La aventura del tocador de señoras (9 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor - Intriga - Policiaco

BOOK: La aventura del tocador de señoras
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—Lo que ocurre —replicó Viriato mientras inspeccionaba el local buscando un pretexto para oponerse a mi demanda— es que te pasas el día tonteando con las clientas.

Iba a defender mi integridad, mi laboriosidad y mi lealtad a la empresa, cuando otro asunto más perentorio acaparó mi atención.

—Oye, Viriato —dije—, ya sé que la pregunta es un poco indiscreta, pero ¿tú llevas marcapasos?

—No.

—Pues salgamos pitando de aquí —dije—, porque hace rato que oigo un tictac que me da muy mala espina.

Apenas hubimos alcanzado la puerta, oímos un ruido atronador, nos envolvió una densa humareda, sentimos en la espalda un calorcito la mar de vigoroso y emprendimos un corto vuelo, durante el cual traté sin éxito de agarrar, conforme iban pasando por mi lado, los distintos componentes de la peluquería (el secador, el sillón, la palangana) que por causa de su menor densidad a mayor velocidad que yo se desplazaban.

Todavía zascandileaba por el barrio la onda expansiva reventando los cristales de los escaparates cuando tomé tierra en la acera opuesta, frente al videoclub del señor Boldo y en medio del nutrido público que siempre y de inmediato se congrega allí donde el prójimo se hace daño. Antes de comprobar si estaba en posesión de todas mis partes, gateé de aquí para allá hasta reunir el instrumental disperso y ponerlo a salvo de la rapiña de algún aprovechado; luego me ocupé de mí y por último me interesé por la suerte de mi cuñado, quien, según me informó un vecino solícito, había tenido la chiripa de caer sobre el toldo de la frutería y verdulería de la señora Consuelo, por lo que había resultado ileso, aunque momentáneamente aquejado de sordera, ceguera, parálisis, amnesia y una acuciosa descomposición. Tranquilizado al respecto, lo dejé al cuidado de quienes intentaban reanimarlo y extraer de sus orificios un racimo de plátanos, y corrí a colocar los enseres rescatados en su sitio, es decir, entre los escombros de la peluquería, en cuya fachada, con el mango de un cepillo carbonizado, escribí:

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Tras lo cual busqué y encontré la escoba y el recogedor y con ellos traté de apilar los cascotes, trizas, añicos, pavesas, andrajos y confeti (proveniente de Semana y Diez Minutos) mientras hacía balance de aquel estrago. En esta ocupación me encontró enfrascado la guardia urbana, que, avisada por algún transeúnte entrometido, acudía con su habitual celeridad al lugar del siniestro.

—Gracias por su visita, señores números, ¿en qué puedo servirles? —les dije con fingido alborozo, porque habría preferido que se hubieran quedado regulando el tráfico en lugar de venir a hacer preguntas sobre lo ocurrido allí.

Sin embargo mis temores resultaron infundados, porque los representantes del orden (municipal) se limitaron a echar una ojeada al local y otra a mí y a preguntarme si había sido el butano.

—Sí, señor —respondí—, tenía encendida la estufa, pese al excelente clima que nos ofrece gratis el Ayuntamiento, y no observé las debidas precauciones. Pero las consecuencias son insignificantes, porque la compañía aseguradora cubrirá de buen grado los ligeros desperfectos.

Viriato, que, ya repuesto, entraba en busca de su americana, sus zapatos y la pernera izquierda de sus pantalones, me oyó decir esto y, cuando se hubieron ido los guardias, me increpó diciendo:

—¿Por qué les has contado estas mentiras? Sabes de sobra que no he pagado la prima del seguro desde 1987.

—Viriato —le dije—, me temo que estamos metidos en un buen lío, y lo mejor será que tratemos de resolverlo por nuestros propios medios. Esta vez hemos salido bien librados de milagro. La próxima puede ser peor. Vuelve a tus ocupaciones, no le cuentes a nadie lo sucedido y aléjate de mí.

*

Al caer la tarde, ya había conseguido sacar los escombros a la calle, empalmar todas las secciones de una tubería por la que ahora pasaban, provisionalmente, los suministros de agua, gas y electricidad, y recomponer el espejo uniendo sus fragmentos con esparadrapo. El secador eléctrico había quedado totalmente inutilizado y el sillón había perdido los brazos y el respaldo. Mientras cavilaba cómo suplir estas carencias, entró en la peluquería un individuo de andar incierto y tez muy pálida, lo que al pronto me hizo pensar que tal vez fuera un cadáver. Con anterioridad yo ya había afeitado, peinado y acicalado algún que otro difunto, pero nunca uno que viniera por su propio pie, pese a lo cual, y no estando la cosa para hilar muy fino, le señalé el residuo del sillón. El recién llegado se echó a reír y exclamó:

—¡Arbucias! Veo que no me ha reconocido.

Examiné sus facciones con redoblada atención y descubrí que se trataba de Magnolio.

—¿Cómo iba a reconocerle? —dije yo—. Antes era usted negro.

—Y usted blanco —replicó el chófer.

—Es que me he tiznado de hollín —dije.

—Pues yo me he embadurnado de harina —dijo él. Luego miró a su alrededor y añadió—: Aun sin gafas advierto que le han puesto una bomba. Bien empleado le está por la trastada que me jugó anoche. Pero no me he blanqueado y venido hasta aquí con el propósito de afearle su conducta, sino para pasar inadvertido y traerle un nuevo mensaje de la señorita Ivet. Esta vez quiere verle. En propia persona. Dice que su vida corre peligro. Su vida de ella y también su vida de usted. Las dos. Y quizá la mía. Esto no lo dijo la señorita Ivet, pero lo añado yo por mi cuenta. La señorita Ivet dice que en esta ocasión se propone jugar limpio con usted, no como las veces anteriores. Y agrega la señorita Ivet que sólo aunando esfuerzos podrán salir del atolladero en que los ha metido la mala suerte. Previendo una respuesta adversa de su parte, la señorita Ivet insistió en que le insistiera y le dijera que entrevistándose con ella usted no tiene nada que perder, porque ya lo ha perdido todo.

—¿Dónde quiere que nos veamos? —pregunté.

—En un lugar seguro —repuso el chófer—. Yo le llevaré. No desconfíe. He tenido muchas oportunidades de apiolarlo y nunca lo he hecho. Podría apiolarlo ahora, aquí mismo, si se me antojara. Ganas no me faltan. ¿No le da vergüenza, abusar de mi amistad para embriagarme y dejarme tirado en aquel antro? Y encima con no sé qué cuento de un Rolls Royce. Le partiría la crisma y otros huesos si la señorita Ivet no me lo hubiese prohibido expresamente.

—Me alegro; sólo me faltaría eso —exclamé—. Mire cómo ha quedado todo. ¿Qué voy a hacer sin secador eléctrico?

Se encogió de hombros y no dijo nada. Consulté la hora. De resultas de la explosión al reloj de pared sólo le había quedado el segundero, lo que hacía algo difícil precisarla, pero calculé que sería la del cierre, de modo que decidí suspender hasta el día siguiente las tareas de rehabilitación y dedicar un rato a mis actividades secundarias.

—¿Ha traído el coche? —le pregunté a Magnolio.

—Sí, señor —repuso el chófer—. Lo tengo aquí mismo. No sabe lo fácil que resulta aparcar cuando uno va sin gafas.

—Está bien —dije—. Ayúdeme a colocar la puerta en sus goznes y le acompañaré a donde sea.

*

En una esquina de la calle Bailen detuvo Magnolio el coche, me señaló un edificio y dijo:

—Es aquí. Cuarto piso, puerta «C». Ella le está esperando. Yo me reuniré con ustedes cuando encuentre un sitio donde aparcar.

Seguí sus instrucciones y una vez ante la puerta indicada, pulsé el timbre. De inmediato una voz trémula preguntó que quién iba. Al oírla se disiparon mi irritación y mi rencor.

—No tengas miedo, preciosa —respondí procurando que no se me notara el jadeo por haber subido tres pisos a pie—, soy yo: tu caballero andante, tu héroe galáctico, tu supermán.

—¿Quién? —repitió la voz trémula.

—El peluquero —respondí.

La falsa (y falsaria) Ivet abrió la puerta una rendija, vio ser yo quien allí había y me franqueó el paso. Parecía asustada y nerviosa. Apenas hube entrado, cerró y atrancó la puerta. Sólo entonces encendió la luz del recibidor, una pieza cuadrada, escuetamente decorada con una caja de contadores, de la que arrancaba un pasillo corto y lóbrego. El aire era denso y no aromático, como el de un piso que llevara cerrado varios días. Por el pasillo llegamos a una estancia bastante amplia en cuyo centro había una mesa plegable y cuatro sillas de tijera. Del techo colgaba una bombilla cubierta por una pantalla de papel de estraza. Me ofreció asiento y dijo:

—Ésta es mi casa y mi oficina o, como yo prefiero llamarla, mi agencia. Es un piso antiguo, dividido en varios apartamentos; éste, a su vez, subdividido por mí. En la parte de delante están mis habitaciones privadas. Allí sólo entro yo y quien yo decido. La otra parte del piso, donde ahora nos encontramos, la destino a oficinas. La decoración te parecerá escasa. En realidad, alquilo el mobiliario en función de la operación mercantil que llevo a cabo. Así me adapto mejor a las características de cada cliente. Si son extranjeros, modernismo catalán; si son catalanes, diseño italiano. A veces con un
tatami
me arreglo. Pero esto no hace al caso. ¿Puedo ofrecerte algo? Tengo las bebidas tradicionales.

—¿Pepsi-Cola?

—No.

—Entonces nada, gracias.

—Te traeré agua, por si tienes sed —dijo ella.

Se fue por el pasillo y se metió en una puerta lateral. Como pasaban los minutos y no volvía, me asomé al cuarto contiguo. También allí las persianas estaban bajadas o los postigos cerrados, de modo que no se veía casi nada. Me pareció distinguir un armario y una cama individual deshecha. En el suelo había ropa dejada de cualquier manera. En el aire flotaba el cálido olor que dejan las personas jóvenes y limpias cuando duermen solas. Regresé a la estancia vacía cuando Ivet regresaba con un vaso de agua, que me bebí de un sorbo, porque la experiencia de la alcoba me había dejado la boca seca. Ella parecía haber recobrado la entereza: ya no daba muestras de temor y más bien estaba risueña y parlanchina.

—Vayamos por partes —empezó diciendo—. Yo no soy la hija de Pardalot, como ya sabes, porque esta mañana has ido al entierro de Pardalot y has conocido a la auténtica Ivet. Mi verdadero nombre es Lili… no, Lalá… no, Lulú… En fin, ¿qué importa? Pongamos que también me llamo Ivet: la vida está llena de coincidencias. Tengo una agencia de servicios, en la que ahora nos encontramos. No los servicios que algún malpensado podría imaginar viendo mi sinuosa figura, sino otros peores. Más vale que te lo cuente todo.

La historia de Ivet coincidía en lo esencial con la que me había referido Magnolio la noche anterior en el bar de copas. Ivet había sido modelo en Nueva York, pero luego había regresado a Barcelona y aquí (en Barcelona) había montado una empresa de catering para estafas. Por una tarifa determinada la agencia de Ivet proporcionaba lo necesario para cometer cualquier tipo de estafa, tanto los medios materiales como el personal. Magnolio era un ejemplo y en el caso presente, yo era otro. Ella seleccionaba la persona o personas más adecuadas para llevar a cabo la operación, hablaba con ellas, las convencía por el medio que fuera menester y al final, si su trabajo había sido satisfactorio, les pagaba religiosamente. Por desgracia, aquella vez las cosas no habían funcionado como de costumbre, concluyó diciendo.

Hizo una pausa y acto seguido, viendo que yo no decía nada, agregó:

—Hace un par de semanas se puso en contacto conmigo un individuo que dijo ser y llamarse Pardalot. No era Pardalot, sino alguien que suplantaba a Pardalot, pero yo entonces no lo sabía. No lo supe hasta que vi en el periódico la foto del auténtico Pardalot. El presunto Pardalot me dio tus coordenadas y me dijo que me hiciera pasar por hija suya, es decir, de Pardalot, y que te camelara para un trabajito sencillo y sin riesgo. Lo que yo te conté es lo que me contó él: que quería robar unos documentos de su propio despacho para evadir impuestos o para ocultar una evasión de impuestos o algo por el estilo, y que tú eras la persona idónea para hacerlo. Al principio no entendí el plan. Si se trataba de hacer desaparecer unos documentos de su propia oficina, lo más sencillo habría sido simular el robo, esto es, decir que alguien se había llevado los documentos y deshacerse de ellos por cualquier sistema. En cambio el plan del presunto Pardalot llevaba aparejados muchos riesgos, no siendo el menor que te pillaran con las manos en la masa. Pero el presunto Pardalot me respondió que nada podía salir mal. Todo estaba preparado para que el robo se efectuara sin contratiempos, me explicó. Incluso la cerradura del despacho había sido amañada para que cualquier palurdo pudiera abrirla al primer intento. Lo importante, dijo el presunto Pardalot, era que el ladrón dejara algún rastro de su paso: huellas dactilares, restos de pelo o semen, para la prueba del ADN. Por si eso no fuera suficiente, lo del circuito cerrado de televisión era un engaño. Una cosa es que el guardia de la puerta no te viera entrar y otra que no quedara registrada tu imagen. De este modo, una vez obtenidos los documentos, el presunto Pardalot podía mostrar una grabación en la que se te veía entrando en el edificio y cometiendo el robo.

La falsa Ivet se levantó al llegar a este punto, fue a la ventana, la abrió y separó ligeramente las lamas de la persiana para dejar entrar el aire de fuera, ya que el de dentro estaba prácticamente agotado. Pero se cuidó de no ofrecer visibilidad alguna a un observador externo.

—Aun así —dije yo cuando ella hubo regresado a la mesa—, el plan era y es descabellado. Con mis huellas y la grabación, tarde o temprano la policía dará conmigo y yo les contaré que fue el propio Pardalot quien me contrató para robar las oficinas de El Caco Español, propiedad de Pardalot, es decir, sus propias oficinas.

—Esta misma objeción —admitió Ivet— le hice yo. Pero el presunto Pardalot, al oírla, se echó a reír. Por este lado, dijo, no había problema. Precisamente, añadió sin dejar de reír, había encontrado a la persona idónea, es decir, al hombre de más limpio historial, el más modoso y el más panoli de cuantos habitan el área metropolitana.

Se refería a mí. El lector sabrá disculparme si en este punto del relato revelo algo que él (mi inmerecido lector) seguramente ya habrá deducido con anterioridad, a saber, que hasta que no me fue dada esta explicación, yo había alimentado la fatua convicción de haber sido elegido por aquella monada y por su supuesto y pajolero padre (q.e.p.d.) por mi reputación, otrora no insignificante, en los círculos gremiales del latrocinio, la marrullería, la garfiña, la impudencia y la cancamusa, e incluso, a qué negarlo, por una inclinación de ella hacia mi apariencia física, mi elegancia en el vestir, mi simpatía, mis maneras y, en suma, mi capacidad de seducción. Demasiado tarde recordé a la pobre señora Pascuala de la pescadería, cuya insolencia para conmigo adquiría ahora, a la luz de mi doloroso desengaño, su cabal e inapelable significación.

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