—¿Qué significa eso? ¿Cuáles son los presagios?
—Yo no soy uno de vuestros augures, tribuno —contestó con sonrisa amable.
—Ya les preguntaré a ellos después. Pero ahora quiero saber tu opinión. ¿Cuáles son los augurios?
—Están muy claros. Esas aves vuelan rumbo al sur —señaló a meridión con su báculo—. Al sur, tribuno, al sur, sobre la faz de las aguas.
El prefecto, alto y oscurecido, con su túnica blanca y la espada en la cadera izquierda, pareció sacudirse las aprensiones como un búfalo, y exhibió una sonrisa deslumbrante.
—Sí. Tú lo has dicho. Al sur. No hay más que hablar.
Se ladeó y, en un arranque repentino, lanzó al río la barrena. Se hundió con un chapoteo y los que estaban junto a la borda se quedaron mirando las ondas en la superficie. El tribuno mayor, sentado bajo el toldo, le observó sorprendido. Luego se puso en pie, y se acercó al costado de la nave, a mirar el laberinto verde circundante.
—Sé más explícito, Merythot.
—Esos pájaros, les guste o no, lo sepan o lo ignoren, se ven arrastrados por su naturaleza, cuando llega el momento, a volar hacia el lejano sur. Y ya nosotros somos un poco así: nuestro destino, más que nuestra voluntad, nos empuja en esa dirección.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que encontremos esas dos grandes rocas de las que el gran padre Nilo nace a chorro, ése es nuestro destino.
El tribuno le miró. Luego sus ojos cambiaron de tono y se echó a reír. Estaba más delgado, y su túnica roja ajada y sudada; pero en aquel momento volvió a ser el pretoriano rubio y apuesto cuyos ojos, de un azul cambiante, encandilaban a las mujeres de Roma.
—De acuerdo. Al sur. Que cada cual suba a su nave y zarpemos sin más demora.
* * *
Noches después, la misma nave del prefecto sufrió otro sobresalto, aunque éste de naturaleza algo distinta. Porque, aprovechando la oscuridad y el sueño fatigado de los aventureros, un solo hombre se acercó en piragua al barco y subió a bordo con sigilo de serpiente. Desnudo y pintarrajeado, se arrastró por entre los durmientes y después sabrían que había tratado de robar el
vexillum.
Fracasó, aunque logró acercarse bastante a la enseña. De alguna forma, sabía que estaba precisamente en esa nave; porque confesó haber seguido a la embarcación desde hacía días, oculto tras el marasmo de helechos y papiros. Tuvo la mala suerte de rozar el brazo de un legionario; éste abrió los ojos para ver, en la penumbra de las lámparas, a alguien que se escurría como una culebra entre los hombres, y saltó sobre él con un grito de alarma. El ladrón quiso debatirse, pero en un instante le habían inmovilizado entre una docena de hombres.
Le arrastraron a presencia del prefecto, que le observó con ojos turbios por el sueño y la fiebre. No era un hombre de los pantanos, eso se veía en su estatura y rasgos y, cuando llamaron a los intérpretes, supieron que era nativo de las tierras situadas al norte. No hicieron falta torturas, ni siquiera amenazas, para que hablase, y admitió que había abordado la nave para robar el
vexillum
. Cuando los legionarios que sabían griego se lo dijeron a los demás en latín, un rugido pareció sacudir a los hombres. Pero Tito alzó la mano, casi con fatiga, y pidió a los intérpretes que siguieran interrogándole.
El prisionero, que iba embadurnado en barro para protegerse de los mosquitos, puso unos ojos tristes en los enrojecidos por la fiebre del tribuno, antes de responder. Meneó la cabeza y, en su lengua resonante, admitió saber desde un principio que aquello era un acto suicida y que sin duda le esperaba el fracaso, la captura y puede que una muerte horrible. Dijo que los hombres de su tribu le habían enviado a robar a los extranjeros su gran insignia, que era una roja que mostraba a una mujer sobre un globo, con una corona de hojas en una mano y una rama en la otra.
Tito, pensativo, quiso saber más. Los ancianos de la tribu sabían que aquella insignia era el dios de los extranjeros y que, si lo perdían, quedarían desmoralizados y sin protección mágica. ¿Qué motivo podían tener los jefes de una de las tribus de la ribera sur, desconocida para los expedicionarios, para querer perjudicarles? Eso el prisionero no lo sabía.
A la luz temblona de las lámparas, el prefecto observó al cautivo, al que sus hombres tenían de rodillas, con el filo de una gladio en el cuello. Reparó en sus ojos cansados, y en las arrugas del rostro, visibles pese al barro y las pinturas. Aquel ladrón frustrado no era ya ningún muchacho y Tito, acariciándose el mentón, mandó preguntarle por qué se había prestado a ese golpe suicida.
El otro sacudió de nuevo la cabeza, antes de hablar. No lo había hecho buscando fama como guerrero, ni por ninguna recompensa. No era más que un exiliado de su propia tribu, un desterrado que malvivía desde hacía años en aquellos pantanos terribles, en completa soledad. Unos emisarios de su tribu le habían ofrecido el perdón si lograba apoderarse de la enseña mágica. Y él, aun sabiendo que iba a la muerte, había aceptado, porque anhelaba un lugar al sol y unos parientes, gente con la que poder hablar y fuegos ante los que sentarse en compañía de amigos.
Tito se quedó tan sorprendido por esa explicación que le vieron rascarse perplejo la cabeza. Estuvo un rato en silencio, los ojos puestos en el prisionero. Los mosquitos revoloteaban alrededor y, más allá de los círculos de luz de las lámparas, la oscuridad estaba llena de sonidos nocturnos. Por último, se pasó la mano por el rostro y dio la orden de soltar a ese hombre y de dejarle ir en su piragua, sin daño alguno. Los rostros de los soldados mostraban toda clase de expresiones, asombro mayoritariamente, pero nadie dijo nada. Tan sólo el legionario que tenía puesta la espada en la garganta del prisionero la retiró lentamente, y la enfundó en la vaina que pendía de su cadera derecha.
El incursor volvió a su piragua y, a remo, se alejó sin mirar atrás. La noche de los pantanos se lo tragó en un parpadeo, y nunca supieron más de él. Pero ese acto de clemencia fue muy comentado y, si unos lo aplaudían, conmovidos por la historia de aquel desgraciado, otros lo reprobaban, ya que un acto tan grave como el intento de robo del
vexillum
no debía dejarse impune.
Llamó sobre todo la atención lo insólito del gesto, ya que el prefecto era bien conocido por su dureza, y su gusto por los castigos ejemplares. Pero no faltaron los que, como Flaminio, atribuyeron esa decisión a cualquier cosa menos a la misericordia. Como le comentó en una ocasión a Antonio Quirino, mientras ambos vagabundeaban por una franja de tierra firme y boscosa, jabalina en mano, con la esperanza de cazar algo:
—Ese infeliz estaba dispuesto a morir despellejado con tal de tener una posibilidad, muy remota, de robar el
vexillum
y llevárselo a los de su tribu. ¿Qué mayor castigo que devolverle a su vida de exiliado, con la carga añadida de saber que tuvo y desperdició la oportunidad de volver a casa?
—Qué retorcido eres, Flaminio —se rió con la boca pequeña Quirino, al tiempo que se detenía a secarse el sudor—. ¿Crees a Tito capaz de eso?
—¿Quién sabe? —repuso el otro meditabundo—. A menudo las cosas no son lo que parecen. La buena y la mala suerte, los golpes y los favores. Todo es relativo.
—Muy filosófico —sonrió su interlocutor, que luego alguna vez habría de pensar en ese comentario.
Sin embargo, allí ya no discutieron más de ese tema, ni de ningún otro, ya que encontraron huellas recientes de unos pies descalzos y, temerosos de un encuentro con indígenas hostiles, o incluso con caníbales, huyeron a toda prisa, de vuelta a sus barcos.
* * *
El que sí le dio vueltas, y mucho, a ese incidente, fue el tribuno Emiliano, y no precisamente preocupado por los motivos que pudiera tener el prefecto para soltar al ladrón. Emiliano, como el resto de los expedicionarios, sufría de fiebres intermitentes, lo que no hacía más que ahondar ese pozo en el que se hundía más, hecho de melancolías rotas por estallidos de actividad. Y, con el cerebro algo nublado por las calenturas, no podía dejar de pensar en que, no hacía mucho, había sido él quien le había hablado a Senseneb acerca del significado y la importancia del
vexillum.
Volvían a él, con los ataques de fiebre, las sospechas sobre las intenciones últimas de los meroítas, y el papel que la propia sacerdotisa tenía en la expedición. Se preguntaba incluso si no habría sido alguno de los acompañantes de Senseneb el que habría incitado a los indígenas a robar el estandarte.
Desde que habían entrado en aquellos pantanos sin direcciones ni tiempo, Emiliano había compartido tienda con Senseneb sólo un par de veces, aunque otro tanto podía decirse de Tito. Porque la sacerdotisa había sucumbido también al mal de esas tierras y sufría ataques periódicos de fiebre, lo que, unido a que en muchas noches no podían acampar por falta de tierra firme, y pernoctaban fondeados, y eso les había dejado pocas ocasiones de estar juntos.
La separación era para él dolorosa, ya que se había acostumbrado a refugiarse de los malos tragos en la meroíta. La tienda de Senseneb era para el tribuno una especie de nido nocturno, cálido y penumbroso, donde podía abandonarse, libre de las obligaciones del cargo y de tener que mantener la compostura delante de unas tropas que —como tanto insistía el prefecto— estaban muy lejos de sus bases, en mitad de tierras desconocidas y, por tanto, necesitaban la seguridad de estar mandados por jefes sólidos.
Emiliano envidiaba la fortaleza de Tito y a menudo se preguntaba si éste mantendría el ánimo intacto o si, tan sólo, aplicaría con rigor el consejo que le había dado; si mantendría una apariencia inmutable en público, para derrumbarse quizá luego, cuando estuviese a solas en su tienda.
Aunque eso último lo dudaba el tribuno. Cuando pensaba en ello, envuelto en la niebla roja de la fiebre, le parecía que seguían procesos opuestos. A veces le parecía que él mismo se estaba derritiendo y diluyendo, según avanzaba la expedición, y a Tito, en cambio, el viaje le estaba destilando. El prefecto era cada vez más laborioso, más imparable y decidido, descuidado progresivamente de todo lo que no fuese avanzar hacia esa meta que tan quimérica le había parecido al comienzo, tan lejos y hacía tanto tiempo, en el campamento situado en el camino que iba de Syene a Berenice Pancrisia.
Sospechaba además, por algunos detalles sueltos, que la relación entre Tito y Senseneb era la contraria a la que ésta mantenía con él mismo. Que era Senseneb la que buscaba refugio en aquel veterano terco y voluntarioso al que nada parecía afectar. Y ese último pensamiento le roía las entrañas. Le recomía a la vez que tenía que admitir para sus adentros que tal comezón era ridícula.
Por un lado no conocía mayor paz que refugiarse en la sacerdotisa, dejarse acunar por sus caricias y aplacar en ella sus miedos. Pero al mismo tiempo envidiaba la entrega de Senseneb al prefecto, y que éste fuese el depositario de sus temores y esperanzas, como ella lo era de los de él. Y así, muchas veces, en la soledad de esas noches asfixiantes, basculaba entre sentimientos confusos y encontrados, producto de las fiebres y los celos.
Ahora además recordaba cómo había hablado también de la
imago
y de su importancia. Y, como este último estaba a bordo de su nave, le daba por pensar que era la mano de la sacerdotisa la que estaba detrás de los últimos sucesos. Que era ella la que había enviado primero a barrenar la nave del prefecto y luego a robarle el
vexillum
. En cambio, no había habido intentos parecidos contra él. Se preguntaba, amodorrado por las calenturas, si no era ésa una prueba de que ella, puesta en la disyuntiva, le prefería a él antes que a Tito, y había mandado a los hombres de los pantanos contra el último para tratar de salvarle a él de una posible muerte.
Pero luego, el curso de sus pensamientos cambiaba de golpe, casi como las mismas aguas por las que navegaban, y entonces se preguntaba si acaso Senseneb no le veía a él como poco más que un niño, comparado con el prefecto. Quizás ella había enviado a barrenar la nave de Tito no por salvarle a él, Emiliano, sino porque tenía al prefecto por un hombre más entero y pensaba, por tanto, que tenía más posibilidades de salir con vida de un trance apurado.
Y así, cubierto de sudor, se daba la vuelta una y otra vez en su lecho de cubierta, martirizado por los mosquitos, y los dolores de cabeza y en articulaciones, tan propios de la fiebre, hasta que le llegaba un sueño que era niebla o inconsciencia, y se hundía en un sopor intranquilo del que ya no salía hasta el amanecer.
Fue cerca del extremo sur de aquellos inmensos pantanos —aunque pudiera ser que hubiesen ya salido de ellos, y navegasen por territorios inundados por las lluvias— cuando Senseneb cayó muy enferma. Había estado sufriendo de fiebres, como todo el mundo en aquella expedición, pero esa vez el ataque fue más prolongado y, viéndola sumida en el delirio de las calenturas, Satmai, el jefe de su guardia, mandó que se lo comunicasen a los jefes romanos.
Agrícola, esta vez sí, estaba seguro de en qué momento había sucedido, como si al ir acercándose al final de aquel dédalo de aguas, ciénagas y miasmas hubiera ido recuperando el sentido del tiempo y las distancias. Y si decía que era posible que hubiesen salido ya de los pantanos de papiros no era por confusión, sino porque recordaba que la vegetación era distinta, que las copas de los árboles surgían de las aguas, y que éstas bajaban revueltas y enfangadas, él mismo, desde su nave, había sido testigo de que una piragua larga y baja se adelantaba como una saeta hasta abarloarse al barco de Tito, y de cómo los dos nubios que iban en la misma cambiaban palabras con el prefecto.
Éste, a su vez, apenas avistó una porción de tierra firme —que podía ser una isla o simplemente un terreno elevado que se había salvado de la crecida—, despachó a su vez un esquife para avisar al tribuno, que bogaba un poco más a proa.
Enseguida, desde la nave de este último, comenzaron a enviar señales para toda la flota. Las naves comenzaron a varar en el fango, y uno de los primeros en echar pie a tierra fue el tribuno menor Gagilio Januario, con la groma y los banderines, para trazar las líneas del campamento. Los expedicionarios desembarcaron en masa, contentos de poder estirar por fin las piernas, porque llevaban varios días sin bajar a tierra, y los nubios sacaron a su señora en unas parihuelas. Pero nadie pudo ver mucho porque Tito, al que rara vez se le escapaba detalle, había enviado a algunos hombres de confianza para que impidiesen acercarse a nadie. Así que lo único que consiguieron los curiosos fue algún que otro bastonazo.