Me asomé, apoyándome en la parte baja del exterior de la muralla, y tuve que incorporarme de inmediato; las piedras se movían por culpa de mi peso. Las defensas se estaban viniendo abajo. Di una manotada a una piedra medio desencajada y, feliz, me eché a reír de buena gana. Con la espada ensangrentada, Sihtric me dedicó una sonrisa.
—¿Queréis conservar algún amuleto, mi señor? —me preguntó.
—Ese hombre murió en condiciones; me quedaré con el suyo —dije, señalando al hombre cuyo yelmo estaba adornado con las plumas de cuervo.
Sihtric se agachó para retirar el martillo del muerto. Más allá, Osferth contemplaba los seis cadáveres que yacían sobre las piedras entre charcos de sangre. Llevaba una lanza con la punta ensangrentada.
—¿Habéis matado a alguno de ellos? —le pregunté.
—Sí, mi señor —me contestó, haciendo un gesto afirmativo y con unos ojos como platos.
—Eso está bien —repuse, mientras hacía un gesto con la cabeza hacia los cuerpos allí tumbados—. ¿A cuál de ellos?
—No fue aquí, señor —replicó, con gesto de aturdimiento, mientras se volvía hacia los peldaños por los que habíamos subido—. Fue por allí, señor.
—¿En los escalones?
—Sí —respondió.
Me lo quedé mirando, lo suficiente como para que se entiese incómodo.
—Contádmelo; ¿os amenazó?
—Era un enemigo, señor.
—¿Qué hizo —le insistí—, te amenazó con la muleta?
—El… —comenzó a decir Osferth, pero no pasó de ahí, y se quedó mirando a uno de los hombres que yo había matado, y comentó con mal gesto—: Mi señor…
—¿Sí?
—Dijisteis que quien abandonase el muro de escudos sería reo de muerte.
Me incliné para limpiar la hoja de
Hálito-de-Serpiente
en la capa de uno de los muertos.
—¿Y bien?
—Vos lo hicisteis, señor —dijo Osferth, con un deje reproche.
Me incorporé y me toqué los brazaletes que llevaba.
—Mientras obedezcáis las órdenes, seguiréis con vida —le contesté, con aspereza—. Sólo adquiriréis fama cuando os atreváis a quebrantarlas. Algo que nunca conseguiréis, si os dedicáis a ir por ahí matando tullidos —le espeté lentamente; luego, me volví para ver si los hombres de Sigefrid habían cruzado el río Fleot; acababan de darse cuenta de lo que había ocurrido a sus espaldas y se habían vuelto para ver lo que pasaba en la puerta. Pyrlig apareció a mi lado.
—Vamos a retirar ese harapo —me dijo, lo que me llevó a reparar en un gallardete que colgaba de la muralla; Pyrlig se hizo con él, y me lo mostró: lucía el emblema del cuervo de Sigefrid—. Vamos a darles la noticia de que hay un nuevo señor de esta ciudad —dijo, levantándose la cota de malla y sacando una banderola que llevaba doblada y enrollada a la cintura que, al extenderla, dejó al descubierto una cruz negra sobre un campo blanco mate—. ¡Alabado sea Dios! —añadió, y la dejó caer por encima de la muralla, asegurándola en la base con las armas de los hombres que habían muerto. Sigefrid ya sabía, pues, que había perdido la Puerta de Ludd. La bandera cristiana ondeaba delante de sus narices.
Durante un rato, se impuso la calma. Supuse que los hombres de Sigefrid se habían quedado desconcertados y trataban de reponerse de la sorpresa. Ya no se dirigían hacia la nueva ciudad sajona, sino que se habían vuelto para contemplar la cruz que colgaba de la puerta. En el interior de la ciudad, se iban formando grupos de hombres que no nos perdían de vista.
Yo me quedé mirando en dirección a la ciudad nueva. No advertí la presencia de los hombres de Æthelred. Una empalizada de madera rodeaba la suave ladera en la que se alzaba la ciudad sajona. Cabía la posibilidad de que las tropas de Æthelred estuvieran emboscadas tras aquella cerca, medio caída en algunos tramos, inexistente en otros.
—Si Æthelred no da señales de vida… —dijo Pyrlig, en voz baja.
—Estamos perdidos —finalicé yo la frase.
A la izquierda, el río, lúgubre y gris, se deslizaba hacia las ruinas del puente y el mar lejano. Unas gaviotas blancas se recortaban sobre el fondo gris. A lo lejos, en la orilla sur, se veía salir el humo de unas cuantas chozas. Aquello era Wessex. Frente a mí, donde los hombres de Sigefrid permanecían inmóviles, se extendía Mercia. A mis espaldas, al norte del río, Anglia Oriental.
—¿Y si cerramos la puerta? —propuso Pyrlig.
—No; le dije a Steapa que la dejase abierta.
—¿Eso hicisteis?
—Intentamos que Sigefrid nos ataque —repuse, mientras no dejaba de pensar que, si Æthelred se había echado para atrás, mis días habrían llegado a su fin en esa misma puerta en la que confluían los tres reinos.
Aunque no podía atisbar las fuerzas de Æthelred, confiaba en que los hombres de mi primo nos ayudasen a alcanzar la victoria. Si conseguía que los guerreros de Sigefrid volasen a la puerta y lograba contenerlos, Æthelred podría atacarlos por la retaguardia. Por eso quería que la puerta permaneciese abierta para tentar a Thurgilson. Si procedía a cerrarla, podría utilizar cualquiera de las otras entradas el la ciudad romana, y sus hombres habrían escapado al ataque de mi primo.
El problema más acuciante nos lo presentaban los daneses que aún quedaban en la ciudad, que parecían reponerse, al fin, de aquel ataque por sorpresa. Algunos merodeaban por las calles, mientras otros formaban grupos al pie de las murallas a ambos lados de la Puerta de Ludd. Las murallas eran más bajas que los baluartes de la puerta, lo que significaba que la única posibilidad de atacarnos era intentarlo en las estrechas escaleras de piedra que iban de la muralla a los bastiones. Había que disponer de no menos de cinco hombres para defender cada peldaño, sin olvidar que eran dos las escalinatas que subían desde la calle. Pensé en abandonar la cúspide del baluarte. Pero si las cosas no nos pintaban bien en el portalón, allá en lo alto de la muralla encontraríamos un refugio adecuado.
—Dispondréis de veinte hombres para defender el baluarte —le dije a Pyrlig—, y también podéis quedaros con ése —dije, señalando a Osferth. No quería que el hijo de Alfredo, aquel asesino de tullidos, se quedase en la puerta, donde la lucha sería más encarnizada. Allí abajo, formaríamos dos muros de escudos: uno de cara a la ciudad; el otro mirando al río Fleot. Allí sería donde chocarían los dos muros de escudos y donde, pensaba yo, moriríamos, porque seguía sin ver el ejército de Æthelred.
Sentí la tentación de escapar por piernas. Si conteníamos al enemigo en las calles, no sería muy difícil emprender la retirada por el mismo camino que habíamos llegado. Podríamos apoderarnos del barco de Sigefrid, del
Domador de olas
, y pasar a la orilla sajona de Wessex. Pero yo era Uhtred de Bebbanburg, un guerrero pletórico de orgullo, y había jurado que conquistaría Lundene. Así que nos quedamos.
Cincuenta de los nuestros bajaron por las escaleras y ocuparon la puerta. Veinte hombres se pusieron de cara a la ciudad; el resto, mirando hacia donde estaba Sigefrid. Bajo el arco de la puerta no cabían más de ocho hombres de frente, escudo con escudo, lo que nos permitió organizar los dos muros de escudos a la sombra de aquellas piedras. Steapa se puso al frente del grupo de veinte, mientras yo me puse al mando en primera fila, delante de la muralla que miraba al oeste.
Abandoné el muro de escudos y di unos cuantos pasos hacia el valle del Fleot. Aquel pequeño río, de aguas fétidas debido a las curtidurías por las que pasaba, discurría, perezoso y sucio, a su encuentro con el Temes. Al otro lado, Sigefrid, Haesten y Erik habían reagrupado sus fuerzas, y su retaguardia se disponía a vadear el poco profundo Fleot, amenazando a los escasos hombres que me acompañaban.
Permanecí dentro de su campo de visión. El sol, cubierto de nubes, seguía a mis espaldas, pero ya se encargarían la plata de mi casco y el brillo apagado de la hoja de
Hálito-de-serpiente
de reflejar su luz mortecina. La había desenvainado de nuevo, y allí estaba yo, con la espada en la mano derecha y el escudo en la siniestra. Me erguía por encima de ellos, un señor en toda su gloria, un hombre con su cota de malla, un guerrero invitando a luchar con otros como él. Pero seguía sin ver tropas amigas en la colina vecina. De nuevo pensé que, si Æthelred había retrocedido, todos moriríamos.
Apreté con fuerza el pomo de
Hálito-de-Serpiente
. Me quedé mirando a los hombres de Sigefrid, golpeé mi escudo con la hoja de la espada hasta tres veces; el eco se encargó de llevar el sonido desde las murallas que se alzaban detrás; me di media vuelta y me integré en el muro de escudos.
Coléricos y lanzando los aullidos propios de quienes están seguros de alcanzar la victoria, los guerreros de Sigefrid se abalanzaron sobre nosotros.
* * *
Un bardo tendría que haber compuesto una canción de gesta sobre aquella batalla. Para eso están. Mi esposa actual que está como una cabra, les paga para que alaben mensajes a cristo, que es su dios, pero cierran el pico y guardan silencio en cuanto irrumpo en la estancia. Se saben fragmentos de las gestas de sus santos y entonan cantos melancólicos sobre el día en que su dios fue crucificado. Cuando estoy presente, sin embargo, ensalzan gestas de verdad, poemas que, según aquel cura tan listo, se habían escrito para recordar las hazañas de otros hombres, cuyos nombres habían sustituido por el mío. Porque hay trovas sobre carnicerías y poemas que hablan de guerreros, canciones de gesta de verdad.
Los guerreros son hombres que defienden lo que es suyo, su casa, sus hijos, sus mujeres y sus cosechas, que acaban con otros que se presentan con intención de robárselos. Sin ellos, el mundo que vemos sería un lugar desierto, desolado, donde sólo escucharíamos lamentos. La recompensa de un hombre de guerra no tiene nada que ver con los brazaletes de oro y de plata que cubren sus brazos, sino con su renombre, y ahí es donde entran los bardos. Ellos son quienes nos cuentan cosas de esos hombres que defienden lo que es suyo y acaban con sus enemigos. Para eso están, aunque ninguno de ellos haya cantado el combate de la Puerta de Ludd en Lundene.
Aún pervive una canción de gesta en la antigua Mercia, que refiere cómo lord Æthelred se apoderó de Lundene, un precioso poema, por cierto, pero en el que no aparece ni mi nombre, ni el de Steapa, ni el de Pyrlig, ni tampoco los de los hombres que lucharon de verdad aquel día.
Cualquiera que lo escuche pensaría que bastó con que Æthelred hiciera acto de presencia para que los paganos se dieran a la fuga, según el poeta.
No fue así. Desde luego que no fue eso lo que ocurrió. Decía que los hombres del norte se abalanzaron sobre nosotros
,
y eso fue lo que pasó, pero Sigefrid no era un inconsciente a la hora entablar pelea. Cayó en la cuenta de que sólo unos pocos habíamos bloqueado el paso, y pensó que, si era capaz de desbaratar el muro de escudos con rapidez, todos perderíamos la vida bajo aquel antiguo arco romano.
Había regresado al lado de los míos. Mi escudo se solapaba con los de los hombres que tenía a mi derecha y a mi izquierda. En el momento de colocarme entre ellos, dispuesto a aguantar su embestida, me di cuenta de los planes que tenía Sigefrid en la cabeza.
Sus hombres no se habían limitado a contemplar la Puerta de Ludd, sino que se había reorganizado, de modo que ocho de sus guerreros se habían colocado en cabeza. Cuatro de ellos eran portadores de enormes espadas macizas, de ésas que, para alzarlas, hay que recurrir a las dos manos. No llevaban escudo pero, al lado de cada uno de ellos, marchaba un fornido guerrero provisto de escudo y hacha. Tras ellos, iban muchos más hombres, provistos de escudos, lanzas y largas espadas. En ese instante, supe lo que iba a ocurrir. Los cuatro hombres se precipitarían sobre nosotros, dirigiendo aquellos espadones contra cuatro de nuestros escudos. El peso de las espadas y el ímpetu de la carga desplazarían a cuatro de los nuestros hacia atrás, momento en el que actuarían los que iban armados con hachas. No intentarían reducir a astillas nuestros escudos, sino que profundizarían en la brecha abierta por los portadores de espadones, y engancharían y echarían abajo los escudos de la segunda fila, dejándonos al descubierto frente a las largas armas que blandían hombres que se situaban más atrás. Sólo una ambición guiaba a Sigefrid, la de deshacer nuestra defensa cuanto antes y no me cabía duda de que aquellos hombres no sólo se habían ejercitado para derribar un muro de escudos, sino que ya lo habían hecho con anterioridad.
—¡Arrejuntaos! —grité, aunque tenía poco sentido. Mis hombres sabían de sobra lo que tenían que hacer: aguantar y morir; eso era lo que habían jurado ante mí.
Sabía que estábamos perdidos, si Æthelred no aparecía. El imparable ataque de Sigefrid iba a estrellarse contra nuestro muro de escudos y no disponíamos de espadas lo bastante largas como para responder a las cuatro que se nos venían encima. Lo único que podíamos hacer era resistir, pero nos sobrepasaban en número y parecían actuar con absoluta seguridad. Se produjeron los insultos de costumbre, nos prometieron que allí perderíamos la vida y, efectivamente, la muerte estaba a punto de hacer acto de presencia.
—¿Cierro la puerta, señor? —me preguntó Cerdic, nervioso, a mi lado.
—Demasiado tarde —respondí.
El ataque había comenzado.
Al precipitarse contra nosotros, los cuatro hombres aullaban. Sus espadones eran tan grandes como remos, y los pomos no menores que espadas cortas. Los mantenían bajos, de modo que adiviné que pensaban arremeter contra la parte inferior de nuestros escudos para que empujásemos el borde superior hacia delante, y así los hombres de las hachas pudieran engancharnos con facilidad y destrozar nuestra defensa rápidamente.
La maniobra les saldría bien, porque los hombres que nos atacaban eran duchos en echar abajo muros de escudos. Para eso estaban entrenados, ya lo habían hecho, y el salón de los muertos de Odín debía de estar repleto de sus victimas. Mientras nos embestían, seguían lanzando aquellos gritos incoherentes, y yo observaba sus rostros desencajados, éramos ocho, ocho hombres fornidos, con largas barbas y cotas de malla, guerreros que inspirábamos terror; sujeté el escudo, y me acurruqué ligeramente, esperando que una de aquellas espadas chocase contra el pesado tachón de metal que ostentaba en el centro.
—¡Empujadnos desde atrás! —grité a los que estaban en segunda posición.
Lo único que veía era que una de aquellas espadas se venía contra mi escudo. Si chocaba contra la parte inferior, mi escudo se vería propulsado hacia delante y el hombre del hacha descargaría su enorme hoja contra mí. Veía cómo me llegaba la muerte en una mañana de primavera. Así que apoyé la pierna izquierda contra el escudo con la esperanza de impedir que se venciera hacia dentro, pero mucho me temía que aquel espadón pudiera hacer pedazos la madera de tilo y que la hoja se me clavase en la entrepierna.