Un balcón natural, a quinientos o seiscientos metros sobre el nivel de un mar aún visible y bañado de luz, era en cambio el lugar en que yo respiraba mejor, sobre todo si estaba solo y muy por encima de las hormigas humanas. Me explicaba sin dificultad alguna que los sermones, las predicaciones decisivas, los milagros de fuego, se hubieran hecho en alturas accesibles. Según me parecía, no era posible meditar en los sótanos o en las celdas de las prisiones (a menos, claro está, que estuvieran situadas en una torre, con un extendido panorama); en los sótanos o en las celdas se enmohecía uno. Y comprendía muy bien a aquel hombre que, habiendo entrado en una orden religiosa, colgó el hábito porque su celda, en lugar de abrirse, como él lo esperaba, a un vasto paisaje, daba a-una pared. Puede estar usted seguro de que yo no me enmohecía. A toda hora del día, dentro de mí mismo y entre los demás, trepaba a las alturas, donde encendía visibles fuegos, y entonces se elevaba hacia mí una alegre salutación. Por lo menos era así como me complacía en la vida y en mi propia excelencia.
Felizmente mi profesión satisfacía esta vocación de las cimas. Me borraba toda amargura respecto de mi prójimo, que siempre me estaba obligado y a quien yo nunca debí nada. La manera de ejercer mi profesión me colocaba por encima del juez, al que, a mi vez, yo juzgaba, y por encima del acusado, a quien yo obligaba a que me estuviera agradecido. Pese usted bien estas cosas, querido señor: yo vivía impunemente. Ningún juicio me alcanzaba; yo no estaba en la escena misma del tribunal, sino en otra parte, en los palcos altos, como esos dioses a los que de vez en cuando se hace descender por medio de un mecanismo, para transfigurar la acción y darle su sentido. Después de todo, vivir por encima de los otros sigue siendo la única manera de que los más lo vean y lo saluden a uno. Por lo demás, algunos de mis criminales buenos, al matar habían obedecido al mismo sentimiento. La lectura de los diarios, en la triste situación en que ellos se hallaban, les aportaba probablemente una especie de desgraciada compensación. Como muchos hombres, ya estaban hartos del anonimato y esa impaciencia, en parte, los había llevado a extremos enojosos. Porque, en suma, para ser conocido basta que uno dé muerte a su portera.
Desgraciadamente, se trata aquí de una reputación efímera, tantas porteras hay que merecen y reciben cuchilladas. El crimen ocupa continuamente el primer plano de la escena; pero el criminal no figura en ella, sino de modo fugaz y queda casi inmediatamente reemplazado. En fin, que estos breves triunfos se pagan demasiado caro. En cambio, defender a esos desdichados aspirantes a la reputación significaba ser verdaderamente reconocido en el mismo tiempo y en los mismos lugares, pero por medios más económicos. Esta circunstancia también me estimulaba a realizar meritorios esfuerzos para que los criminales pagaran lo menos posible: lo que ellos pagaban, lo pagaban un poco por mí. La indignación, el talento, la emoción, que yo derrochaba, me liberaban, en compensación, de toda deuda con respecto a ellos. Los jueces castigaban, los acusados expiaban su falta, y yo, libre de todo deber, sustraído al juicio y a la sanción, reinaba libremente en una luz edénica.
¿Y acaso no era en efecto el edén mismo, querido señor? ¿La vida aprehendida directamente? Ésa fue mi vida. Nunca tuve necesidad de aprender a vivir. Sobre ese punto ya lo sabía todo al nacer. Hay gente cuyo problema consiste en protegerse de los hombres o por lo menos en acomodarse a ellos. Para mí, la acomodación era cosa ya hecha. Familiar cuando el caso así lo requería, silencioso si era necesario, capaz tanto de desenvoltura como de gravedad, no encontraba obstáculos en parte alguna. Y lo cierto es que no estaba mal hecho. Me mostraba a la vez bailarín infatigable y erudito discreto; conseguía amar al mismo tiempo, lo cual en modo alguno es fácil, a las mujeres y la justicia; practicaba deportes y cultivaba las bellas artes. Vaya, aquí me detengo para que no piense usted que me complazco en mí mismo. Pero le ruego que me imagine usted en la flor de la edad, de salud perfecta, generosamente dotado, hábil en los ejercicios del cuerpo, así como en los de la inteligencia, ni pobre ni rico; que dormía bien y que estaba profundamente contento de mí mismo, sin mostrarlo más que por una sociabilidad feliz.
Admitirá entonces que bien puedo hablar, con toda modestia, de una vida lograda.
Sí, pocos seres fueron más naturales que yo. Mi acuerdo con la vida era total. Me adhería a ella de arriba abajo, o sin rechazar nada de sus ironías, de su grandeza, de su miseria.
Especialmente la carne, la materia, lo físico, en una palabra, que desconcierta o desanima a tantos hombres en el amor o en la soledad, me procuraba, sin someterme, alegrías regulares. Yo estaba hecho para tener un cuerpo. De ahí esa armonía, ese dominio suelto de mí mismo que las gentes advertían y que, según me confesaban a veces, les ayudaba a vivir. Todos buscaban, pues, mi compañía. Por ejemplo, muchas veces alegaban que creían haberme conocido ya antes. La vida, sus seres, sus dones, venían a ofrecérseme. Yo aceptaba esos homenajes con un benévolo orgullo. A decir verdad, a fuerza de ser hombre, con tanta plenitud y sencillez, terminaba por sentirme un poco superhombre.
Había nacido en cuna modesta, pero oscura (mi padre era empleado), y sin embargo ciertas mañanas, y lo confieso humildemente, me sentía hijo de rey o zarza ardiente. Observe usted bien que se trataba de algo diferente de la certeza que yo tenía de ser más inteligente que todos los demás. Esta certeza no tiene, por lo demás, importancia alguna, ya que tantos imbéciles la comparten. A fuerza de estar colmado de dones, me sentía, vacilo en confesarlo, elegido, designado. Designado personalmente, entre todos, para el éxito largo y constante. A la postre, ése no era sino un efecto de mi modestia. Me negaba a atribuir el éxito exclusivamente a mis méritos, y no podía creer que el hecho de que en una única persona estuvieran reunidas cualidades tan diferentes y tan extremadas, fuera el resultado exclusivo del azar. Por eso, viviendo feliz, me sentía en cierto modo autorizado a gozar de esa felicidad en virtud de algún decreto superior. Si le digo a usted que no tenía ninguna religión, comprenderá aún más claramente todo lo que de extraordinario había en esa convicción. Ordinario o no, ese sentimiento se elevó durante mucho tiempo por encima de lo cotidiano, de manera que literalmente hube de volar, por espacio de años enteros que, a decir verdad, todavía me pesan en el corazón. Volé hasta una noche en que… Pero no, éste es otro asunto que hay que olvidar. Por lo demás, acaso exagero. Verdad es que me hallaba satisfecho de todo. Pero al mismo tiempo, satisfecho de nada. Cada alegría me hacía desear otra. Iba de fiesta en fiesta. Ocurría que ocasionalmente bailaba varias noches seguidas, cada vez más cautivado por la vida y los seres. Y en esas noches, ya tarde, cuando la danza, el alcohol ligero, mi desenfreno, el violento abandono de todo el mundo, me lanzaban a una embriaguez cansada y plena al propio tiempo, me parecía a veces que, en el extremo de la fatiga y en el espacio de un segundo, comprendía por fin el secreto de los seres y del mundo. Pero el cansancio desaparecía al día siguiente, y con él el secreto. Y entonces yo volvía a lanzarme de nuevo.
Y así corría yo, siempre colmado, nunca saciado, sin saber dónde detenerme. Hasta un día, o mejor dicho, hasta una noche en que la música se interrumpió de pronto y las luces se apagaron. La fiesta en la que yo había sido feliz… Pero, permítame llamar a nuestro amigo el primate. Incline la cabeza para agradecerle y, sobre todo, beba conmigo, pues tengo necesidad de su simpatía.
Veo que esta declaración lo asombra. ¿Nunca tuvo usted súbitamente necesidad de simpatía, de ayuda, de amistad? Si, desde luego. Yo aprendí a contentarme con la simpatía. La podemos encontrar más fácilmente y además la simpatía no compromete a nada. En el discurso interior, "Crea usted en mi simpatía" precede inmediatamente a "Y ahora ocupémonos de otra cosa". Es un sentimiento propio de presidente de consejo. Se lo obtiene a bajo precio después de las catástrofes. En cambio, la amistad ya es algo menos sencillo. Tardamos en obtenerla y nos cuesta trabajo obtenerla. Pero, cuando la tenemos ya no hay manera de desembarazarse de ella.
Hay que enfrentarla. Sobre todo, no vaya a creer usted que sus amigos le telefonearán todas las noches, como deberían hacerlo, para saber si no es precisamente ésa la noche en que usted decidió suicidarse, o sencillamente si no tiene necesidad de compañía, si no se dispone a salir.
Pero no, si los amigos telefonean, tenga usted la seguridad de ello, lo hacen la noche en que usted no está solo y en que la vida le parece hermosa. Ellos más bien lo empujarán al suicidio, en virtud de lo que usted se debe a sí mismo, según ellos. ¡Que el Cielo nos guarde, querido señor, de que nuestros amigos nos coloquen demasiado alto! En cuanto a aquellos cuya función es amarnos, quiero decir nuestros padres, nuestros allegados (¡qué expresión!), la cosa es diferente. Ellos siempre tienen pronta la palabra necesaria, pero más bien es una palabra como una bala. Nos llaman por teléfono como si tiraran con una carabina. Apuntan certeramente. ¡Ah, los Bazaine!
¿Cómo? ¿Que qué noche? Ya hablaré de eso. Tenga paciencia conmigo. Porque en cierto modo no he abandonado el tema, al hablar de los amigos y de los allegados. Mire usted, me hablaron de un hombre cuyo amigo estaba preso, y él se acostaba todas las noches en el suelo para no gozar de una comodidad de que habían privado a aquel a quien él quería. ¿Quién, querido señor, quién se acostará en el suelo por nosotros? ¿Si yo mismo soy capaz de hacerlo?
Mire usted, quisiera ser capaz, seré capaz, sí, un día todos seremos capaces de hacerlo y entonces nos salvaremos. Pero no es fácil, pues la amistad es distraída o, por lo menos, impotente. Lo que ella quiere, no puede realizarlo. Acaso, después de todo, lo que ocurre es que no lo quiere suficientemente, ¿no es así? ¿Acaso no amemos suficientemente la vida? ¿Advirtió usted que sólo la muerte despierta nuestros sentimientos? ¡Cómo queremos a los amigos que acaban de abandonarnos! ¿No le parece? ¡Cómo admiramos a los maestros que ya no hablan y que tienen la boca llena de tierra! El homenaje nace entonces con toda espontaneidad, ese homenaje que, tal vez, ellos habían estado esperando que les rindiéramos durante toda su vida. Pero ¿sabe usted por qué somos siempre más justos y más generosos con los muertos? La razón es sencilla. Con ellos no tenemos obligación alguna. Nos dejan en libertad, podemos disponer de nuestro tiempo, rendir el homenaje entre un cocktail y una cita galante; en suma, a ratos perdidos. Si nos obligaran a algo, nos obligarían en la memoria, y lo cierto es que tenemos la memoria breve. No, en nuestros amigos, al que amamos es al muerto reciente, al muerto doloroso; es decir, nuestra emoción, o sea, ¡a nosotros mismos, en suma!
Tenía yo un amigo al que evitaba las más de las veces. Me aburría un poco y además era un hombre que tenía moral. Pero en su agonía volvió a encontrarme, créamelo usted. No perdí ni un solo día. Se murió contento de mí y estrechándome la mano. Una mujer que con demasiada frecuencia me acosaba en vano, tuvo la buena ocurrencia de morirse joven. ¡Qué lugar ocupó entonces de pronto en mi corazón! ¡Y cuando por añadidura se trata de suicidio! ¡Señor mío, qué delicioso trastorno! Suena el teléfono, el corazón desborda de emoción, las frases son voluntariamente breves, pero cargadas de sobrentendidos. Uno domina la pena y en todo esto hasta hay, sí, un poco de autoacusación.
El hombre es así, querido señor. Tiene dos fases: no puede amar sin amarse. Observe usted a sus vecinos, si por casualidad sobreviene un deceso en el edificio en que usted vive. Los inquilinos dormían en su vida insignificante y, de pronto, por ejemplo, muere el portero.
Inmediatamente se despiertan, se agitan, se informan, se apiadan. Hay un muerto y el espectáculo por fin comienza. Tienen necesidad de la tragedia, qué quiere usted. Ésa es su pequeña trascendencia, es su aperitivo. Por lo demás, ¿se trata simplemente de una casualidad, si le hablo ahora de un portero? Yo tenía uno, verdaderamente desdichado, la maldad misma, un monstruo de insignificancia y de rencores, que habría desanimado hasta a un franciscano. Yo ya ni siquiera le hablaba; pero por el solo hecho de existir, aquel hombre comprometía mi contentamiento habitual. Se murió y yo asistía su entierro. ¿Quiere usted decirme por qué lo hice?
Los dos días que precedieron a la ceremonia fueron, por otra parte, llenos de interés. La mujer del portero estaba enferma y permanecía acostada en la pieza única de su vivienda; de manera que junto a ella habían colocado el féretro sobre caballetes. Los inquilinos teníamos que ir nosotros mismos a buscar nuestra correspondencia. Abríamos la puerta y decíamos: "Buenos días señora", escuchábamos el elogio del desaparecido, que la portera señalaba con la mano, y nos llevábamos la correspondencia. Nada había de divertido en todo eso, ¿no le parece? Sin embargo, toda la casa desfiló por la portería, que apestaba a fenol. Y los inquilinos no mandaban a sus criados, no. Ellos mismos iban a aprovechar la ganga; claro está que también los domésticos, pero a hurtadillas. El día del entierro se vio que el ataúd era demasiado grande para pasar por la puerta de la portería. "Oh, querido mío", decía desde su cama la portera, con una sorpresa a la vez encantada y afligida, "¡qué grande era!" "No se preocupe usted, señora", respondía el empleado de la empresa de pompas fúnebres, "lo pasaremos a través y de pie". Lo pasaron, pues, de pie y luego lo acostaron; yo (con un antiguo mozo de café de quien vine a saber que bebía todas las noches su pernod con el difunto) fue el único que se llegó hasta el cementerio y arrojó flores sobre un ataúd cuyo lujo me asombró. Inmediatamente después hice una visita a la portera para recibir sus expresiones de agradecimiento de actriz trágica. ¿Qué razón tiene todo eso? Dígamelo usted. Ninguna, como no sea el aperitivo.
También hube de enterrar a un viejo colaborador del colegio de abogados. Era un empleado a quien se menospreciaba bastante y a quien yo siempre estrechaba la mano. En el lugar en que trabajaba, yo estrechaba la mano de todo el mundo y más bien dos veces que una.
Esta cordial sencillez me valía, a poca costa, la simpatía de todos, que era necesaria para la dilatación de mi ánimo. En ocasión del entierro de nuestro oficinista, el presidente del colegio de abogados no se había molestado. Yo sí, y precisamente en vísperas de emprender un viaje, lo que hubo de subrayarse. Yo sabía que se advertiría mi presencia y que sería favorablemente comentada. ¿Comprende usted? Ni siquiera la nieve que caía aquel día me hizo retroceder.