La boca del Nilo (37 page)

Read La boca del Nilo Online

Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

BOOK: La boca del Nilo
5.67Mb size Format: txt, pdf, ePub

A la rapidez con que despachó todo aquel turbio asunto contribuyó no poco que la
vexillatio
estuviese ya en plena actividad, puesto que se disponían a seguir su viaje hacia el sur, y quien más quien menos estaba ocupado. Además, había motivos de disensión más serios entre el tribuno y el prefecto que si pagar o no el funeral, y a qué capítulo cargarlo.

Sonada fue la disputa entre esos dos a cuenta del nombramiento de un nuevo tribuno menor. Habían asumido ya que la pequeña expedición del tribuno Centenio Félix y el
praepositus
Crepecio Fadio, que se había desgajado a la altura de las segundas cataratas para atravesar el desierto, nunca iba a llegar a Meroe. No había noticia alguna y cabía ya darles por perdidos a ellos y al centenar de mercenarios libios que les acompañaban. En consecuencia, había que nombrar a alguien para el puesto del primero.

Los hubo que consideraron la disputa por el nombramiento un sinsentido más, fruto de la rivalidad entre Emiliano y Tito; pero otros vieron en ella algo más que la simple antipatía mutua.

Cuando Emiliano fue nombrado tribuno de la
vexillatio
, y le enviaron a Egipto con sus pretorianos, se encontró con que las autoridades provinciales habían dado ya a Tito Fabio el cargo de
praefectus castrorum
. Esa maniobra dejaba ya al tribuno en desventaja, porque Tito era un personaje cercano a las tropas locales, había salido de las filas, y conocía y controlaba todos los resortes, lo que en la práctica le hacía el hombre fuerte de la
vexillatio.

Por tanto, en su momento, Claudio Emiliano tuvo que pelear con mucha dureza en el asunto del nombramiento de los demás tribunos.

Una
vexillatio
reproducía, a pequeña escala, la estructura de una legión y, en consecuencia, las tareas administrativas recaían sobre los tribunos menores. Si las autoridades provinciales se oponían a que Emiliano pusiera pretorianos en esos cargos, él a su vez no podía permitir que fuesen gente próxima al gobernador de Egipto, porque entonces su autoridad sería simplemente nominal. Tras largo tira y afloja, se llegó al compromiso de que esos puestos los ocupasen dos jóvenes caballeros, Centenio Félix y Gagilio Januario, que podían considerarse
neutrales.

Puesto que el primero había desaparecido, Emiliano cubrió la vacante con un pretoriano, Ennio Fausto. El prefecto no dijo esta boca es mía. Pero luego Emiliano trató de que se considerase a Fausto como el tribuno más antiguo de los dos, pretextando el mayor tiempo de servicio en armas. Y Tito, al saberlo, se llevó las manos a la cabeza.

¿Por qué aquella maniobra? Los más avisados lo achacaron a que Januario se había acercado demasiado a Tito, ya que, dada su inexperiencia en administración militar, había estado apoyándose en los ayudantes del mismo, Quirino y Seleuco, con los que mantenía muy buenas relaciones, y a los que escuchaba en todo. Pero no faltaron los que afirmaban que, simplemente, el tribuno mayor quería prebendar a uno de sus hombres.

Tito Fabio se opuso a esa medida con gran vehemencia, y amenazó incluso con presentar el asunto ante el gobernador, a la vuelta a Egipto. Emiliano, que sabía de sobra que estaba cometiendo una irregularidad, acabó dando su brazo a torcer. Por fortuna, la gran cantidad de cuestiones pendientes acabó por diluir enseguida el tema, como lo había hecho con la muerte de Paulo, y ayudó a suavizar la tensión.

Día y noche había reuniones en las tiendas de los jefes, y los
principales
iban y venían sin cesar, desbordados por tanta tarea. Había que aprestar toda una flota con la que remontar el Nilo hasta sus fuentes. Reunir provisiones e informaciones fidedignas sobre las tierras meridionales. Buscar entre los esclavos de Meroe indígenas sureños que estuviesen dispuestos a hacer de guías e intérpretes para los romanos, siempre que sus amos quisieran desprenderse de ellos, claro.

Había además un problema añadido, porque los contingentes libios se habían deshecho como nieve al sol durante la estancia en Meroe. Muchos debieron desertar, y puede que no pocos hubieran sido asesinados en sus escapadas a la ciudad en busca de juerga. O eso se suponía; porque lo cierto es que los oficiales romanos se encontraron con que, de repente, contaban con poco más de un centenar de mercenarios, de los cerca de trescientos que habían llegado a Meroe.

Esta vez sin discusión, acordaron reagrupar a los libios en un solo
numerus
y alistar a un centenar de nubios para formar otro. Quedaba por tanto un
praepositus
sin mando, y ése se decidió que fuera Flaminio, que pasó a
extraordinarias
encargado de tareas de exploración, que era lo que de verdad a él le gustaba.

Agrícola, que iba a seguir con la expedición, al igual que Demetrio, para estudiar las posibilidades comerciales del lejano sur, prestó grandes servicios a la hora de conseguir abastos y dinero para la expedición, a costa de algunos mercaderes de Meroe. No sacó recompensa alguna por ello, pero no le pesó. Era hombre al que la inactividad aburría y, además, sabía que es bueno tener amigos agradecidos, ya que eso vale más que el dinero contante y sonante. También de mucha ayuda resultó el egipcio Merythot, que había decidido seguir con la expedición hasta el descubrimiento de las fuentes del Nilo, y que en su condición de sacerdote allanó durante esos días no pocas dificultades con los meroítas.

Lo cierto es que la orden de marcha cogió a casi todo el mundo por sorpresa, ultimando detalles, como suele ocurrir en esos casos. La noticia de la partida se corrió de boca en boca una noche y, al día siguiente, los
cornicines
hicieron sonar sus instrumentos de bronce casi antes de clarear. Los soldados desmontaron el campamento, como habían hecho tantas veces; el tribuno pronunció un breve discurso y la columna se puso en marcha, dejando ya atrás a la ciudad de Meroe, rumbo al sur.

C
APÍTULO
VII

La columna romana no abandonó los aledaños de la capital por la puerta de atrás precisamente, ya que la corte meroíta se había decidido, por fin, a demostrar de forma abierta su amistad hacia Roma, y enviaron incluso a parte de su ejército a acompañarles. Elefantes de guerra, dignatarios en palanquín, lanceros de escudos pintados, arqueros, marchaban a la par que la
vexillatio
, y los labriegos y pastores subían a los cerros para contemplar llenos de asombro, apoyados en sus lanzas, aquel despliegue de colorido.

Así recorrieron las provincias del sur, casi en triunfo, a lo largo de la margen oriental del Nilo, hasta llegar a las cataratas, las sextas, donde les esperaban ya barcos en los que embarcar. Una flota heterogénea, compuesta de naves de poco calado, con velas triangulares y, en muchos casos, el casco de papiros. Algunas eran regalo de los meroítas, pero la mayoría habían sido costeadas por los comerciantes grecorromanos asentados en Meroe.

El
extraordinarias
Salvio Seleuco, en compañía de Agrícola, había estado visitando a esos mercaderes y, con medias palabras educadas, les había convencido de la conveniencia de demostrar su lealtad a Roma y al césar ayudando a la expedición. Uno tras otro, habían abierto las bolsas para pagar provisiones, naves, salarios del nuevo
numerus
de libios. El razonamiento de Tito, que era el que había enviado a su ayudante y al mercader a esa misión, era que los comerciantes tenían por costumbre jugar a todas las bandas, y que, como no sabían si un día iban a despertarse para descubrir que Nubia era provincia romana, tratarían de asegurarse el beneplácito de los expedicionarios. Y había funcionado.

La
vexillatio
se demoró junto a las cataratas un par de días, ya que Tito, tan puntilloso como de costumbre, quiso que los carpinteros revisasen a fondo las naves. Su escolta nubia se despidió de ellos allí, con excepción de la sacerdotisa Senseneb, a la que sus reyes habían encomendado la misión de seguir acompañándoles y facilitar su viaje.

Con los nubios se volvió también a Meroe la caballería romana, llevándose con ellos las mulas de carga. A disgusto se marcharon los jinetes y a disgusto les despacharon el tribuno y el prefecto. Les dolía desprenderse de una unidad tan valiosa, pero las informaciones sobre el lejano sur así lo aconsejaban. Les esperaban pantanos y fiebres, y las caballerías no iban a sobrevivir a lugares tan malsanos, así que lo mejor era dejarles atrás en retén, para emplearles en la larga vuelta a Egipto.

Sólo cuando hasta la última nave estuvo revisada, y el inventario hecho, informó el prefecto al tribuno de que todo estaba dispuesto para la marcha. Estaban a las puertas de una nueva etapa: iban a comenzar un viaje por tierras totalmente desconocidas, que había de durar nadie sabía cuánto tiempo, y hasta el último expedicionario era sensible a ello.

El día de la partida, hicieron formar a las tropas en la orilla. Tuvieron lugar ceremonias religiosas y los augures del ejército otearon los cielos en busca de pájaros. Anunciaron que los presagios eran favorables, cosa que se encargaron de proclamar a voces los heraldos. Luego, el tribuno Emiliano se subió de nuevo a los escudos, para dar un discurso a los soldados.

Tenía voz cultivada y había estudiado oratoria, como corresponde a un hombre que tal vez un día pronunciase alocuciones en el Senado. Había preparado meticulosamente su arenga, que esta vez fue más larga y brillante que aquella previa a la batalla contra los nómadas; aunque, eso sí, en un latín demasiado culto, que muchos auxiliares y no pocos legionarios sólo pudieron entender a medias. Habló de las
terrea incognitae
que les aguardaban, del reto del viaje y de sus peligros, de las dificultades que habían ya vencido, y de la fama y las recompensas que les esperaban de regreso a Egipto.

Puede decirse que fue un buen discurso, si se mide por lo contentos que quedaron los soldados del mismo. Además el prefecto Tito, perro viejo él, había situado a algunos hombres en lugares estratégicos, con instrucciones de aclamar en los momentos cumbres de la alocución. El truco funcionó, siempre lo hace, y el tribuno finalizó la perorata entre vítores y aplausos. Al prefecto le daba absolutamente lo mismo, claro, que el tribuno acabase entre aclamaciones o abucheos, pero sabía de sobra el efecto que las arengas podían tener sobre la moral de los soldados y obró en consecuencia. Como solía decir Agrícola, Tito era de esos hombres que ponían casi siempre el trabajo por delante de los asuntos personales. Casi siempre.

C
APUT
N
ILI

Por cierto que yo, a dos centuriones que el César Nerón —muy amante de otras muchas virtudes, pero especialmente de la verdad— había enviado para descubrir el nacimiento del Nilo, les oí contar que habían recorrido un largo camino; se habían internado en las zonas del interior, contando con la ayuda del rey de Etiopía y la recomendación a los reyes vecinos. «Llegamos», decían ellos, «por fin a unos pantanos inmensos, cuya salida no conocían los indígenas ni nadie puede confiar en conocer, tan entremezcladas están las hierbas a las aguas: aguas impracticables a peatones y naves. Estas últimas no las tolera el pantano fangoso y enmarañado, a no ser que sean pequeñas y con capacidad para uno solo. Allí, dice, vimos dos rocas de las que manaba un río de caudal inmenso».

Séneca,
Cuestiones naturales
, VI, 8, 3-4

C
APÍTULO
I

Siguieron unos días tranquilos, durante los cuales la flotilla fue navegando aguas arriba empujada por el viento, con las velas triangulares desplegadas, y las cubiertas abarrotadas de hombres, animales y bagajes. El reino de Meroe acababa, por el sur, justo en la confluencia de los ríos Astasobas y Astapus, el segundo de los cuales no es otro que el propio Nilo con distinto nombre. Sin embargo, al principio la influencia meroíta era notoria, tanto en las costumbres como en la política de las tribus ribereñas, de forma que los romanos, acompañados como iban por Senseneb, eran bien recibidos en esas orillas. Más a meridión, la influencia nubia se difuminaba y tuvieron que volver a sus viejas costumbres de destacamento militar en marcha por territorios potencialmente hostiles: desembarcar menos, destacar naves y patrullas de exploración, montar campamentos de pernocta en lugares de fácil defensa, mirar con recelo a los lugareños.

Senseneb a su vez recuperó aquella vieja costumbre de recibir arbitrariamente, según le dictase el capricho, al tribuno o al prefecto en su tienda. Eso acabó por convertirse en fuente de entretenimiento para los expedicionarios, y no sólo por los chismorreos. No pocos soldados, cada anochecer, se jugaban algo de dinero en apuestas sobre quién de los dos, Emiliano o Tito, sería el llamado. Ni Agrícola ni Demetrio pudieron sustraerse a apostar alguna moneda en ese juego extraño. Aunque los organizadores lo llevaban con discreción, el
extraordinarius
Seleuco acabó por pillar a unos cuantos
gregarii
enfrascados en las apuestas. Pero, cuando supo la naturaleza del entretenimiento, en vez de aplicar castigos ejemplares, se estuvo riendo a mandíbula batiente e incluso acabó por jugar a su vez.

Por lo demás, esa parte del viaje fue muy tranquila, sin otros incidentes que la pesca de algún pez de tamaño extraordinario en las aguas del Nilo. Y, andando el tiempo, tal y como es frecuente que ocurra con las épocas de paz, a Agrícola le costaba recordar esos primeros días tranquilos que sucedieron a su estancia en Meroe.

C
APÍTULO
II

Rumbo al sur, la flotilla romana llegó a un lugar en el que el Nilo, cuyas aguas venían ahora del oeste, recibía a un gran afluente nacido en oriente. Ya les habían hablado de ese segundo río, aunque años después Agrícola, al hablar sobre la expedición, no lograría recordar su nombre, ni tampoco el de otros ríos, relieves y poblaciones por los que pasaron. Pero de lo que sí se acordaba perfectamente era que, más o menos a la altura de esa confluencia, el desierto desaparecía por fin.

Se esfumaron la sequedad, la aridez, los paisajes pétreos y las arenas; el aire se hizo más húmedo y los exploradores lo respiraban con gozo. En muy breve espacio de tiempo, mientras navegaban a occidente empujados por sus velas triangulares, las riberas se cubrieron de verdor. Bandadas de aves llenaban los aires y, en los remansos, veían abrevar a antílopes, búfalos de mirada torva, jirafas moteadas, rinocerontes, elefantes y otros muchos animales, algunos de ellos tan extraños que les dejaban boquiabiertos y con ganas de detenerse a cazarlos, para llevarse testas y pieles como prueba de su existencia.

Other books

The Eustace Diamonds by Anthony Trollope
Anywhere but Paradise by Anne Bustard
One by One by Chris Carter
Portrait of My Heart by Patricia Cabot
Judge Surra by Andrea Camilleri, Joseph Farrell
A Loving Scoundrel by Johanna Lindsey
Legacy of the Highlands by Harriet Schultz