Ninguna respuesta.
—Tendré que dejar a uno de mis hombres en la casa.
La mirada del dueño de la fonda se fijó en Lucas y después se posó sobre el mostrador. Le cayó una lágrima.
—Juró a su madre… —empezó a decir. Pero giró la cabeza. Ya no podía hablar. Para disimular, se sirvió una copa de ron y, al humedecer en ella los labios, sintió náuseas.
—Quédate —se limitó a murmurar Maigret a Lucas.
No salió en el acto. Recorrió el pasillo y vio una puerta que daba a un patio interior. Por los cristales de la cocina vio una silueta femenina pegada a la pared, con la cabeza apoyada sobre los brazos doblados. Al otro lado del montón de estiércol, la puerta del cobertizo estaba abierta y un pedazo de cuerda seguía colgando de un clavo El comisario se encogió de hombros, regresó y en el café sólo encontró a Lucas.
—¿Dónde está?
—Arriba.
—¿No ha dicho nada? Te mandaré a alguien para relevarte. El que te sustituya tendrá que llamarme dos veces al día.
—¡Eres tú, te digo que eres tú quien lo ha matado! —sollozaba la vieja en el primer piso—. ¡Vete! ¡Tú lo has matado! Hijo mío. ¡Hijito mío!
La campanilla tintineó en su soporte: Maigret abría la puerta y se dirigía al taxi, que lo esperaba a la entrada del pueblo.
Cuando Maigret bajó del taxi, delante de la mansión de Mistress Henderson en Saint-Cloud, eran algo más de las tres de la tarde. A su regreso de Nandy, recordó que había olvidado devolver a los herederos de la estadounidense la llave que, en julio, le había sido confiada para que realizara las investigaciones oportunas.
Se dirigía allí sin un objetivo preciso o, mejor dicho, con la esperanza de que el azar le permitiera descubrir un detalle que se le hubiera pasado por alto, o también de que la atmósfera le inspirara alguna idea.
El edificio, rodeado por un jardín que no merecía el nombre de parque, era vasto, sin estilo, con una torrecilla adosada de pésimo gusto.
Todos los postigos estaban cerrados y las avenidas cubiertas de hojas secas.
La puerta de la verja cedió, y el comisario se sintió algo incómodo en aquel decorado tan desolado que más bien parecía un cementerio que una vivienda.
Subió sin entusiasmo alguno la escalinata de cuatro peldaños rodeada de pretenciosas estatuas de yeso y coronada por un farolillo, abrió la puerta de entrada y tuvo que acostumbrar sus ojos a la penumbra que reinaba en el interior.
Este era siniestro, a la vez fastuoso y miserable. La planta baja llevaba cuatro años sin ser utilizada, exactamente desde la muerte de Mister Henderson.
Pero la mayoría de los muebles y de los objetos seguía en su lugar. Cuando Maigret entró en el amplio salón, la araña de cristal comenzó a tintinear y las tablas del parquet crujieron bajo sus pasos.
Sintió la curiosidad de dar el interruptor de la luz. Diez de las veinte bombillas se encendieron. Y las bombillas estaban tan recubiertas de polvo que proyectaban una luz tamizada.
En un rincón vio enrolladas unas valiosas alfombras. Los sillones habían sido arrinconados y las maletas amontonadas en desorden. Una de ellas estaba vacía. La otra todavía contenía, con bolas de naftalina, las ropas del muerto.
¡Hacía cuatro años que había muerto! Había llevado una vida suntuosa. En esa misma habitación se habían dado fiestas que reseñaban los periódicos.
En la inmensa chimenea todavía se veía una caja de habanos casi entera.
¿Acaso no era en esta estancia donde mejor se percibía lo que la mansión tenía de siniestro?
Mistress Henderon tenía casi setenta años cuando enviudó. Demasiado fatigada, no se había tomado el esfuerzo de reorganizar su vida.
Se había limitado a encerrarse en sus habitaciones, abandonando el resto.
Sin duda la pareja había sido feliz o, en cualquier caso, había sido brillante y cosmopolita.
Pero, de todo ello, sólo quedó una anciana encerrada con su dama de compañía.
Y esa misma anciana, una noche…
Maigret, tras recorrer otros dos salones y un lujoso comedor, llegó al pie de la gran escalinata que llevaba hasta el primer piso y cuyos peldaños eran de mármol.
Los menores ruidos resonaban en el vacío absoluto de la casa.
Los Crosby no habían tocado nada. Tal vez no habían puesto los pies en la casa desde el entierro de su tía.
Reinaba un completo abandono; tanto era así que el comisario encontró sobre la alfombra de la escalera una vela que él mismo había utilizado durante la investigación.
Cuando llegó al primer rellano se detuvo bruscamente, invadido por un malestar que tardó unos instantes en analizar. Entonces prestó atención y contuvo el aliento.
¿Había oído algo? No estaba seguro. Sin embargo, había tenido, por una u otra razón, la clarísima sensación de que no estaba solo en la casa.
Le parecía notar como un pálpito de vida.
Comenzó por encogerse de hombros. Pero, cuando empujó la puerta que tenía enfrente, frunció las cejas, al tiempo que respiró profundamente, con avidez.
Un olor a tabaco había herido su olfato. No olía a colillas. Unos segundos antes alguien había fumado en esa habitación. Tal vez siguiera fumando.
Dio algunos pasos rápidos y llegó al tocador de la difunta. La puerta del dormitorio estaba entreabierta pero, cuando la cruzó, Maigret no vio nada. En cambio, el olor se precisó. En el suelo, además, descubrió la fina ceniza de un cigarrillo.
—¿Quién está ahí?
Le habría gustado sentirse menos nervioso, pero en vano intentó reaccionar.
¿Acaso no contribuía todo a alterarle? En la habitación casi no habían hecho desaparecer las huellas de la carnicería. Un traje de Mistress Henderson seguía en la butaca. Las persianas sólo dejaban filtrar líneas irregulares de luz.
Y, en esta penumbra fantástica, alguien se movía.
Porque se oyó un ruido en el cuarto de baño, un ruido metálico. Maigret corrió hasta allí y no vio a nadie, pero esta vez percibió claramente unos pasos al otro lado de una puerta que daba a un cuarto trastero.
Su mano palpó maquinalmente la funda de su revólver. Empujó la puerta, cruzó corriendo el cuarto trastero y descubrió una escalera de servicio.
En esa zona había más luz, porque las ventanas que daban al Sena carecían de persianas.
Alguien subía la escalera intentando sofocar el rumor de sus pasos. El comisario repitió:
—¿Quién está ahí?
Su nerviosismo iba en aumento. ¿Acaso en el momento en que menos se lo esperaba acabaría por entenderlo todo?
Echó a correr. Sonó un violento portazo en el piso superior. El desconocido se apresuraba, cruzaba una habitación, abría y cerraba otra puerta.
Maigret ganó terreno. Al igual que la planta baja, los antiguos dormitorios para los huéspedes estaban abandonados, llenos de muebles y de objetos de todo tipo.
Cayó un jarrón con gran estrépito. El comisario sólo temía una cosa: tropezarse con una puerta que el fugitivo hubiera tenido tiempo de cerrar con cerrojo.
—En nombre de la ley… —gritó por si acaso.
Pero el otro seguía corriendo. Habían recorrido la mitad del piso. En cierto momento, la mano de Maigret tocó el pomo de una puerta que la mano del desconocido intentaba cerrar con llave desde el otro lado.
—Abra o…
La llave giró. Se corrió el cerrojo y, sin reflexionar, el comisario retrocedió unos pasos, se abalanzó sobre la puerta y la golpeó con el hombro.
La puerta se estremeció, pero no cedió. En la habitación contigua oyó abrirse una ventana.
—En nombre de la ley…
No pensaba que su presencia en aquel lugar, en aquella casa que pertenecía a William Crosby, era ilegal, pues no llevaba ninguna autorización judicial.
Dos y hasta tres veces se arrojó sobre la puerta, uno de cuyos paneles comenzó a resquebrajarse.
Cuando tomaba un último impulso, sonó un disparo, seguido de un silencio tan absoluto que Maigret se quedó inmóvil, con la boca entreabierta.
—¿Quién está ahí? ¡Abra!
¡Nada! ¡Ni siquiera un estertor! Tampoco el ruido característico que produce un revólver cuando lo cargan de nuevo.
Entonces, lleno de rabia, el comisario se lastimó el hombro y todo el costado derecho: se había lanzado contra la puerta y ésta cedió bruscamente, tan bruscamente que Maigret, al irrumpir en la habitación, estuvo a punto de caerse al suelo.
Un aire frío y húmedo penetraba por la ventana abierta, desde la que se veían los cristales iluminados de un restaurante y la silueta amarilla de un tranvía.
En el suelo había un hombre sentado, pegado a la pared, ligeramente inclinado a la izquierda.
La mancha gris del traje y la silueta bastaron para que Maigret reconociera a William Crosby, pero hubiera sido muy difícil identificarlo por el rostro.
En efecto, el estadounidense se había disparado un tiro en la boca, a quemarropa; la bala le había destrozado media cabeza.
En todas las habitaciones que atravesó de nuevo, lentamente y taciturno, Maigret dio todos los interruptores. Aunque algunas lámparas no tenían bombillas, la mayoría, en contra de lo previsible, seguía funcionando.
De manera que la mansión se iluminaba de arriba abajo, con algunos agujeros de sombra.
En el dormitorio de Mistress Henderson, el comisario descubrió un teléfono sobre la mesilla de noche. Descolgó por si acaso, y un sonido le confirmó que la línea no había sido cortada.
Jamás había sentido tan intensamente la impresión de hallarse en una casa mortuoria.
¿No estaba sentado al borde de la cama donde la anciana estadounidense había sido asesinada? Delante de él, veía la puerta al otro lado de la cual había sido descubierto el cuerpo de la doncella.
Y arriba, en una habitación destartalada, cerca de una ventana por la que entraba el aire lluvioso de la tarde, había un tercer cadáver.
—¿Oiga? Con la Prefectura, por favor. —Sin darse cuenta, hablaba en voz baja—. ¡Oiga!… Póngame con el director de la Policía Judicial… Aquí, Maigret. ¡Sí! ¿Es usted, jefe?… William Crosby acaba de suicidarse en la mansión de Saint-Cloud… ¡Sí, eso es! Lo llamo desde la casa… ¿Quiere hacer todo lo necesario?… ¡Yo estaba allí! A menos de cuatro metros de él, aunque nos separaba una puerta cerrada… Ya lo sé… ¡No!, no podría explicar nada. Más adelante, quizá.
Tras colgar, permaneció varios minutos inmóvil, mirando con fijeza delante de él.
Después, absorto, llenó lentamente una pipa que se olvidó de encender.
La villa le producía el efecto de una gran caja vacía y fría en la que sólo era un ser ínfimo.
—Los datos falsos —articuló Maigret, sorprendido, a media voz.
Estuvo a punto de subir al piso superior. Pero ¿para qué? William Crosby estaba muerto. Su mano derecha seguía empuñando la pistola con la que se había suicidado.
Maigret soltó una carcajada al pensar que, en ese instante, debían de estar informando al juez Coméliau de lo ocurrido. Sin duda el juez acudiría con los agentes y los técnicos de Identidad Judicial.
En la pared había un enorme retrato al óleo de Mister Henderson, solemne, de uniforme, con el gran cordón de la Legión de Honor y otras condecoraciones extranjeras.
El comisario entró después en la habitación contigua, la que ocupaba Elise Chatrier. Abrió un armario y descubrió unos trajes negros, de seda y de paño, cuidadosamente colgados.
Prestaba atención a los ruidos del exterior. Lanzó un suspiro de alivio cuando oyó que dos vehículos se paraban casi a un tiempo delante de la verja. Después le llegó un rumor de voces procedente del jardín. Con su nerviosismo habitual, que hacía que su voz sonara muy aguda, Monsieur Coméliau decía:
—Es inverosímil, inadmisible.
Maigret se dirigió al vestíbulo y, como un anfitrión que sale a recibir a sus invitados, exclamó en cuanto la puerta se abrió:
—Por aquí.
Más de una vez recordaría Maigret la actitud del juez: éste surgió bruscamente ante él, lo miró a los ojos con aire feroz, los labios temblorosos de indignación, y exclamó:
—Espero sus explicaciones, comisario.
Maigret se limitó a conducirlo a través de los pasadizos de servicio y las habitaciones del segundo piso.
—Aquí está.
—Usted lo citó aquí, ¿no es así?
—Yo ni siquiera sabía que estaba. Vine por si acaso, para asegurarme de que no había descuidado ningún indicio.
—¿Dónde estaba?
—Sin duda en la habitación de su tía. Se dio a la fuga, y yo lo perseguí. Al llegar aquí, y cuando yo intentaba derribar la puerta, se suicidó.
Por la mirada que le dirigió, parecía que Coméliau sospechara que Maigret había inventado esta historia. Pero, en realidad, sólo era una consecuencia del horror que sentía el magistrado ante las complicaciones.
El médico examinaba el cadáver. Los técnicos enfocaban las cámaras fotográficas sobre el lugar.
—¿Y Heurtin? —preguntó secamente Monsieur Coméliau.
—Volverá a la Santé cuando usted quiera.
—¿Ha dado con él?
Maigret se encogió de hombros.
—¡Entonces, inmediatamente!
—Como usted diga, señor juez.
—¿Eso es todo lo que piensa decirme?
—De momento, sí.
—¿Sigue pensando…?
—… ¿que Heurtin no mató a nadie? ¡No lo sé! ¡Le pedí diez días! Sólo han pasado cuatro.
—¿Adónde piensa usted llegar?
—Lo ignoro.
Maigret hundió profundamente las manos en sus bolsillos, siguiendo con la mirada las idas y venidas de los expertos; de repente bajó a la habitación de Mistress Henderson y descolgó el teléfono.
—Póngame con el Hotel George V… ¡Oiga! ¿Quiere decirme si Mistress Crosby está ahí?… ¿Cómo dice? ¿En el salón de té?… Muchas gracias… No. No le diga nada.
Monsieur Coméliau, que lo había seguido y que aguardaba cerca de la puerta, lo miraba con severidad.
—Ya ve qué complicaciones…
Maigret no contestó; se colocó el sombrero en la cabeza y, después de una seca despedida, se fue. No había pedido al taxista que lo esperara y tuvo que caminar hasta el puente de Saint-Cloud para encontrar otro taxi.
Música suave. Parejas que bailaban tranquilamente. Grupos de mujeres bonitas, sobre todo extranjeras, alrededor de las mesas, en el discreto salón de té del Hotel George V.
Maigret, tras dejar a regañadientes su abrigo en el guardarropa, se acercó al grupo de personas entre las que había reconocido a Edna Reichberg y a Mistress Crosby.