Cuando se palpó los bolsillos para buscar la pipa, no la encontró, y sin duda lo interpretó como un mal presagio, porque en sus labios apareció una sonrisa amarga.
Alrededor de La Citanguette se habían parado algunos marineros, pero sólo mostraban una curiosidad relativa. La semana anterior, dos árabes se habían matado entre ellos en el mismo lugar. Y un mes antes habían sacado del agua, con la ayuda de un bichero, un saco que contenía unas piernas y un tronco de mujer.
Se veían los lujosos edificios de Auteil bordeando el horizonte de la otra orilla del Sena. Los vagones de un metro hacían estremecer un puente cercano.
Lloviznaba. Los agentes de uniforme iban y venían, proyectando a su alrededor el pálido círculo de las linternas.
En el bar, sólo Lucas seguía en pie. Los clientes que habían presenciado o participado en la pelea estaban sentados a lo largo de la pared.
Y el brigada iba de uno a otro examinando los documentos, seguido de todo tipo de miradas desagradables.
Dufour ya había sido trasladado a un coche de policía, que arrancó con la mayor suavidad posible.
Maigret no dijo nada. Con las manos en los bolsillos del abrigo, miró a su alrededor lentamente, con una mirada infinitamente pesada.
El dueño se acercó a él para darle explicaciones.
—Le juro, comisario, que cuando…
Maigret le indicó que se callara; se acercó a un árabe, lo examinó de pies a cabeza y la piel del hombre se volvió terrosa.
—¿Trabajas?
—En la Citroën, sí. Yo…
—¿Cuándo caducó tu permiso de residencia?
Y Maigret hizo una seña a un agente que significaba: «¡Lléveselo!».
—¡Comisario! —gritó el árabe mientras lo empujaban hacia la puerta—. Se lo explicaré. ¡Yo no he hecho nada!
Maigret ya no lo escuchaba. Un polaco también tenía algunos documentos caducados.
—¡Lléveselo!
Eso era todo. En el suelo estaba el revólver de Dufour, con un cartucho vacío, y los restos del sifón y de la bombilla eléctrica. Sobre el diario, roto, había dos manchas de sangre.
—¿Qué hacemos con ellos? —preguntó Lucas, que había terminado el examen de los documentos.
—Déjalos ir.
Janvier regresó al cabo de un cuarto de hora. Encontró a Maigret desplomado en un rincón de la taberna, en compañía del brigada Lucas. Volvía salpicado de barro y con manchas oscuras en el impermeable.
No necesitó decir nada. Se sentó al lado de los otros dos.
Y Maigret, que parecía estar pensando en cualquier cosa menos en lo ocurrido, mirando vagamente el mostrador, detrás del cual se veía al dueño con expresión humilde y contrita, articuló:
—Ron. —Una vez más, buscó la pipa en sus bolsillos—. Dame un cigarrillo —le dijo a Janvier suspirando.
Este se sintió obligado a decir algo. Pero se conmovió tanto al ver encogerse de hombros a su jefe que sólo pudo resoplar apartando la cabeza.
En su piso del Champ-de-Mars, el juez Coméliau presidía una cena de veinte comensales a la que seguiría una bacanal íntima.
En cuanto al inspector Dufour, estaba tendido sobre la mesa de acero de un médico de Grenelle que, mientras se ponía la bata blanca, vigilaba la esterilización de sus instrumentos.
—¿Usted cree que luego se notará? —preguntaba el policía que, por su postura, sólo divisaba el techo—. El cráneo no está roto, ¿verdad?
—¡Claro que no! ¡Claro que no! Unos cuantos puntos de sutura…
—… ¿y volverá a crecer el pelo? ¿Está usted seguro?
El doctor, con las pinzas relucientes en la mano, indicó a su ayudante que sujetara firmemente al paciente, y éste sofocó un grito de dolor.
Maigret no rechistó ni una sola vez, y tampoco esbozó el menor gesto de protesta o impaciencia.
Con el semblante grave y las facciones tensas, escuchó hasta el final con deferencia y humildad. Sin embargo, su nuez parecía subir y bajar en los momentos en que Monsieur Coméliau se mostraba más duro y vehemente.
Flaco, nervioso y crispado, el juez de instrucción iba y venía por su despacho, y gritaba tanto que los detenidos que esperaban en el pasillo debían de oír fragmentos de frases.
A veces agarraba un objeto, lo manoseaba unos instantes y lo dejaba de nuevo con violencia sobre el escritorio.
El escribano, incómodo, miraba a otra parte. Y Maigret, de pie, mucho más alto que el juez, aguardaba.
Coméliau, después de un último reproche, espió el rostro de su interlocutor y desvió la cabeza porque, pese a todo, Maigret era un hombre de cuarenta y cinco años que, durante los veinte años de su carrera, se había ocupado de los más diversos y delicados casos policiales.
¡Era, sobre todo, un hombre!
—Pero, en fin, ¿no dice usted nada?
—Acabo de comunicar a mis superiores que recibirán mi dimisión dentro de diez días, si no he conseguido entregarles el culpable.
—En otras palabras, si no logra atrapar a Joseph Heurtin.
—Entregarles el culpable —repitió Maigret sin inmutarse.
El juez saltó como un endemoniado.
—Así pues, ¿sigue creyendo…?
Maigret no contestó. Y Monsieur Coméliau, chasqueando los dedos, exclamó precipitadamente:
—Dejémoslo, ¿le parece, Maigret? Acabaría sacándome de mis casillas. Cuando tenga noticias, llámeme.
El comisario se despidió y recorrió los pasillos que tan bien conocía. Pero, en lugar de bajar a la calle, se dirigió a los desvanes del Palacio de Justicia; una vez allí, empujó la puerta del laboratorio de la Policía Científica.
Uno de los expertos, al verle la cara, quedó impresionado y le preguntó, tendiéndole la mano:
—¿Algo no funciona?
—Todo marcha bien, gracias.
Sus ojos no miraban a ninguna parte. No se había quitado su grueso abrigo negro y llevaba las manos en los bolsillos. Parecía alguien que, después de un largo viaje, vuelve a ver con mirada nueva unos lugares que le fueron familiares.
Así, manoseó las fotos tomadas la víspera en un piso que había sido desvalijado y leyó unos informes que uno de sus colegas había encargado.
Desde un rincón, un joven barbilampiño, alto y delgado, con ojos de miope protegidos por gruesos cristales, lo miraba con un conmovido asombro.
En su mesa había lupas de todos los tamaños, raspadores, pinzas, frascos de tinta, reactivos, así como una pantalla de cristal iluminada por una potente lámpara eléctrica.
Era Moers, que se había especializado en el estudio de papeles, tintas y escrituras.
Sabía que Maigret quería hablar con él. Sin embargo, el comisario ni lo miraba; iba y venía como sin rumbo fijo.
Al fin sacó una pipa del bolsillo, la encendió y exclamó con voz falsa:
—¡Bueno! ¡Ahora manos a la obra!
Moers, que sabía de dónde venía el comisario, lo entendió, pero fingió no darse cuenta de nada.
Maigret se quitó el abrigo, bostezó y movió los músculos de la cara como para volver a ser él mismo. Agarró una silla por el respaldo, la acercó al joven, se sentó a horcajadas y exclamó en tono afectuoso:
—¿Qué tal, querido Moers?
Había terminado. Por fin se había quitado el peso que llevaba sobre los hombros.
—Cuenta.
—He pasado la noche estudiando la nota. Lástima que la hayan manoseado tantas personas, porque ahora es inútil buscar huellas digitales.
—Ya lo había descartado.
—Esta mañana, a primera hora, he ido a La Coupole para revisar todos los tinteros. ¿Conoce el local? Hay varias salas: la gran cervecería, en primer lugar, una parte de la cual se convierte en restaurante a la hora de las comidas. Después la sala del primer piso. Luego la terraza. Y, por último, un pequeño bar norteamericano, a la izquierda, donde se reúnen los clientes habituales.
—Lo conozco.
—Para escribir la nota han utilizado la tinta de ese bar. Las letras han sido trazadas con la mano izquierda, no por un zurdo, sino por alguien que sabe que casi todas las escrituras con la mano izquierda se parecen.
La carta dirigida a
Le Sifflet
seguía encima de la pantalla de cristal colocada delante de Moers.
—Una cosa es segura: el remitente es un intelectual, y juraría que habla y escribe correctamente varias lenguas. Ahora bien, desde el punto de vista grafológico… Pero nos salimos del terreno de las ciencias exactas.
—Adelante.
—Pues bien, o mucho me equivoco, o nos encontramos ante un individuo excepcional. En primer lugar, posee una inteligencia muy por encima de la media. Lo más desconcertante es la mezcla de voluntad y debilidad, de frialdad y emotividad. La caligrafía es de hombre y, sin embargo, aparecen en ella rasgos caracterológicos claramente femeninos.
Moers estaba en su terreno favorito. Se sonrojaba de placer. A su pesar, Maigret sonrió ligeramente, y el joven se puso nervioso.
—Ya sé que todo esto suena confuso y que un juez de instrucción no me escucharía hasta el final. Sin embargo… Mire, comisario, apostaría a que el hombre que ha escrito esta carta padece una grave enfermedad y lo sabe. Si hubiera utilizado la mano derecha, podría decirle más. ¡Ah!, olvidaba un detalle. El papel tiene manchas, aunque tal vez procedan de la imprenta. En cualquier caso, una de ellas es una mancha de café con leche. Y para cortar la parte superior de la hoja, finalmente, no utilizó un cuchillo, sino un objeto redondeado, como una cuchara.
—En otras palabras, la nota fue escrita ayer por la mañana, en el bar de La Coupole, por un cliente que tomaba un café con leche y que habla normalmente varios idiomas. —Maigret se levantó y tendió la mano murmurando—: Gracias, amigo mío. ¿Le importaría devolverme la carta?
Salió soltando un gruñido como despedida y, una vez cerrada la puerta, alguien dijo, no sin cierta admiración: —¡Vaya! Después de lo que le ha pasado…
Pero Moers, cuya adoración por Maigret todos conocían, lo miró de tal suerte que el hombre calló y continuó el análisis que estaba realizando.
París tenía el aspecto triste de los días desapacibles de octubre: del cielo, que parecía un techo sucio, caía una luz mortecina. En las aceras quedaban charcos de la lluvia nocturna.
Incluso los transeúntes tenían el aire enfurruñado de quienes todavía no se han adaptado al invierno.
A lo largo de toda la noche, en la Prefectura habían mecanografiado unas órdenes, transportadas después por ordenanzas a las diferentes comisarías, y enviadas telegráficamente a todas las gendarmerías, a los puestos de aduanas y a las brigadas de las estaciones de tren.
De ese modo, todos los agentes que se codeaban con la multitud, desde los guardias municipales a los inspectores de la brigada de calles, la mundana, la de hoteles o de costumbres, habían memorizado la misma descripción y observaban atentamente a los ciudadanos con la esperanza de descubrir a un mismo hombre.
Ocurría así de una punta a otra de París. Y lo mismo sucedía en los suburbios. Los gendarmes, en las carreteras principales, pedían los documentos a todos los vagabundos.
En los trenes y fronteras la gente se asombraba de ser interrogada más minuciosamente que de costumbre.
Buscaban a Joseph Heurtin, condenado a muerte por el tribunal del Sena, evadido de la Santé, desaparecido a consecuencia de una pelea con el inspector Dufour en La Citanguette.
«En el momento de su huida, llevaba unos veintidós francos en el bolsillo», decían los informes redactados por Maigret.
Y éste, en solitario, abandonó el Palacio de Justicia sin ni siquiera pasar por su despacho; tomó un autobús para la Bastilla y llamó al tercer piso de un edificio de la Rue du Chemin Vert.
Reinaba allí un olor a yodoformo y a caldo de gallina.
Una mujer que todavía no había tenido tiempo de arreglarse le dijo:
—¡Ah! Se alegrará mucho de verle.
El inspector Dufour estaba acostado en su habitación, con aire entristecido y preocupado.
—¿Estás bien, amigo mío?
—No sabría qué decirle. Parece que el pelo no crecerá en la zona de la cicatriz y que tendré que llevar peluca.
Igual que había hecho en el laboratorio, Maigret paseó por la habitación como si no supiera dónde ponerse. Al fin murmuró:
—¿Estás enfadado conmigo?
La mujer de Dufour, que todavía era joven y bonita, estaba en el marco de la puerta.
—¿El, enfadado con usted? Desde esta mañana no deja de preguntarse cómo saldrá usted del paso. Quería que yo fuera a telefonearle desde la oficina de correos.
—¡En marcha! Hasta pronto —exclamó el comisario—. Es preciso que todo salga bien.
No regresó a su casa, aunque vivía a quinientos metros de allí, en el Boulevard Richard-Lenoir. Caminó porque tenía necesidad de hacerlo, de sentirse en medio de la multitud indiferente que lo rozaba.
Y a medida que avanzaba por París iba perdiendo ese equívoco aspecto de colegial pillado en falta que tenía por la mañana. Las facciones se le endurecieron. Fumó una pipa tras otra, como en sus buenos momentos.
Monsieur Coméliau se hubiera sentido muy asombrado, y sin duda también indignado, al saber que la menor de las preocupaciones del comisario era encontrar a Joseph Heurtin.
Para Maigret, ése era un problema accesorio. El condenado a muerte se hallaba en algún lugar, mezclado con varios millones de individuos. Pero el comisario tenía la convicción de que, el día en que lo necesitara, lo atraparía fácilmente.
No. Pensaba en la carta escrita en La Coupole. Y también, quizá todavía con mayor intensidad, en un problema que se reprochaba haber descuidado a lo largo de la primera investigación.
¡En julio estaban todos tan seguros de la culpabilidad de Heurtin! El juez de instrucción se había adueñado inmediatamente del caso, eliminando así a la policía.
«El crimen fue cometido en Saint-Cloud alrededor de las dos y media de la madrugada. Heurtin regresó a su hotel, en la Rue Monsieur-le-Prince, antes de las cuatro. No tomó el tren, ni el tranvía, ni ningún otro medio de transporte colectivo. Tampoco tomó un taxi. La bicicleta con la que hacía el reparto no se movió de la floristería, en la Rue de Sèvres. ¡Y no podía haber regresado a pie! ¡O, en ese caso, se habría visto obligado a correr sin parar!».
En la encrucijada de Montparnasse, la vida bullía. Eran las doce y media de la mañana. Pese al otoño, las terrazas de los cuatro cafés alineados en el Boulevard Raspail rebosaban de clientes, el ochenta por ciento de los cuales eran extranjeros.