sin previo acuerdo ni conocimiento mutuo, las dos se fueron a los Estados Unidos de América, la una a Nueva York, la otra, a una universidad de nombre impronunciable. Como ya sabemos, a una le fue bien y a la otra, mal. También a este lado del océano para Agustín Taberner, alias «el Gaucho», pintaban bastos. Había contraído una enfermedad degenerativa irreversible y su desfalco había sido descubierto. Por razones fáciles de comprender, sus socios se abstuvieron de litigar ante la justicia ordinaria: lo expulsaron de la empresa y le rompieron las piernas. Reinona lo recogió. Con el producto de la venta de una de sus joyas alquiló un piso de la calle Bailén y lo instaló a él en él. Luego hizo venir a Ivet de América para que lo cuidara. A él. Pero Ivet no estaba en condiciones de cuidar, sino de ser cuidada. Las cosas iban manga por hombro en casa del Gaucho.
—Todo esto —dijo Ivet Pardalot— ya lo sabíamos. Nosotros mismos nos lo acabamos de contar.
—Pues haber aprovechado para ir a hacer pis, señorita Ivet —repliqué—, porque lo que viene ahora es nuevo y con sustancia. En efecto —proseguí dirigiéndome al común de los allí reunidos—, el regreso de la señorita Ivet Pardalot de los Estados Unidos y su incorporación a la plantilla de la empresa de su padre, el difunto Pardalot, trastocaron aquel nuevo y precario
statu quo
. No era ni es la señorita Ivet Pardalot persona dispuesta a vivir a la sombra de nadie. Tan pronto se hubo aclimatado, puso en marcha un plan para apoderarse de la empresa. Para ello hizo reformar los estatutos y se subrogó a sí misma en el lugar de Agustín Taberner, alias «el Gaucho». Luego…
—Con permiso —arguyó la interesada—, esta parte del relato es fruto de tu imaginación, por no decir de tu arbitrariedad. Tú no puedes saber cuáles eran mis intenciones.
—Las supongo —respondí—, y no creo andar errado. Usted quería imprimir a un negocio obsoleto, a un residuo de otra era, el dinamismo que le habían inculcado en ultramar. De otro modo, ¿por qué se hizo amante de un «pichafría» como el abogado señor Miscosillas?
—Oiga, buen hombre, a mí no me moteje —saltó el abogado señor Miscosillas—. En primer lugar, no le tolero que se inmiscuya en nuestra intimidad. En segundo lugar, usted nunca me ha visto en el arte de templar ni en la suerte de poner varas.
—No he tenido ocasión —dije—. Lo que afirmo me lo contó la propia señorita Ivet Pardalot la noche que me llevó a su casa, después de sacarme usted del calabozo. En aquella ocasión, estando ella y yo a solas, en la cama o, para ser exactos, sobre la cama, se quejó de su poquedad, se mofó de sus ínfulas y estableció comparaciones desventajosas entre usted y cierta verdura hervida. Luego me mostró un vídeo…
Al oír estas acusaciones, el abogado señor Miscosillas palideció, levantó medio cuerpo del sofá, abrió la boca de par en par y dejó que un reguero de baba le colgara del labio inferior como un badajo. Luego señaló a Ivet Pardalot con un dedo tembloroso y dirigiéndose al resto de la concurrencia, balbució:
—No hagan caso a los infundios de esta rabona. Por lo general, cumplo con creces, y si alguna vez no he merecido el cum laude, no ha sido culpa mía, sino de ella. Es inepta, desabrida, apática, tropezosa, chabacana, sandia, inverecunda, repolluda y cerdosa. Ayuntarse con ella es como abrazar a Sancho Panza. En cuanto al vídeo, lo grabamos por broma una tarde lluviosa de domingo para hacer reír a nuestros nietos en un futuro lejano. He dicho.
Se sentó el abogado señor Miscosillas después de haber absuelto con tan florido verbo posiciones y pidió a su vecino de sofá un pañuelo o, en su defecto, otra octavilla de propaganda electoral con que enjugar los salivazos que la elocuencia había sembrado en sus solapas. En nada, sin embargo, se había alterado el sereno continente de la señorita Ivet Pardalot, ni durante la deposición de su amante ni cuando a renglón seguido dijo a éste:
—Puedes estar orgulloso: te has dejado engañar bien tontamente por un miserable peluquero. Nunca mencioné tu nombre en su presencia ni le hablé de lo nuestro ni menos aún le mostré el vídeo. Él ha dado un palo en el aire y tú, por fatuidad, te has puesto en evidencia. No importa. Agradezco tu sinceridad, celebro conocer tu opinión sobre mis gracias y me reservo el derecho de responder a tus piropos cuando lo estime oportuno. Tú, sigue hablando.
El aludido era yo y no me hice de rogar.
—De su acoplamiento con el abogado señor Miscosillas obtuvo la señorita Ivet Pardalot valiosa información de la que al punto se dispuso a servirse. Pero dejemos esto de lado un instante y recojamos un cabo suelto. La señorita Ivet Pardalot no había olvidado a la otra Ivet. Sabía que ésta había regresado a Barcelona, aunque no el motivo de su regreso, y no le costó averiguar su paradero ni las incertidumbres de su malvivir. Por otra parte y simultáneamente, la señorita Ivet Pardalot también había seguido la pista de Reinona, a la que culpaba, no sin razón, del crónico abatimiento de Pardalot y del desamparo y la amargura en que de resultas de ellos se vio sumida su propia infancia. Al igual que había hecho con el abogado señor Miscosillas, pero de un modo más esporádico, sedujo a Arderiu, al que se llevó, como acabamos de oír, a un discreto refugio de fin de semana allende el Pirineo.
—¿Cómo podía haberme resistido? —se justificó Arderiu—. Ella me juró que no le interesaba yo, sino mi coche. Tengo un Porsche Carrera de 3600 centímetros cúbicos. Con todo, la
liaison
no pasó de una simple tesitura. Alocada, lo confieso, pero tesitura al fin y al cabo.