»¡Ese período debió de ser para Radek el más embriagador! ¿Acaso no se sentía omnipotente, él, que no tenía con qué pagarse un aperitivo? Y se codeaba cada día con Crosby, que no lo conocía y que, en la espera, comenzaba a asustarse.
»Lo que me llevó a descubrir la verdad sobre los acontecimientos de la mansión de Saint-Cloud, fíjese, es una frase del informe del forense. Jamás se leen con suficiente atención los informes de los expertos. Hace cuatro días descubrí un detalle que me sorprendió. El médico forense escribió: «Varios minutos después de su muerte, el cuerpo de Mistress Henderson, que debía de hallarse al borde de la cama, rodó al suelo». Admita que el asesino no tenía motivo alguno, varios minutos después del crimen, para tocar un cadáver que no llevaba joyas, sino tan sólo un camisón.
»Pero retomaré la secuencia de los hechos. Esta noche, Radek los ha confirmado. Radek convence a Heurtin para que entre en la mansión exactamente a las dos y media; subirá al primer piso y entrará en la habitación sin encender la luz. Radek le ha jurado que la casa está deshabitada, ¡y que los objetos de valor se encontraban en la cama! A las dos y veinte, Radek, a solas, mata a las dos mujeres, oculta el cuchillo en el armario y sale. Espía a continuación la llegada de Joseph Heurtin, que sigue las instrucciones dadas.
»Y Heurtin, de repente, palpa en la oscuridad, derriba un cuerpo, se asusta, enciende la luz, ve los cadáveres, comprueba que las dos mujeres están muertas y deja huellas de sus dedos ensangrentados por todas partes. Cuando al fin escapa, asustado, se tropieza en el exterior con un Radek que ha cambiado de actitud, que ríe y se muestra cruel.
»La escena entre los dos hombres debió de ser impresionante. Pero ¿qué podía hacer contra Radek un simple como Heurtin? ¡Ni siquiera conoce su nombre! ¡No sabe ni dónde vive! El checo le muestra sus guantes de caucho y las zapatillas gracias a las cuales no ha dejado la menor huella en la casa. "¡Te condenarán! ¡No te creerán! ¡Nadie te creerá! ¡Y serás ejecutado!" Un taxi los espera al otro lado del Sena, en Boulogne. Y Radek no para de hablar. "¡Si callas, te salvaré! ¿Lo entiendes? Te sacaré de la cárcel, quizá dentro de un mes, quizá dentro de tres, pero tú saldrás". Dos días después, Heurtin, detenido, se limita a repetir que él no ha matado a nadie. Está alelado. A su madre, y sólo a ella, le habla de Radek. ¡Y su madre no le cree! ¿No es la mejor prueba de que el otro tenía razón, de que es mejor callarse y aguardar la ayuda prometida?
»Pasan los meses. Heurtin, en su calabozo, vive obsesionado con los dos cadáveres cuya sangre ha sentido correr sobre sus manos. Sólo flaquea la noche en que oye los pasos de los que acuden a buscar al preso de la celda contigua para ejecutarlo. Entonces pierde hasta las últimas veleidades de revuelta. Su padre no ha contestado a sus cartas y ha prohibido a su madre y a su hermana que lo visiten. Heurtin está solo frente a una pesadilla. De repente recibe una nota anunciando su evasión. Obedece las instrucciones, pero con desconfianza, de una manera mecánica, y, una vez en París, vaga sin rumbo y acaba por derrumbarse sobre una cama: esa noche no ha dormido en el sector de Máxima Seguridad, donde sólo duermen las personas que aguardan la guillotina.
»Al día siguiente se topa con el inspector Dufour. Heurtin intuye que es un policía, husmea el peligro e, instintivamente, golpea, escapa y comienza de nuevo a vagar. La libertad no le procura ninguna embriaguez. No sabe qué hacer. No tiene dinero. Nadie le espera. ¡Y todo a causa de Radek! Entonces decide buscarlo en los cafés que frecuenta. ¿Para matarlo? Aunque carece de armas, está lo bastante excitado como para estrangularlo. Puede que también para pedirle dinero o, simplemente, porque es el único ser al que todavía puede dirigirle la palabra. Lo descubre en La Coupole. No lo dejan entrar. Espera. Gira en redondo, como un tonto de pueblo, y a veces aplasta su pálida cara en el cristal. Cuando Radek sale, lo acompañan dos agentes, y Heurtin se va automáticamente a su madriguera, a casa de sus padres, en Nandy, donde tampoco tiene derecho a mostrarse. Cae sobre la paja, en un cobertizo. Y cuando su padre le dice que sólo le permite quedarse hasta la noche, decide ahorcarse.
Maigret se encogió de hombros y gruñó:
—¡Ese ya nunca se recuperará! Vivirá, pero siempre le quedará una especie de fisura. De las víctimas de Radek, es la más lamentable. Hay más víctimas. Y más habría habido si… Pero eso se lo contaré dentro de un rato.
»Cometido el crimen, y con Heurtin en la cárcel, el checo toma a su vida errante de café en café. No reclama sus cien mil francos a Crosby, en primer lugar porque no sería prudente, y después quizá porque su miseria ha acabado por serle necesaria, ya que estimula su odio hacia los hombres. En La Coupole, ve al estadounidense, cuya alegría suena a falsa. Crosby espera. Jamás ha visto al hombre de la nota. Además, está convencido de que Heurtin es culpable. ¡Y teme que lo denuncie! Pero, inexplicablemente, el acusado se deja condenar. Se habla de su próxima ejecución y el heredero de Mistress Henderson al fin podrá respirar.
»Entretanto, ¿qué ocurre en el alma de Radek? Ya ha cometido su bonito crimen. Ha resuelto con éxito sus más mínimos detalles. Nadie sospecha de él. Tal como ha querido, es el único en el mundo que sabe la verdad. Y cuando contempla a los Crosby sentados en el bar, piensa que bastaría una palabra suya para hacerlos temblar. Sin embargo, no está satisfecho. Su vida sigue siendo muy monótona. Nada ha cambiado, salvo que dos mujeres han muerto y que un pobre estúpido será decapitado. No me atrevería a jurarlo, ¡pero apostaría a que lo que más le pesa es que nadie pueda admirarlo! Nadie que, al verlo, diga: «Parece un hombre cualquiera y, no obstante, ha cometido uno de los más hermosos crímenes posibles. Ha derrotado a la policía, engañado a la justicia, cambiado el curso de varias existencias…». Les ha ocurrido a otros asesinos. La mayoría han sentido la necesidad de confiarse, aunque sea a una prostituta. Pero Radek es más fuerte, y además, jamás le han interesado las mujeres.
»Una mañana, la prensa anuncia que Heurtin se ha evadido. ¿No es su oportunidad? Va a sembrar la confusión, a recuperar un papel activo. Escribe a
Le Sifflet
. Víctima del pánico al ver que su cómplice lo acecha, se arroja él mismo en las manos de la policía. ¡Pero él quiere que lo admiren! ¡Quiere que sepan que es un buen jugador! Y sentencia: «¡Jamás entenderá nada!». A partir de ese momento, cae en el vértigo. Siente que acabará por ser atrapado. ¡Tanto mejor! Adelanta por su cuenta esa hora y comete imprudencias voluntarias, como si una fuerza interior lo empujara a desear el castigo. ¡No tiene nada que hacer en la vida! ¡Está condenado! Todo le repugna o le indigna, arrastra una existencia miserable…
»Cuando se percata de que voy a pegarme a él, de que llegaré hasta el final, entonces sufre como una neurosis: es un comediante y disfruta intrigándome. ¿Acaso no ha derrotado a Heurtin y a Crosby? ¿Por qué no va a derrotarme a mí? Para desconcertarme, inventa historias. Me cuenta, entre otras cosas, que todos los acontecimientos relacionados con el drama se han desarrollado cerca del Sena. ¿Me dejaré confundir, me lanzaré sobre una pista falsa? Y él empieza a acumular pistas falsas. Vive febrilmente, está perdido, pero sigue luchando, jugando con la vida. ¿Por qué no comenzar por arrastrar a Crosby en su caída? Radek, que se siente un demiurgo omnipotente, telefonea al estadounidense para reclamarle los cien mil francos. Luego me los enseña: siente una alegría malsana en hacer malabarismos con la libertad. También obliga a Crosby a dirigirse a la mansión de Saint-Cloud a una hora determinada. Ese detalle revela en él un elevado conocimiento de la psicología. Un poco antes, me ha visto; ha entendido que yo estaba dispuesto a retomar la investigación desde el principio, y deduce que yo iré a Saint-Cloud, ¡y allí encontraré a Crosby, que no sabrá cómo explicarme su presencia! ¿Llegó Radek a prever el suicidio de Crosby al creerse descubierto? Es posible, es probable. ¡Pero todo eso no le basta! Cada vez le embriaga más su poder.
»Yo lo noto frenético, y desde ese momento sigo todos sus pasos, silencioso y taciturno. Estoy siempre a su lado, de día y noche. ¿Aguantarán sus nervios? Hay pequeños incidentes que me demuestran que se halla en una pendiente peligrosa. Necesita satisfacer incesantemente su odio hacia el mundo. Humilla a los humildes, se burla de una mendiga, empuja a las prostitutas a pelearse… e intenta averiguar el efecto que todo eso me produce: ¡exhibicionismo! Se halla muy cerca del desmoronamiento. En ese estado, no mantendrá por mucho tiempo su sangre fría, cometerá fatalmente un error. ¡Y lo comete! A todos los grandes criminales les ocurre tarde o temprano. ¡Ha matado a dos mujeres! ¡Ha matado a Crosby! ¡Ha convertido a Heurtin en un desecho! Antes del final, quiere continuar la masacre.
»Pero yo tomé algunas precauciones. Janvier se apostó en el Hotel George V con la misión de apoderarse de todas las cartas destinadas a Mistress Crosby o a Edna, y de interceptar sus llamadas telefónicas. En dos ocasiones, Radek, al que yo no abandono, se me escabulle por unos minutos y adivino que ha mandado unas cartas. Horas después, Janvier me las entrega. ¡Aquí están! En una de ellas informa a Mistress Crosby de que su marido ha ordenado el asesinato de Mistress Henderson y como prueba, adjunta la cajita, que lleva todavía la dirección escrita por el estadounidense, con la llave de la verja dentro. Radek conoce las leyes. En su nota, precisa que un asesino no puede heredar de su víctima y que, por tanto, a Mistress Crosby le será arrebatada su fortuna. Le ordena que se dirija a medianoche a La Citanguette y que destripe el colchón de cierta habitación para encontrar el puñal utilizado en el asesinato y guardarlo en lugar seguro. Si el arma no está ahí, deberá acudir a Saint-Cloud y buscar en un armario. Fíjese en esa necesidad de humillar y, a la vez, de complicar las cosas. Mistress Crosby no encontrará nada en La Citanguette: el cuchillo jamás ha estado allí. Pero Radek disfruta enviando a la rica estadounidense a una taberna de vagabundos. ¡Y eso no es todo! Su manía por complicar las cosas llega más lejos. Revela a la joven que Edna Reichberg era la amante de su marido y que éste quería casarse con ella. "¡Ella sabe la verdad!", le dice. "La odia a usted y, si puede, hablará para reducirla a la pobreza".
Maigret se secó la frente y suspiró.
—Estúpido, ¿verdad? ¡Eso es lo que usted piensa! Parece una pesadilla. Pero tenga en cuenta que Radek, desde hace varios años, se ha pasado la vida imaginando refinadas venganzas. Además, el checo no iba muy desencaminado. En otra carta, le cuenta a Edna Reichberg que Crosby era el asesino, que la prueba del crimen se encuentra en el armario y que podrá evitar un escándalo si va a recoger el arma a una hora determinada. Añade que Mistress Crosby siempre ha estado al corriente del crimen de su marido. Recuerde que Radek se creía un demiurgo.
»Las dos cartas nunca llegaron a su destino por la sencilla razón de que Janvier las interceptó y me las trajo. Pero ¿cómo demostrar que procedían de la mano de Radek? ¡Al igual que la nota dirigida a
Le Sifflet
, están escritas con la mano izquierda! Entonces rogué a las dos mujeres que colaboraran, explicándoles que se trataba de descubrir al asesino de Mistress Henderson. Les hice realizar exactamente los actos que las cartas les ordenaban. El propio Radek me llevó a La Citanguette, y después a Saint-Cloud.
»¿Acaso no creía que era el final? ¡Un final magnífico para él, si las cartas no hubieran sido interceptadas! Mistress Crosby, alterada por las revelaciones del asesino, desquiciada por la odiosa intervención en la taberna, llegó a la mansión de Saint-Cloud y entró en el dormitorio en que había sido cometido el doble crimen. ¡Imagine su nerviosismo! ¡Y de pronto, según los planes de Radek, iba a encontrarse frente a Edna Reichberg, en posesión del puñal! Yo no hubiera jurado que eso habría terminado con un crimen, pero reconozco que Radek sabía muy bien lo que se hacía.
»Las cosas, dispuestas por mí, se desarrollaron de otra manera. Mistress Crosby salió sola. Y a Radek lo atormentaba la necesidad de saber qué había sido de Edna. Me siguió arriba. Abrió el armario. Encontró no un cadáver, sino a la sueca, y estaba viva. Me miró. Comprendió. E hizo lo que yo esperaba: disparó.
El juez Coméliau abrió desmesuradamente los ojos.
—¡No tema! —lo tranquilizó el comisario—. Esa misma tarde, en un encontronazo, yo había sustituido su revólver cargado por un arma vacía. ¡Eso es todo! Jugó… y perdió. —Maigret encendió su pipa, que se le había apagado, y se levantó con el ceño fruncido—. Debo añadir que sabe perder. Hemos pasado el resto de la noche juntos, en el Quai des Orfevres. Le dije honestamente todo lo que sabía, y durante la primera hora él se divirtió en engañarme. Después, él mismo colmó las lagunas, con sólo una pizca de fanfarronería. Ahora guarda una calma asombrosa. En cierto momento me preguntó si yo creía que lo ejecutarían. Al ver que yo dudaba en responder, añadió riendo: «¡Haga todo lo que pueda para que así sea, comisario! Me debe un pequeño favor. Además, tengo una idea. Una vez, en Alemania asistí a una ejecución. En el último instante, el condenado, que hasta entonces no había pestañeado, comenzó a llorar y a gemir: "¡Mamá!". ¡Yo también siento curiosidad por ver si llamaré a mi madre! Dígame, ¿qué cree usted?».
Se produjo un silencio. Los rumores del Palacio de Justicia y, como ruido de fondo, el tumulto confuso de París, se oyeron con mayor claridad.
Finalmente, el juez Coméliau apartó el informe que, para mostrar aplomo, había abierto delante de él al comienzo de la conversación.
—Está bien, comisario —comenzó—. Yo… —Miraba hacia otra parte, con los pómulos colorados—. Quisiera pedirle que olvidara el…, la…
Pero el comisario, poniéndose el abrigo, le tendió la mano con la mayor naturalidad del mundo.
—Mañana le entregaré mi informe. Ahora tengo que ir a ver a Moers; le prometí enseñarle las dos cartas. Se propone realizar un estudio grafológico completo.
Al salir, tras un momento de vacilación, se giró, vio la expresión contrita del juez y desapareció finalmente con una sonrisa apenas esbozada: ésa fue su única venganza.
Corría el mes de enero. Helaba. Los diez hombres que se hallaban presentes llevaban el cuello del abrigo levantado y las manos metidas en los bolsillos.
La mayoría intercambiaban frases inacabadas mientras golpeaban el suelo con los pies y lanzaban miradas furtivas en una misma dirección.