La boca del Nilo (40 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

BOOK: La boca del Nilo
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Le puso dos rápidos besos entre los labios, y luego las bocas de ambos se encontraron con tanta fuerza que los dientes entrechocaron. Le arrastró a la cama, encima de ella, se introdujo el miembro, lo atrapó entre sus muslos de músculos fuertes.

Esa noche fue todo apresurado, como si anduviesen escasos de tiempo. Emiliano embestía con furia y ella se entregó a ese frenesí de bacante que la poseía a menudo. Se agitaba con los párpados muy cerrados, y resollaba como una pitonisa en trance, mientras sacudía las caderas tratando de hundir al romano aún más dentro de ella. Le estrechaba con tanta fuerza que sus uñas hicieron saltar la sangre, y no precisamente unas pocas gotas. En el calor húmedo de los trópicos, se retorcían como en un combate de culebras, empapados en sudor. Ella se arqueaba rugiendo al final, y él tenía que agarrarse a su cuerpo resbaladizo como un náufrago al madero.

Todo llegó en un estallido y, como en un estallido, todo pasó también muy rápido. Emiliano se quedó tendido encima de Senseneb, dentro aún, jadeante, mientras ella, con los ojos cerrados, la piel reluciente de aceite y sudor, le acariciaba con dedos distraídos el cabello mojado. Luego la meroíta se apartó, y él se quedó tumbado en la penumbra de la tienda, con los párpados entornados y adormecido. Las sombras danzaban al compás del parpadeo de las velas y las esclavas todavía seguían cantando. El tribuno se abandonó a esa tristeza que sigue tantas veces al acto.

Senseneb se levantó y, de pasada, recogió la túnica del tribuno, que había quedado en el suelo, tirada de cualquier manera. Hizo un gesto a las esclavas y la canción murió. Heti se apresuró a llenar dos copas de esa cerveza espesa, tan cara a los egipcios y los nubios. Su ama acariciaba la túnica, palpando la calidad del tejido.

—Dime una cosa, que no acabo de entender —preguntó al desgaire, al tiempo que pasaba los dedos por la banda púrpura estrecha—. ¿Tito hizo bien o hizo mal esta mañana?

—¿A qué te refieres? —preguntó él a su vez, con desgana.

—Tito saltó a tierra, en ayuda de los cazadores, sin pensárselo dos veces, y puso por tanto vuestro estandarte sagrado en peligro. El estandarte que tenéis que defender por encima de todas las cosas.

Claudio Emiliano abrió los ojos con un suspiro, incómodo como cada vez que ella sacaba a colación al tribuno.

—Los cazadores estaban en peligro.

—¿Es que importan más ellos que el dios de las tropas?

—No. Pero Tito es un hombre impulsivo: vio en peligro a los hombres y se lanzó al combate sin pararse a pensar en nada más. Es impetuoso y a los soldados siempre les han gustado los valientes, y los gestos temerarios.

—¿Tú hubieras hecho lo mismo de estar en su lugar?

—Yo no soy Tito. Pero, en todo caso, el éxito justifica cualquier acción. Además, Tito Fabio sabe de la guerra más que yo.

—¿Cómo dices? —ella se volvió estupefacta, sin poder creer que el tribuno reconociese ser inferior en algo al prefecto.

—No me mires así. Tito es un legionario de carrera; empezó de
miles
, se ganó el anillo de oro de caballero por llegar a ser centurión
primus pilus
, y ha subido hasta
praefectus castrorum
por méritos propios. Yo, en cambio, estoy en el ejército de paso.

Ella, con la túnica de tribuno aún en las manos, guardó silencio; uno que era una invitación a proseguir. Emiliano dejó caer los párpados de nuevo, fatigado. A la meroíta le gustaba hacer siempre más preguntas, y él no sabía si eso se debía a una curiosidad genuina, o al deseo de obtener cuanta información pudiera.

—Yo soy de familia senatorial, Senseneb, no hijo de labriegos, como Tito. Mi futuro está en la política, no en el ejército. Para eso me han educado.

—¿Y?

—Para hacer una carrera política hay que ir pasando por una serie de cargos, como peldaños. Eso es lo que en Roma llamamos el
cursus honorum
. Antes la carrera más rápida se hacía en el Senado, pero ahora los tiempos han cambiado. Por eso usé una triquiñuela: mi padre me asignó menos dinero del mínimo que ha de poseer un senador y, por tanto, quedé convertido automáticamente en caballero. Así pude alistarme en los pretorianos por unos cuantos años, de paso para otros cargos, no necesariamente militares. Yo empecé de
praefectus cohortis
y, desde luego, no voy a estar veinticinco años en el ejército, como los legionarios de carrera.

—¿Prefecto de una cohorte? Entonces, el mando de esta misión es una promoción que te ha concedido tu césar.

Hubo un silencio.

—Bueno, podría llamarse así —sonrió luego él, los ojos aún cerrados.

—Me he fijado en que no te pones casi nunca la ropa propia de tu rango…

—Es cierto. Sé que debiera, pero la túnica roja hace que mis pretorianos sigan viéndome como uno de los suyos. Además, a mí me parece más bonita.

—Los otros tribunos usan sus túnicas.

—No es lo mismo.

—¿No?

él, sin abrir los ojos, sintió su curiosidad.

—Te voy a contar algo. En nuestras legiones hay seis tribunos militares: cinco angusticlavios de clase ecuestre, y uno laticlavio de clase senatorial.

—Un noble.

—Todos son nobles, para usar tus palabras. Los tribunos no son legionarios de carrera, sino políticos haciendo el cursus honorum. Por eso, hay además un
praefectus castrorum, ése
sí es un oficial veterano, salido de las filas.

—Sí.

—Pero, por leyes promulgadas en tiempos del césar Augusto, en Egipto no pueden pisar senadores, y no hay por tanto legados ni tribunos laticlavios. El césar me hizo tribuno de la
vexillatio
, a pesar de ser sólo caballero, y el gobernador de Egipto designó a Tito como
praefectus castrorum
. Yo tengo el mando, pero él tiene ese conocimiento de los detalles que sólo la experiencia da.

Hizo una pausa y sonrió con dejadez.

—Supongo que cada uno de nosotros siempre se ha sentido molesto por lo que el otro tiene.

—¿Por qué los senadores, que son los más nobles de los romanos, después de la familia imperial, no pueden pisar en Egipto?

—Es cuestión de tradición, y también de protocolo —mintió Emiliano. Si Senseneb no sabía hasta qué punto dependía Roma del trigo egipcio, cosa que había hecho que los emperadores se reservasen el gobierno de la provincia, sabedores de que quien la controlase tenía ganada la mitad de una guerra civil, no iba a ser él quien le abriese los ojos—. El césar y el Senado son los dos grandes poderes en Roma. Yo, aunque de familia senatorial, soy caballero gracias a la argucia que te comenté, y por eso pudieron enviarme a esta expedición.

—¿Y por qué tú?

—Quizás el césar quiso honrar a vuestros reyes mandando a alguien que por sangre es de la clase más alta, ya que no podía enviar a nadie de su propia familia —volvió a mentir con soltura.

—Ya —y por ese
ya
el romano no pudo saber hasta qué punto ella le había creído—. ¿Y no tienes derecho a una túnica de banda púrpura ancha?

—No, no. Sólo siendo senador podría usarla, y en ese caso no estaría aquí. Llevo una túnica angusticlavia, y aparte una cinta púrpura y un bastón, para distinguirme como jefe de la
vexillatio.

—Debieras usar todos esos símbolos más a menudo —le recomendó pensativa la meroíta—. Así tus soldados tendrían siempre bien presente quién es el que manda.

—Si tú lo dices. ¿Pero de qué sirve todo eso a un comandante que en un momento de apuro se pone en evidencia delante de todos?

—¿Otra vez con eso? —la sacerdotisa se volvió de repente hacia él, con gesto de aburrimiento—. Déjalo ya.

Emiliano no pudo dejar de advertir una chispa de desdén en sus ojos oscuros, aunque se apagó muy rápido. Dejó escapar una sonrisa desangelada, cerró de nuevo los párpados y se quedó tumbado e inmóvil. Senseneb, con un suspiro, me metió de nuevo en la cama y se apretó contra su cuerpo. Pero él, a pesar de que se relajó un poco, no abrió los ojos y siguió allí tendido, quieto, perdido en sus pensamientos, o puede que en los recuerdos de la lejana Roma.

C
APÍTULO
III

La expedición se demoró en aquel lugar varios días; tiempo que el prefecto aprovechó para hacer revisar las naves y los equipos, y ponerlo todo a punto antes de internarse en los inmensos y, a tenor de las informaciones, temibles pantanos del sur. No hubo descanso para nadie: se estableció una rutina y, al alba, las patrullas salían a la selva, en tanto que los centuriones, los
praepositi
y los optios llevaban a los soldados a los pastizales, para que se ejercitasen y desentumecieran los músculos después de tantos días en barco.

Los cazadores se internaban en las frondas en busca de carne fresca, y los exploradores iban aún más lejos en misiones de reconocimiento. Unos y otros volvían con animales extraños, e historias sobre bestias aún más raras columbradas a través del follaje, así como sobre encuentros con hombres negros de los bosques, que eran a un tiempo curiosos y desconfiados. Una de las naves de exploración, enviada río arriba, regresó con noticias sobre una población muy grande, situada en la margen norte y a no mucha distancia, habitada por gentes comerciantes, y en la que vivía un griego; un extremo este último que fue confirmado por un optio pretoriano, enviado al día siguiente con una segunda nave.

El prefecto mandó entonces a Salvio Seleuco con un puñado de soldados y un par de intérpretes, con el encargo de descubrir si allí había algo que pudiera serles de utilidad, bien fueran abastos o información, o incluso guías. Al grupo se unieron Agrícola y Valerio Félix, este último con sus bártulos de amanuense.

Partieron en una de las naves ligeras, no bien el sol naciente disipó los bancos de niebla que flotaban sobre el río, y que tan peligrosa hacían la navegación fluvial a primera hora. Y en efecto, aguas arriba, llegaron a un poblado grande; tanto que Basílides lo ubicó más tarde en su mapa con el título de ciudad. Ya antes de avistarlo se cruzaron con esquifes de pescadores, tripulados por hombres bajos y recios que pescaban mediante redes. Echaban mano a los remos al verlos y se les acercaban, dando voces y riendo, sin mostrar ningún temor, bien fuese porque eran una raza valiente o porque la llegada en paz de dos embarcaciones parecidas les había dado confianza.

La ciudad, cuyo nombre tanto Basílides como Valerio consignaron como Ambanza, ocupaba un lugar soleado y salubre de la orilla norte. Estaba protegida por empalizadas y, desde el río, se veía gran número de viviendas con paredes y techos de paja. Había muchas piraguas varadas en la arena, ante la ciudad, y Seleuco mandó poner su nave al pairo, tanto para evaluar la situación como para no sobresaltar a los habitantes con una arribada súbita, no fuese que empuñasen las armas creyéndose atacados. Pero no tardó en congregarse una multitud en el arenal que les llamaba con gritos y gestos, y señalaba embelesada a la gran vela triangular.

Luego, vieron como entre el gentío se abría paso un hombre de cabellos y barba abundantes, totalmente blancos, y andares reposados. Vestía una túnica colorida y empuñaba un báculo en la diestra, y en el acto comprendieron que aquél era el griego del que les habían hablado. Sólo entonces mandó Seleuco varar en el arenal.

Les recibieron unos cuantos personajes que debían ser notables o ancianos del lugar, con gestos de amistad. Seleuco bajó el primero, mostrando las manos desnudas. Las gentes del lugar les rodearon, curiosas como niños. Les palpaban, tiraban de sus ropas, les tocaban los equipos, les miraban asombrados, sobre todo a los rubios y a los de ojos azules o verdes, y les decían cosas que ellos, claro, no lograban entender.

Los romanos les contemplaban a ellos con no menos interés. Eran un pueblo de corta estatura y gran fortaleza, de un color muy negro, y si bien los pescadores del río iban desnudos, los que salieron a recibirles vestían telas de tacto fino y colores llamativos, de forma que les parecía estar rodeados por un océano de colores. El cobre y el marfil brillaban y tintineaban en muñecas y tobillos. Por eso y por el detalle de que pocos portaban armas, Agrícola llegó a la conclusión de que eran una nación opulenta y avanzada, con leyes y autoridad suficiente para proteger a sus súbditos y permitir que éstos pudiesen circular desarmados, al menos dentro del recinto de la ciudad.

Luego llegó a ellos el griego, que dijo llamarse Hesioco y al que el sol había vuelto muy blanca la barba, a la par que le había dado un color de piel casi tan negro como el de sus anfitriones. Les recibió con sonrisa amistosa y, por lo bárbaro de su acento, coligieron que debía llevar en aquellas tierras muchos, muchos años. Luego cambió unas pocas palabras con los notables y ellos mismos abrieron paso, con gran alharaca, entre la multitud de curiosos.

Los soldados se quedaron guardando la embarcación, y Hesioco se llevó al
extraordinarius
, a Agrícola y a Valerio a su propia casa, dando un paseo por la ciudad y seguidos en todo momento por una estela de ociosos. Aquel griego vivía como cualquier otro habitante de Ambanza, en una casa de paredes de paja trenzada, aunque su buena posición quedaba de manifiesto por lo grande de la misma, y la amplitud de su patio, cercado por un seto y con una higuera copuda en su centro mismo. Les invitó a sentarse allí debajo, al aire libre y a la sombra, en esterillas de paja.

Sus mujeres les sirvieron algún tipo de licor local al que él, por darle un nombre o por nostalgia, llamaba vino. Estuvieron conversando largo rato, entre el calor y las moscas, a pesar de lo incómodo que resultaba para los romanos estar sentados en el suelo. Pero aquel Hesioco era buen conversador y charlaba por los codos, como hombre que tiene mucho que contar y pocas oportunidades de hacerlo.

Respondió con gusto a todas las preguntas que Valerio le hizo sobre la geografía, los habitantes, las bestias, la política de aquellas tierras. Años después, al pensar en él, Agrícola no le recordaría de otra forma que no fuese así, sentado bajo su gran higuera, una taza de licor en la mano, la barba tan blanca y la piel tan oscura, con una túnica de vistosos estampados y una cantidad increíble de arrugas que se le formaban en los pliegues de los ojos al reírse.

Les habló de pueblos prósperos y pacíficos asentados a lo largo del río, donde el comercio era intenso y las piraguas iban de poblado en poblado cargadas de mercancías. Esas gentes practicaban la metalurgia, la talla de maderas, la cerámica. Tejían telas finas a partir de fibras locales, como la palma. No conocían la escritura, pero tenían poetas que transmitían las tradiciones, así como leyes orales que castigaban el crimen y el sacrilegio, y había jefes y ancianos que juzgaban y gobernaban, y establecían alianzas con los vecinos, para mantener la paz y asegurar el comercio.

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