La boca del Nilo (13 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

BOOK: La boca del Nilo
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Aquella fue la ocasión para conversar discretamente sobre cierto asunto.

El templo en cuestión era un
hemispheos
, un edificio semisubterráneo, carente de mucho adorno y sin las dimensiones ni la grandiosidad de otros templos egipcios. Pero en su interior albergaba pinturas que conmemoraban las victorias del faraón contra los enemigos de Egipto, tan hermosas que hacían que su fama sobrepasase a otros mayores. Y, mientras Valerio y Merythot se hundían en el interior fresco y oscuro para admirarlas, y los libios, con sus pieles sobre la espalda y el rostro embozado, vigilaban desconfiados los alrededores, el
extraordinarius
romano, el geógrafo, Agrícola y Demetrio buscaron la sombra de los muros del templo para conversar.

—La pregunta es —dijo Quirino, con las manos apoyadas en las caderas—: ¿Quién y por qué ha podido querer matar al tribuno en Filé?

—La respuesta más socorrida es que han sido ladrones ocasionales —respondió Agrícola.

—Pero eso queda descartado. Hemos comprobado que fueron a la isla a matarle.

—Entonces eran asesinos y no ladrones, porque no es posible que mediase un motivo personal. Es difícil que esos dos muertos de hambre fueran nacionalistas egipcios, y que vieran la oportunidad de acuchillar a un oficial romano de alto rango.

—Es difícil, sí. Y unos tradicionalistas no harían violencia en lugar sagrado.

—Entonces asesinos a sueldo.

—Bien —el calvo Quirino asintió—. ¿Pero a sueldo de quién?

—Quizá de enemigos políticos. Las aguas están tan revueltas en Roma como siempre, puede que aún más, y el asesinato es moneda corriente.

—Roma está muy lejos de la frontera nubia y organizar la muerte del tribuno desde allí supondría tramar toda una conjura. Sin faltarle al respeto, Claudio Emiliano no es pez tan grande.

—Supongamos que se hubiera enemistado con alguien muy, muy poderoso —apuntó Agrícola con cautela.

—Aun así, es de suponer que ese alguien tan poderoso esté más interesado en el triunfo de la expedición que en la muerte del tribuno —contestó, con igual prudencia, el oficial romano.

Se miraron entre ellos, sin que nadie se atreviese a ser más explícito, y Basílides aprovechó para tomar la palabra.

—Entonces hay que pensar en qué consecuencias podría tener la muerte de Claudio Emiliano, y quién sacaría algún beneficio de la misma. Tenemos que preguntarnos si es un atentado contra la persona o contra el cargo en sí.

Agrícola observó a aquel geógrafo alto y fuerte, de manos grandes y rasgos toscos, que parecía cualquier cosa menos un ratón de biblioteca, al tiempo que se preguntaba qué hacía en aquella reunión. Pero nada dijo y el alejandrino prosiguió.

—Una posibilidad es que alguien quiera jugar una mala pasada al gobernador de Egipto, que es el primero que se vería en apuros si la expedición fracasa. Pero asesinar al tribuno para lograr ese objetivo es algo exagerado.

—Y un gran riesgo —asintió Quirino, las manos aún en las caderas.

—Entonces, los únicos que pueden salir ganando si la expedición no llega a buen término, o al menos los únicos que a mí se me ocurren, son los intermediarios del comercio con Nubia, y los mercaderes romanos de Meroe. Ciudadanos romanos, me refiero, sean romanos, griegos o judíos, que pueden perder, y mucho, con un cambio de la situación política.

—Tito mencionó algo parecido —Quirino meneó la cabeza calva—. Pero no estoy tan seguro.

—Los mercaderes de Meroe, los intermediarios… —Agrícola les contempló un poco desconcertado—. ¿Por qué?

El geógrafo se frotó las grandes manos y le miró a los ojos, antes de abarcar con un ademán las extensiones desérticas y batidas por el sol.

—Esto es el Dodecasqueno, la zona de la baja Nubia de condominio entre Meroe y Roma, la misma frontera que ya tenía Egipto en tiempos de los Ptolomeos.

—Eso lo sé.

—¿Conoces la historia de las relaciones entre Roma, Egipto y Nubia?

—No como debiera, supongo —admitió con prudencia Agrícola.

—Bien. El césar Augusto se anexionó Egipto invocando el testamento de Ptolomeo XI, que lo legaba a Roma y, al hacerlo, colocó a Nubia en la situación de
in tutelara…

—In tutelam
?—habló por primera vez Demetrio, que a veces tenía algunas dificultades con ciertos términos latinos.

—Convirtió Nubia en un protectorado romano, para que nos entendamos. Eso, sin embargo, no gustó nada a los nubios y, a la primera oportunidad, aprovechando la retirada de parte de las tropas de Syene, que fueron enviadas a la expedición contra Arabia, invadieron en masa Egipto. El prefecto Petronio no sólo les rechazó, sino que tomó y saqueó Napata, la capital de Nubia.

—Esa historia la conozco —el mercenario se encogió de hombros mientras Agrícola, por su parte, asentía, porque algo había oído también.

—Los reyes nubios trasladaron más al sur, a Meroe, su capital y los romanos se apoderaron de forma más efectiva del Dodecasqueno. Sin embargo, desapareció la relación de protectorado.

—¿Y qué tiene que ver todo eso con lo que estamos tratando? —insistió Agrícola.

—Se habla de que esta expedición pudiera ser un tanteo previo, el primer paso para una invasión, o quizás un gesto de fuerza para obligar a los reyes meroítas a aceptar de nuevo el protectorado.

—ésos no son más que rumores —Quirino agitó con cierto desdén la cabeza.

—Pero puede que haya quienes teman que sea cierto. Hoy en día, Nubia está lejos de Roma. Es un reino independiente, el paso obligado para los productos y los esclavos del sur, y en Meroe hay asentada una gran colonia de ciudadanos romanos, que se dedica a la intermediación de todo ese comercio. Si Nubia se convirtiese en provincia o volviese a ser un protectorado, quizá perdiesen el monopolio que han organizado, porque no hay duda de que las grandes casas comerciales de Alejandría entrarían en el negocio.

—¿Por qué estás tan seguro de eso? —Agrícola le miró.

—Por pura lógica. Se sabe que los comerciantes alejandrinos han ayudado con dinero a esta expedición. Nadie hace algo por nada, y menos un mercader.

—A cambio, nos acompaña una gran caravana, que recibe así escolta.

—Yo hago números y no me salen. El prefecto de Egipto tiene que haber ofrecido otras contrapartidas.

—Ya.

—Si yo fuera uno de los mercaderes de Meroe —sonrió con aspereza—, estaría temiendo que existiese un acuerdo secreto entre el gobernador y los comerciantes alejandrinos; un acuerdo sumamente perjudicial para el actual statu quo.

—Quizá, quizá —Agrícola lanzó un suspiro, como si de repente se hubiera cansado de discutir aquello, y se recostó contra el muro de piedra.

—Observando con atención, podremos desentrañar el misterio —repuso Basílides, sin inmutarse.

Antonio Quirino dio dos pasos en dirección al desierto, se aseguró de que los libios mantenían la vigilancia y se reacomodó la espada.

—En todo caso, han tratado de asesinar al tribuno: eso es un hecho bien cierto. Tito Fabio está preocupado por la posibilidad de que haya traidores infiltrados en la caravana, con la misión de frustrar esta expedición. A él lo que menos le importa, en principio, es quién pueda haberles mandado y sí el daño que puedan hacer.

—Creía que Tito no sentía un gran entusiasmo por esta empresa —dijo Agrícola.

—No creo que a nadie le haga gracia ir tan lejos y, encima, para una misión tan difícil de cumplir. Pero por otra parte, aquí hay oportunidades de hacer méritos y ganarse una promoción. Además, los soldados vamos donde se nos manda, como vosotros cumplís las órdenes de los que os pagan.

—Ya que sale el tema… —el geógrafo Basílides se encaró curioso con Agrícola y su compañero—. ¿Por qué estáis exactamente en esta expedición? Me he dado cuenta de que viajáis casi como pasajeros de la caravana, sin ocupación visible.

—Mis patronos son los que han organizado esta caravana, aunque esté al mando de Quinto Crisanto, y quieren que les haga un informe sobre los productos, los mercados y las posibilidades comerciales de Meroe y los países de más al sur.

—¿Y tú, Demetrio? No pareces hombre muy hablador.

—Si no tengo nada que decir, prefiero estar callado. Se supone que estoy aquí para proteger a Agrícola —tocó el pomo de su espada con una sonrisa fugaz—. Pero, ya puestos en confidencias, diré que yo también tengo que hacer un informe sobre esta ruta: la seguridad de los caminos, los pozos, las tribus, los bandidos…

—Una caravana es una inversión muy costosa —añadió Agrícola—. Nuestros patronos desean tener todos los datos en la mano, antes de meterse en aventuras comerciales. Tan ruinosa puede ser una caravana demasiado pequeña, y que pueda ser presa de bandidos en zonas de riesgo, como una que sea demasiado grande sin razón, porque supone un gasto innecesario en escolta, además de una acumulación de riesgos.

Basílides se permitió un gesto de suficiencia, dirigido a Quirino, que a punto estuvo de encogerse de hombros.

—¿Lo ves como tenía yo razón? Las casas comerciales de Alejandría están, cuanto menos, sopesando la posibilidad de entrar de lleno en el comercio nubio.

Miró a Agrícola y éste le contestó con una sonrisa fatigada.

—Mis patronos no me han comentado qué intenciones tienen al respecto. A mí sólo me pagan… pero bien pudiera ser.

—Los intermediarios de Meroe tienen motivos para temer a la competencia de los egipcios, sobre todo si el gobernador va a favorecer a los segundos a cambio del dinero que han aportado a la empresa.

—Yo en su lugar estaría, al menos, inquieto, sí. Puede que los alejandrinos quieran quitarles parte o todo el comercio del Sur.

—¿Todo?

—Nadie, pudiendo quedarse con todo, se conforma con sólo una parte.

—Y, por tanto, no iban a quedarse de brazos cruzados, ¿no?

—Seguramente, no. Pero sigo sin saber qué quiere en realidad Tito Fabio de nosotros.

Quirino, que seguía ahora al sol, la mano izquierda descansando en el pomo de la espada, observando a los libios de la escolta, fue el que le respondió.

—Trabajáis para las casas alejandrinas y Tito piensa que sois hombres cabales, y de fiar. Le gustaría que estuvieseis atentos a los rumores que pudieran ser interesantes, a las idas y venidas sospechosas, y que busquéis en la medida de lo posible pistas que nos lleven a los traidores que pueda haber en la caravana.

Hizo una pausa, observó de nuevo a los mercenarios libios y por último esbozó una sonrisa torcida y casi burlona.

—Digo puedan porque yo no tengo la certeza de que existan de verdad. Tito es un hombre suspicaz, lo cual es bueno en un comandante, pero quizá nos tiene persiguiendo fantasmas.

—No tienes pelos en la lengua —apuntó con rudeza Basílides.

—No os estoy diciendo otra cosa de lo que ya le he dicho al propio Tito hace un rato, a la cara.

—¿Puedo ser yo igual de sincero entonces? —inquirió Agrícola—. ¿Sí? Bueno, dime entonces qué beneficio vamos a sacar nosotros de mezclarnos en un asunto así.

—Tito se ocupará de que tanto el gobernador de Egipto como vuestros patronos sepan de vuestro trabajo.

Agrícola y Demetrio sonrieron a la vez, como si se hubieran puesto previamente de acuerdo. Respondió el primero.

—No es que los poderosos no sepan qué significa la palabra gratitud; es que ni siquiera saben que exista.

El
extraordinarius
se echó a reír, y el geógrafo esbozó una mueca áspera, y por un momento hubo una extraña complicidad entre esos hombres tan distintos.

—Es verdad —admitió con la risa aún entre los dientes Quirino—. Pero también hay otros factores que sopesar.

—Pues tú dirás.

—Si Tito tiene razón, los que mandaron matar al tribuno no lo hicieron movidos por ninguna enemistad personal, sino para poner trabas a esta expedición. Esa muerte, estando aún en territorio romano, nos hubiera detenido hasta que llegasen nuevas instrucciones.

—Eso está ya dicho.

—Sí. Pero puede que camino adelante recurran a otro tipo de métodos, como pueden ser echarnos encima a los nómadas. Una buena forma de detener a esta expedición es destruirla. Si Tito tiene razón, no sólo la embajada está en peligro, sino también la caravana y vuestras propias vidas.

Ahora sí que el mercader y el mercenario se consultaron con la mirada.

—Tienes razón —convino el primero.

—Hay algo más. Si son los mercaderes de Meroe los que pagaron a los atacantes del tribuno, vosotros corréis más peligro que muchos, porque todo el mundo sabe quién os paga. ¿No es una medida lógica eliminar a los agentes de la competencia, e impedir así que hagan sus informes sobre los mercados del sur?

—Es lógico, ciertamente. —Demetrio movió lacónico la cabeza.

Agrícola asintió a su vez, muy despacio. Volvió los ojos. Hacía un calor espantoso sobre el desierto; el río corría ancho, calmo y verdoso, y una bandada de aves pasaba en formación sobre las aguas. Los libios, a pleno sol, vigilaban jabalina en mano. La luz y las arenas deslumbraban, y el aire temblaba. Apartó la mirada.

—Si lo que hemos estado suponiendo es cierto, las vidas de todos corren peligro.

—Y las vuestras más.

—Sí.

—¿Cuál es entonces vuestra respuesta?

—Dile al prefecto que puede contar conmigo.

El
extraordinarius
se volvió a Demetrio, que se limitó a asentir.

—Pero hay una condición —apostilló Agrícola.

—¿Cuál?

—Si hay que pagar por alguna información, ese es un gasto que corre por vuestra cuenta, no por la nuestra.

—Es muy razonable. Puede arreglarse siempre que no sean sumas desmesuradas.

—No creo que lo sean.

* * *

En consecuencia, los dos se habían puesto manos a la obra, frecuentando más los puestos de los soldaderos y dejándose caer por las timbas, donde el vino y los golpes de suerte soltaban más las lenguas. Y también habían reclutado a aquellos pequeños desheredados que seguían a la caravana para que les informasen de cuanto viesen u oyesen, y que pudiera serles de utilidad.

Por eso, una jornada cualquiera un observador pudiera haberlos visto, a ellos dos y al geógrafo Basílides, durante el atardecer al borde del desierto, sentados delante de la tienda y viendo cómo los chiquillos trasegaban las sobras de la cena. Siguiendo la costumbre griega y romana, y en contra de la egipcia, su comida fuerte solía ser la cena, y aún estaban allí sentados, bebiendo cerveza aromatizada con romero, mientras los muchachos mascaban tortas de centeno y comentaban que si tal tahúr se había marchado, o que si cual prostituta había enfermado y su proxeneta la había abandonado al borde del camino, para que se muriera al sol como un perro sin amo.

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