Y, antes de bajar, vuelvo a arrojar mi cuaderno postista por la ventanilla del coche. Pero, siempre, siempre, con la ventanilla cerrada.
Las tres farolas malalumbraban la calle. Nadie recordaba cuándo habían sido cuatro, cinco, siete, diez farolas. Ni ningún vecino preguntaba por qué en Valdeternero nunca se reponían las bombillas fundidas. Y a nadie le interesaba, después, adónde iban a parar aquellas farolas mudas cuando los chatarreros furtivos, por la noche, las arrancaban de cuajo del asfalto y se las llevaban sobre sus carricoches traqueteantes hacia ningún lugar.
Desde que vivo aquí, entiendo ese desdén de los miserables por las cosas materiales. Entiendo por qué permiten el saqueo de su miserable entorno. Por qué arrancan ellos mismos sus propias y miserables farolas para quedarse a oscuras. Por qué ellos mismos devastan los miserables columpios que han levantado los hombres de las corbatas para sus miserables hijos. Por qué ellos mismos destrozan las alegres y miserables marquesinas autobuseras que les pone en elecciones la miserable municipalidad.
Porque son limosnas.
Disfraces para que se le vea a la miseria sólo el antifaz. Para que no se asusten los turistas. Para que no se levanten los muertos del 36 y se pongan a hacer autostop en la autopista de nuestra miserable historia.
—Hija, eres una roja.
—No te preocupes, madre. O preocúpate sólo cuando empiece a demostrártelo.
Contesto muy digna dos minutos antes de levantar mi esbelto cuerpo elevado hasta el 1,70 al que te alza una infancia de yogures con tropezones y caminar esbeltamente hacia mi dormitorio de cama con baldaquino, o casi, y depositar mi pijería octubrera sobre las sábanas que ha lavado, planchado y estirado una criada.
Pero ahora han pasado dos o tres años y bajo del coche, y piso un charco de Valdeternero, charcos que no reflejan las estrellas, y recojo dos jeringuillas que han arrojado desde las ventanas de mi edificio los yonquis, y no encuentro un contenedor, y me las subo a casa por escaleras oscuras donde se huele que han muerto gatos y personas, y tengo miedo de pincharme un sida o un cuelgue, y tengo miedo de dejar de ser yo, y tengo miedo de que ya no soy yo, y tengo miedo de haber sido alguna vez yo, y tengo miedo de que ser
ella
sea tan difícil que yo no pueda serlo bien.
Mi puerta también apestaba a gatos y personas muertos.
Y a gitanos muertos.
Y a ruido de guitarras podridas.
Y a cerradura forzada.
—¿Hay alguien ahí?
Mi casa olía a gitanos muertos, a guitarras podridas, a gatos muertos, a ruido sucio. La cerradura, por dentro, no cerraba.
—¿Hay alguien ahí?
El pasillo estaba oscuro.
—¿Hay alguien ahí?
No encendí la luz. La gente cree que, cuando tiene miedo, la solución es encender la luz. Cuando tienes miedo, el instinto te dice que no enciendas la luz. Que nadie te vea. Olía a vertedero olvidado, a rayo clavado en el vientre de un potro, a bombilla encendida metida en el culo.
—¿Hay alguien ahí?
Cuando tienes miedo, las pequeñas luces te hacen compañía. Hablas con las luces pequeñas. Las estrellas, detrás de la ventana de la cocina, se emborronaban sin alumbrar.
—¿Hay alguien ahí?
Entré en mi habitación oliendo a olores podridos para siempre y vi que algo muy grande y muy negro enfangaba el claror de mi cama blanca. Entraba luz de cuarto creciente, mitad blancor y mitad negrura. Pero aquí no hay nadie. El cuarto creciente siempre engaña sombras. Sonreí a mi propio miedo. Y encendí la luz sin tener en cuenta el olor a gato destripado, bombilla quemada, rayo podrido, carne renegrida o gitano muerto.
Pero el gitano estaba vivo. Grité al encender la luz y él abrió los ojos. Y yo grité otra vez, pero sólo salió un gargajo mudo de mi boca. Ninguna niña pija, hasta aquel instante, había dejado escapar gargajo alguno de su boca salvo en alguna resacosa intimidad. El Tirao ocupaba toda la cama. Su ropa negra tenía costras de inmundicia. Su cara, el color de una aceituna enferma o vomitada. Su boca espumeaba bilis y sangre. Una brecha en la frente supuraba pus. Su estómago se elevaba y se sumía en las costillas como un fuelle de avivar fuegos. Sus manos ensangrentadas arrancaban, lentas pero fuertes, las costuras de mi edredón. Saqué el teléfono, pero no llamé a la policía. Empecé a teclear el número de O’Hara, pero lo pensé mejor. O lo intuí mejor, que no estaba yo para pensar. Salí de la habitación y cerré la puerta desde fuera. Empujé el aparador del pasillo hasta cerrarle al gitano la salida. Dejé que mi respiración se normalizara antes de comprobar que la puerta no podría ser abierta fácilmente. Empujé hacia mí la manilla y no logré mover el aparador. Sonreí orgullosa sabiendo que podría huir escaleras abajo antes de que el gitano consiguiera salir. La sonrisa se me borró cuando recordé que aquella puerta abría hacia dentro. Y se abrió. El gitano me miró con ojos transparentes. Como los de los yonquis de la metadona que atiende Soledad.
—No llame usted a la policía —pidió con voz pastosa antes de desplomarse tras el aparador—. Yo no le voy a hacer daño, señorita —farfulló desde el suelo.
Asomé la cabeza por encima del aparador y observé su cara durante unos segundos. Su cuerpo, a ratos, se retorcía como el de una culebra recién muerta, elevando el arco de la espalda sobre los hombros antes de caer pesadamente. Los ojos y la boca se abrían entonces pero sin expresar otra cosa que terror. Salté el aparador y me arrodillé ante él.
—Voy a llamar a una ambulancia.
—No, por favor. —Su voz apenas era audible.
—¿Qué le ocurre?
—Me han matado.
—No está usted muerto. —Puse mi mano en su frente; estaba fría.
—Tiene que atarme. Ponga el colchón en el suelo, por favor. Para que los vecinos… —Tardó más de dos minutos en articular las dos frases y media.
Perdió el conocimiento. Salté otra vez el aparador y le llevé un vaso de agua. Le mojé la cara y los labios. Y entonces supe que él había sido el ladrón inverso de cámaras que había evitado, con aquel mismo vaso de agua, que el loro de O’Hara se muriera de sed la noche del incendio de la Sanitale.
—¿Qué hago yo entonces? —le pregunté sollozando de impotencia. El gigante dormía su sueño cadaverino. Aunque todavía respiraba.
Marqué el móvil de Soledad. Le expliqué lo que ocurría.
—Hazle caso. El Tirao no se ha metido la heroína. Y busca algo para atarlo a la cama.
—No tengo nada para atarlo a la cama —grité deseando volver a ser la gilipollas que había sido, estar en casa de mamá viendo alguna película donde no se hiciera ni la más velada alusión a la miseria, a los miserables, a la verdad, a los niños muertos, a las chabolas, a las puestas de luna que encienden luz sobre lo que no querríamos ver. Una comedia romántica con Hugh Grant como único y estúpido protagonista.
—Vete a una
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.
—¿Qué?
—Vete a una
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y compra cadenas y cinturones de cuero, y ata al Tirao a los hierros de la cama. Me cago en Dios —maldijo la monja—. Y yo sin poder moverme de aquí.
—Yo no sé dónde hay una
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, Sole.
—Pregúntale a un guardia. Pero date prisa. En cuanto le baje el efecto de la dosis, va a empezar a pegar brincos y golpes y vas a tener que llamar a la Policía.
—¿Y por qué no llamo ya a la Policía?
—Hazme caso, mi amor. Creo que sé de lo que estoy hablando. No, mejor. Dile a O’Hara que vaya él a la
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. Y tú espéralo en casa. ¿Tienes bebidas alcohólicas?
—No.
—Debajo de mi cama, en la maleta, hay una botella de ginebra. Haz que el Tirao se la beba entera. Date prisa. Por lo que me dices, va a empezar a convulsionar en muy poco tiempo.
Llamé a O’Hara y me colgó. Tres veces le llamé y tres veces me colgó. Así que me lavé la cara, dejé de llorar, puse en el espejo cara de chica dura y vacié la botella de ginebra de Soledad en el gaznate del gitano. Me vomitó dos veces encima, pero dejó de convulsionar. Cogí ropa limpia y me di una ducha rápida para lavarme de bilis. En internet busqué la
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más cercana —en Valdeternero, por supuesto, no había ninguna—, bajé al coche y me dirigí hacia allí. En los semáforos, aproveché para sacar de la guantera un maletín de belleza de la señorita Pepis que conservaba de mis tiempos de Snobissimo, y me pinté la boca y los ojos ante un espejo retrovisor que me miró enseguida con cara de ofrecerme algún dinero. Iba tan nerviosa que me pinté los labios muy por fuera y los ojos muy por dentro, y casi no veía las medianas de la avenida de Barcelona cuando torcí la esquina a la busca del Efe-O-ya-ya, un discreto establecimiento multicolor delante del cual se besaban tres parejas de gays subidos a los capós de los coches, y en cuyos portales adyacentes sombreaban silueta tres o cuatro prostitutas de sexo y precio inciertos. Antes de dejar el coche en doble fila, sin poner las luces de emergencia para que no pareciera que andaba anunciando las calenturas de mi clítoris, volví a llamar a Sole.
—Oye, Sole. Ya estoy donde me has dicho. Pero ¿cómo se piden las cadenas y los cueros para atar al gitano en un sitio así?
—Ay, mi tonta. Tú di que eres sado, y que esta noche tienes una pasta en el bolsillo y un esclavo o una esclava, ahí entran tus inclinaciones, para atarlo y someterlo. ¿Es que nunca has visto una peli porno?
—Será que yo no soy monja —le contesté casi sollozando.
—¿Y O’Hara? —me preguntó.
—Donde siempre se le puede encontrar. Apagado o fuera de cobertura.
—Me voy a quitar la escayola y me voy para tu casa, Ximena.
—Ni se te ocurra.
Y cortó. La llamé. El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura. Inténtelo de nuevo más tarde. Imaginé a la bruta de Sole rompiendo la escayola con el canto del teléfono. Me reí entre lágrimas de tontería, vergüenza y pavor. Comprobé en el retrovisor que no se me había corrido el rímel, me arremangué la falda hasta el límite exacto donde tintinea el clítoris y bajé a la calzada. Bajé despacio. Rumiando mi papel. Imaginando lugares oscuros donde la gente probaba juguetes de guerra en trincheras que la naturaleza ya nos ofrece de fábrica.
Entré con los ojos cerrados en el Efe-O-ya-ya. Los abrí intentando adoptar mis pupilas a la oscuridad anunciada. Y me deslumbró un rayo multiplicado de neones blancos en los techos y plásticos refulgentes cuadrados militarmente en las estanterías. Yo, como siempre he sido medio gilipollas, nunca imaginé que una
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pudiera no estar completamente a oscuras. Tardé en reconocer el paisaje. A mi izquierda, se alineaban en posición de firmes cientos de inmensas pollas plásticas; a mi derecha, otros tantos cientos de coños abrían sus promesas de látex sobre estanterías metálicas que, inexplicablemente, permanecían perfectamente secas.
—¿Deseabas algo?
Era un chico extremadamente guapo con los ojos extremadamente grises y los labios extremadamente besables.
—Quiero atar a mi novio con cuero y cadenas. Quiero atarle con cuero y cadenas y que él no se pueda soltar.
Sonrió lentamente. Y en sus mejillas aparecieron unos hoyuelitos extremadamente apetecibles.
—¿Y tu novio está de acuerdo?
Se me pasó la tontería de inmediato. Era uno de esos guaperas que enseguida te resulta extremadamente cansino.
—Si lo necesitas, me miras un rato más. Y te darás cuenta de que, si
yo
lo quiero, cualquier tío al que
yo
se lo pida también lo quiere.
—Dices frases demasiado largas para mí. Vente.
Se dio la vuelta y lo seguí hasta el fondo del supermercado. Algunas tías miraban el producto con tanta avidez que parecían a punto de cogerse un carrito.
—Éstas son más de mentira y éstas son más de verdad.
Pasó la mano por un perchero de esposas y cadenas que iban de las menos de verdad hacia las más de mentira pero que tintinearon al unísono.
—De las más de verdad. Cuatro. Y esos cinturones.
Eran bragueros de cuero con largas bridas, o cinchas, que, calculé, darían la vuelta a la cama por debajo para amarrar el cuerpo enorme del gitano.
—¿Y ésas para qué son?
—Para los tobillos.
—Dame dos. ¿Y ésas?
—Para las muñecas.
—Ésa supongo que es para el cuello.
—¿La del braguero la quieres con salida de polla o sin salida de polla?
—Con salida —dije pensando que el gitano, con el mono, se iba a mear.
—Tú me estás vacilando, ¿verdad, niña? —me preguntó el guaperas—. ¿Dónde están riéndose tus amiguitos?
—Si quieres, antes de envolver, me haces la cuenta. —Saqué la visa y el carné de identidad y se los puse delante de las narices.
—Es que para estos rollos nunca suelen venir las niñas solas… Tenemos cámaras de seguridad…
Me gasté trescientos sesenta y dos con ochenta pavos, y no me perdonó ni el con ochenta. Las tres parejas de gays se quedaron desempalmadas y ojipláticas cuando me vieron salir con las tres enormes y pesadas bolsas rebosantes de cueros y cadenas. Ya en el coche, me alejé dos esquinas del Efe-O-ya-ya con el corazón atorado entre las costillas, el coño húmedo y repugnancias olientes a látex en mis braguitas. Llamé otra vez a O’Hara, que me volvió a colgar. Conduje muy prudente hacia Valdeternero temiendo tener que mostrarle a una patrulla la naturaleza de mi carga.
Así que esto es el mundo real. Que una monja conoce mejor que yo. Un mundo en vena donde apesta a gitano muerto. Me horrorizó la idea de encontrarme muerto al Tirao. Pero también me horrorizaba la de encontrarlo vivo con un mono del quince. Subí las escaleras del edificio intentando mitigar el tintineo de las cadenas. Cuando abrí la puerta, me asustó una voz que susurraba desde el fondo del pasillo con fortaleza impropia de un susurro.
—Tranquila, soy yo —susurró a gritos Sole—. Cierra y vente enseguida.
—Cállate, que te van a escuchar los vecinos.
El espectáculo que me encontré en la habitación me hizo reír. Creo que ya ni siquiera era una risa nerviosa. Era una risa salida del poso de comicidad que tienen todas las tragedias. Allí estaba yo, con tres bolsas de cueros y cadenas lúbricas colgándome de los brazos. Detrás de la cómoda que había arrastrado para impedir la salida del gitano, sólo alcanzaba a ver la pierna enyesada de Sole, que había saltado el mueble y estaba sentada en el suelo e inclinada sobre el cadáver del yonqui. A su lado, un cubo lleno de agua en el que empapaba la bayeta con la que fregaba el pecho desnudo del gitano.