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Authors: Alberto Vázquez-figueroa

Tags: #Drama, relato

La bella bestia (23 page)

BOOK: La bella bestia
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Nos observamos y reconozco que nunca he sabido qué fue lo que pasó por mi mente.

Supongo que se quedó en blanco.

De igual modo pudieron transcurrir cinco segundos como cinco minutos, no me siento capaz de asegurarlo e imagino que a ella le ocurrió lo mismo debido a que tras la primera sensación de sorpresa debió de comprender que mi presencia anulaba cualquier esperanza de salvación. No obstante, permaneció tan impasible como el lejano día en que observaba los patos en la orilla del lago.

—Está visto que el amor y la compasión de nada sirven… —musitó al fin, y su voz sonaba profunda, lejana e incluso diferente—. Mil veces me aconsejaron que me librara de ti, pero te quería tanto que lo fui retrasando hasta llegar a esto.

«Amor y compasión» eran palabras a mi modo de ver ofensivas en la boca de alguien como «La bella bestia», por lo que estuve a punto de enfurecerme, pero barruntando que eso era lo que buscaba, me limité a iniciar la conversación haciendo referencia a su deplorable aspecto, sabiendo que su apariencia personal había constituido desde siempre una de sus mayores obsesiones:

—Te sentaba mejor el uniforme —dije.

—Lo he mandado a la tintorería —masculló.

—Apestas a perros muertos y llevas el pelo sucio —insistí—. ¿Quién te peina y despioja?

Tal como suponía, encajó mal el golpe porque pese a que hubiera abandonado años atrás su ansiado sueño de convertirse en la sucesora de Marlene Dietrich, siempre le había encantado que la consideraran la celadora más atractiva, elegante y deseada de los campos de exterminio del Tercer Reich.

—Un estilista italiano…

—Pues me extraña que no le hayas cortado los dedos y deberías cuidar tu dieta porque tienes el cutis seboso y lleno de granos.

—Me quejaré a la cocinera —replicó en el mismo tono para inquirir al poco—: ¿Has venido a decir sandeces o a intentar hundirme?

—No, querida, no he venido a decir sandeces ni a intentar hundirte; he venido a tratar de elevarte —puntualicé remarcando mucho las últimas palabras—. Supuse que como siempre te has considerado superior a los demás, te agradaría acabar observándonos desde una cierta altura, aunque sea a costa de colgar al extremo de una soga.

—¿Y crees que me importa? —inquirió con fingida indiferencia—. El Führer ha muerto y la posibilidad de construir un mundo mejor se ha pospuesto hasta que vengan otros que hagan realidad sus sueños. Pronto o tarde acabarán con los judíos y lo único que espero es que lo consigan antes de que los judíos acaben con el resto de la humanidad porque nunca nos comprendisteis y esa será vuestra perdición.

—De momento ha sido la vuestra y el resto está por ver… —le hice notar porque poco a poco me iba sintiendo más segura y no me avergüenza reconocer que en un principio su presencia me había alterado. Aunque pueda parecer cruel y poco humanitario, empezaba a disfrutar de aquella conversación incluso a sabiendas de que media hora no bastaba para devolverle una mínima parte del daño que me había causado. La moral burguesa preconiza que no es de corazones nobles ensañarse con los vencidos, pero en aquellos momentos la estancia se encontraba ocupada por el espíritu de los miles de inocentes a los que había asesinado e incluso tal vez los de mi madre, mi hermano y la pobre Hanna. Ignoro hasta qué punto dichos espíritus acompañaban a Irma en su celda y si era capaz de darse cuenta de la magnitud de sus crímenes, por lo que no se me antojó en absoluto inapropiado, barriobajero o poco ético recordarle que era una sádica que había disfrutado teniendo orgasmos en el momento de destrozar pechos a latigazos.

Tuve la impresión de que poco a poco iba renunciando al papel de víctima de las «muy especiales circunstancias» que le habían tocado vivir o de las malas influencias de las ideologías nacionalsocialistas que con tanto entusiasmo había abrazado, porque casi escupió las palabras al señalar convencida:

—Me enseñaron que los métodos de acabar con la escoria judía carecían de importancia… —dijo—. Y que cuanto más disfrutara haciendo mi trabajo, mejor lo haría.

—¿Y en verdad disfrutabas?

—Mucho, y lo sabes mejor que nadie porque cuanto más disfrutaba en mi trabajo, más te hacía gozar en la cama.

Tuve que hacer un esfuerzo para no patearle la boca o hundirle un abrecartas en la entrepierna, pero la larga experiencia de años de mantener la calma acudió en mi ayuda.

—¿Volverías a hacerlo? —quise saber pese a que estaba casi segura de la respuesta.

—¡Naturalmente! —admitió sin la menor sombra de duda.

—¿Aun a sabiendas de que no ha servido de nada?

—Ha servido de mucho porque yo no solo eliminaba judíos, zíngaros o polacos; destruía simientes de las que hubieran nacido nuevas generaciones de judíos, zíngaros o polacos, y esa es una satisfacción que ningún verdugo conseguirá arrebatarme.

—¡Cierto! —le concedí a modo de pequeño triunfo personal—. Nadie podrá arrebatarte esa satisfacción, pero yo tendré la satisfacción de ver cómo ese mismo verdugo acaba con la simiente de una estirpe de «malasbestias». Y la gran diferencia estriba en que al día siguiente estarás pudriéndote bajo tierra mientras que yo lo celebraré acostándome con los hombres en los que pensaba cuando tenía que fingir que disfrutaba soportando que me cubrieras de babas.

Aquella respuesta también le dolió porque había puesto el dedo en la llaga de su inconmensurable ego y ya no podía echar mano de la igualmente inconmensurable soberbia de que solía hacer gala cuando se sabía impune.

Siempre he estado convencida de que era la pérdida de dicha impunidad lo que más daño le causaba, y probablemente fue la mañana que regresó al bunker y descubrió que había huido cuando comprendió que acabaría en manos del verdugo.

—¿Qué sentiste al comprobar que te la había jugado? —insistí complaciéndome en hurgar en la herida—. ¿Cómo le explicaste a Kramer que no pasaríais lo que quedaba de vuestras asquerosas vidas en un precioso lago de la Patagonia, sino en una hedionda celda? ¡Cielo santo! Lo único que siento es no haber asistido a la escena porque estoy segura de que te molió a patadas sospechando que intentabas robarle y marcharte conmigo… ¡Antes de que se me olvide! —dijo guiñándole un ojo—: Gracias por los diamantes porque además la caja fuerte de Zúrich también estaba a rebosar y ahora vivo a lo grande.

—¡Maldita gitana de mierda! —exclamó furibunda—. ¡Yo te amaba!

—Pues preferiría mil veces el odio del resto de la humanidad porque todo lo que provenga de ti resulta repelente y ofensivo. —Le di tiempo a digerir lo que acababa de decirle antes de añadir—: Y por cierto, ándate con ojo, porque en estos momentos los ingleses les están contando a tus compañeras que Kramer y tú erais unos traidores que mucho antes de acabar la guerra ya le habíais robado millones al partido con el fin de fugaros a la Argentina. A partir de ahora ya no te considerarán una carismática «líder» del grupo de celadoras, sino una vulgar ladrona que además fue tan estúpida como para dejarse birlar su fabuloso botín por una gitana de mierda.

—¡Nunca lo creerán!

—Lo creerán porque les están enseñando los pasaportes y anotaciones de tu puño y letra que las implican de forma muy directa. Por tu culpa, algunas celadoras que confiaban en salir bien libradas alegando «obediencia debida» acabarán en el patíbulo, por lo que imagino que te arrancarán los cuatro pelos que te han dejado y tal vez intenten sacarte los ojos en cuanto te quedes dormida. A nadie le gusta que la ahorquen por culpa de una imbécil.

La estaba machacando hasta un punto que cabría imaginar que se iba encogiendo físicamente, por lo que a cada minuto el costroso uniforme le quedaba más grande. Ya nada tenía que ver aquel deslavazado despojo humano con la altiva degenerada que se paseaba ante mi ventana al frente de una cuadrilla de fanáticos, ni con quien lanzaba despectivamente su fusta sobre la cama asegurando que acababa de cargarse «a una lechoncita quinceañera».

¡Dios! ¡Qué sabrosa puede llegar a ser la venganza!

—¿Te acuerdas de la baronesa? —añadí con meditada y exquisita mala leche—. Me la encontré en el mejor restaurante de Zúrich y a punto de casarse con un millonario. ¡Esa sí que era lista y tenía estilo! Los de su clase supieron aprovecharse de los de tu ralea para que hicierais el trabajo sucio, y fuerais los únicos que pagarais por ello. Dentro de unos años volverán y serán los dueños de los negocios y las fábricas de los judíos que eliminasteis por ellos. A veces tengo la impresión de que se trató de un plan perfectamente organizado; utilizaron al pirado de Hitler para que les limpiara la casa de enemigos, será el pueblo el que pague los platos rotos, y cuando lo estimen oportuno regresarán con el fin de adueñarse de una Alemania mucho más poderosa y que les rendirá mayores beneficios.

—¡Estás loca…! —musitó sin apenas un hilo de voz.

—¡Tal vez! Pero esta loca va a salir por esa puerta con los bolsillos llenos, y a ti te devolverán a una celda en la que como mínimo te molerán a palos. ¡A propósito! El comandante Sullivan asegura que intentaste imitar al Führer levantándote la tapa de los sesos, pero te fallaron las armas… ¿Es cierto?

Se limitó a asentir con un casi imperceptible ademán de cabeza, por lo que chasqueé la lengua como si en verdad lo lamentara.

—Qué mala suerte, querida. ¡Qué mala suerte! Pero me asombra que quien aspiraba a convertirse en francotiradora de élite dispuesta a equipararse a las heroínas rusas no tuviera la precaución de comprobar que no le hubiera limado los percutores de sus armas.

Alzó el rostro boquiabierta y con un pequeño trozo de lengua entre los dientes, atónita, aturdida y sin que su cerebro se atreviera a aceptar que tras haber pasado por la angustiosa agonía de meterse el cañón de una pistola en la boca y apretar el gatillo, había tenido que limitarse a escuchar por dos veces un decepcionante chasquido debido a que alguien hubiera tenido la osadía de manipular sus armas.

—No es verdad… —murmuró de forma casi ininteligible—. No es verdad.

—Lo es, «mi preciosa zíngara» —remaché sin la menor misericordia—. Recuerda que te quejabas porque tus limas se desgastaban demasiado y ni siquiera se te ocurrió pensar que las estaba usando para evitar que me pegaras un tiro.

Aquello fue como la estocada que deja al toro en pie, pero con la mirada fija en un punto perdido que a mi entender es el lugar por el que está viendo llegar a la muerte.

Ya no acertaba a reaccionar y lo único que le faltaba era la puntilla, por lo que me regodeé al asestársela con una voz empalagosamente dulce, sensual y afectuosa:

—También me han contado que te encontraron tendida en la cama, medio muerta y cubierta de vómitos porque al fallarte las armas decidiste recurrir al veneno… —Me aproximé a ella, le sonreí y le acaricié dulcemente la mejilla al tiempo que le guiñaba un ojo—. Mal hecho, cielo mío, ¡muy mal hecho! Debiste advertir que lo había sustituido por aceite de ricino y pimentón, lo cual, aparte de saber a demonios, obliga a pasarse una semana corriendo al retrete.

La dejé allí rumiando mis palabras, y juro que no me arrepiento ni de una sola de ellas por mucho que alguien opine que no me comporté ni como una señora, ni como una buena cristiana. Al fuego se le combate con fuego, a la maldad con maldad, y no me apetecía mostrarme compasiva con quien nunca había sabido lo que eso significa.

Hace unos meses un neonazi, Anders Dreivik, asesinó a sesenta y nueve muchachos cazándolos como a conejos en una diminuta isla nórdica mientras proclamaba que había que crear una sociedad en la que únicamente se procrearan noruegos puros.

Se confesó abnegado continuador de la obra de limpieza étnica de Adolf Hitler, por lo que sus abogados alegan que padece esquizofrenia paranoide y confían en librarle de la cárcel consiguiendo que sea internado en una institución psiquiátrica en la que disfrutará de todas las comodidades hasta el punto de poder comunicarse por internet con sus múltiples «admiradores». En caso de buen comportamiento quedaría en libertad condicional a los cinco años, con lo cual habría cumplido únicamente dos meses de castigo por cada vida arrebatada.

Irma aseguraba que vendrían otros que harían realidad sus sueños y lo cierto es que no es que hayan venido, es que siempre han estado aquí, y al igual que la desidia permitió en su momento que la violencia se descontrolara hasta límites inimaginables, la condescendencia puede hacer que un día la humanidad se encuentre de nuevo al borde del abismo.

Me consta que soy una vieja con fecha de caducidad que ya no estará aquí para verlo, y que tampoco lo verán mis nietos debido a que las aberraciones a que me sometió aquel monstruo debieron impedirme, mental o físicamente, engendrar hijos, pero eso no evita que cada vez que vea una cruz gamada regrese al horror, y se agiten en lo más profundo de mis entrañas las criaturas que hubiera podido traer al mundo.

Irma también afirmaba que no solo había destruido judíos, zíngaros o polacos; había destruido simientes de las que hubieran nacido nuevas generaciones de judíos, zíngaros o polacos, y a menudo me pregunto por qué razón se han levantado infinidad de monumentos en memoria de los caídos en la guerra, así como enormes y cuidados cementerios repletos de cruces perfectamente alineadas, pero no existe ni tan siquiera un monolito en honor a todos aquellos que no consiguieron ver la luz porque les volaron la cabeza a sus madres cuando aún los llevaban en el vientre.

Tantos años después, muchos hijos de cuantos consiguieron nacer porque nadie ejecutó a sus madres fanfarronean tatuándose símbolos que nos retrotraen a la época más nefasta de la historia de la humanidad y en ocasiones experimento la necesidad de arrancarles ese pedazo de piel, con el fin de fabricar lámparas a cuya luz puedan leer lo que dejó escrito Irma Grese.

Capítulo 16

Le había entregado al comandante Sullivan la cartera de Josef Kramer que contenía los documentos y los diamantes, excepto el más pequeño, que aún conservo como recuerdo, pero decidí emplear «los billetes sobrantes» en alquilar un avión decente con el que transportar desde Suiza los alimentos y medicinas que los enfermos necesitaban sin tener que pasar por farragosos trámites burocráticos.

Eran tiempos confusos de agitada posguerra y sabía que si no actuaba por mi cuenta aquellos billetes tendrían que ser requisados, registrados, etiquetados y enviados a Londres, donde con toda seguridad pasarían meses, o incluso años, a la espera de un destino que nunca sería mejor ni más oportuno que aquel al que los estaba destinando.

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