Read La aventura del tocador de señoras Online
Authors: Eduardo Mendoza
Tags: #Humor - Intriga - Policiaco
—Es que hoy —le expliqué— estoy desganado.
—¿Mal de amores? —preguntó en son de chanza la señora Margarita.
Yo me limité a suspirar y a mirar hacia otro lado. La familia que regentaba la pizzería, compuesta por la señora Margarita, el señor Calzone y su hijito Cuatroquesos, eran a mis ojos el paradigma de la felicidad, un ideal al que yo no creía poder aspirar, pero cuya visión me colmaba a la vez de alborozo y melancolía. A lo largo de los últimos años me había convertido en su mejor cliente y ellos correspondían a mi asiduidad con su simpatía y su cariño. En la pizzería sentía, siquiera de modo vicario, el calor del hogar que jamás conocí. La contemplación de la señora Margarita lavando los calcetines de su marido en el fregadero del restaurante, o de los pañales sucios del bebé entre la masa de la pizza, me hacía soñar con una existencia sin sobresaltos, a la que en el fondo siempre aspiré, pero cuya consecución la vida, la suerte o mis propios errores habían puesto fuera de mi alcance.
De camino a mi asqueroso cubículo tuve que hacer un alto por los retortijones (quizá causados por el orégano, que es un poderoso carminativo) y sentarme en el bordillo de la acera. Un chucho roñoso se situó en la parte posterior de mi chaqueta y levantó la pata. Ahuyentarlo a pedradas no mejoró mi desazón. Así estaba cuando se detuvo un coche delante de mí, se abrió la portezuela y oí una voz conocida decirme:
—Eh, tú, sube.
Sin pensarlo dos veces salté al interior del coche. La portezuela se cerró y partió el coche rumbo a lo desconocido. Sólo entonces caí en la cuenta de que en el interior del coche no sólo íbamos ella y yo, cosa, por otra parte, de la que debería haberme percatado antes, ya que me había llamado desde el asiento posterior de un cochazo que yo no vacilaría en calificar de haiga si el uso de este añejo vocablo no pusiera de manifiesto mi avanzada edad. Bien es verdad que de sus ocupantes sólo ella se había hecho visible desde el exterior, al bajar el cristal ahumado de su ventanilla, mientras las demás permanecían cerradas, brindando a los ocupantes del coche un anonimato que constituía, al menos para mí, presunción en contrario, porque si yo algún día llegara a tener un coche como aquél no me escondería, antes bien, procuraría que todo el mundo me viera, e incluso iría echando besos a los viandantes, como hacen el Santo Padre y otras personas que no tienen nada de que avergonzarse. Todo lo cual no impedía que en aquel momento me encontrara yo entre desconocidos de cuyas intenciones nada sabía, salvo que estaban a punto de llevarlas a la práctica pistola en mano, por cuanto me apuntaban con una.
—Levántese de la esterilla y tome asiento —dijo una extraña voz.
Ella se desplazó del asiento trasero que venía ocupando al traspontín y me ofreció aquél y de nuevo la visión que había dado origen a mis aventuras, del análisis de la cual me sustrajo al cabo de un rato el resto de la compañía, compuesta por el chófer y un individuo que a la sazón se sentaba a mi lado y sostenía una pistola Heckler & Koch P7. El chófer era un tipo alto y fornido, con facciones de negro y color de negro, de lo que deduje que debía de ser un negro, salvo que fuera pintado y las facciones respondieran a otra causa, pues llevaba unas gafas de altísima graduación, cosa que no suelen llevar los negros, y menos cuando han de conducir. El individuo que iba a mi lado, de estatura normal y algo obeso, parecía ser el mandamás de la banda, al menos en aquel momento, y sin duda persona importante y conocida, porque ocultaba su rostro bajo un pasamontañas sobre el que llevaba un sombrero de ala ancha calado hasta la nariz y una barba postiza sujeta a la nuca con un cordel. También hablaba con voz fingida o alterada, tal vez para que yo no pudiera reconocer la suya por haberla oído en alguna tertulia radiofónica. Digo lo de la voz porque fue este individuo, en su condición de mandamás, quien tomó la palabra cuando al cabo de un largo silencio salimos del denso tráfico de la ciudad y nos metimos en un atasco definitivo.
—Disculpe usted —empezó diciendo, pues sus maneras eran en extremo refinadas— que hayamos recurrido a métodos ligeramente irregulares, aunque no infrecuentes, para obtener su valiosa cooperación. No me refiero a los contactos verbales que ha mantenido en dos ocasiones con la señorita aquí presente, de carácter estrictamente voluntario, sino a los que ahora está manteniendo conmigo. Por supuesto, no le retenemos en contra de su voluntad. Cuando le apetezca, puede usted apearse, si bien yo de usted no lo haría. Por el contrario, yo de usted escucharía lo que me dijera la persona que fuera a mi lado, o sea, yo.
Como al decir estas gentiles palabras apoyaba el cañón de la pistola Heckler & Koch P7 en mi cabeza, manifesté por señas haberme hecho la debida composición de lugar y él prosiguió diciendo:
—En realidad no le pedimos que cometa un robo. Yo soy el dueño de esta empresa y mi hija, aquí presente, su heredera. El robo es aparente. Por supuesto, si algo ocurriera, nosotros responderíamos por usted. Pero la operación es sólo una falsa operación. No del todo correcta, pero tampoco ilegal. Vivimos en la era de la imagen, y yo quiero dar una buena imagen, ¿es esto algo malo?
Respondí que no y que precisamente yo, en mi condición de peluquero, me esforzaba a diario para mejorar la de mi distinguida clientela. Por desgracia, este tema no pareció despertar su interés, pues no me dejó seguir.
—Habríamos preferido —dijo— llegar con usted a un acuerdo basado en el entendimiento mutuo. Esto, por desgracia, no ha sido posible, pese a la generosa oferta que le ha hecho hace un rato esta señorita, oferta que usted ha rechazado alegando estúpidas razones éticas. A juzgar por su actitud, por sus modales y sobre todo por su forma de vestir, usted debe de ser de los que aún se empeñan vanamente en distinguir entre el bien y el mal. A menos, claro está, que se proponga subir el monto de la retribución, lo cual sería inviable dadas nuestras limitaciones presupuestarias. Un millón es mucho dinero y nosotros sólo somos ricos. Esto para usted no significa nada, ya lo sé. Usted y los suyos se ríen de estas cosas. Incluso con sarcasmo. Es natural: un proletario, haga lo que haga, nunca corre el riesgo de dejar de serlo. En cambio un rico, al menor descuido, se encuentra en el más absoluto desamparo. Pero vayamos a lo concreto: mi nombre, como usted ya sabe, es Pardalot, Manuel Pardalot. Soy dueño y gerente de una empresa denominada El Caco Español, S.L. De esta empresa son los documentos que usted debe sustraer. Como ya se le ha dicho, el robo es aparente. Esto debería bastarle para alejar de su conciencia cualquier escrúpulo de orden moral o de otro orden. En realidad, se trata de una operación contable, no del todo correcta, lo admito, pero tampoco ilegal. En resumen, un millón y la posibilidad de hacer el vermut en nuestro yate. Es mi última palabra.
—No —repliqué con firmeza.
—Iremos costeando hasta el Estartit.
—Déjalo estar —dijo ella—. Es tonto y cabezota.
Me dolió oírle pronunciar estas opiniones vejatorias, porque yo me jactaba para mis adentros de haberle causado una buena impresión. Pero no dije nada.
—Vaya —dijo el enmascarado—, ¿y ahora qué hacemos, nena?
Al oír lo cual, se volvió el chófer a nosotros y exclamó:
—¡Oiga, a mí no me llame usted nena, porque no se lo consiento!
—¡Si no me refería a usted, hombre! Ocúpese de conducir y no se meta donde no le llaman —repuso el enmascarado, y dirigiéndose a mí, añadió en voz baja—: Estos negros malolientes son de lo más susceptibles; se creen que todo el tiempo estamos hablando de ellos en términos despreciativos.
Luego, alzando de nuevo la voz, añadió:
—En cuanto a lo nuestro, ¿qué más le puedo decir para hacerle cambiar de idea? Nuestra decepción es grande. ¡Teníamos tantas esperanzas puestas en usted! No crea que nos ha sido fácil encontrarle. Llevamos mucho tiempo haciendo indagaciones. Hemos removido cielo y tierra hasta dar con usted, en quien concurren las características más idóneas para este tipo de trabajo por la fama de que goza en el barrio, por el modo ejemplar con que está labrándose un futuro al frente de su magnífica peluquería, y, por supuesto, por las peculiaridades de su pasado…
—¿Mi pasado? —exclamé.
—Fue ella —respondió el enmascarado señalando a la chica con el cañón de la pistola— quien pensó que un hombre con sus antecedentes no desdeñaría una proposición… Usted ya me entiende.
La miré y ella me guiñó el ojo. Con aquello no había contado yo: me tenían atrapado. Pues si algún lector ignora todavía cuál fue o ha sido mi trayectoria vital y tal vez sea la verdadera naturaleza de mi ser, aclararé que en mi infancia, adolescencia y juventud fui lo que podríamos llamar, y de hecho se llama, un facineroso. El destino me hizo nacer y crecer en un medio donde no se concedía al trabajo honrado, la castidad, la templanza, la integridad moral, las buenas maneras y otras cualidades encomiables el valor que tienen, ni yo supe vérselo por mi propia cuenta, ni aprendí a fingirlas hasta que fue tarde. De buena fe, convencido de que tal era el proceder habitual de las gentes, cometí innumerables fechorías. Luego, cuando las personas encargadas de velar por la salvaguardia de la virtud, el sosiego de la vida, el amparo de las buenas costumbres y la armonía entre los hombres (la bofia) fijó en mí su atención y ejercitó sus métodos conmigo, siendo yo la más débil de ambas partes, hube de prestar algún servicio a la comunidad (soplón) que no me granjeó la inclinación de nadie y sí la animadversión de muchos. Finalmente, cuando me llegó la hora de comparecer ante la justicia y rendir cuentas de mis acciones, cuanto se hubiera podido alegar a mi favor era tan endeble y su posible incidencia en el fallo tan escasa, que mi abogado se limitó a enviar al tribunal una postal desde Menorca. Con todo, mi propio testimonio, lo bien fundamentado de mis exposiciones, el sincero arrepentimiento de que di muestras, el trato respetuoso, incluso cordial, para con el magistrado, el fiscal y los testigos, y en términos generales lo razonable de mi comportamiento durante las dos semanas que duró la vista, debieron de hacer mella en el ánimo de la judicatura, porque no fui condenado, como temía, a pena de prisión, sino sólo a seguir un tratamiento psicológico, conducente a mi pronta reinserción en el seno de la sociedad, en un establecimiento correctivo de los llamados por el vulgo manicomio. Allí, sin embargo, las cosas no anduvieron de la mejor manera: leves roces con el personal auxiliar especializado (matones) y algún malentendido con el doctor Sugrañes, que en su calidad de director del centro debía determinar, a la luz de sus conocimientos (y el correspondiente soborno), el momento de mi curación y la restitución de mi libertad, hicieron que mi estancia allí se prolongara de semana en semana y luego de mes en mes y finalmente de año en año, hasta que un buen día, perdida ya por mí toda esperanza de volver a ver el mundo exterior y sus honrados y cuerdos pobladores, sucedieron los hechos que se narran en el arranque de este libro. Fácilmente comprenderá el lector que aún los recuerde (dichos hechos), a la vista del largo pero fructífero camino hacia la regeneración por mí seguido desde entonces, cuán poco deseaba, cuánto temía, verme a pique de perder una situación sobre cuya solidez en el fondo nunca había abrigado una total certeza. ¿Acaso?, me preguntaba, ¿no perderé, de salir mis secretos a la luz, el respeto de mis conciudadanos, y éstos, con sobrada razón, con lógico recelo, no rehusarán (acaso) poner en mis manos criminales sus cabellos? Por otra parte, ¿qué podía perder accediendo a la moderada petición de aquellas personas necesitadas de una ayuda que, todo sea dicho, estaban dispuestos a retribuir en metálico y quién sabe si también en muy apetitosas especies?
—¿Cuándo? —pregunté.
—Cuanto antes, mejor —respondió el enmascarado—. Si le parece bien, esta misma noche.
—Me parece bien —dije yo—. No perdamos más tiempo y díganme qué debo hacer.
Al oír estas resueltas palabras sonrió la nena, suspiró el enmascarado bajo su caperuzón y hasta el chófer masculló: «¡Arbucias!», lo que confirmó mi suposición de ser en efecto un inmigrante. A renglón seguido, tras el solazado interludio, siguió el enmascarado diciendo:
—El asunto no tiene complicación. Como la nena ya debe de haberle dicho, se trata de sustraer unos documentos. Estos documentos se encuentran en una carpeta de color azul que está en el cajón derecho de la mesa de despacho del jefe, también llamado
Executive Director
en el organigrama de la empresa. Por supuesto, para acceder a dicha mesa es preciso entrar en el edificio de la empresa. Eso tampoco ofrece complicación. En el edificio no hay nadie por las noches, y menos un sábado cuando hace la calor, salvo el guardia de seguridad que se encuentra en una garita del vestíbulo. El guardia de seguridad dispone de un circuito cerrado de televisión para controlar desde su puesto todos los despachos del edificio. Un programa preestablecido hace que los despachos vayan apareciendo en el monitor del guardia de seguridad con una frecuencia y en un orden invariables. Una lucecita roja que se enciende cuando empieza a funcionar la cámara de televisión le permitirá eludir este burdo sistema de detección. También hay una alarma que se desconecta mediante una combinación de cinco dígitos. En este papel encontrará dicha combinación. Memorice la combinación pero no pierda el papel, por si se le olvida. En este otro papel figura un croquis del edificio que le permitirá orientarse. Las puertas de los despachos permanecen abiertas para que las mujeres de la limpieza puedan pasar el mocho. La puerta del despacho del jefe, donde está la mesa y la carpeta azul, es la única que debería estar cerrada por razones de seguridad, pero he dispuesto las cosas de modo que esta noche no lo esté. Lo demás corre de su cuenta. ¿Alguna pregunta?
—¿Cómo entraré en el edificio si hay un guardia en la puerta?
—Por la puerta del garaje —respondió el enmascarado—. Se acciona por mediación de un dispositivo que emite ultrasonidos. Del garaje arranca una escalera auxiliar que permite acceder directamente a todos los pisos del edificio.
—¿Hay perros? —volví a preguntar.
—No —masculló secamente—. Y deje ya de hacer preguntas, caramba. Ofreces trabajo a un charnego y lo primero que hace es poner pegas.
—¿Y la pasta?
—Contra entrega de los documentos —dijo el enmascarado.
*
El chófer detuvo el coche en una calle recoleta, arbolada y solitaria de la Bonanova, bajo una farola que como todas las de este opulento y distinguido barrio se caracterizaba por tener fundidas las bombillas. Apagó el motor del coche y nos quedamos los cuatro en penumbra y en silencio, si bien no por mucho tiempo.